Nat's era un bar del tamaño de un vagón de ferrocarril, igual a un montón de antros de Hollywood. Durante las horas del día lo frecuentaban los alcohólicos, al anochecer las busconas y su clientela y más tarde la tribu del cuero negro y los tatuajes. Era el tipo de lugar donde más valía no pagar con una tarjeta de crédito oro.
McCaleb se había detenido a cenar en Musso's, porque su reloj biológico le exigía alimento antes de que se quedara sin pilas, de manera que no llegó a Nat's hasta después de las diez. Mientras se comía su pastel de pollo pensó en si merecía la pena ir al bar a hacer preguntas sobre Gunn, teniendo en cuenta que el consejo había partido del sospechoso. ¿Iba a indicar el sospechoso la dirección correcta al investigador? No parecía probable, pero McCaleb también tenía en cuenta que Bosch había bebido y que no era consciente de sus verdaderas intenciones durante su visita a la casa de la colina. El consejo bien podía ser válido y decidió que no había que descuidar ninguna parte de la investigación.
Al entrar tardó unos segundos en adaptar la vista a la luz escasa y de color rojizo. Cuando la estancia se hizo más clara vio que estaba medio vacía. Era el periodo tranquilo entre el grupo del anochecer y el de última hora. Dos mujeres -una blanca y una negra- sentadas a un extremo de la barra que recorría el lado izquierdo del bar lo miraron y McCaleb vio que los ojos de ellas leían la palabra «poli» al mismo tiempo que los suyos leían la palabra «putas». Le satisfizo secretamente comprobar que aún conservaba el look. Pasó al lado de ellas y continuó hasta el salón. Casi todos los reservados que se alineaban junto al lado derecho del local estaban llenos. Nadie se molestó en dedicarle una mirada.
McCaleb se acercó a la barra entre dos taburetes vacíos y señaló a una de las camareras.
En la máquina de discos de la parte de atrás estaba sonando un viejo tema de Bob Seger, Night Moves. La camarera se inclinó sobre la barra para tomar el pedido de McCaleb. La chica vestía un chaleco negro con botones sin camisa debajo. Tenía el pelo largo y negro y un arito dorado en la ceja izquierda.
– ¿Qué quieres?
– Un poco de información.
McCaleb deslizó una foto de Edward Gunn sobre la barra. Era una instantánea de ocho por trece que estaba en los archivos que Winston le había dado. La camarera la miró un momento y se la devolvió a McCaleb.
– ¿Qué pasa con él? Está muerto.
– ¿Cómo lo sabes?
Ella se encogió de hombros.
– No lo sé. Corrió la voz, supongo. ¿Eres poli?
McCaleb asintió, bajó la voz para que la música la cubriera y dijo:
– Algo así.
La camarera se inclinó más todavía sobre la barra para oírlo. Esta posición abrió la parte superior del chaleco, exponiendo la mayor parte de su pechos pequeños pero redondos. Tenía un tatuaje de un corazón encadenado en alambre en el lado izquierdo. No se veía demasiado apetecible, parecía un moretón en una pera. McCaleb apartó la vista.
– Edward Gunn -dijo-. Era un asiduo, ¿no?
– Venía mucho.
McCaleb asintió. Su reconocimiento confirmaba el Consejo de Bosch.
– ¿Trabajaste la noche de fin de año?
Ella asintió.
– ¿Sabes si vino esa noche?
La camarera negó con la cabeza.
– No lo recuerdo. Vino mucha gente la noche de fin de año. Hubo una fiesta. No sé si vino o no, aunque no me sorprendería. La gente entraba y salía.
McCaleb levantó la barbilla hacia el otro camarero, un latino que también llevaba un chaleco negro sin camisa debajo.
– ¿Y él? ¿Crees que lo recordaría?
– No, porque empezó a trabajar la semana pasada. Lo metí yo.
Una tenue sonrisa iluminó el rostro de la chica. McCaleb no hizo caso. Empezó a sonar Twisting the Night Away. La versión de Rod Stewart.
– ¿Conocías bien a Gunn?
Ella dejó escapar una risa.
– Cielo, éste es el tipo de sitio donde a la gente no le gusta decir quiénes son o qué son. Que si lo conocía bien. Lo conocía, ¿vale? Ya te he dicho que venía por aquí, pero ni siquiera supe su nombre hasta que estuvo muerto. Alguien dijo que habían matado a Eddie Gunn y yo dije: «¿Quién cono es Eddie Gunn?» Tuvieron que describírmelo. El que siempre tomaba whisky con hielo y tenía manchas de pintura en el pelo. Entonces supe quién era Eddie Gunn.
McCaleb asintió. Buscó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un recorte de periódico doblado. Lo puso sobre la barra. Ella se inclinó para mirar, mostrando otra panorámica de sus pechos. McCaleb pensó que lo hacía a propósito.
– Es ese poli, el del juicio, ¿no?
McCaleb no contestó. El diario estaba doblado para mostrar una foto de Harry Bosch que había salido esa mañana en el Los Angeles Times como anticipo del testimonio con el que se esperaba que se abriera el juicio a Storey. Era una imagen natural del detective Bosch de pie a la salida de la sala. Probablemente ni siquiera sabía que se la habían sacado.
– ¿Lo has visto por aquí?
– Sí, viene por aquí. ¿Lo estás buscando?
McCaleb sintió que le subía un cosquilleo por la nuca.
– ¿Cuándo viene?
– No lo sé, de vez en cuando. No diría que es un habitual, pero viene. Y nunca se queda mucho rato. Se toma algo y se va. Toma… -Levantó un dedo e inclinó la cabeza, mientras repasaba su archivo interior. Entonces bajó el dedo como marcándose un punto-. Ya está. Cerveza de botella. Siempre pide Anchor Steam, porque se olvida de que no tenemos; es demasiado cara, no la vendemos. Entonces se pide la mediana de siempre.
McCaleb estaba a punto de preguntar cuál era cuando ella contestó su pregunta no formulada.
– Rolling Rock.
Él asintió.
– ¿Estuvo aquí en fin de año?
Ella negó con la cabeza.
– La misma respuesta. No me acuerdo. Hubo demasiada gente, demasiadas bebidas y ha pasado demasiado tiempo desde entonces.
McCaleb se guardó el recorte del diario.
– ¿Tiene algún problema ese poli?
McCaleb sacudió la cabeza. Una de las mujeres del extremo de la barra picó el vaso vacío sobre la barra y llamó a la camarera.
– Eh, Miranda, aquí tienes clientes que pagan.
La camarera buscó con la mirada a su compañero. Se había marchado, aparentemente a la sala de atrás o al baño.
– Tengo trabajo -dijo.
McCaleb vio que se acercaba al final de la barra y preparaba dos vodkas con hielo para las prostitutas. Durante una pausa en la música, oyó que una de ellas le decía que parase de hablar con el poli para que se largara. Mientras Miranda volvía hacia donde estaba McCaleb, una de las putas le dijo en voz alta.
– Y deja de enseñarle el panorama o no se irá nunca.
McCaleb se hizo el sordo. Miranda suspiró como si estuviera cansada cuando llegó hasta él.
– No sé adonde ha ido Javier. No puedo quedarme toda la noche hablando contigo.
– Deja que te haga una última pregunta -dijo-. ¿Recuerdas haber visto alguna vez al poli con Eddie Gunn al mismo tiempo, juntos o por separado?
Ella pensó un momento y se inclinó hacia adelante.
– Puede que pasara, pero no lo recuerdo.
McCaleb asintió. Estaba convencido de que no iba a sacarle nada más. Se preguntó si debía dejar algo de dinero en la barra. Jamás había sido muy bueno en eso cuando era agente. Nunca sabía cuándo era apropiado y cuándo era insultante.
– ¿Puedo preguntarte yo algo? -dijo Miranda.
– ¿Qué?
– ¿Te gusta lo que ves?
McCaleb sintió que se ponía colorado de inmediato.
– Has mirado bastante, así que pensaba que te lo podía preguntar.
Miró de reojo a las putas y compartió con ellas una sonrisa. Las tres estaban disfrutando con el sonrojo de McCaleb.
– Son muy bonitas -dijo mientras se alejaba de la barra dejando un billete de veinte dólares para ella-. Estoy seguro de que la gente viene por eso. Probablemente Eddie Gunn venía por eso.
Se encaminó hacia la puerta y ella le dijo en voz alta con palabras que lo siguieron hasta la salida.
– Entonces podrías volver y probar alguna vez, agente.
Al pasar por la puerta oyó que las putas chillaban y chocaban las palmas de las manos en alto.
McCaleb se sentó en el Cherokee enfrente de Nat's y trató de sacudirse la vergüenza. Se concentró en la información que había obtenido de la camarera. Gunn era un asiduo y pudo estar o no allí la última noche de su vida. En segundo lugar, conocía a Bosch como cliente. Él también pudo o no haber estado allí en la última noche de la vida de Gunn. El hecho de que esta información hubiera partido indirectamente de Bosch era desconcertante. De nuevo se preguntó por qué Bosch -si es que era el asesino de Gunn- le había dado una pista válida. ¿Se trataba de arrogancia, de la seguridad de que nunca sería considerado sospechoso y por tanto su nombre no iba a surgir durante el interrogatorio en el bar? ¿O podía existir una motivación psicológica más profunda? McCaleb sabía que muchos criminales cometían errores que aseguraban su detención, porque inconscientemente no deseaban que sus crímenes quedaran impunes. La teoría de la noria, pensó McCaleb. Quizá Bosch estaba inconscientemente asegurándose de que la rueda también giraría para él.
Abrió el móvil y comprobó la señal. Funcionaba. Llamó a Jaye Winston a su casa. Miró el reloj mientras sonaba el teléfono y consideró que no era demasiado tarde para llamar. Al cabo de cinco timbrazos ella respondió al fin.
– Soy yo. Tengo algo.
– Yo también, pero sigo al teléfono. ¿Puedo llamarte cuando termine?
– Sí, aquí estaré.
Colgó y se quedó sentado en el coche, esperando y reflexionando. Miró por el parabrisas cuando la prostituta blanca salió del bar con un hombre tocado con una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Encendieron sendos cigarrillos y se encaminaron calle abajo hacia un motel llamado Skylark.
Su teléfono sonó. Era Winston.
– Esto está cerrando, Terry. Me has convencido.
– ¿Qué has descubierto?
– Primero tú. Has dicho que tenías algo.
– No, empieza tú. Lo que yo tengo es menor. Parece que tú has pescado algo grande.
– Muy bien, escucha esto. La madre de Harry Bosch era prostituta en Hollywood. La asesinaron cuando él era un niño. Y nunca encontraron al culpable. ¿Qué te parece esto como apuntalamiento psicológico, señor Profiler?
McCaleb no respondió. El nuevo dato era contundente y proporcionaba muchas de las piezas que faltaban para la teoría sobre la que estaban trabajando. Miró a la puta y su cliente en la ventanilla de la oficina del motel. El tipo pagó en efectivo y le dieron una llave. Ambos abrieron una puerta de cristal.
– Gunn mata a una prostituta y sale impune -dijo Winston cuando él no respondió-. Lo mismo que pasó con su madre.
– ¿Cómo lo has descubierto? -preguntó al fin McCaleb.
– Hice la llamada que te comenté ayer. A mi amiga Kiz. Me interesé por Bosch y le pregunté si sabía si él, bueno, si ya había superado lo de su divorcio. Me contó lo que sabía de él. El asunto sobre su madre al parecer surgió hace unos años en un juicio civil, cuando demandaron a Bosch por una muerte no justificada, el Fabricante de Muñecas, ¿lo recuerdas?
– Sí, la policía de Los Ángeles no nos llamó para ese caso. También era un tipo que asesinaba prostitutas. Bosch lo mató y el tío estaba desarmado.
– Hay una línea psicológica, un patrón de conducta.
– ¿Qué pasó con Bosch después de que asesinaran a su madre?
– Kiz no lo sabía muy bien. Lo llamó un hombre de instituciones. Mataron a la madre cuando él tenía diez u once años. Después creció en orfanatos y con familias de acogida. Fue al ejército y más tarde entró en el departamento de policía. La cuestión es que éste es el punto que nos faltaba. La razón que convirtió un caso sin importancia en algo que Bosch no iba a soltar.
McCaleb asintió para sí.
– Y aún hay más -dijo Winston-. He revisado todos los archivos acumulados, cosas sin relación que no puse en el expediente del asesinato. Miré la autopsia de la mujer que Gunn mató hace seis años. Por cierto, se llamaba Frances Weldon. Había algo que ahora parece significativo a la luz de lo que sabemos de Bosch. El examen del útero y las caderas mostraba que había tenido un hijo.
McCaleb sacudió la cabeza.
– Bosch no pudo saberlo. Empujó a su teniente por la ventana y estaba suspendido cuando se hizo la autopsia.
– Cierto. Pero pudo mirar los archivos del caso cuando volvió y probablemente lo hizo. Se habría enterado de que Gunn hizo a algún otro niño lo que le habían hecho a él. Lo ves, todo encaja. Hace ocho horas pensaba que estabas trepando a un árbol agarrándote de ramitas. Ahora creo que has dado en el clavo.
No le hacía sentirse bien haber dado en el clavo, pero comprendía la excitación de Winston. Cuando los casos se esclarecían la excitación podía oscurecer la realidad del crimen.
– ¿Qué pasó con el niño de ella? -preguntó McCaleb.
– Ni idea. Probablemente lo dio en adopción en cuanto lo parió. Eso no importa. Lo que importa es lo que significaba para Bosch.
Winston tenía razón, pero a McCaleb no le gustaba ese cabo suelto.
– Volviendo a tu llamada a la antigua compañera de Bosch. ¿No va a llamarlo y contarle que has preguntado por él?
– Ya lo ha hecho.
– ¿Esta noche?
– Sí, ahora mismo. La llamada en espera era ella contestándome. Pasa. Le dijo que aún mantenía la esperanza de que su mujer volviera.
– ¿Le dijo que eras tú la que estaba interesada en él?
– Se supone que no.
– Pero probablemente lo hizo y eso podría significar que ahora ya sabe que lo estamos investigando.
– Eso es imposible. ¿Cómo?
– Yo he estado allí esta noche. He estado en su casa. Luego esa misma noche lo llaman hablándole de ti. Un hombre como Harry Bosch no cree en las coincidencias, Jaye.
– Bueno, ¿cómo lo has manejado cuando has estado allí arriba? -preguntó finalmente Winston.
– Como habíamos dicho. Quería más información de Gunn, pero desvié el tema para hablar de él. Por eso te llamaba. He descubierto algunas cosas interesantes. Nada que se pueda comparar a lo que tú me acabas de contar, pero son cosas que también encajan. Aunque si recibió la llamada sobre ti justo después de que yo me fuera… No sé.
– Dime qué has descubierto.
– Todo pequeños detalles. Tiene la foto de la mujer de la que se está separando bien visible en la sala de estar. He estado allí menos de una hora y el tío se ha bebido tres cervezas. Así que tenemos el síndrome del alcohol. Es sintomático de presiones internas. También habló de la teoría que él llama de la noria. Es parte de su sistema de creencias. El no ve la mano de Dios en las cosas. Él ve la noria. Todo termina por volver a su lugar. Dijo que tipos como Gunn no salen impunes en realidad. Siempre hay algo que acaba con ellos. La noria. Utilicé algunas frases específicas para ver si generaba una reacción o desacuerdo. Llamé al mundo de más allá de su puerta la plaga. No me contradijo. Dijo que podía soportar la plaga siempre que pudiera tener oportunidades con los peces gordos. Es todo muy sutil, Jaye, pero está todo ahí. Tenía un cuadro de Bosch colgado en la pared del pasillo. El jardín de las delicias. Allí está nuestra lechuza.
– Bueno, lo llamaron así por ese pintor. Si yo me llamara Picasso también tendría un Picasso en la pared.
– Hice como si no lo hubiera visto nunca antes y le pregunté qué significaba. Me dijo que era la noria que giraba. Eso es lo que significaba para él.
– Pequeñas piezas que encajan.
– Aún queda mucho trabajo por hacer.
– Bueno, ¿sigues adelante o te retiras?
– De momento sigo adelante. Me quedaré esta noche, pero tengo una excursión de pesca el sábado. Tendré que volver para eso.
Ella no dijo nada.
– ¿Tienes algo más? -preguntó McCaleb.
– Sí, casi lo olvidaba.
– ¿Qué?
– La lechuza de Bird Barrier. La pagaron mediante un giro postal desde Correos. Cameron Riddell me dio el número y le ha seguido la pista. La compraron el veintidós de diciembre en la oficina de correos de Wilcox y Hollywood. Está a cuatro manzanas de la comisaría en la que trabaja Bosch.
McCaleb negó con la cabeza.
– Las leyes de la física.
– ¿Qué quieres decir?
– Para cada acción existe una reacción equivalente. Cuando miras hacia el abismo, el abismo te mira a ti. Ya conoces los clisés. Son clisés porque son ciertos. No puedes meterte en la oscuridad sin que la oscuridad se meta en ti y se lleve su parte. Bosch podría haberse metido demasiadas veces. Ha perdido el rumbo.
Se quedaron un rato en silencio después de dicho esto y luego hicieron planes para reunirse al día siguiente. Al colgar vio que la prostituta salía sola del Skylark y se encaminaba otra vez a Nat's. Llevaba una chaqueta teja que se apretaba contra el cuerpo para protegerse del aire frío de la noche. Se arregló la peluca mientras se dirigía al bar donde conseguiría otro cliente.
Al mirarla y pensar en Bosch, McCaleb se acordó de todo lo que tenía y de lo afortunado que había sido en la vida. La escena le recordó que la suerte es algo que viene y se va. Hay que ganársela y luego guardarla con todo lo que tienes. Sabía que en ese momento no estaba haciéndolo. Estaba dejando cosas desprotegidas mientras se adentraba en la oscuridad.