8

El Grand Royale era una monstruosidad de dos plantas, una caja de estuco deteriorada cuyo intento de tener estilo empezaba y acababa en el diseño a la moda de las letras del nombre clavadas sobre la entrada. Las calles de West Hollywood y algunos otros lugares llanos de la ciudad eran una sucesión de diseños así de banales. Los apartamentos apiñados desplazaron a los pequeños bungaloes en los años cincuenta y sesenta, reemplazando la auténtica clase con falsos ornamentos y nombres que reflejaban exactamente lo que no eran.

McCaleb y Winston entraron en el apartamento del segundo piso que había pertenecido a Edward Gunn junto con el conserje, un hombre llamado Rohrshak («como el del test, pero se escribe de otra forma»).

Si no hubiese sabido adonde mirar, McCaleb no habría visto lo que quedaba de la mancha de sangre en el lugar de la moqueta donde Gunn había muerto. No habían sustituido la moqueta, la habían lavado y sólo había quedado una pequeña mancha de color marrón claro que seguramente el siguiente inquilino tomaría por una salpicadura de café.

El lugar había sido limpiado y preparado para alquilar, pero los muebles eran los mismos. McCaleb los reconoció por el vídeo de la escena del crimen.

Miró la vitrina situada al lado de la habitación, pero estaba vacía. No había ninguna lechuza en lo alto. Miró a Winston.

– No está.

Winston se volvió hacia el conserje.

– Señor Rohrshak. Creemos que la lechuza que estaba encima de la vitrina es importante. ¿Está seguro de que no sabe dónde está?

Rohrshak separó los brazos y luego los dejó caer a los costados.

– No, no lo sé. Me lo preguntó antes y pensé: «No recuerdo ninguna lechuza», pero si usted lo dice…

Se encogió de hombros e hizo un gesto con la barbilla, luego asintió como si aceptara de mala gana que había habido una lechuza encima de la vitrina.

A McCaleb el lenguaje corporal y las palabras del conserje le parecieron el clásico manierismo de un mentiroso. Si niegas la existencia del objeto robado, niegas el hurto. Supuso que Winston también se había dado cuenta.

– ¿Tienes un teléfono, Jaye? ¿Puedes llamar a la hermana para confirmarlo?

– Me resisto a llevar móvil hasta que el condado me compre uno.

McCaleb quería mantener su número libre por si Brass Doran le devolvía la llamada, pero de todos modos dejó su bolsa de piel sobre un sofá excesivamente mullido, sacó el móvil y se lo tendió a Winston.

Ella tuvo que buscar el número de la hermana de la víctima en un bloc de su bolso. Mientras Winston hacía la llamada, McCaleb caminó lentamente por el apartamento, tratando de obtener una sensación del lugar. Se detuvo en el comedor, enfrente de la mesa redonda con cuatro sillas de respaldo recto dispuestas a su alrededor.

El informe analítico de la escena del crimen aseguraba que tres de las sillas tenían numerosas manchas con huellas dactilares parciales y completas, todas ellas pertenecientes a la víctima, Edward Gunn. La cuarta silla, la que se halló en el lado norte de la mesa, carecía por completo de huellas dactilares. La habían limpiado. Lo más probable era que lo hubiera hecho el asesino después de coger la silla por alguna razón.

McCaleb se orientó y se acercó a la silla situada en el lado norte de la mesa. Agarró la silla por debajo del asiento, con cuidado de no tocar el respaldo, y la aproximó a la vitrina. La colocó en el centro y se subió a ella. Entonces levantó los brazos como para colocar algo encima de la vitrina. La silla se tambaleó sobre sus patas desiguales y McCaleb, instintivamente, alargó el brazo hacía el borde superior de la vitrina para mantener el equilibrio. Estaba a punto de agarrarse, pero en el último momento apoyó el antebrazo en el marco de una de las puertas de cristal de la vitrina.

– No te caigas, Terry.

McCaleb miró hacia abajo y vio a Winston a su lado. Tenía el teléfono cerrado en la mano.

– No voy a caerme. ¿Y? ¿Tenía la lechuza?

– No, no sabía de qué le estaba hablando.

McCaleb se puso de puntillas y miró la parte superior de la vitrina.

– ¿Te ha dicho ella qué es lo que se llevó?

– Sólo algunas prendas y unas fotos de cuando los dos eran niños. No quería nada más.

McCaleb asintió, seguía examinando la parte superior de la vitrina, donde había una gruesa capa de polvo.

– ¿Le has comentado que iré a hablar con ella?

– Me he olvidado. Puedo volver a llamarla.

– ¿Llevas una linterna, Jaye?

Ella rebuscó en el bolso y sacó una linternita. McCaleb la encendió y la sostuvo en un ángulo bajo en la parte superior de la vitrina. Con la luz se distinguía claramente una forma octogonal dejada por algo situado sobre el polvo. La base de la lechuza.

A continuación movió la linterna por los bordes de la parte superior del mueble, luego la apagó y se la devolvió a Winston.

– Gracias. Creo que tendrías que mandar un equipo de huellas aquí.

– ¿Por qué? La lechuza no está ahí arriba, ¿no?

McCaleb miró un momento a Rohrshak.

– No, ya no está. Pero el que la puso aquí usó esa silla y cuando se tambaleó se agarró.

Sacó un bolígrafo del bolsillo y lo utilizó para señalar la esquina frontal de la vitrina, en la zona donde había visto huellas dactilares en el polvo.

– Hay mucho polvo, pero puede que haya huellas.

– ¿Y si son del que se llevó la lechuza?

McCaleb miró fijamente a Rohrshak cuando respondió.

– Lo mismo digo. Puede haber huellas.

Rohrshak apartó la mirada.

– Puedo usarlo otra vez. -Winston levantó el móvil.

– Adelante.

Mientras Winston llamaba a un equipo de huellas, McCaleb arrastró la silla hasta el centro de la sala y la situó a medio metro de la mancha de sangre. Entonces se sentó y examinó la estancia. En esa posición la lechuza habría estado mirando directamente al asesino y a la víctima. McCaleb sabía por instinto que ésa era la configuración que el asesino buscaba. Miró la mancha de sangre e imaginó que estaba viendo a Edward Gunn debatiéndose por su vida y perdiendo lentamente la batalla. Pensó en el cubo. Todo encajaba menos el cubo. El asesino había montado el escenario, pero luego no había podido presenciar la función. Necesitaba el cubo para no ver el rostro de su víctima, y a McCaleb le preocupaba que no encajara.

Winston se acercó y devolvió el teléfono a McCaleb.

– Hay un equipo que está acabando con el robo de un piso en Kings. Llegarán en quince minutos.

– Ha habido suerte.

– Mucha. ¿Qué estás haciendo?

– Pensar, nada más. Creo que se sentó aquí a observar, pero no pudo soportarlo. Golpeó a la víctima en la cabeza para acelerar el proceso y luego le puso el cubo para no tener que mirar.

Winston asintió.

– ¿De dónde salió el cubo? No decía nada en el…

– Creemos que lo sacó de debajo del fregadero. Hay un círculo de agua en el estante que coincide con la base del cubo. Está en un informe complementario de Kurt. Habrá olvidado archivarlo.

McCaleb asintió y se levantó.

– Vas a esperar al equipo de huellas, ¿no?

– Sí, no creo que tarden.

– Voy a dar un paseo. -Se dirigió a la puerta abierta.

– Lo acompañaré -dijo Rohrshak.

McCaleb se volvió.

– No, señor Rohrshak, usted tiene que quedarse aquí con la detective Winston. Necesitamos un testigo independiente que controle lo que estamos haciendo en el apartamento.

McCaleb miró a Winston por encima del hombro del conserje. Ella le hizo un guiño, para decirle que había entendido el propósito del engaño.

– Sí, señor Rohrshak. Quédese aquí, por favor, si no importa.

Rohrshak se encogió de hombros otra vez y levantó las manos.

McCaleb bajó las escaleras hasta el patio interior situado en el centro del edificio de apartamentos. Describió una circunferencia completa y su mirada ascendió hasta el techo plano. Al no ver la lechuza en ningún sitio, se volvió y salió a la calle por el vestíbulo principal.

Cruzando la calle Sweetzer estaba el Braxton Arms, un edificio de apartamentos de tres plantas en forma de ele, con pasarela y escalera exteriores. McCaleb cruzó y se encontró con una puerta de seguridad de metro ochenta y una valla, cuyo sentido era más figurativo que disuasorio. Se sacó el chubasquero, lo dobló y lo pasó entre dos barrotes de la verja. Luego subió un pie a la manecilla de la puerta, comprobó que resistía su peso y se impulsó por encima de la valla. Cayó al otro lado y miró en torno para asegurarse de que nadie lo había visto. Agarró el chubasquero y se encaminó a la escalera.

Subió hasta la tercera planta y recorrió la pasarela hasta llegar a la fachada. Estaba agitado por el esfuerzo de trepar por la verja y subir la escalera. Cuando llegó a la fachada, apoyó las manos en la barandilla y se inclinó hasta que recuperó el aliento. Luego miró al tejado plano del edificio en el que había vivido Edward Gunn, al otro lado de la calle Sweetzer. Tampoco vio la lechuza.

McCaleb volvió a apoyar los antebrazos en Ja barandilla y trató de recuperar el aliento. Escuchó la cadencia de su corazón hasta que finalmente se calmó. Sentía gotas de sudor formándose en su cuero cabelludo. Sabía que no era el corazón lo que tenía débil. Era el cuerpo el que se había debilitado a causa de todos los fármacos que tomaba para mantener el corazón fuerte. Se sintió frustrado. Sabía que no volvería a ser fuerte, que se pasaría el resto de su vida escuchando a su corazón, del mismo modo que un ladrón nocturno escucha el crujido del suelo.

Miró hacia abajo al oír un vehículo y vio que una furgoneta blanca con el escudo de la oficina del sheriff en la puerta del conductor se detenía enfrente del edificio de apartamentos del otro lado de la calle. El equipo de huellas había llegado.

McCaleb miró por última vez al tejado de enfrente y luego se dirigió de nuevo hacia abajo, derrotado. Se detuvo de repente. Allí estaba la lechuza, encima de un compresor del sistema centralizado de aire acondicionado, en el tejado de la extensión en forma de ele del edificio en que se hallaba.

Se acercó rápidamente a la escalera y subió al rellano del tejado. Tuvo que abrirse camino entre algunos muebles almacenados en el descansillo, pero la puerta no estaba cerrada con llave. Trotó por el suelo de grava del tejado hasta el aparato de aire acondicionado.

McCaleb observó la lechuza antes de tocarla. Coincidía con su recuerdo de la grabación de la escena del crimen y la base era octogonal. Sabía que era la lechuza que estaba buscando. Quitó el alambre que habían enrollado en la base para unirlo a la parrilla de entrada de aire del aparato. Se fijó en que la parrilla y las tapas metálicas de la unidad estaban cubiertas de deposiciones secas de pájaros. Supuso que los excrementos de pájaros constituían un problema de mantenimiento y Rohrshak, que al parecer se encargaba también de aquel edificio, se había llevado la lechuza del apartamento de Gunn y la había utilizado para mantener alejadas a las aves.

McCaleb sacó el alambre y lo enrolló en torno al cuello de la lechuza, a fin de poder transportarlo sin necesidad de tocarlo, aunque no creía que fueran a encontrar ninguna huella ni fibras de ningún tipo. Lo levantó del aparato de aire acondicionado y regresó a la escalera.

Cuando McCaleb entró de nuevo en el apartamento de Edward Gunn, vio a dos técnicos sacando su instrumental de un maletín. Había una escalera de mano delante de la vitrina.

– Creo que tendríais que empezar por esto.

McCaleb vio que los ojos de Rohrshak se abrían como platos cuando él entraba en el salón y dejaba la lechuza de plástico sobre la mesa.

– También se encarga del edificio de enfrente, ¿verdad, señor Rohrshak?

– Eh…

– No se preocupe. Es muy fácil de averiguar.

– Ya te lo digo yo -intervino Winston, doblándose para mirar la lechuza-. Estaba allí cuando lo necesitamos el día del asesinato. Vive allí.

– ¿Tiene alguna idea de cómo fue a parar al tejado? -preguntó McCaleb.

Rohrshak siguió sin contestar.

– Supongo que se fue volando, ¿no?

Rohrshak no podía apartar la mirada de la lechuza.

– Ahora puede irse, señor Rohrshak, pero no se aleje demasiado. Si hay alguna huella en el pájaro o en la vitrina, tendremos que tomarle las suyas para compararlas.

Esta vez Rohrshak miró a McCaleb y sus ojos se abrieron todavía más.

– Puede marcharse, señor Rohrshak.

El conserje se volvió y lentamente salió del apartamento.

– Y cierre la puerta, por favor-le gritó McCaleb.

Cuando la puerta se cerró, Winston casi soltó una carcajada.

– Te has pasado, Terry. En realidad no ha hecho nada malo. Nosotros nos fuimos y él dejó que la hermana se llevara todo lo que quisiera. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, alquilar el apartamento con esa estúpida lechuza ahí encima?

McCaleb negó con la cabeza.

– Nos mintió. Eso estuvo mal. Casi reviento subiendo a ese edificio del otro lado de la calle. Podía habernos dicho que estaba allí.

– Bueno, ahora está más que asustado. Creo que ha aprendido la lección.

– Da igual. -Retrocedió para que uno de los técnicos pudiera trabajar con la lechuza mientras el otro se subía a la escalera para examinar la parte superior de la vitrina.

McCaleb examinó la figura mientras el técnico aplicaba un polvo negro con un pincelito. Al parecer la lechuza estaba pintada a mano. Era marrón oscuro y tenía la cabeza y la espalda negras. Su pecho era de un marrón más claro con algunos detalles amarillos y los ojos de un negro brillante.

– ¿Ha estado a la intemperie? -preguntó el técnico.

– Por desgracia -respondió McCaleb, recordando las lluvias que habían caído en el continente y en Catalina la semana anterior.

– Bueno, no hay nada.

– Lo suponía.

McCaleb miró a Winston, y en sus ojos se reflejaba una renovada animadversión por Rohrshak.

– Aquí tampoco hay nada -dijo el otro técnico-. Demasiado polvo.

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