28

Esperaron hasta las diez y media del sábado por la mañana a que llegaran clientes, pero no se presentó ninguno. McCaleb estaba sentado silenciosamente en la borda de popa, pensando en todo lo sucedido. Los clientes que no se presentaban, su despedida del caso, la reciente llamada telefónica de Jaye Winston, todo. Antes de que saliera de casa, Winston lo había llamado para disculparse por cómo habían ido las cosas el día anterior. Él fingió indiferencia y le dijo que se olvidara del asunto. Y siguió sin mencionar que Buddy Lockridge había oído la conversación que ambos habían mantenido en el barco dos días antes. Cuando Jaye le dijo que Twilley y Friedman habían decidido que sería mejor que devolviera las copias de toda la documentación relacionada con el caso, McCaleb le soltó que si la querían que vinieran a buscarla. Le dijo que lo esperaban para una salida de pesca y que tenía que irse. Se despidieron abruptamente y McCaleb colgó el teléfono.

Raymond estaba doblado sobre la popa, pescando con una caña con anzuelo de cucharilla que McCaleb le había comprado cuando se trasladaron a la isla. Estaba mirando a través del agua clara a las figuras en movimiento de los garibaldis naranjas que nadaban seis metros más abajo. Buddy Lockridge estaba sentado en la silla de pesca, leyendo la sección metropolitana del Los Angeles Times. Parecía tan relajado como una ola de verano. McCaleb todavía no lo había confrontado con su sospecha de que él había hecho la filtración. Había estado esperando el momento oportuno.

– Eh, Terror -dijo Lockridge-, ¿has visto este artículo del testimonio de Bosch ayer en el tribunal de Van Nuys?

– No.

– Tío, lo que están insinuando aquí es que este director de cine es un asesino en serie. Parece uno de tus viejos casos. Y el tipo que lo está señalando desde la tribuna de los testigos es un…

– Buddy, te he dicho que no hables de eso. ¿O has olvidado lo que te dije?

– Vale, lo siento. Sólo estaba diciendo que si esto no es una paradoja no sé lo que es.

– Muy bien. Déjalo así.

McCaleb consultó de nuevo el reloj. Los clientes deberían haber llegado a las diez. Se enderezó y fue a la puerta del salón.

– Haré algunas llamadas -dijo-. No quiero pasarme el día esperando a esta gente.

McCaleb abrió un cajón en la pequeña mesa de navegación del salón del barco y sacó la tabla donde sujetaba las reservas. Sólo había dos hojas. La de ese día y una reserva para el sábado siguiente. Los meses de invierno eran flojos. Miró la información recogida en la hoja superior. No le sonaba, porque había sido Buddy quien había tomado la reserva. La excursión de pesca era con cuatro hombres de Long Beach. Se suponía que iban a viajar el viernes por la noche y que se hospedarían en el Zane Grey. Una excursión de pesca de cuatro horas -el sábado de diez a dos- y luego volvían a tomar el ferry a la ciudad. Buddy había anotado el número del domicilio del organizador y el nombre del hotel, y había recibido un depósito por la mitad del importe de la salida.

McCaleb miró la lista de hoteles y números de teléfono enganchada a la mesa de navegación y llamó primero al Zane Grey. No tardó en averiguar que no había nadie en el hotel con el nombre del organizador del grupo, el único nombre del que disponía McCaleb. Luego llamó al domicilio del hombre y se puso su esposa. Ella le dijo que su marido no estaba en casa.

– Bueno, estarnos esperándolo en un barco aquí en Catalina. ¿Sabe si él y sus amigos están en camino?

Hubo una larga pausa.

– Señora, ¿sigue ahí?

– Ah, sí, sí. Es sólo que ellos no van a ir a pescar hoy. Me dijeron que cancelaron la salida. Ahora están jugando al golf. Puedo darle el móvil de mi marido si quiere. Podría hablar con…

– No es necesario, señora. Que pase un buen día.

McCaleb cerró el móvil. Sabía exactamente lo que había sucedido. Ni él ni Buddy habían escuchado el servicio de contestador del número que figuraba en los anuncios de las excursiones publicados en varias guías y revistas de pesca. Llamó al número, introdujo el código y, ciertamente, tenía un mensaje esperándole desde el miércoles. El grupo cancelaba la excursión y decía que ya concertarían otra fecha más adelante.

– Sí, claro -dijo McCaleb.

Borró el mensaje y cerró el teléfono. Sintió ganas de lanzárselo a la cabeza de Buddy por la puerta corredera de cristal, pero trató de calmarse. Entró en la pequeña cocina y sacó de la nevera un brick de litro de zumo de naranja. Se lo llevó a la popa.

– No hay salida hoy -dijo antes de tomar un buen trago de zumo.

– ¿Por qué no? -preguntó Raymond, visiblemente decepcionado.

McCaleb se limpió la boca en la manga de la camiseta.

– La cancelaron.

Lockridge levantó la vista del periódico y McCaleb lo fulminó con la mirada.

– Bueno, nos quedamos el depósito, ¿no? -preguntó Buddy-. Tomé un depósito de doscientos dólares en la Visa.

– No, no nos quedamos con el depósito porque cancelaron el miércoles. Supongo que los dos hemos estado demasiado ocupados para comprobar la línea tal y como se supone que hemos de hacer.

– Joder, es culpa mía.

– Buddy, delante del niño no. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

– Lo siento, lo siento.

McCaleb continuó mirándolo. No había querido hablar de la filtración a McEvoy hasta después de la excursión de pesca, porque necesitaba la ayuda de Buddy para llevar una partida de pesca de cuatro hombres. Ya no importaba. Había llegado la hora.

– Raymond -dijo mientras seguía mirando a Lockridge-. ¿Aún quieres ganarte algo de dinero?

– Quieres decir que sí, ¿verdad?

– Sé, quiero decir que sí. Sí.

– Muy bien, entonces enrolla y engancha el sedal y empieza a entrar estas cañas y guárdalas en el estante, puedes hacerlo?

– Claro.

El chico rápidamente enrolló el sedal, sacó el cebo y lo tiró al agua. Colgó el anzuelo de uno de los ojetes de la caña y luego lo apoyó en la esquina de la popa, para llevárselo a casa. Le gustaba practicar su técnica de lanzamiento en la terraza trasera, lanzando un peso de goma de práctica al tejado y recogiéndolo de nuevo.

Raymond empezó a sacar las cañas para mar abierto de los soportes donde Buddy las había colocado en preparación para la excursión. De dos en dos se las llevó al salón y las puso en los estantes altos. Tenía que subirse en el sofá para hacerlo, pero era un sofá viejo que necesitaba urgentemente un tapizado y a McCaleb no le importaba.

– ¿Pasa algo, Terror? -probó Buddy-. Sólo es una salida, tío. Ya sabíamos que este mes iba a ser flojo.

– No es por la excursión, Bud.

– Entonces qué, ¿el caso?

McCaleb tomó un sorbito de zumo y dejó el brick en la borda.

– ¿Te refieres al caso en el que ya no estoy?

– Supongo, no lo sé. ¿Ya no estás más? ¿Cuándo…?

– No, Buddy, ya no estoy. Y hay algo de lo que quiero hablar contigo.

Esperó a que Raymond llevara otro par de cañas al salón.

– ¿Lees alguna ves el New Times, Buddy? -Te refieres a ese semanario gratuito.

– Sí, ese semanario gratuito. El New Times, Buddy. Sale todos los jueves. Siempre hay una pila en la lavandería del puerto. En realidad no sé por qué te estoy preguntando esto. Sé que lees el New Times.

De repente, Lockridge bajó la mirada. Parecía alicaído por la culpa. Levantó una mano y se frotó la cara. La mantuvo sobre los ojos cuando habló.

– Terry, lo siento. Nunca pensé que te volvería a ti. ¿Qué ha pasado?

– ¿Qué ocurre, tío Buddy? -Era Raymond, desde la puerta del salón.

– Raymond, ¿puedes meterte dentro y cerrar esa puerta durante unos minutos? -dijo McCaleb-. Pon la tele. Tengo que hablar con Buddy a solas.

El chico vaciló, sin dejar de mirar a Buddy que se tapaba la cara.

– Por favor, Raymond. Y deja esto en la nevera.

El chico finalmente salió y cogió el brick de zumo de naranja. Volvió a entrar y cerró la puerta. McCaleb miró de nuevo a Lockridge.

– ¿Cómo pudiste pensar que no me iba a llegar?

– No lo sé. Sólo pensé que nadie lo sabría.

– Bueno, pues te equivocaste. Y eso me ha causado muchos problemas. Pero por encima de todo es una puta traición, Buddy. Sencillamente no puedo creer que puedas haber hecho una cosa así.

McCaleb miró a la puerta de cristal para asegurarse de que el niño no estaba escuchando. No había señal de Raymond. Seguramente habría bajado a uno de los camarotes. McCaleb se dio cuenta de que su respiración estaba alterada. Se había enfadado tanto que estaba hiperventilando. Tenía que acabar con eso y calmarse.

– ¿Lo va a saber Graciela? -preguntó Buddy con voz suplicante.

– No lo sé. No importa lo que ella sabe. Lo que importa es que tenemos esta relación y tú vas y haces algo como esto a mis espaldas.

Lockridge seguía ocultando la cara tras los dedos.

– No imaginaba que significara tanto para ti, incluso si lo descubrías. No era gran cosa. Yo…

– No trates de mitigarlo o decirme si era poca cosa o no, ¿vale? Y no me hables con esa voz suplicante y quejosa. Cállate.

McCaleb caminó hasta la popa. Dándole la espalda a Lockridge, miró a la colina situada sobre la zona comercial de la pequeña localidad. Veía su casa. Graciela estaba en la terraza, con el bebé en brazos. Ella lo saludó y luego levantó la mano de Cielo en un saludo infantil. McCaleb le devolvió el saludo.

– ¿Qué quieres que haga? -dijo Buddy desde detrás de él. Tenía la voz más controlada-. ¿Qué quieres que diga? ¿Que no volveré a hacerlo? Bueno, no volveré a hacerlo.

McCaleb no se volvió. Continuó mirando a su mujer y a su hija.

– No importa que no vuelvas a hacerlo. El daño está hecho. Tengo que pensar en esto. Somos socios y amigos. O al menos lo éramos. Lo único que quiero ahora es que te vayas. Voy a entrar con Raymond. Coge la Zodiac hasta el muelle. Vuelve en el ferry de esta noche. No quiero verte aquí, Buddy. Ahora no.

– ¿Cómo vais a volver al muelle?

Era sin duda una pregunta desesperada con una respuesta obvia.

– Tomaré el taxi acuático.

– Tenemos una salida el sábado que viene. Es un grupo de cinco y…

– Ya me preocuparé por el sábado cuando llegue el momento. Puedo cancelarlo si tengo que hacerlo o pasarle los clientes a Jim Hall.

– Terry, ¿estás seguro de esto? Lo único que hice fue…

– Estoy seguro. Vamos, Buddy. No quiero continuar hablando.

McCaleb se volvió, pasó junto a Lockridge y caminó hasta la puerta del salón. La abrió y entró, luego corrió la puerta y la cerró tras él. No volvió a mirar a Buddy, Fue a la mesa de navegación y extrajo un sobre del cajón. Metió un billete de cinco dólares que sacó del bolsillo, lo cerró y escribió el nombre de Raymond.

– Eh, Raymond, ¿dónde estás? -llamó.


Para cenar comieron sándwiches de queso y chile. El chile era de Busy Bee. McCaleb lo había comprado en su camino desde el barco con Raymond.

McCaleb se sentó enfrente de su mujer, con Raymond a su izquierda y la niña a su derecha en una silla sujeta a la mesa. Estaban comiendo dentro, porque una niebla vespertina había envuelto la isla con un abrazo gélido. McCaleb permaneció en silencio y con aire taciturno durante la cena, igual que había estado todo el día. Al regresar a casa temprano, Graciela decidió mantener la distancia. Ella se llevó a Raymond de caminata al jardín botánico de Wrigley, en el cañón de Avalon. McCaleb se quedó con la niña, que estuvo haciendo alboroto la mayor parte del día. A él, de todos modos, no le importó. Le hacía pensar en otras cosas.

Al final, en la cena, dejaron de evitarse mutuamente. McCaleb había preparado los sándwiches, así que fue el último en sentarse. Apenas había empezado a comer cuando Graciela le preguntó cuál era el problema.

– Ninguno -dijo él-. Estoy bien.

– Raymond dijo que tú y Buddy habíais discutido.

– Puede que Raymond tenga que ocuparse de sus propios asuntos.

Miró al niño cuando dijo esto y Raymond bajó la mirada.

– Eso no es justo, Terry -dijo Graciela.

Ella tenía razón y McCaleb lo sabía. Estiró el brazo y acarició el pelo del chico. Era muy suave y a McCaleb le gustaba hacerlo. Esperaba que el gesto transmitiera sus excusas.

– Estoy fuera del caso porque Buddy lo filtró a un periodista.

– ¿Qué?

– Encontré (yo encontré) un sospechoso. Un poli. Buddy me oyó cuando explicaba a Jaye Winston lo que había descubierto. Se dio la vuelta y llamó a un periodista. El periodista empezó a hacer llamadas, y Jaye y su capitán creen que la filtración surgió de mí.

– Eso no tiene sentido. ¿Por qué iba a hacer eso Buddy?

– No lo sé. No me lo dijo. De hecho sí me lo dijo. Dijo que no creía que me fuera a importar. O palabras por el estilo. Eso ha sido hoy en el barco.

Hizo un gesto hacia Raymond, con lo que quería decir que ésa era la conversación tensa de la que había captado una parte y que había explicado a Graciela.

– Bueno, ¿has llamado a Jaye para decirle que fue él?

– No, eso no importa. Vino de mí. Fui lo bastante tonto para dejar que se quedara en el barco. ¿Podemos hablar de otra cosa? Estoy cansado de pensar en esto.

– Bueno, Terry, ¿de qué otra cosa quieres hablar?

McCaleb estaba en silencio. Ella también. Al cabo de un rato él empezó a reír.

– Ahora mismo no se me ocurre nada.

Graciela terminó dando un mordisco a su sándwich. McCaleb miró a Cielo, que estaba mirando un globo azul y blanco atado a un hilo de su sillita y suspendido sobre ella. Estaba intentando alcanzarlo con sus manitas, pero no lo lograba. McCaleb vio que se estaba frustrando y comprendió la sensación.

– Raymond, cuéntale a tu padre lo que has visto hoy en los jardines -dijo Graciela.

Desde hacía poco ella había empezado a referirse a McCaleb como el padre de Raymond. Lo habían adoptado, pero McCaleb no quería presionar al chico para que lo llamara papá. Raymond solía llamarlo Terry.

– Hemos visto un zorro gris -dijo-. Estaba cazando en el cañón.

– Pensaba que los zorros cazaban de noche y dormían durante el día.

– Bueno, entonces alguien lo despertó, porque lo vimos. Era grande.

Graciela asintió, apoyando a Raymond.

– Muy bien -dijo McCaleb-. Lástima que no pudierais sacarle una foto.

Comieron en silencio durante unos minutos. Graciela usaba su servilleta para limpiar la baba de la barbilla de CiCi.

– Bueno -dijo McCaleb-, estoy seguro de que estás contenta de que esté fuera y las cosas vuelvan a la normalidad.

Graciela lo miró.

– Quiero que estés a salvo. Quiero que toda la familia esté unida y segura. Eso es lo que me hace feliz, Terry.

Él asintió y se terminó el sándwich. Ella continuó.

– Quiero que seas feliz, pero si eso significa trabajar en estos casos, entonces hay un conflicto entre tu bienestar personal y tu salud y el bienestar de esta familia.

– Bueno, no tienes que preocuparte más por eso. No creo que después de esto nadie venga a llamarme.

Se levantó para limpiar la mesa, pero antes de recoger los platos se inclinó hacia la silla de su hija y dobló el cable para que el globo azul y blanco quedara a su alcance.

– Se supone que no tiene que estar así-dijo Graciela.

McCaleb la miró.

– Sí.

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