Capítulo 12

Como un tulipán (que nuestros herboristas llaman Narcissus) cuando brilla el sol es admirandus flos ad radios solios se pendens, una flor exhibiendo su esplendor, cuando el sol se pone, o llega la tempestad, se oculta, languidece y sin deleite alguno queda… así hace todo enamorado con su amada.

ROBERT BURTON

La mente actúa con suma eficacia sobre el cuerpo, provocando con sus pasiones y perturbaciones prodigiosas alteraciones, tales como la melancolía, la desesperación, crueles enfermedades y en ocasiones la muerte misma… Aquellos que viven con temor jamás son libres, audaces, seguros, alegres, sino que padecen incesante dolor… Causa a menudo la locura repentina.

Ibidem


La llegada de la señorita Edwards, junto con la reorganización de las residencias debido a la finalización del edificio de la biblioteca contribuyeron considerablemente a reforzar la autoridad al comienzo del último trimestre. La señorita Barton, la señorita Burrows y la señorita De Vine se instalaron en tres nuevos apartamentos en la primera planta de la biblioteca; a la señorita Chilperic la trasladaron al patio nuevo y se llevó a cabo una redistribución general, de modo que los edificios del Tudor y del Burleigh quedaron privados por completo de profesoras. La señorita Martin, Harriet, la señorita Edwards y la señorita Lydgate establecieron un sistema de rondas, mediante el cual se podían hacer visitas nocturnas a intervalos variables al patio nuevo, el Queen Elizabeth y el edificio de la biblioteca y vigilar cualquier movimiento sospechoso.

Gracias a este plan se frenaron las actuaciones más violentas de la autora de los anónimos, si bien llegaron unas cuantas cartas anónimas por correo, con insinuaciones insidiosas y amenazas de venganza contra varias personas. Harriet se encargaba escrupulosamente de cuantas muestras tenía noticia o podía recoger. Cayó en la cuenta de que ya habían llegado a todo el claustro, salvo a la señora Goodwin y a la señorita Chilperic; además, las alumnas de tercero empezaron a recibir siniestros pronósticos sobre sus posibilidades en los exámenes, mientras que a la señorita Flaxman la obsequiaron con un dibujo de muy mala factura de una arpía arrancándole la carne a un caballero con birrete. Harriet había intentado librar de toda sospecha a la señorita Pyke y a la señorita Burrows, basándose en que eran bastante hábiles con el lápiz y, por consiguiente, incapaces de realizar dibujos tan malos, ni siquiera a propósito; sin embargo, descubrió que aunque ambas eran diestras, ninguna de las dos era ambidiestra, y que lo que intentaban hacer con la mano izquierda resultaba tan malo como cualquier obra de la autora de los anónimos, si no peor. Desde luego, cuando le enseñó el dibujo de la arpía, la señorita Pyke comentó que contradecía en varios aspectos el concepto clásico de ese monstruo, pero a una experta podía resultarle muy fácil fingir ignorancia, y quizá el ardor con que resaltó los errores de escasa importancia decía tanto contra ella como a su favor.

Otro suceso insignificante pero curioso, que tuvo lugar el tercer lunes del trimestre, fue la queja de una alumna de primero, que estaba muy nerviosa y muy seria: había dejado una novela moderna, totalmente inofensiva, abierta sobre la mesa en la biblioteca de narrativa, y al volver a recogerla tras haber pasado la tarde en el río, encontró varias páginas del centro, justo donde estaba leyendo, arrancadas y desparramadas por la sala. A la alumna, que tenía una beca del condado y era más pobre que las ratas, poco le faltó para echarse a llorar. No había sido culpa suya, pero ¿tendría que reponer el libro? La decana, a quien fue presentada la cuestión, dijo que no, porque no parecía ser culpa de una alumna de primero. Hizo una nota sobre aquella atrocidad: «La búsqueda, de C. P. Snow. Páginas 327-340 arrancadas y cortadas. 13 de mayo», y le dio la información a Harriet, que la incorporó a su diario del caso, junto con entradas como: «7 de marzo. Carta insultante por correo para la señorita De Vine», «11 de marzo, para la señorita Hillyard y la señorita Layton», «29 de abril. Dibujo de la arpía para la señorita Flaxman», y acumuló una lista imponente.

Y así se presentó el trimestre de verano, salpicado de sol, precioso; abril se despidió como una exhalación, espoleado por el viento, para recibir a un mayo esplendoroso. Los tulipanes se mecían en el jardín de las profesoras; un fleco de verdor dorado relucía hasta lo más intrincado de las hayas seculares; las barcas dispuestas en el Cher, entre las orillas que empezaban a florecer y la ancha cuenca del Isis, se agotaban con tanto entrenamiento de los equipos. Por las calles de la ciudad y por las puertas de los colleges revoloteaban togas negras y vestidos veraniegos, formando descuidados blasones con el verde del suave césped y el sable plateado de la piedra ancestral; automóviles y bicicletas torcían peligrosamente por estrechas bocacalles codo con codo, y con los alaridos de los gramófonos, los canales desde el puente de Magdalen hasta mucho más allá de la nueva carretera de circunvalación resultaban odiosos. Las alumnas que tomaban el sol y merendaban ruidosamente profanaban el patio viejo de Shrewsbury, las zapatillas de tenis recién lavadas proliferaban en zócalos y alféizares de ventanas, y la decana se vio obligada a promulgar un edicto sobre la cuestión de los trajes de baño, que ondeaban y revoloteaban, a modo de banderas, y se veían desde cualquier posición estratégica. Las solícitas tutoras empezaron a cloquear y empollar con ternura cuantos huevos becarios a punto de madurar estaban destinados a eclosionar en la humedad de los exámenes tras tres años de incubación; las candidatas, al darse cuenta con remordimiento de conciencia de que apenas les quedaban ocho semanas para compensar las clases que se habían saltado y las horas de trabajo perdidas, iban como flechas desde la Bodleiana hasta las aulas y desde la cámara a las clases, y entonces el goteo de insultos de las cartas anónimas quedó anegado y prácticamente olvidado en la corriente de joviales amenazas que siempre brotaban de labios de las alumnas elegidas entre el grueso de las examinandas. Ni tampoco faltó la nota más alegre en el delirio generalizado al comienzo de la fiebre de los exámenes. El claustro decidía las candidatas para la «carrera», y a Harriet le proporcionaron los nombres de dos «caballos», uno de los cuales, la señorita Newland, era al parecer favorito. Preguntó quién era, porque nunca la había visto ni había oído hablar de ella.

– Supongo que no la conocerá -dijo la decana-. Es muy tímida, pero la señorita Shaw piensa que tiene todas las probabilidades de obtener la calificación más alta.

– Sin embargo, este trimestre no tiene muy buen aspecto -dijo la administradora-. Espero que no vaya a sufrir una crisis nerviosa ni nada parecido. El otro día le dije que no debía saltarse el comedor tan a menudo.

– Sí, se empeñan en hacerlo -replicó la decana-. Con decir que no les apetece cambiarse cuando vuelven del río, se quedan en su habitación en pijama y se toman un huevo, pero estoy segura de que un huevo cocido y una sardina no son suficientes para estos exámenes.

– Y el lío que supone para las criadas que tienen que limpiarlo todo -refunfuñó la administradora-. Es prácticamente imposible tener arregladas las habitaciones antes de las once si están llenas de platos sucios.

– Lo que le pasa a Newland no tiene nada que ver con ir al río -objetó la decana-. La chiquilla trabaja mucho.

– Pues todavía peor -dijo la administradora-. No me fío de las alumnas que se dedican a empollar en el último trimestre. No me extrañaría que su «caballo» se retirase, señorita Vane. Me da la impresión de que está muy nerviosa.

– Qué deprimente -dijo Harriet-. Quizá debería vender la mitad de mi boleto mientras tenga buen precio. Coincido con Edgar Wallace: «Que me den un caballo bueno y estúpido que se coma la avena». ¿Alguna apuesta por Newland?

– ¿Qué dicen de Newland? -preguntó la señorita Shaw, acercándose a ellas. Estaban tomando café en el jardín de las profesoras-. Por cierto, decana, ¿no podría poner un aviso sobre sentarse en la hierba del patio nuevo? Ya he tenido que echar a dos grupos que estaban merendando. No podemos consentir que esto parezca la playa de Margate.

– Claro que no. Saben perfectamente que está prohibido. ¿Por qué son las estudiantes tan descuidadas?

– Siempre deseando parecerse a los hombres -replicó sarcásticamente la señorita Hillyard-. Pero según observo, el parecido no abarca el respeto a los jardines del college.

– Incluso usted ha de reconocer que los hombres tienen algunas virtudes -dijo la señorita Shaw.

– Más tradición y disciplina, pero nada más -replicó la señorita Hillyard.

– No sé -dijo la señorita Edwards-. Creo que las mujeres son por naturaleza más desordenadas, y les atrae la idea de las meriendas en el campo.

– Es muy agradable estar al aire libre con este tiempo tan bueno -apuntó la señorita Chilperic, casi disculpándose (ya que su época de estudiante no quedaba muy lejos)- y no se dan cuenta de lo horrible que queda.

– Cuando hace calor, los hombres tienen el sentido común de quedarse en casa, donde hace más fresco -intervino Harriet, retirando su silla hacia la sombra.

– Los hombres sienten predilección por el aire viciado -dijo la señorita Hillyard.

– Sí, pero ¿qué decían de la señorita Newland? -insistió la señorita Shaw-. No estaba usted ofreciéndose a vender su boleto, ¿verdad, señorita Vane? Porque, créame, es la favorita. Es la típica becaria de Latymer, y su trabajo extraordinario.

– Alguien ha sugerido que está inapetente y que probablemente no competirá.

– Qué crueldad -dijo la señorita Shaw, indignada-. Nadie tiene derecho a decir cosas así.

– Parece agobiada y con los nervios a flor de piel -dijo la administradora-. Es demasiado aplicada, trabaja demasiado. No le ha cogido el tranquillo a los exámenes para la especialidad, ¿verdad?

– No hace mal su trabajo -replicó la señorita Shaw-. Está un poco pálida, pero supongo que es por este calor que ha llegado de repente.

– Posiblemente está preocupada por cosas de su casa -apuntó la señora Goodwin.

Había vuelto al college el 9 de mayo, ya que, afortunadamente, la situación de su hijo había cambiado para mejor, aunque todavía no estaba fuera de peligro. Parecía preocupada y comprensiva.

– Me lo habría contado si así fuera -dijo la señorita Shaw-. Yo animo a mis alumnas a que confíen en mí. Desde luego, es una muchacha muy reservada, pero he hecho todo lo posible para que sea más comunicativa, y estoy segura de que si le pasara algo me habría enterado.

– Bueno, tendré que ver a ese caballo para decidir qué hago con mi boleto. Alguien tiene que elegirla -dijo Harriet.

– Me imagino que en este momento estará en la biblioteca -dijo la decana-. La vi corriendo como una loca hacia allí antes de la cena, saltándose el comedor como siempre. Estuve a punto de hablar con ella. Venga a dar una vuelta, señorita Vane. Si está allí, la echaremos, por su bien. De todas maneras, tengo que hacer una consulta.

Harriet se levantó, riendo, y acompañó a la decana.

– A veces pienso que las alumnas de la señorita Shaw confiarían más en ella si no estuviera siempre sonsacándolas y pinchándolas -dijo la señorita Martin-. Le encanta que la gente le tenga cariño, y lo considero un error. Sé amable, pero déjalas en paz: ese es mi lema. Las tímidas se meten en su concha cuando las pinchas, y las egoístas hacen un montón de tonterías para llamar la atención. Pero claro, cada cual tiene su método.

Abrió la puerta de la biblioteca, se detuvo en el cubículo del fondo para consultar un libro y comprobar una cita y después atravesó la alargada sala delante de Harriet. Sentada a una mesa cerca del centro había una chica delgada, rubia, trabajando entre un montón de libros de consulta. La decana se paró.

– ¿Todavía aquí, señorita Newland? ¿No ha cenado nada?

– Tomaré algo más tarde, señorita Martin. Hace mucho calor, y quiero terminar este trabajo de lengua.

La muchacha parecía asustada e intranquila. Se retiró el pelo húmedo de la frente. Tenía el blanco de los ojos como el de un caballo inquieto.

– No sea tonta -replicó la decana-. Tanto trabajar y tan poco divertirse es sencillamente absurdo en este trimestre. Como siga así, tendremos que mandarla a una cura de reposo y prohibirle, que trabaje durante al menos una semana. ¿Tiene dolor de cabeza? Lo parece.

– No mucho, señorita Martin.

– Por lo que más quiera, deje ya a ese condenado Ducange o Meyer-Lübke o quien demonios sea y vaya a divertirse un rato -dijo la decana-. Siempre tengo que andar detrás de las alumnas para la especialidad a fin de sacarlas del río y que vayan al campo -añadió, dirigiéndose a Harriet-. Ojalá fueran todas como la señorita Camperdown… Estuvo aquí después de usted. Menudo susto le dio a la señorita Pyke, repartiendo todo el trimestre entre el río y las pistas de tenis, y acabó con sobresaliente en clásicas.

La señorita Newland parecía más asustada que nunca.

– Es que no soy capaz de pensar -confesó-. Se me olvidan las cosas y me quedo en blanco.

– Natural -replicó la decana vivamente-. Es una clara señal de que se está excediendo. Deje eso inmediatamente. Levántese ahora mismo, coma un poco y lea una buena novela o algo, o vaya a jugar un partidito de tenis con alguien.

– No se preocupe, por favor, señorita Martin. Prefiero seguir con esto. No tengo ganas de comer y el tenis no me interesa. ¡No se preocupe! -exclamó, casi histérica.

– De acuerdo, hija -replicó la decana-. No quiero incordiar, pero sea usted sensata.

– Sí, de verdad, señorita Martin, pero voy a terminar este trabajo. No me sentiría a gusto si no lo hiciera. Cenaré algo y después me acostaré. Le prometo que lo haré.

– Así me gusta.

La decana salió de la biblioteca y le dijo a Harriet:

– No me gusta verlas en ese estado. ¿Qué piensa de las posibilidades de su caballo?

– No gran cosa -contestó Harriet-. La conozco. Es decir, la he visto. La última vez en la torre de Magdalen.

– ¿Cómo? ¡Dios mío! -exclamó la decana.


Harriet no había visto mucho a lord Saint-George durante la primera quincena del trimestre. El muchacho ya no llevaba el brazo en cabestrillo, pero aún no estaba lo suficientemente fuerte y eso había puesto freno a sus actividades deportivas, y cuando por fin lo vio Harriet, él le dijo que estaba trabajando. El asunto del poste de telégrafos y del seguro se había resuelto sin problemas y se había evitado la ira paterna. Sin duda, «el tío Peter» había tenido algo que ver, pero es que el tío Peter, si bien mordaz, era muy de fiar. Harriet animó al joven a continuar con su trabajo y rechazó una invitación a cenar para conocer a «su gente». No tenía ninguna gana de conocer a los Denver, y hasta la fecha se había librado.

El señor Pomfret no paraba de tener detalles con ella. El señor Rogers y él la llevaron al río y también invitaron a la señorita Cattermole. Todos se portaron divinamente y se lo pasaron bien, evitando, de común acuerdo, recordar anteriores encuentros. Harriet estaba contenta con la señorita Cattermole: parecía haberse esforzado por ahuyentar las sombras que se habían apoderado de ella, y el informe de la señorita Hillyard era esperanzador. El señor Pomfret también la invitó a almorzar y a jugar al tenis. En la primera ocasión, Harriet alegó un compromiso anterior, sin faltar a la verdad, y en la segunda, sin hacer tanto honor a la verdad, dijo que llevaba años sin jugar al tenis, que no estaba en forma y que no le apetecía demasiado. Al fin y al cabo, tenía trabajo (Le Fanu, Entre el viento y el agua e Historia de la prosodia constituían un programa bastante completo) y no era cuestión de perder el tiempo con estudiantes.

Sin embargo, la noche después de que le presentaran formalmente a la señorita Newland, Harriet se encontró por casualidad con el señor Pomfret. Había ido a ver a una antigua alumna de Shrewsbury adscrita al claustro Somerville, y estaba atravesando Saint Giles al volver, poco antes de medianoche, cuando reparó en un grupo de jóvenes con traje de etiqueta alrededor de uno de los árboles que adornan la famosa vía. De natural curioso, Harriet se acercó a ver qué ocurría. La calle estaba prácticamente vacía, salvo algún que otro vehículo. Las ramas superiores del árbol se agitaron con fuerza, y Harriet, algo apartada del grupito que había debajo, comprendió por los comentarios que el señor Nosecuántos se había comprometido, por una apuesta después de la cena, a trepar a todos los árboles de Saint Giles sin que se enterase el supervisor. Como los árboles eran numerosos y el lugar público, Harriet pensó que la apuesta era demasiado optimista. Estaba a punto de darse la vuelta para cruzar la calle en dirección al Lamb and Flag cuando otro joven, que evidentemente había estado apostado vigilando, llegó jadeante y anunció que el supervisor acababa de aparecer doblando la esquina de Broad Street. El escalador bajó precipitadamente, y el grupo se dispersó en todas direcciones: unos pasaron al lado de Harriet, otros escaparon por las calles laterales, y unos cuantos osados se dirigieron al pequeño recinto conocido como la Defensa, en cuyo interior (puesto que no pertenece a la ciudad sino a Saint John) podían jugar cuanto quisieran al corre que te pillo con el supervisor. Uno de los jóvenes que salieron disparados hacia allí pasó muy cerca de Harriet, se detuvo con una exclamación y se puso a su lado.

– ¡Pero si es usted! -gritó el señor Pomfret-. Curioso, pero siempre me pilla. Una suerte increíble, ¿verdad? Oiga, me ha estado evitando todo este trimestre. ¿Por qué?

– No, no -replicó Harriet-. Es que he tenido muchas cosas que hacer.

– Pero me ha estado evitando -insistió el señor Pomfret-. Yo sé que sí. Supongo que es absurdo pensar que pueda interesarse por mí. Supongo que ni siquiera piensa en mí, y a lo mejor hasta me desprecia.

– No diga tonterías, señor Pomfret. Por supuesto que no hago nada semejante. Me parece usted muy simpático, pero…

– ¿En serio?… Entonces, ¿por qué no me deja que vaya a verla? Mire, tengo que verla. Tengo que contarle una cosa. ¿Cuándo puedo venir a hablar con usted?

– ¿De qué? -preguntó Harriet, asaltada por una terrible duda.

– ¿Cómo que de qué? Vamos, no sea tan cruel. Mire, Harriet… No, no, tiene que escucharme, Harriet, maravillosa, adorable Harriet…

– Señor Pomfret, por favor…

Pero al señor Pomfret no había quien lo parase. Se dejó llevar por su admiración, y Harriet, acorralada en la sombra del gran castaño de Indias junto al Lamb and Flag, se vio obligada a escuchar la confesión de entrega más entusiasta que jamás le haya hecho un joven de veintipocos años a una dama de edad y experiencia considerablemente mayores que las suyas.

– Lo siento muchísimo, señor Pomfret. No había pensado… No, en serio, es imposible. Le llevo al menos diez años, y además…

– ¿Y eso qué importancia tiene? -Con un gesto exagerado y torpe, el señor Pomfret dejó a un lado la diferencia de edad y se lanzó a un torrente de elocuencia que Harriet, exasperada, por él y por sí misma, no pudo detener. La amaba, la adoraba, era profundamente desgraciado, no era capaz ni de trabajar ni de hacer deporte por pensar en ella, si lo rechazaba no sabría qué hacer, ella tenía que haberlo visto, tenía que haberse dado cuenta de que… quería interponerse entre ella y el resto del mundo…

El señor Pomfret medía uno noventa, con anchura y musculatura proporcionales.

– No haga eso, por favor -dijo Harriet, sintiéndose como si le ordenara débilmente al alsaciano enorme y desobediente de otra persona: «Ya está bien, César»-. No, en serio. No puedo consentir que… -y añadió con un tono distinto-: ¡Cuidado, tonto! Ahí llega el supervisor.

Consternado, el señor Pomfret recuperó la compostura y se dio la vuelta, como dispuesto a huir, pero los bulldog del supervisor, que habían pasado un rato muy animado con los escaladores de árboles en Saint Giles y estaban sedientos de sangre, entraron por el arco a buen trote y, al ver a un joven no solo entregado al nocturno deambular sin toga sino incluso abrazado a una fémina (mulier vel meretix, cujus consortio Christianis prorsus interdictum est), saltaron alegremente sobre él, como sobre una presa segura.

– ¡Maldición! -exclamó el señor Pomfret-. Oiga, mire…

– Al supervisor le gustaría hablar con usted, señor -dijo el gran bulldog con gravedad.

Harriet debatió en su fuero interno si no sería más delicado marcharse y dejar al señor Pomfret enfrentado a su destino, pero el supervisor les seguía los talones a sus hombres; se encontraba a escasos metros de ella y ya había exigido el nombre y el college del infractor. No parecía haber otra salida sino afrontar la situación.

– Un momento, señor supervisor -dijo Harriet, intentando contener un rebelde ataque de risa, por el bien del señor Pomfret-. Este caballero está conmigo, y usted no puede… ¡Ah, buenas noches, señor Jenkyn!

Efectivamente, era el afable ayudante del supervisor, que al mirar a Harriet se quedó mudo de asombro y vergüenza.

– Oiga -terció el señor Pomfret con torpeza pero con la convicción caballeresca de que debía una explicación-. Mire, es todo por mi culpa. O sea, me parece que he molestado a la señorita Vane. Ella… o sea, yo…

– Bueno, ahora no puede seguir acechándolo, ¿no le parece? -dijo Harriet con tono persuasivo.

– Pues pensándolo bien, supongo que no -replicó el señor Jenkyn-. Es usted licenciada por esta universidad, ¿no? -Indicó con una mano a los bulldog que se alejaran-. Usted perdone -añadió con cierta frialdad.

– No tiene importancia -replicó Harriet-. Es una bonita noche. ¿Ha tenido buena caza en Saint Giles?

– Dos culpables tendrán que presentarse ante su decano mañana -dijo el ayudante del supervisor, más amablemente-. Supongo que por aquí no ha pasado nadie más, ¿verdad?

– Solamente nosotros, y le aseguro que no nos hemos subido a los árboles -repuso Harriet.

Por una pérfida facilidad para las citas literarias, estuvo a punto de añadir «salvo en las Hespérides», pero se contuvo por respeto a los sentimientos del señor Pomfret.

– No, no, claro -dijo el señor Jenkyn. Se retorció las manos nerviosamente y se protegió los hombros con las vueltas de terciopelo de la toga-. Será mejor que vaya en busca de quienes sí lo han hecho.

– Buenas noches -dijo Harriet.

– Buenas noches -dijo el señor Jenkyn, levantando cortésmente el birrete. Se volvió bruscamente hacia el señor Pomfret-. Buenas noches, señor.

Se dirigió con paso vivo hacia Museum Road por entre los postes, con las largas mangas revoloteando al viento. Entre Harriet y el señor Pomfret se hizo uno de esos silencios en los que la primera palabra que se pronuncia resuena como un gong. Parecía tan imposible comentar la interrupción como reanudar la conversación interrumpida, pero de común acuerdo le dieron la espalda al ayudante del supervisor y volvieron a Saint Giles. El señor Pomfret no abrió la boca hasta que torcieron a la izquierda y atravesaron la Defensa, en aquellos momentos desierta.

– He quedado como un perfecto imbécil -dijo con amargura.

– Ha sido mala suerte, pero más imbécil he debido de parecer yo -replicó Harriet-. Por poco no echo a correr, pero bien está lo que bien acaba. El ayudante del supervisor es buena persona y no creo que le dé mayor importancia al incidente.

Con otro desconcertante acceso de risa interna, recordó una expresión que empleaban los irreverentes: «pillar a un alumno mayor faldeando». Posiblemente, el equivalente femenino de «faldear» sería «pantalonear», y pensó si el señor Jenkyn la pronunciaría al día siguiente en la sala común. No le envidiaba la diversión; tenía suficiente edad para saber que incluso las mayores meteduras de pata no provocan sino una pequeña onda en el océano del tiempo y que desaparece rápidamente. Sin embargo, era inevitable que al señor Pomfret esa onda se le antojase una auténtica vorágine. Estaba murmurando enfurruñado algo sobre haber quedado en ridículo.

– Por favor, no se preocupe -dijo Harriet-. No tiene ninguna importancia. A mí no me importa en absoluto.

– No, claro que no -repuso el señor Pomfret-. Naturalmente, usted no puede tomarme en serio. Me trata como a un niño.

– Por supuesto que no. Estoy muy agradecida… me siento muy honrada por todo lo que me ha dicho, pero la verdad es que es imposible.

– Bueno, es igual -replicó el señor Pomfret muy enfadado.

Qué lástima, pensó Harriet. Ya era suficientemente vejatorio que pisotearan los sentimientos juveniles, pero que te dejaran en ridículo de una forma oficial resultaba casi insoportable. Tenía que hacer algo para que aquel joven recuperase su dignidad.

– Escúcheme, señor Pomfret. No creo que me case jamás. Por favor, créame: mi objeción no es de tipo personal. Hemos sido muy buenos amigos. ¿No podríamos…?

El señor Pomfret acogió esta bonita y manida frase con un gruñido.

– Supongo que hay otra persona -dijo casi con saña.

– No creo que tenga usted derecho a preguntarme eso.

– Por supuesto que no -replicó el señor Pomfret muy ofendido-. No tengo derecho a preguntarle nada, y tendría que disculparme por haberle pedido que se case conmigo, y por haber montado una escenita ante los supervisores… en realidad, por existir. Lo lamento muchísimo.

Saltaba a la vista que el único bálsamo que podía aliviar medianamente la vanidad herida del señor Pomfret sería convencerlo de que había otra persona, pero Harriet no estaba dispuesta a reconocer semejante cosa, y además, hubiera otra persona o no, la sola idea de casarse con el señor Pomfret era sencillamente absurda. Harriet le rogó que se lo tomara de una forma razonable, pero él siguió todo enfurruñado, y la verdad es que nada de lo que pudiera decirse habría contribuido a paliar lo absurdo de la situación. Ofrecerle a una dama una caballerosa protección contra el mundo y verse obligado a aceptar su posición de persona mayor como protección contra la justa indignación del supervisor es grotesco y siempre lo será.

Ambos tenían que seguir el mismo camino. Anduvieron sobre las piedras en silencio, resentidos, pasaron junto a la fea fachada del Balliol y la alta verja de hierro del Trinity, el desdén multiplicado por catorce de los Cesares y el inestable arco del edificio Clarendon, hasta llegar al cruce de Cat Street y Holywell.

– Bueno, pues si no le importa, yo seguiré por aquí -dijo el señor Pomfret-. Van a dar las doce.

– Sí. No se preocupe por mí. Buenas noches… Y muchísimas gracias, una vez más.

– Buenas noches.

El señor Pomfret se fue corriendo hacia Queen's College perseguido por el bramido de un coro de campanas.

Harriet siguió hasta Holywell. Ya podía reírse si le apetecía, y vaya si se rió. No temía haberle causado un daño irreparable al corazón del señor Pomfret; estaba tan enfadado que únicamente su orgullo podía sufrir. El incidente poseía ese elemento gracioso de lo ridículo que ni la lástima ni la caridad pueden destruir. Por desgracia, si se consideraba buena persona, no podía compartirlo con nadie; solo podía disfrutarlo en solitarios accesos de regocijo. No se podía ni imaginar lo que el señor Jenkyn pensaría de ella. ¿La consideraría una corruptora de menores? ¿Una promiscua sin principios? ¿O una mujer desesperada intentado aferrarse a las oportunidades que ya casi estaban a punto de escapársele? Cuanto más pensaba en el papel que había desempeñado en aquel incidente, más gracioso le parecía. Pensó en qué le diría al señor Jenkyn si volvía a verlo.

La sorprendió lo mucho que la había animado la ingenua propuesta del señor Pomfret. Debería haberse sentido avergonzada. Debería haberse culpado por no haber comprendido lo que le ocurría al señor Pomfret y no haber tomado medidas para ponerle fin. ¿Por qué no lo había hecho? Suponía que sencillamente porque no se le había ocurrido semejante posibilidad. Tenía asumido que jamás volvería a atraer a ningún hombre, salvo al excéntrico Peter Wimsey. Y para él era, por supuesto, un ser que él había creado y el espejo de su propia magnanimidad. Aunque ridícula, la entrega de Reggie Pomfret era al menos inquebrantable: no era un rey Cophetua, y ella no tenía que sentirse humildemente agradecida porque él hubiera tenido la bondad de fijarse en ella. Y al fin y al cabo, aquella idea resultaba agradable. Por mucho que proclamemos nuestros escasos méritos, pocos nos ofenderíamos en realidad si una persona desinteresada nos contradijera.

Sin arrepentirse de lo ocurrido, Harriet llegó al college y entró por la puerta trasera. Había luz en las habitaciones de la rectora, y alguien asomado a la verja. Al oír las pisadas de Harriet, ese alguien dijo, con la voz de la decana:

– ¿Es usted, señorita Vane? La rectora quiere verla.

– ¿Qué ocurre, decana?

La decana tomó a Harriet del brazo.

– Newland no ha venido. ¿No la ha visto usted por alguna parte?

– No… He estado en Somerville. Son poco más de las doce. A lo mejor aparece. ¿No pensarán que…?

– No sabemos qué pensar. Newland no suele salir sin permiso, y hemos encontrado unas cosas.

Acompañó a Harriet al salón de la rectora. La doctora Baring estaba sentada a la mesa, su hermoso rostro severo y grave, como el de un juez. Frente a ella estaba la señorita Haydock, de pie, con las manos en los bolsillos de la bata; parecía nerviosa y enfadada. Taciturna y acurrucada en un extremo del gran sofá, la señorita Shaw lloraba, mientras que detrás revoloteaba inquieta la señorita Millbanks, entre asustada y desafiante. Cuando Harriet entró con la decana, todas miraron esperanzadas hacia la puerta e inmediatamente apartaron la vista.

– Señorita Vane, me ha dicho la decana que vio usted a la señorita Newland actuando de una manera extraña en la torre de Magdalen el Primero de Mayo -dijo la rectora-. ¿Podría darme detalles más concretos?

Harriet volvió a contar la historia.

– Lamento no haberle preguntado su apellido entonces, pero no la reconocí, no pensé que fuera una de nuestras alumnas -añadió al final-. Ni siquiera me había fijado en ella hasta ayer, cuando me la señaló la señorita Martin.

– Sí, no me extraña que no la conociera -terció la señorita Martin-. Es muy tímida y muy callada y raramente va al comedor o se deja ver por ninguna parte. Creo que se pasa prácticamente todo el día trabajando en la Radcliffe. Como es natural, cuando me contó lo del Primero de Mayo, decidí que alguien tenía que vigilarla. Informé a la doctora Baring y a la señorita Shaw y le pregunté a la señorita Millbanks si alguien de tercero había notado que tuviera algún problema.

– ¡No lo entiendo! -exclamó la señorita Shaw-. ¿Por qué no vino a hablar conmigo? Yo siempre animo a mis alumnas a que confíen plenamente en mí. Le he preguntado una y mil veces. Pensaba que sentía verdadero cariño por mí…

Se sonó la nariz con un pañuelo húmedo, desolada.

– Yo sabía que pasaba algo -dijo la señorita Haydock sin rodeos-, pero no sabía qué. Cuantas más preguntas le hacías, menos te contaba, así que no le pregunté demasiadas cosas.

– ¿Esa muchacha no tiene amigos? -preguntó Harriet.

– Yo creía que a mí me consideraba amiga suya -se quejó la señorita Shaw.

– No hacía amigos -contestó la señorita Haydock.

– Es muy reservada -dijo la decana-. No creo que nadie pueda sonsacarle gran cosa. Yo no he podido.

– Pero ¿qué ha ocurrido exactamente? -preguntó Harriet.

– Cuando la señorita Martin habló con la señorita Millbanks sobre ella -terció la señorita Haydock, interrumpiendo sin ningún respeto hacia las demás personas-, la señorita Millbanks me lo contó y me dijo que no veía qué podíamos hacer nosotras.

– Pero si yo apenas la conocía… -empezó a decir la señorita Millbanks.

– Ni yo -volvió a interrumpir la señorita Haydock-, pero pensé que algo había que hacer, y esta tarde me la he llevado al río. Me dijo que tenía que trabajar, pero le dije que no fuera tonta, qué sino, se iba a venir abajo. Tomamos una batea y merendamos en los jardines, y parecía estar bien. Volví a traerla y la convencí para que se viniera al comedor a cenar como es debido. Después me dijo que quería ir a trabajar a la Radcliffe. Yo tenía un compromiso, así que no pude acompañarla, aparte de que le habría parecido raro que anduviera detrás de ella todo el día. Así que le dije a la señorita Millbanks que alguien tenía que tomar el relevo.

– Pues yo tomé el relevo -replicó desafiante la señorita Millbanks-. Me llevé mi trabajo allí y me senté a una mesa desde la que podía verla. Estuvo allí hasta las nueve y media. Salí a las diez y vi que se había marchado.

– ¿No la vio salir?

– No. Yo estaba leyendo y supongo que no me di cuenta. Lo siento, pero ¿cómo iba yo a saberlo? Este trimestre tengo exámenes. Es muy fácil decir que no debería haberla perdido de vista, pero no soy enfermera ni nada de eso…

Harriet observó que la señorita Millbanks había perdido la seguridad en sí misma, que se estaba defendiendo torpe y furiosamente, como una colegiala.

– Al regresar, la señorita Millbanks… -prosiguió la rectora.

– Pero ¿han hecho algo? -la interrumpió Harriet, impaciente ante aquella exposición ordenada y académica-. Supongo que habrán preguntado si ha estado en la galería de la Radcliffe.

– Lo pensé después y propuse que se hiciera un registro. Según creo, se ha hecho, sin resultados. No obstante, en un posterior…

– ¿Y el río?

– A eso voy. Quizá sea mejor que continúe en orden cronológico. Le aseguro que no hemos perdido el tiempo.

– Muy bien, rectora.

– Al regresar -añadió la rectora, retomando el relato en el punto exacto en el que lo había dejado-, la señorita Millbanks se lo contó a la señorita Haydock, y comprobaron que la señorita Newland no estaba en el college. Actuando con toda corrección, informaron inmediatamente a la decana, que ordenó a Padgett que telefoneara en cuanto llegara la señorita Newland. No había vuelto a las once y cuarto, y Padgett dio parte, al tiempo que comentaba su inquietud por la señorita Newland. Había observado que le había dado por ir sola a todas partes y que parecía tensa y nerviosa.

– Padgett es muy sagaz -dijo la decana-. A veces pienso que sabe más de las alumnas que ninguna de nosotras.

– Hasta esta noche, yo habría asegurado que conocía íntimamente a todas mis alumnas -gimoteó la señorita Shaw.

– Padgett también dijo que había visto varias cartas anónimas dirigidas a la señorita Newland en la conserjería.

– Tendría que haber dado parte -dijo Harriet.

– No -replicó la decana-. Fue después de que viniera usted el trimestre pasado cuando le ordenamos que diera parte de todo. Las que él vio habían llegado antes.

– Comprendo.

– Ya empezábamos a preocuparnos, y la señorita Martin llamó a la policía -continuó la directora-. Mientras tanto, la señorita Haydock registró la habitación de la señorita Newland, en busca de algo que pudiera arrojar luz sobre su estado de ánimo, y encontró… esto.

Recogió de la mesa un montoncito de papeles y se lo dio a Harriet, que exclamó: «¡Dios mío!».

En esta ocasión, la autora de los anónimos había encontrado una víctima que le venía como anillo al dedo. Las cartas, treinta o más («y no creo que estén todas», comentó la decana), amenazantes, insultantes, insinuantes, machacaban despiadadamente sobre el mismo tema: «No creas que te vas a salir con la tuya», «¿Qué vas a hacer cuando suspendas los exámenes?», «Te mereces suspender y ya me encargaré yo de que así sea», y después sugerencias más espantosas: «¿No notas que estás perdiendo la cabeza?», «Si se dan cuenta de que te estás volviendo loca te echarán» y por último, una siniestra serie: «Será mejor que acabes de una vez», «Mejor muerta que en el manicomio», «Yo que tú me tiraría por la ventana», «Inténtalo en el río», etcétera, y lo más difícil de soportar para unos nervios debilitados es el martilleo continuo y certero.

– ¡Si me las hubiera enseñado a mí! -exclamó llorosa la señorita Shaw.

– Por supuesto que no lo habría hecho -dijo Harriet-. Hay que ser muy equilibrada para reconocer que la gente puede pensar que te estás volviendo loca. Eso ha sido lo peor.

– De todas las maldades que… -dijo la decana-. ¡Pensar que esa pobre criatura ha estado recogiendo estas monstruosidades y amargándose la vida! ¡Me gustaría matar a quien haya hecho esto!

– Decididamente, es un intento de asesinato, pero la cuestión es: ¿se ha consumado? -dijo Harriet.

Se hizo un silencio, y después la rectora dijo con tono inexpresivo:

– Ha desaparecido una de las llaves del cobertizo de las barcas.

– La señorita Stevens y la señorita Edwards han ido en un bote río arriba, y la señorita Burrows y la señorita Barton por el Isis en el otro bote de espadilla -dijo la decana-. También está buscando la policía. Se han marchado hace unos tres cuartos de hora. Hasta entonces no nos habíamos percatado de la desaparición de la llave.

– Entonces no podemos hacer gran cosa -dijo Harriet, absteniéndose de añadir con enfado que habría que haber comprobado lo de las llaves del cobertizo en el mismo momento en que se dieron cuenta de la ausencia de la señorita Newland-. Señorita Haydock… ¿le contó algo la señorita Newland, cualquier cosa que pudiera indicar adónde pensaba ir en caso de que quisiera ahogarse?

La dura frase, pronunciada por primera vez sin ambages, impresionó a todo el mundo. La señorita Haydock se cubrió la cara con las manos.

– Un momento -dijo-. Sí recuerdo algo. Íbamos por los jardines…, sí, después de la merienda, y seguimos un poco más antes de torcer. Había una zona con el agua muy revuelta y estuve a punto de perder la pértiga. Recuerdo que dije que sería un sitio muy malo para caerse, por las algas. El fondo es malo, está lleno de cieno y agujeros. La señorita Newland me preguntó si no era donde se había ahogado un hombre el año pasado. Le dije que no lo sabía, pero que creía que era por allí cerca. Ella no dijo nada más, y yo me había olvidado hasta ahora.

Harriet miró su reloj.

– La vieron por última vez a las nueve y media. Tuvo que ir al cobertizo de las barcas. ¿Tiene bicicleta? ¿No? Entonces tardaría casi media hora. Las diez. Pongamos otros cuarenta minutos hasta ese punto, a menos que fuera muy rápido…

– No se le da bien la batea. Cogería una piragua.

– Tendría en contra la corriente y el viento. Pongamos las once menos cuarto. Y tendría que llevar la canoa ella sola. Eso lleva su tiempo, pero aún le quedaría más de una hora. Quizá sea demasiado tarde, pero merece la pena intentarlo.

– Pero puede haber ido a cualquier parte.

– Por supuesto, pero debemos tener en cuenta esa posibilidad. Cuando a la gente se le ocurre una idea, no se le va de la cabeza, y no siempre toman la decisión en el mismo momento.

– Si conozco un poco la psicología de esa muchacha… -empezó a decir la señorita Shaw.

– ¿De qué sirve discutir? -la interrumpió Harriet-. O está viva o está muerta, y tenemos que arriesgarnos. ¿Quién viene conmigo? Voy a por el coche… Se va más rápido por carretera que por el río. Podemos requisar un bote en algún punto de los jardines… si tenemos que entrar a la fuerza en un cobertizo. Decana…

– Estoy con usted -dijo la señorita Martin.

– Necesitamos linternas y mantas. Café caliente. Brandy. Habrá que avisar a la policía para que envíen a un agente y nos veamos en Timm's. Señorita Haydock, usted rema mejor que yo…

– Voy con usted -dijo la señorita Haydock-. Gracias a Dios, tenemos algo que hacer.


Luces en el río. El chapoteo de las espadillas. El constante movimiento de los escálamos.

El bote avanzaba lentamente río abajo. Agazapado en la proa, el agente escudriñaba las aguas de orilla a orilla con el haz de una potente linterna. Aferrada al timón, Harriet repartía su atención entre la oscura corriente y la luz móvil que tenía delante. Con paladas lentas y regulares, la decana mantenía la mirada fija delante de ella, concentrada en su tarea.

A una palabra del policía, Harriet paró el bote y dejó que lo arrastrara la corriente hacia un bulto negro y viscoso en el agua negra. La embarcación dio un bandazo cuando el hombre se inclinó sobre la borda. En medio del silencio se oyó la respuesta, el gemido, el chapoteo y el palmetazo de los remos al otro lado del siguiente recodo.

– Nada -dijo el policía-. Un trozo de arpillera.

– ¿En serio? ¡A remar!

Los remos volvieron a golpear el agua.

– ¿Ese bote es el de la administradora? -dijo la decana.

– Es muy probable -contestó Harriet.

Mientras pronunciaba estas palabras alguien gritó en la otra embarcación. Se oyó un salpicón, un chillido, y el policía respondió gritando:

– ¡Ahí va!

– A toda velocidad -dijo Harriet.

Mientras maniobraba con el timón para que el bote doblase el recodo, vio a la luz de la linterna, a escasas paladas de distancia, lo que habían ido a buscar: la reluciente quilla de una piragua a la deriva en mitad del río, con los remos flotando al lado, y alrededor el agua, formando ondas por la fuerza de la caída.

– Cuidado, señoras, no vayamos a chocar. No puede andar lejos.

– ¡Despacio! -dijo Harriet y añadió-: ¡Sujétenlo!

El río se arremolinaba burlonamente sobre las palas de los remos invertidos. El policía gritó al bote que se acercaba y señaló la orilla izquierda.

– ¡Ahí, en el sauce!

La luz cayó sobre las hojas plateadas, que goteaban sobre el río como la lluvia. Algo desvaído y ominoso giraba debajo.

– Despacio. Zagual. Una a proa. Otra. Otra. Despacio. Zagual. Una. Dos. Tres. Despacio. Una a popa. Despacio. Cuidado con los remos de proa.

El bote atravesó el río y volvió ante la señal del policía, que iba arrodillado a proa, escudriñando el agua. Algo blanco y brillante subió hasta la superficie y volvió a sumergirse.

– Gire un poco más, señorita.

– ¿Listas? Una a popa, zagual. Otra. Despacio. Sujétenlo. -El policía estaba inclinado sobre la borda, tanteando con ambas manos entre las algas-. Un poco más atrás. Despacio. Mantenga los remos de proa fuera del agua. Equilibre el bote. ¿La tiene?

– Sí… pero las algas son una barbaridad de fuertes.

– Cuidado, no vaya a caerse, o ya serán dos. Señorita Haydock… ¡Vamos! A ver si puede ayudar al agente. Decana, una palada muy suave.

La embarcación se balanceó peligrosamente cuando viró y arrancó las pegajosas algas, afiladas y duras como cuchillos. El otro bote se había aproximado y estaba cruzando el río. Harriet le gritó a la señorita Stevens que tuviera cuidado con los remos. Las dos embarcaciones se arrimaron. La chica tenía la cabeza fuera del agua, pálida como la muerte, exánime, desfigurada por cieno negro y algas oscuras. El policía sujetaba el cuerpo. La señorita Haydock tenía las dos manos en el agua, arremetiendo con un cuchillo contra las algas que aprisionaban cruelmente las piernas. La otra barca, obstaculizada por su propia ligereza, estaba escorando e inundándose por la borda, mientras las ocupantes forcejeaban.

– ¡Equilibren ese bote, maldita sea! -gritó iracunda Harriet, a quien no le gustaba la idea de tener que encargarse de otros dos cadáveres y olvidándose de a quién se dirigía. La señorita Stevens no le hizo caso, pero la señorita Edwards echó todo su peso hacia delante, y cuando el bote se levantó también se levantó el cuerpo. Sujetando firmemente la linterna para que el equipo de rescate viera bien lo que hacía, observó cómo se desenredaban las reacias algas.

– Será mejor subirla aquí -dijo el policía. Su bote tenía menos espacio, pero brazos más fuertes y mejor equilibrio. Hubo una sacudida y un tirón cuando izaron por la borda el peso muerto, que cayó chorreando como un guiñapo a los pies de la señorita Haydock.


El agente de policía era un joven enérgico y competente. Administró los primeros auxilios con admirable rapidez. Las mujeres, en la orilla, observaban con expresión angustiada. Ya había llegado más ayuda del cobertizo de los botes. Harriet se encargó de contener el torrente de preguntas.

– Sí, una de nuestras alumnas. No sabe remar muy bien. Nos asustamos al pensar que había cogido una piragua ella sola. Una imprudencia. Sí, temíamos que hubiera un accidente. El viento, la corriente… No. Va contra las normas. (Si iba a haber una investigación judicial, habría que dar más explicaciones, pero no allí, en aquel momento.) Una insensatez. Demasiado optimista. Sí, sí, muy mala suerte. Correr estos riesgos…

– Se pondrá bien -dijo el policía.

Se incorporó y se enjugó el sudor de la frente.

Brandy. Mantas. Un lúgubre grupo en procesión hasta el cobertizo de los botes, si bien menos lúgubre de lo que podría haber sido. Después, una auténtica orgía de llamadas telefónicas. Después, el médico. Después, de repente, Harriet se puso a temblar de puros nervios, y una persona bondadosa le dio whisky. La paciente estaba mejor. La paciente estaba bastante bien. Al policía competente, a la señorita Haydock y a la señorita Stevens les estaban vendando las manos, con profundos cortes a causa de las afiladas algas. La gente hablaba, y Harriet esperaba que no dijeran tonterías.

– Vaya nochecita -le dijo la decana al oído.

– ¿Quién está con la señorita Newland?

– La señorita Edwards. La he advertido de que no deje que la chica diga nada si puede evitarlo. Y he acallado a ese policía tan simpático. Un accidente, hijo mío, un accidente. Todo en orden. Qué bien ha mantenido usted la calma, y las demás hemos seguido su ejemplo. La señorita Stevens la perdió un poquito cuando se puso a llorar y a hablar de suicidio, pero yo la hice callar enseguida.

– ¡Maldita sea! -exclamó Harriet-. ¿Por qué querría hacer eso?

– Exactamente, ¿por qué? Cualquiera diría que quería organizar un escándalo.

– Salta a la vista que alguien lo quiere.

– ¿No pensará que la señorita Stevens…? Pero si ha ayudado en el rescate…

– Sí, lo sé. De acuerdo, decana. No pienso nada. Ni siquiera voy a intentar pensar. Lo que pensaba era que iban a volcar el bote entre la señorita Edwards y ella.

– No hablemos de eso ahora. Gracias a Dios no ha ocurrido lo peor. La chica está a salvo, y eso es lo único que importa. Lo que tenemos que hacer es no darle mayor importancia al asunto.


Eran casi las cinco de la mañana cuando las participantes en el salvamento volvían a sentarse en la casa de la rectora, cansadas y vendadas. Todas se dedicaron elogios mutuos.

– Qué inteligente ha sido la señorita Vane al comprender que la pobre chiquilla iría a ese sitio concreto. Ha sido providencial que llegáramos cuando llegamos -dijo la decana.

– Yo no estoy tan segura -replicó Harriet-. Podríamos haber hecho más mal que bien. ¿Se dan cuenta de que no se decidió a saltar hasta que nos vio llegar?

– ¿Quiere decir que quizá no habría saltado si no hubiéramos ido detrás de ella?

– Es difícil saberlo. Yo creo que lo estaba retrasando. Lo que la empujó realmente fue ese grito desde el otro bote. Por cierto, ¿quién gritó?

– Yo -contestó la señorita Stevens-. La vi al mirar por encima del hombro y grité.

– ¿Qué hacía cuando la vio?

– Estaba de pie en la piragua.

– No -repuso la señorita Edwards-. Cuando usted gritó miré a mi alrededor, y la chica estaba poniéndose en pie.

– Se equivoca -la contradijo la señorita Stevens-. Lo que digo es que se estaba levantando cuando la vi y grité para detenerla. Usted no pudo ver nada delante de mí.

– Sé muy bien lo que vi -insistió obstinadamente la administradora.

– Es una lástima que no llevaran nadie al timón -terció la decana-. Nadie puede ver lo que ocurre a su espalda.

– No hace ninguna falta discutir sobre eso -dijo la rectora con cierta brusquedad-. Se ha evitado la tragedia, y eso es lo único que importa. Les estoy sumamente agradecida a todas.

– Me ofende que se insinúe que yo empujé a esa desgraciada muchacha a autodestruirse -dijo la señorita Stevens-. Y decir que no deberíamos haber ido en su busca…

– Yo no he dicho eso -replicó Harriet con expresión de cansancio-. Lo único que he dicho es que si no hubiéramos ido quizá no habría ocurrido, pero por supuesto, teníamos que ir.

– ¿Qué dice la señorita Newland? -preguntó la decana.

– Que por qué no la dejamos en paz -contestó la señorita Edwards-. Yo le he dicho que no sea imbécil ni desagradecida.

– ¡Pobre criatura! -exclamó la señorita Shaw.

– Si yo estuviera en su lugar, no sería tan blanda con esas chicas -dijo la señorita Edwards, y añadió-: Lo que las echa a perder es darles tantos ánimos. Usted las deja hablar demasiado de sí mismas y…

– Pero si no habló conmigo -dijo la señorita Shaw-. Y lo intenté con todas mis fuerzas.

– Hablarían más si las dejara en paz.

– Creo que deberíamos irnos todas a la cama -dijo la señorita Martin.


– Menuda nochecita -dijo Harriet, arrebujándose entre las sábanas, muerta de cansancio-. ¡Vaya noche tan espantosa!

La memoria, revolviéndose en su cerebro como un gato dentro de un saco, le devolvió las imágenes del señor Pomfret y del ayudante del supervisor. Parecían formar parte de otra vida.

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