Bien hacen quienes, si no pueden resistirse al amor, lo mantienen a raya y lo desligan por completo de los asuntos y hechos serios de la vida, pues una vez coincide con los negocios, atribulará la suerte de los hombres y les impedirá ser fieles a sus propósitos.
FRANCIS BACON
Como siempre aseguraban las profesoras, el domingo era invariablemente el mejor día de las celebraciones de fin de curso. La cena oficial y los discursos ya habían quedado atrás; las antiguas alumnas residentes en Oxford y las visitas, con tantas ocupaciones que solo disponían de una noche, ya se habían marchado; la gente empezaba a irse cada cual por su lado y se podía hablar tranquilamente con las amigas sin que te arrastrara una pandilla de pelmas.
Harriet hizo la visita oficial a la rectora, que ofrecía una pequeña recepción con jerez y galletas, y después fue a ver a la señorita Lydgate, en el patio nuevo. La habitación de la tutora de inglés estaba engalanada con las pruebas de su obra, de próxima aparición sobre los elementos prosódicos del verso inglés desde Beowulf hasta Bridges. Como la señorita Lydgate había perfeccionado o más bien, puesto que una obra de erudición jamás alcanza una perfección inamovible, se encontraba en pleno proceso de perfeccionamiento de una teoría de la prosodia completamente nueva que exigía un sistema original y complicado de notación que suponía doce variedades de tipos de imprenta, y como la letra de la señorita Lydgate resultaba difícil de leer y la autora tenía escasa experiencia con los impresores, en aquel momento había cinco revisiones sucesivas en galeradas, en diferentes etapas de elaboración, además de dos pliegos en pruebas en páginas y un apéndice mecanografiado, pero aún quedaba por escribir la importante introducción que proporcionaba la clave de la argumentación. Hasta que una parte del libro no llegaba a la situación de pruebas en página no se convencía la señorita Lydgate de la necesidad de traspasar párrafos largos de un capítulo a otro; naturalmente, cada cambio de este tipo exigía un costoso retoque de las pruebas en página y eliminar las partes correspondientes de los cinco juegos de revisiones, de modo que en el transcurso de la necesaria remisión, las alumnas y colegas de la señorita Lydgate se la encontraban liada en una especie de capullo de papel buscando desesperadamente su pluma entre aquel caos.
– Lo peor es que, en cuanto al lado práctico de la producción de un libro, mi ignorancia es absoluta -dijo la señorita Lydgate, rascándose la cabeza ante las corteses preguntas de Harriet sobre su obra obra magna-. Me resulta todo muy confuso y no se me da bien explicar las cosas a los impresores. La señorita De Vine me resultaría de gran ayuda en esto, porque tiene una mente muy ordenada. Es realmente pedagógico ver su manuscrito, y por supuesto, su trabajo es muchísimo más complicado que el mío… con tantos detalles sobre las finanzas de la época isabelina y demás, todo maravillosamente ordenado y con una argumentación clarísima. Y sabe colocar las notas a pie de página como es debido, para que encajen en el texto. A mí me resulta muy difícil, y aunque la señorita Harper tiene la amabilidad de mecanografiármelo todo, la verdad es que sabe más de anglosajón que de tipografía. Supongo que recordará a la señorita Harper. Es dos años más joven que usted; se licenció en inglés y vive en Woodstock Road.
Harriet dijo que las notas a pie de página siempre eran tediosas y le preguntó si podía ver algo de su libro.
– Bueno, si realmente le interesa… -contestó la señorita Lydgate-. Pero no quisiera aburrirla. -Sacó un par de pliegos paginados de un cajón atestado de papeles-. No vaya a pincharse con ese manuscrito que está prendido con un alfiler. Desgraciadamente, está lleno de notas en los márgenes y de interlineaciones, pero es que de repente me di cuenta de que podía mejorar considerablemente el sistema de notación y he tenido que cambiarlo por completo. Supongo que en la imprenta se van a enfadar conmigo -añadió con aire triste.
Harriet coincidía con ella en su fuero interno, pero para animarla le dijo que, sin duda, la Oxford University Press estaba acostumbrada a descifrar los manuscritos de los investigadores.
– A veces me planteo si realmente soy investigadora -dijo la señorita Lydgate-. Lo tengo todo muy claro en la cabeza, pero a la hora de ponerlo sobre el papel, me armo un lío. ¿Qué hace usted con las tramas de sus novelas? Debe de costar mucho trabajo retener en la memoria las horas, las coartadas y todo eso.
– Yo también me lío -reconoció Harriet-. Todavía no conseguido desarrollar una trama sin cometer al menos seis errores garrafales. Por suerte, nueve de cada diez lectores también se lían, así que no importa. El décimo lector me escribe una carta, y yo le prometo corregir el error en la siguiente edición, pero nunca lo hago. Al fin y al cabo, mis libros solo sirven para entretenerse. No son como las obras de investigación.
– Pero usted siempre ha tenido una mentalidad académica, y supongo que su educación le habrá servido de cierta ayuda, ¿no? Yo pensaba que seguiría en la universidad.
– ¿Le decepciona que no haya sido así?
– Por supuesto que no. Me parece estupendo que nuestras alumnas salgan al mundo y hagan toda clase de cosas, siempre y cuando las hagan bien. Y he de reconocer que la mayoría de nuestras alumnas realizan un trabajo extraordinario, cada cual en su campo.
– ¿Cómo son las de ahora?
– Pues nos han venido personas muy buenas, que trabajan increíblemente bien, teniendo en cuenta la cantidad de actividades que realizan fuera al mismo tiempo -contestó la señorita Lydgate-. Solo que a veces me da miedo que hagan demasiadas cosas y no duerman lo suficiente. Entre los jóvenes, los automóviles y las fiestas, llevan una vida mucho más plena que antes de la guerra, o incluso que en su época, creo yo. Me temo que nuestra antigua rectora se quedaría terriblemente desconcertada si viera el college tal y como es hoy en día. He de reconocer que a veces me asusto un poco, e incluso la decana, que es tan tolerante, considera que un sujetador y unas bragas no son las prendas correctas para tomar el sol en el patio. No es tanto por los estudiantes, que están acostumbrados, sino porque cuando los rectores de los colleges masculinos vienen a ver a nuestra rectora no tengan que sonrojarse al pasar por el jardín. la señorita Martin ha tenido que insistir mucho en que se pongan trajes de baño como es debido, aunque dejen la espalda al descubierto, pero que sean trajes de baño destinados a ese propósito y no ropa interior.
Harriet le aseguró que le parecía lo correcto.
– Cuánto me alegro de que piense como yo -dijo la señorita Lydgate-. A nosotras, las de la anterior generación, nos resulta muy difícil mantener el equilibrio entre la tradición y el progreso… si es que se le puede llamar progreso. La autoridad como tal impone muy poco respeto hoy en día, y supongo que eso es bueno en general, pero también dificulta la tarea de dirigir cualquier institución. ¿Le apetece un café? No, de verdad… si yo siempre me tomo uno a estas horas. ¡Annie! Me parece haber oído a mi criada. ¡Annie! ¿Puede traer otra taza para la señorita Vane, por favor?
Harriet ya estaba bien servida, de comida y de bebida, pero aceptó cortésmente el refrigerio que le llevó la doncella, elegantemente uniformada. Cuando volvió a cerrarse la puerta hizo un comentario sobre la gran mejora que se había experimentado desde su época de estudiante en el personal y el servicio en Shrewsbury, y volvió a oír alabanzas sobre la nueva administradora.
– Pero mucho me temo que vamos a perder a Annie en estas escaleras -dijo la señorita Lydgate-. A la señorita Hillyard le parece demasiado independiente, y a lo mejor es un tanto distraída pero es que la pobre es viuda y tiene dos hijas, y la verdad es que no debería estar sirviendo. Según tengo entendido, su marido tenía un buen puesto, pero al pobre se le fue la cabeza o algo, murió o se pegó un tiro o algo trágico, y a ella la dejó en muy mala situación, así que aceptó el primer trabajo que le ofrecieron. Las niñas se hospedan en casa de la señora Jukes. ¿Recuerda a los Jukes, que estaban en la conserjería de Saint Cross en su época? Como ahora viven Saint Aldate, Annie puede ir a verlas los fines de semana. A ella le viene bien y a la señora Jukes le aporta un poco de dinero.
– ¿Se ha jubilado Jukes? No era muy mayor, ¿no?
– Pobre Jukes -dijo la señorita Lydgate, mientras su bondadoso rostro se ensombrecía-. Se metió en un grave aprieto y tuvimos que despedirlo. Lamento decir que no era demasiado honrado, pero le encontramos un trabajo por horas, de jardinero -añadió más animada-, donde no estará expuesto a tantas tentaciones en cuestiones de paquetes y demás. Era un hombre muy trabajador, pero apostaba en las carreras de caballos y, naturalmente, se vio en dificultades. Una desgracia para su esposa.
– Ella era buena persona -reconoció Harriet.
– Se llevó un disgusto tremendo -añadió la señorita Lydgate-. Y en justicia, hay que reconocer que Jukes también. Se vino abajo y fue un espectáculo muy triste cuando la administradora le dijo que tenía que marcharse.
– Ya. Jukes siempre tuvo mucha labia.
– Pero estoy segura de que lamentaba de verdad lo que había hecho. Explicó cómo se había metido en aquello y que lo uno le llevó a lo otro. Estábamos todas consternadas, salvo, quizá, la decana… pero es que Jukes nunca le había caído demasiado bien. Sin embargo, le dimos un pequeño préstamo a su esposa, para que pagara las deudas, y lo han devuelto religiosamente, unos cuantos chelines cada semana. Ahora que se ha enderezado, estoy segura de que seguirá enderezado, pero claro, era imposible que continuara aquí. No podías estar tranquila, y hay que tener absoluta confianza en el portero. Padgett, el que está ahora, es un personaje muy divertido, y de fiar. Que le cuente la decana alguno de sus curiosos dichos.
– Parece el paradigma de la integridad -dijo Harriet-. Por ese motivo quizá no caiga tan bien a la gente. A Jukes se le podía sobornar… si llegabas tarde o cosas de esas.
– Eso es lo que nos temíamos -dijo la señorita Lydgate-. Desde luego, es un puesto de responsabilidad para una persona de carácter poco fuerte. Le irá mucho mejor donde está ahora.
– Por lo que veo, también han perdido a Agnes.
– Sí… Bueno, en la época de usted era la jefa de criadas, y sí, se ha marchado. El trabajo empezó a resultarle excesivo y tuvo que dejarlo. Me alegro de poder decir que conseguimos sacar una pequeña pensión para ella… nada, una pizca, pero como usted bien sabe, tenemos que estirar al máximo nuestros ingresos para cubrirlo todo. Así que hicimos un plan para que realice algunos trabajitos cosiendo para las alumnas, y también se ocupa de la ropa blanca del college. Todo le viene bien, y además está muy contenta porque esa hermana lisiada que tiene puede hacer parte del trabajo y contribuir un poco a sus escasos ingresos. Agnes dice que la pobrecilla está mucho más feliz porque ya no se siente una carga.
Harriet se maravilló, y no por primera vez, de la incansable dedicación de las mujeres encargadas de la administración. Al parecer, jamás olvidaban ni desatendían las necesidades de nadie, y la buena voluntad compensaba la perenne escasez de medios.
Tras hablar un poco más sobre las actividades de profesoras y alumnas, la conversación se centró en la nueva biblioteca. Hacía tiempo que el edificio Tudor ya no podía albergar tantos libros, y fin iban a encontrarles un lugar adecuado.
– Y cuando se termine, tendremos la impresión de que nuestros edificios universitarios están sólidamente completados -dijo la señorita Lydgate-. A quienes recordamos los primeros tiempos cuando solo teníamos aquella vieja casa con diez alumnas que iba a las clases acompañadas, en un carro tirado por un burro, nos rece algo increíble. He de reconocer que casi nos echamos a llorar al ver derribado aquel sitio tan querido para dar paso a la biblioteca. Son tantos los recuerdos…
– Desde luego -replicó Harriet, comprensiva.
Supuso que no había momento del pasado en el que aquel con tanta experiencia como inocencia no pensara con espontánea satisfacción. La entrada de otra antigua alumna interrumpió bruscamente la conversación con la señorita Lydgate, y al salir, con cierta envidia, Harriet se topó con la insistente señorita Mollison, dispuesta a atacarla implacablemente con todos los detalles del incidente del reloj. Le contó encantada que al señor A. E. W. Mason se le había ocurrido la misma idea. Insaciable, la señorita Mollison interrogó a su víctima con auténtica fruición sobre lord Peter Wimsey, sus costumbres y su aspecto, y cuando la señorita Schuster-Slatt la echó, la irritación de Harriet no disminuyó, porque tuvo que soportar una arenga sobre la esterilización de los discapacitados, para lo cual (al parecer) el corolario necesario consistía en una campaña para fomentar el matrimonio entre los capacitados. Harriet dijo que las mujeres intelectuales debían casarse y reproducirse, pero añadió que el típico marido inglés debería aportar algo en ese sentido, y que, en la mayoría de los casos, no le gustaba tener por esposa a una intelectual.
La señorita Schuster-Slatt replicó que los maridos ingleses le parecían estupendos y que estaba preparando una encuesta para los jóvenes del Reino Unido con el fin de averiguar sus preferencias matrimoniales.
– Pero los ingleses se niegan a responder a las encuestas -replicó Harriet.
– ¿Que se niegan a responder a las encuestas? -repitió la señorita Schuster-Slatt, desconcertada.
– Sí, se niegan -insistió Harriet-. Como nación, no nos lo Creemos demasiado.
– Pues es una lástima -dijo la señorita Schuster-Slatt-. Pero espero que se afilie a la rama británica de nuestra Liga para el Fomento de la Aptitud Matrimonial. Nuestra presidenta, la señora J. Poppelhinken, es una mujer fantástica. Le encantará conocerla. Vendrá a Europa el año próximo, y hasta entonces yo me quedaré aquí para hacer la publicidad y los estudios necesarios desde el punto de vista de la mentalidad británica.
– Pues me temo que le resultará una tarea muy difícil. Me pregunto -Harriet pensaba que debía replicar a la señorita Schuster-Slatt por sus desafortunados comentarios de la noche anterior- si sus intenciones son tan desinteresadas como usted da a entender. Quizá esté pensando en investigar el encanto de los maridos ingleses por motivos personales y de carácter práctico.
– Ahora es usted quien se burla de mí -dijo jovialmente la señorita Schuster-Slatt-. No, yo solo soy una abeja obrera que recoge miel para las reinas.
«¡Cómo me delatan todas las situaciones!», dijo Harriet para sus adentros. Había pensado que Oxford al menos la aliviaría de la tensión de Peter Wimsey y el asunto del matrimonio, pero aunque ella era conocida, si bien no exactamente una celebridad, resultaba muy desagradable que Peter fuera todo un personaje, y que la gente supiera mucho más sobre él que sobre ella. Con respecto al matrimonio… en fin, allí tenía la oportunidad de ver si funcionaba no. ¿Qué era peor, ser una Mary Attwood (de soltera Stokes) o una señorita Schuster-Slatt? ¿Era mejor ser una Phoebe Bancroft (de soltera Tucker) o una señorita Lydgate? Y todas aquellas personas, ¿habrían actuado exactamente igual, casadas o solteras?
Entró sin prisas en la sala de estudiantes, vacía salvo por la presencia de una mujer gris y mal vestida que leía una revista con expresión desolada. Cuando Harriet pasó a su lado, dijo tímidamente:
– Hola… es usted la señorita Vane, ¿verdad?
Harriet buscó apresuradamente en su memoria. Saltaba a vista que era alguien mucho mayor que ella, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, pero ¿quién?
– Supongo que no se acordará de mí -dijo la mujer-. Soy Catherine Freemantle.
¡Catherine Freemantle, por Dios! Pero si solo era dos años mayor que Harriet. Muy inteligente, muy lista, alegre, y la alumna más destacada de su curso. ¿Qué le había ocurrido?
– Claro que la recuerdo, pero se me dan fatal los nombres -contestó Harriet-. ¿Cómo le va?
Resultaba que Catherine Freemantle se había casado con un agricultor y todo había salido mal. La caída de los precios, las enfermedades, los diezmos, los impuestos, la Comisión de Productos Lácteos, la Comisión de Comercialización, deslomarse trabajando para sacar apenas para comer e intentar criar a los hijos… Harriet había leído y oído lo suficiente sobre la depresión agrícola para saber que aquella situación era muy corriente. Sintió vergüenza de ser tan afortunada y de parecerlo. Pensó que preferiría ser condenada a cadena perpetua que someterse al yugo cotidiano de Catherine. A su manera, era una novela, pero absurda. Catherine se descolgó bruscamente con una queja sobre la crueldad de los inspectores eclesiásticos.
– Pero señorita Freemantle, quiero decir, señora… señora Bendick, es absurdo que tenga que hacer esas cosas. Quiero decir, recoger fruta, levantarse a horas intempestivas para dar de comer a las gallinas y trabajar como una esclava. ¡Válgame Dios! Le iría mucho mejor si se dedicara a algún tipo de trabajo intelectual, o a escribir, y que otra persona se dedicara al trabajo manual.
– Sí, desde luego, pero al principio yo no lo veía así. Estaba llena de ideas sobre la dignidad del trabajo, y además, a mi marido no le habría gustado en aquella época que me hubiera distanciado de lo que a él le interesaba. Naturalmente, no pensábamos que las cosas fueran a salirnos así.
Qué lástima, fue lo único que pudo pensar Harriet. Tanta inteligencia desperdiciada, tanta educación atada a una carga que cualquier campesina sin la menor cultura podría haber llevado, y mucho mejor. Tendría sus compensaciones, supuso. Se lo preguntó sin rodeos.
¿Que si merecía la pena?, dijo la señora Bendick. Desde luego que merecía la pena. Merecía la pena trabajar por eso, para servir a la tierra. Y, con cierto esfuerzo, logró expresar que era una labor dura y austera, pero mejor que desgranar palabras sobre el papel.
– Estoy dispuesta a reconocerlo -replicó Harriet-. La reja de un arado es un objeto más noble que una navaja de afeitar, pero si tienes talento natural para afeitar, ¿no sería mejor que fueras barbero, un buen barbero, y dedicar los beneficios, si lo deseas, a mejorar el arado? Por noble que sea el trabajo, ¿es su trabajo?
– Ahora tiene que serlo -respondió la señora Bendick-. No se puede volver a ciertas cosas. Se pierde el contacto y se te oxida el cerebro. Si usted se hubiera dedicado a lavar y cocinar para la familia, a recoger patatas y dar de comer a las vacas, comprendería que esas cosas dejan la navaja mellada. No vaya a pensar que no envidio a las personas como usted, que llevan una vida fácil; claro que las envidio. He venido a esta celebración por sentimentalismo, y ojalá no lo hubiera hecho. Soy dos años mayor que usted, pero parece que tengo veinte más. A ninguna de ustedes les importa lo más mínimo lo que a mí me preocupa, y sus preocupaciones me parecen tonterías. Al parecer, ustedes no tienen la menor relación con la vida real y viven en un sueño. -Guardó silencio, y después su tono de voz se suavizó-. Pero en cierto modo es un sueño maravilloso. Ahora me parece tan raro pensar que en su momento fui estudiante… No sé. A lo mejor tiene razón. El saber y la literatura son capaces de sobrevivir a la civilización que los creó.
La palabra y solo ella
en el tiempo perdura.
No durarás tú más,
muda y marchita, sino
el laúd y la viola
con su mayor maestría.
Harriet citó estos versos y miró distraídamente al sol.
– Curiosamente, he estado pensando lo mismo, pero en otro sentido. Verá. La admiro muchísimo, pero pienso que está equivocada. Estoy segura de que cada cual debe hacer su trabajo, por insignificante que sea, y no intentar convencerse de que tiene que hacer el de otro, por muy noble que este sea.
Mientras pronunciaba estas palabras, se acordó de la señorita De Vine: he ahí un nuevo aspecto de la persuasión.
– Eso suena muy bien -replicó la señora Bendick-, pero una tiende a dedicarse al trabajo del otro al casarse.
Cierto, pero Harriet tenía la posibilidad de casarse con alguien cuyo trabajo se asemejaba tanto al suyo que casi no había diferencia, y con suficiente dinero para que el trabajo no fuera necesario. Volvió a considerarse injustamente afortunada por unas ventajas que otras personas de más mérito ansiaban en vano.
– Supongo que el trabajo realmente importante es el matrimonio, ¿no? -dijo.
– Sí -contestó la señora Bendick-. Mi matrimonio es feliz, dentro de lo que cabe, pero muchas veces me pregunto si a mi marido no le habría ido mejor con otra clase de mujer. Él no lo dice, pero yo lo pienso. Creo que sabe que echo en falta… ciertas cosas, y a veces le molesta. No sé por qué le cuento esto… No se lo había contado a nadie, y al fin y al cabo, no la conozco mucho.
– No, y yo no he sido muy comprensiva. Es más, he sido desagradable y grosera.
– Sí, francamente -replicó la señora Bendick-. Pero tiene una voz tan bonita para ser grosera…
– ¡Pero qué me dice! -exclamó Harriet.
– Nuestra granja está en la frontera galesa, y todo el mundo habla con un sonsonete odioso. ¿Sabe lo que más extraño de aquí? La lengua culta, el acento de Oxford, pobrecillo, tan denostado. Curioso, ¿no?
– Pues a mí me pareció que el ruido del comedor era como un gallinero.
– Sí, pero fuera del comedor se puede distinguir a quienes hablan como es debido. Claro que hay mucha gente que no habla bien, pero otras personas sí. Usted, por ejemplo, y encima, con una voz preciosa. ¿Se acuerda de la época del coro de Bach?
– ¿Cómo no voy a acordarme? ¿Puede oír música en Gales? Los galeses cantan bien.
– No me queda mucho tiempo para la música. Intento dar clase a los niños.
Harriet aprovechó aquella oportunidad para hacer las preguntas de rigor sobre la familia. Finalmente se despidió de la señora, Bendick un poco deprimida, como si hubiera visto a un ganador del Derby cambiándose por un carro de carbón.
La comida del domingo en el comedor tuvo un carácter informal. Faltaron muchas personas que tenían otros compromisos en la ciudad. Quienes asistieron, se dejaron caer cuando les vino gana, se sirvieron la comida en el bufé y fueron en grupos a consumirla y a charlar donde encontraron asientos. Tras haber conseguido un plato de jamón en dulce, Harriet miró a su alrededor en busca de compañía, y dio gracias al ver que Phoebe Tucker acababa de entrar y una criada le estaba sirviendo rosbif frío. Haciendo causa común, se sentaron al extremo de una mesa alargada, en paralelo con la de autoridades y en ángulo recto con las demás mesas. Desde allí dominaban toda la sala, la mesa de autoridades y las del bufé. Paseando la mirada de una comensal a otra, todas muy entretenidas y activas, Harriet no paraba de preguntarse: ¿cuál? ¿Cuál de aquellas mujeres tan normales y aparentemente alegres habría tirado aquel papel repugnante en el patio la noche anterior? Porque nunca se sabe, y el problema de no saber es que se sospecha vagamente de todo el mundo. Los refugios de paz ancestral están muy bien, pero bajo las piedras cubiertas de líquenes pueden agazaparse cosas muy raras. En su gran silla tallada, la rectora sonreía con la majestuosa cabeza ladeada ante una broma de la decana. La señorita Lydgate atendía con entusiasmo y cortesía a las necesidades de una antigua alumna realmente mayor que estaba casi ciega. La había ayudado a subir, dando traspiés, los tres escalones hasta el estrado, le había recogido comida del bufé y le estaba sirviendo ensalada. La señorita Stevens, la administradora, y la señorita Shaw, la tutora de lengua moderna, se habían reunido con otras tres antiguas alumnas de edad y logros igualmente considerables y parecían mantener una conversación animada y divertida. La señorita Pyke, tutora de clásicas, estaba enfrascada en una discusión con una mujer alta y robusta a quien Phoebe Tucker reconoció y le comentó a Harriet que era una destacada arqueóloga. En una momentánea explosión de relativo silencio resonó inesperadamente la voz aguda de la tutora: «El túmulo de Jalos parece un ejemplo aislado. Los enterramientos en cista de Teotoku…». Y la conversación volvió a quedar sofocada por el clamor. Por sus gestos, otras dos profesoras, a quienes Harriet no reconoció (no estaban allí en su época), parecían discutir de sombreros. La señorita Hillyard, cuyos sarcasmos normalmente la aislaban de sus colegas, comía lentamente mientras hojeaba un folleto que se había llevado a la mesa. Como llegó tarde, la señorita De Vine se sentó a su lado y se puso a comer jamón con aire distante y los ojos clavados en el vacío.
Y después las antiguas alumnas en el centro del comedor, de todos los tipos, edades y formas de vestir. ¿Sería aquella curiosa mujer de hombros redondeados con chilaba amarilla y sandalias, con el pelo recogido en dos rodetes alrededor de las orejas? ¿O aquella persona robusta, de pelo rizado, con traje de mezclilla, chaleco de aspecto masculino y cara de perro pachón? ¿O la rubia oxigenada y encorsetada de unos sesenta años cuyo sombrero habría sido más adecuado para una jovencita recién presentada en sociedad que asistiera a Ascot? ¿O una de las innumerables mujeres que llevaban grabado en el rostro alegre y resuelto la palabra «maestra»? ¿O aquella feúcha de edad indeterminable que presidía la mesa con aire de estar presidiendo un comité? ¿O aquella bajita vestida de un rosa que le sentaba fatal y que daba la impresión de que la habían metido entre la ropa de invierno en un cajón y la habían sacado de repente sin un triste planchado? ¿O aquella señora empresaria, de buen ver y bien conservada, de unos cincuenta años y uñas cuidadas, que se metió en la conversación de unas perfectas desconocidas para informarles de que acababa de abrir un nuevo salón de peluquería «justo al lado de Bond Street»? ¿O aquella mujer de aspecto trágico, alta y ojerosa, vestida de seda negra, que parecía la tía de Hamlet pero que era en realidad la tía Beatrice, encargada de la sección de hogar en The Daily Mercury? ¿O la mujer huesuda con cara de caballo que se dedicaba a servicios sociales? ¿O incluso aquella gordita irreductiblemente alegre y radiante que era la valiosa secretaria de un secretario político y tenía secretarias a sus órdenes? Las caras iban y venían, como en un sueño, todas animadas, todas inescrutables.
Relegadas a una mesa en un apartado rincón del comedor había media docena de alumnas de aquel curso, que seguían en Oxford pendientes de los exámenes orales. Murmuraban continuamente entre ellas, y saltaba a la vista que no querían saber nada de aquella invasión de viejos bichos raros y pintorescos, precisamente lo que serían ellas al cabo de diez, veinte o treinta años. Menuda pandilla, pensó Harriet, con aquel aspecto desastrado tan de fin de curso. Había una chica extraña, de pelo rubio rojizo, expresión tímida, ojos claros y dedos inquietos; a su lado, una morena muy guapa, por cuyo rostro los hombres podrían haber cometido auténticas barbaridades si hubiera tenido un mínimo de gracia; una joven desgarbada, como si le faltara un hervor, muy mal maquillada, con la penosa actitud de intentar ganarse a la gente sin conseguirlo jamás y, la más interesante del grupo, una chica con un rostro llameante de entusiasmo, vestida con un mal gusto verdaderamente pérfido, pero que sin duda un día tendría el mundo a sus Pies, para bien o para mal. Las demás eran anodinas, aún indiferenciadas; y sin embargo, pensó Harriet, las personas anodinas son las más difíciles de analizar. Apenas te das cuenta de su existencia hasta que… ¡zas!, algo estalla de repente como una carga de profundidad, te deja pasmada y te toca recoger extraños restos flotantes.
De modo que el comedor era un hervidero, y las criadas contemplaban la escena impasibles desde las mesas del bufé.
Dios sabe qué pensarán de nosotras, reflexionó Harriet.
– ¿Estás tramando un asesinato excepcionalmente complejo? -le pregunto Phoebe al oído-. ¿O ideando una coartada difícil? Te he pedido tres veces que me pases la vinagrera.
– Perdona -dijo Harriet, haciendo lo que le pedían-. Estaba reflexionando sobre lo impenetrable de la expresión humana.
Tuvo un momento de vacilación en el que estuvo a punto de contarle a Phoebe lo del desagradable dibujo, pero su amiga le hizo otra pregunta y se escapo la oportunidad.
Sin embargo, aquel incidente la había dejado preocupada y muy alterada. Horas más tarde, al pasar por el comedor vacío, se detuvo a contemplar el retrato de aquella otra Mary, condesa de Shrewsbury, en cuyo honor se había fundado el college. El cuadro era una copia moderna, de buena factura, del que había en Saint John's College, en Cambridge, y el rostro de rasgos duros, extraños, la boca de gesto desabrido y la mirada aviesa, soslayada, siempre habían ejercido una extraña fascinación sobre ella, incluso en su época de estudiante, cuando los retratos de los personajes célebres ya desaparecidos expuestos en lugares públicos despertaban.; más comentarios sarcásticos que respeto y consideración. Ni sabía ni se había tomado la molestia de averiguar por qué Shrewsbury College había adoptado tan abominable patrona. Desde luego, la hija de Bess de Hardwick había sido una gran intelectual, pero también el mismísimo demonio: incontrolable por sus compatriotas, impertérrita ante la Torre de Londres, desdeñosa ante el consejo privado, obstinada recusante, amiga incondicional, enemiga implacable y dama con un gusto por la invectiva destacable incluso en una época en que pocos se distinguían por su comedimiento verbal. Francamente, parecía la personificación misma de todas y cada una de las cualidades peligrosas que popularmente se les atribuye a las mujeres cultas. Su marido, el «grande y glorioso conde de Shrewsbury», había pagado un alto precio por la paz del hogar, porque, como dice Bacon, había «alguien más grande que él, que es mi señora de Shrewsbury». Y, naturalmente, que digan una cosa así es tremendo. El panorama resultaba de lo más desalentador para la campaña matrimonial de la señorita Schuster-Slatt, puesto que la norma que parecía imperar consistía en que una gran mujer debía morir soltera, algo que a la señorita Schuster-Slatt le disgustaba, o encontrar a un hombre aún más grande que se casara con ella. Y eso limitaba tremendamente la capacidad de elección de una gran mujer, ya que, a pesar de que abundaban los grandes hombres, el mundo estaba más poblado de hombres normales y corrientes. Por otra parte, un gran hombre podía casarse con quien quisiera, sin limitarse a las grandes mujeres; es más, se consideraba encomiable y encantador que eligiese a una mujer sin la menor grandeza.
Claro que una mujer, reflexionó Harriet, puede llegar a la grandeza, o al menos a un gran reconocimiento, simplemente por ser esposa y madre maravillosa, como la madre de los Gracos, mientras que los hombres conocidos por ser maridos y padres abnegados podrían contarse con los dedos de una mano. Como rey, Carlos I resulto un desastre, pero fue un excelente padre. Sin embargo, difícilmente se le podría considerar uno de los grandes padres del mundo, y sus hijos no fueron precisamente un éxito clamoroso. ¡Dios mío! Ser un gran padre es una profesión muy difícil o con una triste recompensa. Detrás de todo gran hombre hay una gran madre o una gran esposa… o eso decían. Resultaría interesante saber detrás de cuántas grandes mujeres ha habido grandes padres y maridos…, una interesante investigación. ¿Elizabeth Barrett? Bueno tuvo, un gran marido, pero fue grande por derecho propio, por así decirlo y el señor Barrett no era exactamente… ¿Las Brontë?
Pues tampoco. ¿La reina Isabel? Tuvo un padre memorable, pero no se puede decir que su principal característica consistiera en dedicarse a sus hijas y ayudarlas. Y ella cometió el desatino de no tener marido. ¿La reina Victoria? Se podría decir mucho del pobre Alberto, pero no tanto del duque de Kent.
Alguien cruzaba el comedor detrás de ella: la señorita Hillyard. Con el malicioso propósito de obtener alguna respuesta de aquel personaje hostil, Harriet le expuso su nueva idea para una tesis histórica.
– Olvida los logros físicos -dijo la señorita Hillyard-. Según tengo entendido, muchas cantantes, bailarinas, nadadoras y tenistas se lo deben todo a la dedicación de sus padres.
– Pero los padres no son famosos.
– No. Los hombres modestos no gozan de gran estima entre ninguno de los dos sexos. Dudo mucho que ni siquiera el talento literario que usted tiene fuera reconocido por las virtudes de sus personajes masculinos, sobre todo si elige a las mujeres por sus cualidades intelectuales. En tal caso, sería una tesis muy breve.
– ¿«Estancado por falta de argumentos»?
– Eso creo. ¿Conoce a algún hombre que admire sinceramente a una mujer por su inteligencia?
– Bueno, la verdad es que no muchos -contesto Harriet.
– Pensará que conoce a uno -replicó la señorita Hillyard con amargura, recalcando el «uno»-. La mayoría de nosotras piensa en alguna ocasión que conoce a uno, pero ese hombre suele tener algún interés personal de por medio.
– Sí, es muy probable -reconoció Harriet-. Parece que no tiene a los hombres en muy buen concepto…, quiero decir, al carácter masculino como tal.
– No, en efecto -dijo la señorita Hillyard-. Pero poseen una admirable capacidad para imponer su punto de vista a la sociedad. Todas las mujeres son sensibles a la crítica masculina, mientras que los hombres no lo son a la crítica femenina. Desprecian a las mujeres críticas.
– Personalmente, ¿desprecia usted la crítica masculina?
– Por completo -contestó la señorita Hillyard-. Pero hace daño. Fíjese en esta universidad. Los hombres han sido extraordinariamente amables y bondadosos con los colleges femeninos, no cabe duda, pero no verá que nombren mujeres para puestos universitarios de importancia. Eso es imposible. Las mujeres pueden realizar su trabajo por encima de las críticas, pero a los hombres les encanta vernos con nuestros juguetitos.
– Excelentes progenitores y padres de familia -murmuró Harriet.
– Sí… en ese sentido -dijo la señorita Hillyard y a continuación se rió de una forma bastante desagradable.
Aquí pasa algo raro, pensó Harriet. Probablemente una cuestión personal. Qué difícil resulta no amargarse por la experiencia personal. Bajo a la sala de estudiantes y se miró en el espejo. En los ojos de la tutora de historia había percibido una mirada que no quería descubrir en sí misma.
La oración vespertina del domingo. El college era aconfesional, pero ciertas ceremonias cristianas se consideraban fundamentales para la vida comunitaria. La capilla, con sus vidrieras, sus paredes de paneles de roble y el altar desprovisto de adornos era una especie de mínimo común denominador de todos los credos y sectas. Al dirigirse hacia allí, Harriet recordó que no había visto su toga desde la tarde anterior, cuando la decana la llevó a la sala del profesorado. Como no le hacía ninguna gracia irrumpir en el sanctasanctórum sin más ni más, fue en busca de la señorita Martin, quien, al parecer, se había llevado las dos togas a su habitación. Harriet se embutió en la toga, y al agitar una de las mangas dio un golpazo sobre una mesa.
– ¡Por Dios! ¿Qué ha sido eso? -exclamó la decana.
– Mi pitillera -contestó Harriet-. Creía que se me había perdido, pero ahora me acuerdo. Ayer no pude guardármela en ningún bolsillo y la metí en la manga de la toga. Al fin y al cabo, es para lo que sirven estas mangas, ¿no?
– ¡Dígamelo a mí! Las mías son una auténtica bolsa de ropa sucia al final del curso. Cuando no me queda ningún pañuelo limpio en los cajones, mi criada le da la vuelta a las mangas de la toga. La mejor colección ascendía a veintidós…, pero después he tenido un resfriado tremendo durante una semana. Qué prendas tan antihigiénicas. Aquí tiene el birrete. No se preocupe por la muceta, ya volverá a buscarla. ¿Qué ha hecho hoy? Apenas la he visto.
Harriet sintió una vez más el impulso de hablar de aquel dibujo tan desagradable, pero volvió a reprimirlo. Se sentía un poco alterada por el asunto. ¿Por qué pensar en ello? De lo que sí habló fue de su conversación con la señorita Hillyard.
– ¡Por Dios! Si ese es el caballo de batalla de la señorita Hillyard. Pamplinas, como diría la señora Gamp. Naturalmente que a los hombres no les gusta que se metan en sus cosas, como no le gusta a nadie. Creo que tienen una actitud muy noble al permitirnos que entremos a saco en su universidad, pobrecillos. Llevan cientos de años acostumbrados a ser los amos y señores, y necesitan un poquito de tiempo para acostumbrarse al cambio, pero si un hombre tarda meses y meses en aceptar un sombrero nuevo, y justo cuando estás a punto de llevarlo al mercadillo de beneficencia, te dice: «Llevas un sombrero muy bonito. ¿Dónde lo has comprado?», y tú le dices: «Henry, querido, es el que llevaba el año pasado y tú decías que parecía un mono de organillero». Mi cuñado siempre dice eso, y mi hermana se pone furiosa.
Subieron la escalera de la capilla.
No había estado tan mal, al fin y al cabo. Desde luego, no tan mal como se esperaba. Aunque la entristecía haberse apartado tanto de Mary Stokes, y en cierto modo le daba lástima que ella se negase a reconocerlo. Harriet había descubierto hacía tiempo que no te pueden caer mejor las personas por el mero hecho de que hayan muerto o estén enfermas, y menos aún porque antes te cayeran muy bien. Algunos seres pasaban felizmente por la vida sin hacer este descubrimiento, los hombres y mujeres a quienes se llamaba «sinceros». Sin embargo, quedaban viejas amigas a las que te alegraba volver a ver, como la decana y Phoebe Tucker. Y en realidad, todas se habían portado extraordinariamente bien; algunas se habían puesto un poco tontas con tanta curiosidad por «ese hombre, Wimsey», pero sin duda con la mejor intención. La señorita Hillyard podía ser una excepción, pero aquella mujer siempre había sido un poco retorcida y te hacía sentir incómoda.
Mientras el coche serpenteaba por los Chilterns, Harriet sonrió al pensar en la conversación de despedida con la decana y la administradora.
– Tiene que escribirnos un libro nuevo muy pronto. Y recuerde que si alguna vez tenemos un enigma en Shrewsbury la llamaremos para que nos lo resuelva.
– De acuerdo -dijo Harriet-. Cuando encuentren un cadáver descuartizado en la despensa, envíenme un telegrama…, y tornen la precaución de que la señorita Barton vea el cadáver, para que así no le importe tanto entregar la asesina a la justicia.
Y si realmente encontrasen un cadáver en medio de un charco de sangre en la despensa, menuda sorpresa se llevarían. El prestigio de un college radicaba en que jamás ocurriera nada grave. Lo más espantoso que podía suceder era que una alumna «tirase por el mal camino». La sustracción de un par de paquetes por el conserje había sido suficiente para sumir en la consternación a todo el claustro. Pobrecillas: cuánto tranquilizaban y animaban, qué buenas eran todas, en los paseos bajo las hayas centenarias meditando sobre???a? µ??? y las finanzas de la reina Isabel.
– He roto el hielo -dijo Harriet en voz alta-, y al fin y al cabo, el agua no estaba tan fría. Volveré de vez en cuando. Sí, volveré.
Encontró una agradable cantina para almorzar y comió con apetito. Después recordó que tenía la pitillera en la toga, que llevaba colgada del brazo. Metió la mano hasta el fondo de la larga manga y sacó el estuche. Al mismo tiempo salió un trozo de papel, una hoja normal y corriente doblada en cuatro. Mientras la desdoblaba frunció el entrecejo al recordar algo desagradable.
Había un mensaje pegado, con letras que parecían recortadas de los titulares de un periódico:
ASESINA ASQUEROSA. ¿NO TE DA VERGÜENZA
ANDAR POR AHÍ?
– ¡Maldita sea! -exclamó Harriet-. ¿También tú, Oxford?
Se quedo muy quieta en el asiento unos momentos. Después encendió una cerilla y prendió fuego al papel, que se quemó rápidamente, y se vio obligada a tirarlo al plato. Aun así, las letras destacaban grises sobre la negrura crujiente, hasta que redujo a polvo aquellas formas espectrales con una cuchara.