Al principio la llamaron «la niña perdida», porque la víctima no tenía nombre. La joven tendría unos catorce o quince años. Era latina -probablemente mexicana- y su cuerpo fue hallado entre los arbustos y los desperdicios, debajo de uno de los miradores de Mulholland Drive. El caso se lo habían asignado a Bosch y a su compañero de entonces, Frankie Sheehan. Fue antes de que Bosch trabajara en homicidios en la División de Hollywood. Él y Sheehan formaban un equipo de Robos y Homicidios y había sido Bosch quien había contactado con McCaleb en el FBI. Terry McCaleb acababa de regresar a Los Ángeles desde Quantico y estaba estableciendo una oficina de la Unidad de Ciencias del Comportamiento y el Programa de Detención de Criminales Violentos. El caso de la niña perdida fue uno de los primeros que le llegaron.
Bosch acudió a él, llevando el expediente y unas fotos de la escena del crimen a su pequeña oficina de la decimotercera planta del edificio federal, en Westwood. Se presentó sin Sheehan, porque los dos compañeros no se habían puesto de acuerdo en la necesidad de solicitar la participación del FBI en el caso: la típica rivalidad entre cuerpos de seguridad. Pero todo eso a Bosch le importaba bien poco. A él sólo le preocupaba la investigación. El caso estaba haciendo mella en él y la angustia se reflejaba en sus ojos.
El cuerpo había sido hallado desnudo y violado de múltiples maneras. La niña había sido estrangulada por las manos enguantadas del asesino. No se encontró ninguna prenda de ropa ni ningún bolso en la colina. Las huellas dactilares no coincidieron con ningún registro del ordenador. La niña no coincidía con ninguna descripción de personas desaparecidas ni en el condado de Los Ángeles ni en los sistemas informatizados de escala nacional. Un dibujo del rostro de la víctima apareció en las noticias de la tele y en los periódicos, pero ningún familiar respondió. Los dibujos enviados a quinientos departamentos de policía de todo el suroeste y a la policía judicial de México tampoco sirvieron de nada. La víctima siguió sin ser reclamada ni identificada y su cadáver permaneció en el refrigerador del forense mientras Bosch y su compañero trabajaban en el caso.
No se encontraron pruebas físicas en el cadáver. Además de haber sido abandonada desnuda y sin ningún objeto que sirviera para identificarla, al parecer habían lavado a la víctima con un jabón industrial antes de arrojarla por la noche cerca de Mulholland.
Sólo había una pista en el cadáver. Una marca en la piel de la cadera izquierda. La lividez post mortem indicaba que la sangre del cuerpo se había asentado en la parte izquierda, lo cual significaba que el cadáver había yacido sobre ese lado en el tiempo transcurrido entre que el corazón se detuvo y el cuerpo fue arrojado colina abajo, donde terminó descansando boca abajo sobre una pila de latas de cerveza y botellas vacías de tequila. La prueba revelaba que durante el tiempo en que la sangre se asentaba, el cuerpo estuvo apoyado sobre un objeto que dejó la marca en la cadera. La impresión consistía en el número 1, la letra J y parte de una tercera letra que podía ser el palo izquierdo de una H, una K o una L. Se trataba de parte de una matrícula.
La hipótesis de Bosch era que el asesino de la chica sin nombre había ocultado el cadáver en el maletero de un vehículo hasta que llegó el momento de deshacerse de él. Después de limpiar cuidadosamente el cadáver, el asesino lo había puesto en el maletero de su coche, y sin darse cuenta había quedado sobre una placa de matrícula que también había sido sacada del coche y guardada en el maletero. Bosch pensaba que la matrícula había sido sacada y probablemente reemplazada por una falsa como medida adicional de segundad que ayudaría al asesino a no ser detectado sí alguien que pasara por el mirador de Mulholland lo veía.
Aunque La huella de la placa de matrícula no aclaraba a qué estado pertenecía el vehículo, Bosch decidió trabajar con porcentajes. Del departamento de tráfico obtuvo una lista de todos los coches registrados en el condado de Los Ángeles que tenían una placa que comenzaba por 1JH, 1JK y 1JL. La lista contenía los nombres de más de tres mil propietarios. Él y su compañero eliminaron al cuarenta por ciento descontando a las mujeres. El resto de los nombres fueron procesados lentamente en el ordenador del índice Nacional de Delitos y los detectives obtuvieron una lista de cuarenta y seis hombres con antecedentes de todo tipo.
Fue en este punto que Bosch decidió acudir a McCaleb. Quería un perfil del asesino. Necesitaba saber si él y Sheehan iban por buen camino al sospechar que el asesino tenía un historial delictivo, y quería saber cómo abordar y evaluar a los cuarenta y seis hombres de la lista.
McCaleb estudió el caso durante casi una semana. Miraba cada una de las fotos de la escena del crimen dos veces al día -era lo primero que hacía por la mañana y lo último que hacía por la noche- y también estudiaba los informes con frecuencia. Al final le dijo a Bosch que pensaba que él y su compañero iban bien encaminados. Utilizando datos acumulados en cientos de crímenes similares analizados por el programa PDCV, logró trazar el perfil de un hombre de casi treinta años, con un historial de haber cometido delitos cada vez más graves, incluidos los de naturaleza sexual. La escena del crimen sugería el trabajo de un exhibicionista, un asesino que deseaba que su crimen se hiciera público y que causara pavor en la población. En consecuencia, la elección del lugar en el que había sido abandonado el cadáver se había hecho por estas razones y no por razones de conveniencia.
Al comparar el perfil con la lista de cuarenta y seis nombres, Bosch restringió las posibilidades a dos sospechosos: el encargado de mantenimiento de un edificio de oficinas de Woodland Hills, que tenía antecedentes por haber provocado un incendio y por indecencia pública, y un constructor de escenarios que trabajaba en un estudio de Burbank y que había sido detenido por el intento de violación de una vecina cuando era adolescente. Ambos hombres estaban cerca de la treintena.
Bosch y Sheehan se inclinaban por el encargado de mantenimiento, porque tenía acceso a limpiadores industriales como el que se había utilizado para lavar el cuerpo de la víctima. Sin embargo, McCaleb prefería como sospechoso al constructor de escenarios, porque el intento de violación de la vecina en su juventud indicaba una acción impulsiva más acorde con el perfil del perpetrador del crimen que les ocupaba.
Bosch y Sheehan decidieron entrevistar de manera informal a ambos individuos e invitaron a McCaleb a que les acompañara. El agente del FBI insistió en la necesidad de abordar a los hombres en sus propios domicilios, para que él tuviera la oportunidad de estudiarlos en su entorno y pudiese buscar pistas entre sus pertenencias.
Empezaron por el constructor de escenarios. Su nombre era Victor Seguin. Pareció sobresaltado al ver a los tres hombres en la puerta y por la explicación que dio Bosch de su visita. No obstante, los invitó a entrar. Mientras Bosch y Sheehan planteaban preguntas con tranquilidad, McCaleb se sentó en un sofá y examinó los muebles limpios y bien cuidados del apartamento. Transcurridos cinco minutos supo que tenían a su hombre y le hizo a Bosch la señal previamente convenida.
Le leyeron sus derechos a Victor Seguin y lo detuvieron. Lo metieron en el coche de detectives y su casita situada cerca del aeropuerto de Burbank fue precintada hasta que se obtuvo una orden de registro. Cuando dos horas después volvieron a entrar con la orden de registro encontraron a una chica de dieciséis años atada y amordazada, pero viva, en un espacio similar a un ataúd e insonorizado, construido por el escenógrafo bajo una trampilla que quedaba tapada por su cama.
Sólo después de que la excitación y la subida de adrenalina que suponía haber resuelto un caso y salvado una vida empezaran a bajar, Bosch preguntó finalmente a McCaleb cómo había sabido que tenían a su hombre. El agente del FBI condujo al detective a la estantería del salón y señaló un ejemplar ajado de un libro titulado El coleccionista una novela acerca de un hombre que secuestra a varias mujeres.
Seguin fue acusado del asesinato de la niña no identificada y del secuestro y violación de la joven a quien los investigadores habían rescatado. El negó su participación en el asesinato y buscó un trato por el cual se declararía culpable del secuestro y la violación de la superviviente. La oficina del fiscal rechazó cualquier trato y acudió a juicio con lo que tenían: el sobrecogedor testimonio de la superviviente y la impresión de U placa de matrícula en la cadera de la chica muerta.
El jurado lo condenó por todos los cargos después de menos de cuatro horas de deliberación. La fiscalía propuso entonces un posible trato a Seguin: la promesa de no solicitar la pena de muerte en la segunda fase del juicio si accedía a contar a los investigadores quién había sido su primera víctima y de dónde la había secuestrado. Para aceptar el trato, Seguin debería haber abandonado su pose de inocencia. No aceptó. El fiscal solicitó la pena capital y la consiguió. Bosch nunca averiguó quién era la chica y McCaleb sabía que le atormentaba que aparentemente a nadie le hubiera importado lo suficiente para dar un paso al frente.
A McCaleb también le atormentaba. El día que fue a la fase penal del juicio para testificar, almorzó con Bosch y se fijó en que había escrito un nombre en las pestañas de sus archivos del caso.
– ¿Qué es eso? -preguntó McCaleb entusiasmado-. ¿La has identificado?
Bosch bajó la mirada, vio el nombre en las pestañas de la carpeta y les dio la vuelta.
– No, todavía no.
– Bueno, ¿y qué es eso?
– Es sólo un nombre. Supongo que le he puesto un nombre.
Bosch parecía avergonzado. McCaleb se acercó y dio la vuelta a las carpetas para leer el nombre.
– ¿Cielo Azul?
– Sí, era hispana, así que le he puesto un nombre español. Yo, eh…
McCaleb aguardó. Nada.
– ¿Qué?
– Bueno, no soy demasiado religioso, no sé si me explico.
– Sí.
– El caso es que pensé que si nadie quería reclamarla aquí abajo, bueno, espero que… haya alguien allí arriba que sí la quiera. -Bosch se encogió de hombros y apartó la mirada.
McCaleb advirtió que empezaba a ponerse colorado.
– Es difícil encontrar la mano de Dios en lo que hacemos. En lo que vemos.
Bosch se limitó a asentir con la cabeza y nunca más volvieron a hablar del nombre.
McCaleb pasó la última página de la carpeta marcada «Cielo Azul» y miró en la cara interior de la tapa trasera. Durante su época en el FBI había adquirido la costumbre de tomar notas en la tapa trasera, donde difícilmente podían ser vistas porque había páginas grapadas o sujetas con un clip. Eran notas que tomaba acerca de los investigadores que solicitaban perfiles para sus casos. McCaleb se había dado cuenta de que su feeling con los investigadores era a veces tan importante como la información contenida en el archivo, porque muchos aspectos del crimen McCaleb los veía en primer lugar a través de los ojos del detective.
Su caso con Bosch había surgido hacía más de diez años, antes de que empezara a realizar perfiles más extensos de los detectives junto con los de los casos. En este archivo había escrito el nombre de Bosch y sólo cuatro palabras debajo.
Concienzudo. Listo. HM. AV.
McCaleb miró las dos últimas anotaciones. También formaba parte de su rutina utilizar abreviaturas escritas a mano cuando tomaba notas que quería mantener confidenciales. Las dos últimas anotaciones eran su interpretación de lo que motivaba a Bosch. Había llegado a la conclusión de que los detectives de homicidios eran de una raza aparte, que tenían profundas emociones y motivaciones internas para aceptar llevar a cabo la siempre difícil tarea de su trabajo. Normalmente podían encuadrarse en dos categorías, aquellos que veían su trabajo como una habilidad o un oficio, y aquellos que lo veían como una misión en la vida. Diez años atrás había encuadrado a Bosch en esa última categoría. Era un hombre en misión.
La motivación de los detectives podía seguir analizándose hasta llegar a lo que verdaderamente daba ese sentido de propósito a su misión. Para algunos el trabajo era visto casi como un juego; tenían alguna carencia interior que los empujaba a demostrar que eran mejores, más listos y más astutos que sus presas. Sus vidas se resumían en un ciclo continuo de validarse a sí mismos, de hecho, invalidando a los asesinos que buscaban para ponerlos entre rejas. Otros, aunque cargaban con cierto grado de esta misma carencia interna, también veían en ellos mismos la dimensión adicional de ser portavoces de los muertos. Existía un vínculo sagrado entre la víctima y el policía, un vínculo que se formaba en la escena del crimen y no podía cortarse. Esto era lo que en última instancia los empujaba a salir a cazar al asesino y les permitía superar todos los obstáculos que surgían en su camino. McCaleb calificaba a estos policías de ángeles vengadores. Su experiencia le decía que estos polis ángeles eran los mejores investigadores con los que había trabajado. También llegó a la conclusión de que se aproximaban peligrosamente a ese filo invisible bajo el cual se hallaba el abismo.
Diez años antes, había clasificado a Harry Bosch de ángel vengador y ahora tenía que considerar si el detective se había acercado demasiado al abismo. Tenía que considerar la posibilidad de que Bosch hubiera caído en él.
Cerró el archivo y sacó los dos libros de arte de su bolsa. Ambos estaban titulados simplemente Bosch. El más grande, con reproducciones en color de los cuadros, era de R. H. Marijnissen y P. Ruyffelaere. El segundo volumen, que a primera vista contenía más análisis de las pinturas que el anterior, estaba escrito por Eric Larsen.
McCaleb empezó con el libro más pequeño y comenzó a hojear las páginas. Enseguida aprendió que, como le había dicho Penelope Fitzgerald, había muchos puntos de vista diferentes e incluso antagónicos de Hieronymus Bosch. El libro de Larsen citaba a estudiosos que consideraban a Bosch un humanista, e incluso a uno que creía que el artista formaba parte de una secta herética que pensaba que la tierra era literalmente un infierno regido por Satán. Había disputas entre eruditos acerca de los supuestos significados de algunas de las pinturas, acerca de si algunos cuadros podían atribuirse realmente a Bosch, acerca de si el pintor había viajado en alguna ocasión a
Italia y si había visto la obra de sus contemporáneos renacentistas.
Finalmente, McCaleb cerró el libro al darse cuenta de que, al menos para su propósito, las palabras acerca de Hieronymus Bosch podían carecer de importancia. Si la obra del pintor era objeto de múltiples interpretaciones, entonces la única interpretación que le interesaba era la de la persona que había matado a Edward Gunn. Lo que importaba era lo que esa persona vio y tomó de los cuadros de Hieronymus Bosch.
Abrió el volumen más grande y empezó a examinar lentamente las reproducciones. La visión de láminas de las pinturas en el Getty había sido apresurada y obstruida por el hecho de no estar solo.
McCaleb puso su libreta en el brazo del sofá con el propósito de contabilizar el número de lechuzas y búhos que veía en los cuadros, así como la descripción de cada ave. Pronto se dio cuenta de que las pinturas eran tan minuciosamente detalladas que podría perderse cosas significativas en las reproducciones a menor escala. Bajó al camarote de proa y cogió la lupa que siempre guardaba en el escritorio del FBI para examinar las escenas del crimen.
Cuando estaba doblado sobre una caja llena de artículos de oficina que había sacado de su escritorio cinco años antes, McCaleb sintió un pequeño golpe contra el barco y se enderezó. Había atado la Zodiac a la popa, de manera que no podía haber sido su propio bote. Estaba pensando en eso cuando sintió el inconfundible movimiento vertical del barco que indicaba que alguien acababa de subir a bordo. Su mente se concentró en la puerta del salón. Estaba seguro de que no la había cerrado con llave.
Miró en la caja en la que acababa de estar revolviendo y agarró un abrecartas.
Mientras subía las escaleras que llevaban a la cocina, McCaleb revisó el salón y no echó nada en falta. Resultaba difícil ver más allá del reflejo del interior en la puerta corredera, pero fuera, en el puente de mando, había un hombre cuya silueta se dibujaba por las luces de las farolas de Crescent Street. Se hallaba de pie de espaldas al salón, como sí estuviera admirando las luces de la ciudad que trepaban por la colina.
McCaleb se movió con rapidez hacia la corredera y la abrió. Mantuvo el abrecartas bajo, pero con la punta de la cuchilla preparada. El hombre que estaba en el puente de mando se volvió.
McCaleb bajó su arma cuando el hombre la miró con los ojos muy abiertos.
– Señor McCaleb, yo…
– No pasa nada, Charlie, no sabía quién era.
Charlie era el vigilante nocturno de la oficina del puerto. McCaleb no conocía su apellido, pero sabía que visitaba con frecuencia a Buddy Lockridge en las noches en que éste se quedaba a dormir. McCaleb supuso que Buddy era un compañero para una cerveza rápida de cuando en cuando en las largas noches. Probablemente por ese motivo Charlie había remado con su esquife desde el muelle.
– He visto las luces y he pensado que quizá Buddy estaba aquí-dijo-. Sólo quería hacerle una visita.
– No, Buddy está en Los Ángeles esta noche. Probablemente no volverá hasta el viernes.
– De acuerdo. Entonces me voy. ¿Está bien usted? La señora no lo ha mandado a dormir al barco, ¿no?
– No, Charlie, todo está en orden. Sólo estaba trabajando un poco. -Levantó el abrecartas como si eso explicara lo que estaba haciendo.
– Bueno, entonces me voy yendo.
– Buenas noches, Charlie. Gracias por preguntar por mí.
McCaleb volvió al despacho. Encontró la lupa con un aplique de luz en el fondo de la caja de artículos de oficina.
Durante las siguientes dos horas revisó las pinturas. Los paisajes espectrales de demonios y fantasmas que rodeaban a sus presas humanas lo conmovieron una vez más. A medida que examinaba cada una de las obras, iba marcando descubrimientos particulares como las lechuzas con Post-it amarillos, para poder volver a ellos con facilidad.
McCaleb contabilizó dieciséis representaciones directas de lechuzas y otra docena de representaciones de criaturas y estructuras con aspecto de lechuza. Las lechuzas estaban pintadas de oscuro y acechaban en todas las pinturas como centinelas del juicio y la muerte. Las miró y no pudo evitar pensar en las analogías de la lechuza con el detective. Ambas criaturas de la noche, ambos observadores y cazadores; espectadores de primera fila del mal y el dolor que humanos y animales se infligían entre sí.
El hallazgo más significativo de McCaleb durante el estudio de los cuadros no fue una lechuza, sino una figura humana. Hizo el descubrimiento cuando estaba usando la lupa con luz para examinar el panel central de El Juicio Final. Alrededor de la representación de la hoguera del infierno, donde arrojaban a los pecadores, había víctimas que aguardaban para ser desmembradas y quemadas. Entre ese grupo, McCaleb encontró la imagen de un hombre desnudo con los brazos y piernas detrás del cuerpo; las extremidades del pecador forzadas a una posición fetal invertida. La imagen reflejaba fielmente lo que él había visto en el vídeo y las fotos de la escena del crimen de Edward Gunn.
McCaleb señaló el hallazgo con un Post y cerró el libro. Justo entonces sonó el móvil en el sofá que tenía al lado y él saltó como un resorte. Consultó el reloj antes de contestar y vio que era exactamente medianoche.
Era Graciela.
– Pensaba que ibas a volver esta noche.
– Sí. Acabo de terminar. Voy hacia allá.
– Te has llevado el cochecito, ¿no?
– Sí, no te preocupes.
– Bueno, hasta pronto.
– Sí.
McCaleb decidió dejarlo todo en el barco, pensando que iba a necesitar despejarse antes del día siguiente. Cargar con los archivos y los libros sólo le recordaría los pesados pensamientos que acarreaba. Cerró con llave el barco y fue en la Zodiac hasta el amarre de los botes. Al final del muelle cogió el cochecito de golf. Subió por el desierto barrio comercial y colina arriba hasta la casa. A pesar de sus esfuerzos, sus pensamientos volvían siempre al abismo: un lugar donde criaturas de pico afilado, garras y cuchillos atormentaban a los caídos hasta la eternidad. En este punto algo sabía con seguridad. El pintor Bosch habría sido un buen profiler. Conocía su trabajo. Comprendía las pesadillas que rondaban en el interior de las mentes de la mayoría de las personas. Y también las que a veces salían de ellas.