39

Annabelle Crowe caminó hasta la tribuna de los testigos, concitando todas las miradas de la sala. Era una mujer despampanante, aunque había cierta torpeza en sus movimientos. Esta combinación la hacía parecer joven y vieja al mismo tiempo e incluso más atractiva. Langwiser se ocuparía del interrogatorio. Esperó a que Crowe se sentara antes de romper el encanto en la sala y subir al estrado.

Bosch apenas se había fijado en la entrada de la última testigo de la fiscalía. Se sentó en la mesa de la acusación con la vista baja, sumido en sus pensamientos de la visita de los dos agentes del FBI. Los había calado rápidamente. Habían olido sangre en el agua y sabía que si lo detenían por el caso Gunn el seguimiento mediático que obtendrían no tendría fin. Esperaba que dieran el paso en cualquier momento.

Langwiser procedió con rapidez con una serie de preguntas generales a Crowe, estableciendo que era una actriz neófita en cuyo curriculum constaban unos pocos papeles y anuncios, así como una única frase en una película que todavía no se había estrenado. Su historia parecía confirmar las dificultades de tener éxito en Hollywood: una belleza despampanante en una ciudad llena de mujeres hermosas. Todavía vivía gracias al dinero que le enviaban sus padres desde Alburquerque.

Langwiser pasó a la parte importante del testimonio: Annabelle Crowe había tenido una cita con David Storey la noche del 14 de abril del año anterior. Tras una breve descripción de la cena y las bebidas que la pareja tomó en Dan Tana's, en West Hollywood, Langwiser pasó a la última parte de la velada, cuando Annabelle acompañó a Storey a la casa que el director de cine tenía en Mulholland.

Crowe declaró que ella y Storey compartieron una jarra entera de margaritas en la terraza trasera de la casa antes de ir al dormitorio de Storey.

– ¿Y fue usted voluntariamente, señorita Crowe?

– Sí.

– ¿Tuvo relaciones sexuales con el acusado?

– Sí.

– ¿Y fue una relación mutuamente consentida?

– Sí.

– ¿Ocurrió algo inusual durante esa relación sexual con el acusado?

– Sí, empezó a estrangularme.

– Empezó a estrangularla. ¿Cómo ocurrió eso?

– Bueno, supongo que cerré los ojos un momento y sentí que él estaba cambiando de posición. Él estaba encima de mí y yo noté que deslizaba la mano por detrás de la nuca y de algún modo me levantó la cabeza de la almohada. Entonces sentí que deslizaba algo… -Se detuvo y se tapó la boca con la mano, mientras trataba de mantener la compostura.

– Tómese su tiempo, señorita Crowe.

Daba la impresión de que la testigo estaba conteniendo las lágrimas. Al final dejó caer la mano y cogió el vaso de agua. Tomó un sorbo y miró a Langwiser, con una determinación renovada.

– Sentí que deslizaba algo por encima de mi cabeza. Abrí los ojos y lo vi apretando una corbata en torno a mi cuello. -Se detuvo y tomó otro trago de agua.

– ¿Podría describir esa corbata?

– Tenía un dibujo de diamantes azules sobre un campo granate. La recuerdo perfectamente.

– ¿Qué ocurrió cuando el acusado apretó con fuerza la corbata en torno a su cuello?

– ¡Me estaba estrangulando! -replicó Crowe estridentemente, como si la pregunta fuera estúpida y la respuesta obvia-. Me estaba estrangulando. Y no paraba de… moverse dentro de mí… y yo traté de resistirme, pero era demasiado fuerte para mí.

– ¿Dijo él algo en ese momento?

– No paraba de decir «tengo que hacerlo, tengo que hacerlo» y gemía y no dejaba de tener sexo conmigo. Tenía los dientes apretados y yo…

Ella se detuvo de nuevo y esta vez lágrimas sueltas se deslizaron por sus mejillas, una poco después de la otra. Langwiser se acercó a la mesa de la acusación y sacó una caja de pañuelos de papel. La levantó y dijo:

– Señoría, ¿da usted su permiso?

El juez le permitió que se acercara a la testigo con los Kleenex. Langwiser los entregó y luego volvió al estrado. La sala estaba en silencio, salvo por los sonidos del llanto de la testigo. Langwiser rompió el momento.

– Señorita Crowe, ¿necesita un descanso?

– No, estoy bien. Gracias.

– ¿Se desmayó cuando el acusado trató de estrangularla?

– Sí.

– ¿Qué es lo siguiente que recuerda?

– Me desperté en su cama.

– ¿Y él estaba allí?

– No, pero oí que corría agua en la ducha. En el cuarto de baño de al lado del dormitorio.

– ¿Qué hizo usted?

– Me levanté para vestirme. Quería irme antes de que él saliera de la ducha.

– ¿Su ropa estaba donde la había dejado?

– No. La encontré en una bolsa (como una bolsa de supermercado) junto a la puerta de la habitación. Me puse la ropa interior.

– ¿ Llevaba bolso esa noche?

– Sí. También estaba en la bolsa, pero estaba abierto. Miré y vi que él me había quitado las llaves. Entonces…

Fowkkes protestó, diciendo que la testigo asumía hechos no probados y el juez admitió la protesta.

– ¿Vio al acusado llevarse las llaves de su bolso? -preguntó Langwiser.

– Bueno, no. Pero estaban en mi bolso y yo no las saqué.

– De acuerdo, entonces alguien (alguien a quien usted no vio porque estaba inconsciente en la cama) sacó las llaves, ¿es correcto?

– Sí.

– Bien, ¿dónde encontró las llaves después de darse cuenta de que no estaban en su bolso?

– Estaban en el escritorio de él, junto a las suyas.

– ¿Terminó de vestirse y se fue?

– De hecho, estaba tan asustada que sólo cogí mi ropa, mis llaves y mi bolso y salí corriendo de allí. Terminé de vestirme fuera. Y luego eché a correr por la calle.

– ¿Cómo llegó a su casa?

– Me cansé de correr, así que continué un buen rato caminando por Mulholland hasta que llegué a un parque de bomberos con un teléfono público enfrente. Lo usé para pedir un taxi y entonces volví a casa.

– ¿Llamó a la policía cuando llegó a su casa?

– Eh…, no.

– ¿Por qué no, señorita Crowe?

– Bueno, por dos cosas. Cuando llegué a casa, David estaba dejando un mensaje en mi contestador y yo cogí el teléfono. Él se disculpó y me dijo que se había dejado llevar. Me dijo que pensó que estrangularme iba a aumentar mi satisfacción sexual.

– ¿Lo creyó?

– No lo sé. Estaba confundida.

– ¿Le preguntó por qué había puesto su ropa en una bolsa?

– Sí. Dijo que pensaba que iba a tener que llevarme al hospital sí no me despertaba antes de que saliera de la ducha.

– ¿No le preguntó por qué creía que tenía que ducharse antes de llevar al hospital a una mujer que estaba inconsciente en su cama?

– No le pregunté eso.

– ¿Le preguntó por qué no avisó a una ambulancia?

– No, no pensé en eso.

– ¿Cuál era la otra razón por la cual no llamó a la policía?

La testigo se miró las manos, que tenía entrelazadas en el regazo.

– Bueno, estaba avergonzada. Después de que él llamara, ya no estaba segura de lo que había ocurrido. No sabía si había intentado matarme o estaba… tratando de satisfacerme más. No lo sé. Siempre se oye hablar de la gente de Hollywood y el sexo extraño. Pensé que a lo mejor yo era…, no lo sé, un poco mojigata.

Mantuvo la cabeza baja y otras dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. Bosch vio que una gota caía en el cuello de su blusa de chifón y dejaba una mancha húmeda. Langwiser continuó con voz muy suave.

– ¿Cuándo contactó con la policía en relación a lo sucedido aquella noche entre usted y el acusado?

Annabelle Crowe respondió en un tono todavía más suave.

– Cuando leí que había sido detenido porque había matado a Jody Krementz de la misma forma.

– ¿Habló entonces con el detective Bosch?

Ella asintió.

– Sí. Y supe que si… si hubiera llamado a la policía esa noche, quizá seguiría…

No terminó la frase. Sacó unos pañuelos de papel de la caja y rompió a llorar con fuerza. Langwiser comunicó al juez que había terminado con su interrogatorio. Fowkkes dijo que interpelaría a la testigo y propuso que se hiciera una pausa para que Annabelle Crowe pudiera recobrar la compostura. Al juez Houghton le pareció una buena idea y ordenó una pausa de quince minutos.

Bosch se quedó en la sala mirando a Annabelle Crowe mientras ésta acababa con la caja de pañuelos. Cuando hubo terminado, su cara ya no era tan hermosa. Estaba deformada y roja, y se le habían formado bolsas en los ojos. Bosch pensó que había sido muy convincente, pero todavía no se había enfrentado a Fowkkes. Su comportamiento durante la interpelación determinaría si el jurado iba a creer algo de lo que había dicho o no.

Cuando Langwiser volvió a entrar le dijo a Bosch que había alguien en la puerta que quería hablar con él.

– ¿Quién es?

– No se lo he preguntado. Sólo he oído que hablaba con los ayudantes mientras yo entraba. No le van a dejar pasar.

– ¿Llevaba traje? ¿Un tipo negro?

– No, ropa de calle. Un chubasquero.

– Vigila a Annabelle, y será mejor que busques otra caja de Kleenex.

Bosch se levantó y fue hasta las puertas de la sala, abriéndose paso entre la gente que volvía a entrar una vez finalizado el descanso. En un momento se vio cara a cara con Rudy Tafero. Bosch se movió hacia la derecha para pasar por su lado, pero Tafero dio un paso a la izquierda. Bailaron hacia adelante y hacia atrás un par de veces y Tafero sonrió abiertamente. Al final Bosch se detuvo y no se movió hasta que Tafero pasó a su lado.

En el pasillo no vio a nadie conocido. Entonces Terry McCaleb salió del servicio de caballeros y ambos hombres se saludaron con la cabeza. Bosch se acercó a una de las barandillas que había enfrente del ventanal con vistas a la plaza de abajo. McCaleb se acercó también.

– Tengo dos minutos antes de volver a entrar.

– Sólo quiero saber si podemos hablar hoy después del juicio. Están pasando cosas y necesito hablar contigo.

– Ya sé que están pasando cosas. Hoy se han presentado aquí dos agentes.

– ¿Qué les has dicho?

– Que se fueran a tomar por el culo. Se han puesto furiosos.

– Los agentes federales no se toman muy bien ese tipo de lenguaje, deberías saberlo, Bosch.

– Bueno, soy lento en aprender.

– ¿Nos vemos después?

– Estaré por aquí. A menos que Fowkkes se cargue a esta testigo. Si es así, no sé, mi equipo tendrá que retirarse a algún sitio a lamerse las heridas.

– Muy bien, entonces estaré por aquí. Lo veré en la tele.

– Hasta luego.

Bosch volvió a entrar en la sala, preguntándose con qué se habría encontrado McCaleb tan pronto. El jurado había vuelto a entrar y el juez estaba dándole a Fowkkes el permiso para empezar. El abogado defensor esperó educadamente mientras Bosch pasaba a su lado hacia la mesa de la acusación. Entonces empezó.

– Bien, señorita Crowe, ¿actuar es su ocupación a tiempo completo?

– Sí.

– ¿Ha estado actuando aquí hoy?

Langwiser protestó de inmediato, acusando enojadamente a Fowkkes de acosar a la testigo. Bosch pensó que su reacción había sido un poco extrema, pero sabía que estaba mandando a Fowkkes el mensaje de que iba a defender a su testigo con uñas y dientes. El juez no admitió la protesta, aduciendo que Fowkkes estaba dentro de sus límites al interpelar a una testigo hostil a su cliente.

– No, no estoy actuando -respondió Crowe con energía.

Fowkkes asintió.

– Ha declarado usted que lleva tres años en Hollywood.

– Sí.

– Ha mencionado cinco trabajos remunerados. ¿Algo más?

– Todavía no.

Fowkkes asintió.

– Es bueno no perder las esperanzas. Es muy difícil empezar, ¿no?

– Sí, muy difícil, muy desalentador.

– Pero ahora mismo está en la tele, ¿no?

Ella vaciló un momento y en su rostro se reflejó que se había dado cuenta de que había caído en la trampa.

– Y usted también -dijo ella.

Bosch casi sonrió. Era la mejor respuesta que podía haber dado.

– Hablemos de este… incidente que supuestamente ocurrió entre usted y el señor Storey -dijo Fowkkes-. Este incidente es, de hecho, algo que tramó a partir de los artículos de prensa que siguieron a la detención de David Storey, ¿es así?

– No, no es así. Él intentó matarme.

– Eso dice usted.

Langwiser se levantó para protestar, pero antes de que lo hiciera el juez advirtió a Fowkkes que se guardara ese tipo de comentarios. El abogado defensor siguió adelante.

– Después de que el señor Storey supuestamente la estrangulara hasta el punto de dejarla inconsciente, ¿le salió algún moretón en el cuello?

– Sí, tuve un moretón durante casi una semana. Tuve que quedarme en casa, sin poder ir a ninguna prueba.

– ¿Y tomó fotografías del moretón para documentar su existencia?

– No, no lo hice.

– Pero mostró el moretón a su agente y sus amigas, ¿no?

– No.

– ¿Y por qué?

– Porque no pensaba que llegara a esto, a tener que intentar probar lo que él hizo. Sólo quería que se me fuera y no quería que nadie lo supiera.

– Así que sólo tenemos su palabra respecto al moretón, ¿es cierto?

– Sí.

– De la misma manera que sólo tenemos su palabra respecto al supuesto incidente, ¿cierto?

– Él trató de matarme.

– Y usted ha declarado que cuando llegó a casa esa noche David Storey estaba en ese mismo momento dejando un mensaje en su contestador, ¿es así?

– Exactamente.

– Y usted levantó el teléfono; contestó la llamada del hombre que según ha dicho había intentado matarla. ¿Es así como sucedió?

Fowkkes hizo un gesto como para coger un teléfono y mantuvo la mano levantada hasta que ella contestó.

– Y usted guardó el mensaje de la cinta para documentar sus palabras y ío que le había sucedido, ¿es así?

– No, grabé encima. Por error.

– Por error. ¿Quiere decir que lo dejó en la máquina y al final se grabó otro mensaje encima?

– Sí, no quería, pero me olvidé y se grabó encima.

– ¿Quiere decir que olvidó que alguien había intentado matarla y grabó encima?

– No, no olvidé que intentó matarme. Eso no lo olvidaré nunca.

– De manera que por lo que respecta a esta grabación, sólo tenemos su palabra, ¿es así?

– Así es.

Había cierta medida de desafío en la voz de la joven, pero de un modo que a Bosch le pareció lastimero. Era como gritar «Vete a la mierda» al lado de un motor de reacción. Bosch sintió que Crowe estaba a punto de ser lanzada a ese motor y despedazada.

– Así pues, ha declarado que en parte la mantienen sus padres y que ha ganado algún dinero como actriz. ¿Tiene usted alguna otra fuente de ingresos de la que no nos haya hablado?

– Bueno…, la verdad es que no. Mi abuela me envía dinero, pero no con mucha frecuencia.

– ¿Algo más?

– No que yo recuerde.

– ¿Recibe dinero de hombres en alguna ocasión, señorita Crowe?

Langwiser protestó y el juez llamó a los letrados a un aparte. Bosch no dejó de mirar a Annabelle Crowe mientras los abogados hablaban en susurros. Examinó su rostro. Todavía quedaba una pincelada del desafío, pero el miedo estaba ganando terreno. Ella sabía lo que se le venía encima. Bosch supo que Fowkkes tenía algo legítimo, algo que iba a hacer daño a la testigo y por añadidura al caso.

Cuando se terminó el aparte, Kretzler y Langwiser volvieron a sus asientos en la mesa de la acusación. Kretzler se inclinó por encima de Bosch.

– Estamos jodidos -murmuró-. Tiene cuatro hombres que testificarán que le han pagado a cambio de sexo. ¿Cómo es que no lo sabíamos?

Bosch no respondió. Le habían asignado a él que la investigara. La había interrogado en profundidad acerca de su vida privada y había utilizado sus huellas dactilares por si había sido detenida. Ni sus respuestas ni el ordenador revelaron nada. Si nunca la habían detenido por prostitución y había negado ante Bosch cualquier comportamiento delictivo, no había mucho más que pudiera hacer.

De regreso en el estrado, Fowkkes reformuló la pregunta.

– Señorita Crowe, ¿ha recibido en alguna ocasión dinero de hombres a cambio de sexo?

– No, en absoluto. Eso es una mentira.

– ¿Conoce a un hombre llamado Andre Snow?

– Sí, lo conozco.

– Si él tuviera que testificar bajo juramento que le pagó por mantener relaciones sexuales, ¿estaría mintiendo?

– Sí.

Fowkkes citó otros tres nombres y se repitió el mismo proceso. Crowe reconoció que los conocía, pero negó haberles vendido sexo en alguna ocasión.

– Entonces, ¿en alguna ocasión ha recibido dinero de estos hombres sin que fuera a cambio de sexo? -preguntó Fowkkes en un fingido tono de exasperación.

– Sí, en alguna ocasión. Pero no tuvo nada que ver con si teníamos sexo o no.

– ¿Entonces con qué tenía que ver?

– Querían ayudarme. Yo los considero amigos.

– ¿Ha tenido alguna vez relaciones sexuales con ellos?

Annabelle Crowe se miró las manos y negó con la cabeza.

– ¿Está diciendo que no, señorita Crowe?

– Estoy diciendo que no tuve relaciones sexuales con ellos cada vez que me dieron dinero. Y que no me dieron dinero cada vez que teníamos relaciones. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Está haciendo que parezca una cosa que no es.

– Yo sólo estoy haciendo preguntas, señorita Crowe. Esa es mi obligación y la suya es decirle al jurado la verdad.

Después de una larga pausa, Fowkkes afirmó que no tenía más preguntas.

Bosch se dio cuenta de que había estado sujetando los brazos de la silla con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos y estaba entumecido. Se frotó las manos y trató de tranquilizarse, pero no lo consiguió. Sabía que Fowkkes era un maestro, un artista del corte. Era breve y preciso y tan devastador como un estilete. Bosch se dio cuenta de que su malestar no era sólo por la posición desamparada y la humillación pública de Annabelle Crowe, sino por su propia posición. Sabía que el estilete iba a dirigirse a él a continuación.

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