29

McCaleb se quedó levantado hasta la madrugada con el bebé. Él y Graciela se turnaban cuidando a la niña por la noche para que al menos uno de los dos disfrutara de un sueño decente. Cielo parecía tener un reloj biológico que le exigía alimentarse cada hora. Cada vez que ella se despertaba, él le daba el biberón y la paseaba por la casa a oscuras. Le daba golpéenos en la espalda hasta que la escuchaba eructar y luego volvía a acostarla. Al cabo de una hora el proceso se repetía.

Después de cada ciclo, McCaleb caminaba por la casa y comprobaba las puertas. Era un hábito nervioso, una rutina. La casa, por estar en lo alto de la colina, estaba envuelta por la bruma. Mirando por las ventanas de atrás ni siquiera distinguía las luces del puerto. Se preguntó si la niebla se extendería por la bahía hasta el continente. La casa de Harry Bosch estaba en alto. Lo imaginó de pie ante su ventana, mirando también a la nada neblinosa.

Por la mañana, Graciela se hizo cargo del bebé y McCaleb, exhausto por la noche y todo lo demás, durmió hasta las once. Al levantarse vio la casa en calma. En camiseta y shorts recorrió el pasillo y vio que la cocina y la sala estaban vacías. Graciela había dejado una nota en la mesa de la cocina diciendo que se había llevado a los niños a St. Catherine para la misa de las diez y luego al mercado. La nota decía que volverían a mediodía.

McCaleb fue a la nevera y sacó la jarra de zumo de naranja. Se sirvió un vaso y luego cogió las llaves de la encimera y volvió al armarito del pasillo. Lo abrió y sacó una bolsita de plástico que contenía la dosis matinal de medicamentos que lo mantenían vivo. El primer día de cada mes, él y Graciela reunían cuidadosamente las dosis y las ponían en bolsas de plástico marcadas con las fechas y aclarando si correspondían a la toma de la mañana o a la de la tarde. Eso era más sencillo que tener que abrir decenas de frascos de pastillas dos veces al día.

Se llevó la bolsa a la cocina y empezó a tomarse las pastillas de dos en dos o de tres en tres con tragos de zumo. Mientras seguía su rutina miró al puerto desde la ventana de la cocina. La bruma se había levantado. No estaba del todo claro, pero sí lo suficiente para ver el Following Sea y una lancha atada a la bovedilla.

Se acercó a uno de los cajones de la cocina y sacó los prismáticos que Graciela usaba cuando él estaba en el barco y entraba o salía del puerto. Salió a la terraza y se situó en la barandilla. Enfocó con los prismáticos. No había nadie en el puente de mando ni en la cubierta. No veía el interior, porque el cristal de la puerta corredera del salón tenía una película reflectante. Enfocó la lancha. Era de color verde apagado y tenía un motor de un caballo y medio fueraborda. La reconoció como una de las que alquilaban en el muelle.

McCaleb volvió a entrar y dejó los prismáticos en el mostrador mientras se guardaba las píldoras que le quedaban en la mano. Se las llevó al dormitorio junto con el Zumo. Se las tomó con rapidez mientras se vestía. Sabía que Buddy Lockridge no habría alquilado una Zodiac para ir al barco. Buddy conocía la de McCaleb y simplemente la habría tomado prestada.

Había alguna otra persona en su barco.


Tardó veinte minutos en bajar caminando hasta el muelle, porque Graciela se había llevado el cochecito de golf. Fue primero a la taquilla de alquiler de lanchas para averiguar quién había alquilado aquélla, pero la ventana estaba cerrada y había un cartelito con la esfera de un reloj que decía que el taquillero no volvería hasta las doce y media. McCaleb miró su reloj. Eran las doce y diez. No podía esperar. Bajó la rampa hasta el muelle de las lanchas, se subió a su Zodiac y arrancó el motor.

Mientras McCaleb avanzaba hacia el Following Sea, examinó las ventanas laterales del salón, pero seguía sin poder ver ningún movimiento ni indicación de que había alguien en el barco. Paró el motor de la Zodiac cuando estaba a veinticinco metros y la lancha hinchable se deslizó en silencio el resto del camino. Desabrochó el bolsillo de su chubasquero y sacó la Glock 17, su arma de servicio de su época en el FBI.

La Zodiac golpeó ligeramente en la popa junto a la lancha alquilada. McCaleb miró en primer lugar a la lancha, pero sólo vio un chaleco salvavidas y un cojín flotador, nada que indicara quién había alquilado la barca. Subió a la bovedilla y mientras se agachaba detrás de la popa, ató la cuerda de la Zodiac en una de las cornamusas. Miró por encima del espejo de popa, pero sólo vio su reflejo en la puerta corredera. Sabía que tendría que acercarse a la puerta sin saber si había alguien esperándolo al otro lado.

Se agachó de nuevo y miró a su alrededor. Se preguntó si no debería retirarse y regresar con la patrulla portuaria, pero al cabo de un momento descartó esta idea. Miró a su casa en lo alto de la colina y luego se levantó e impulsó su cuerpo sobre el espejo de popa. Con la pistola baja y oculta detrás de la cadera se acercó a la puerta y examinó la cerradura. No había daño ni indicación de que hubiera sido forzada. Tiró de la maneta y la puerta se abrió. Estaba seguro de que la había cerrado el día anterior cuando se había ido con Raymond.

McCaleb entró. El salón estaba vacío y no había signo de intrusión o robo. Cerró la puerta tras él y escuchó. El barco estaba en silencio. Se oía el sonido del agua en las superficies exteriores y eso era todo. Su mirada se movió hacia los escalones que conducían a los camarotes de la cubierta inferior y la proa. Avanzó en esa dirección, llevando la pistola ante él.

En el segundo de los cuatro escalones, McCaleb pisó una tabla quebrada que protestó bajo su peso. Se quedó parado y escuchó en espera de una respuesta. Sólo hubo silencio y el sonido incesante del agua en el casco del barco. Al final de la escalera había un corto pasillo con tres puertas. Justo enfrente estaba el camarote de proa, que había sido convertido en despacho y almacén de los archivos de McCaleb. A la derecha estaba el camarote principal. A la izquierda, el lavabo.

La puerta del camarote principal estaba cerrada y McCaleb no recordaba si la había dejado así cuando había abandonado el barco veinticuatro horas antes. La puerta del lavabo estaba abierta de par en par y enganchada a la pared interior para que no se porteara cuando el barco se movía. La puerta del despacho estaba entreabierta y oscilaba levemente con el movimiento del barco.

Había una luz encendida en el interior y McCaleb sabía que era la luz de encima del escritorio, que estaba instalado en la cama inferior de una litera situada a la izquierda de la puerta. McCaleb decidió inspeccionar primero el lavabo, después el despacho y por último el camarote principal. Mientras se aproximaba al lavabo percibió el olor a humo de cigarrillo.

El lavabo estaba vacío y además era demasiado pequeño para ser utilizado como escondite. Al volverse hacia la puerta del despacho y levantar el arma se elevó una voz desde el interior.

– Pasa, Terry.

Reconoció la voz. Con precaución dio un paso adelante y utilizó su mano libre para empujar la puerta. Mantuvo la pistola levantada.

La puerta se abrió de golpe y Harry Bosch estaba sentado en el escritorio, con el cuerpo en una postura relajada, recostado y mirando a la puerta. Tenía las dos manos a la vista. No llevaba nada en ellas, salvo un cigarrillo encendido entre dos dedos de la mano derecha. McCaleb entró lentamente en la pequeña estancia, todavía apuntando a Bosch con la pistola.

– ¿Vas a dispararme? ¿Quieres ser mi acusador y mi ejecutor?

– Esto es allanamiento de morada.

– Entonces estamos empatados.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Cómo llamas tú al numerito de la otra noche en mi casa? «Harry, tengo un par de preguntas más sobre el caso.» Sólo que nunca me preguntaste nada de Gunn, ¿verdad? En vez de hacerlo, miraste la foto de mi mujer y me preguntaste por mi matrimonio, y también por la pintura del pasillo y te bebiste mi cerveza y, ah, sí, me hablaste de que habías encontrado a Dios en los ojos azules de tu hija. ¿Cómo llamas a eso, Terry?

Bosch giró la silla con suma tranquilidad y miró al escritorio por encima del hombro. McCaleb miró más allá de él y observó que su portátil estaba encendido. Bosch había abierto el archivo que contenía sus notas para el perfil que iba a preparar hasta que todo había cambiado el día anterior. Lamentó no haberlo protegido con una contraseña.

– A mí me parece allanamiento de morada -dijo Bosch, con los ojos en la pantalla-. O algo peor.

En la nueva postura de Bosch la cazadora de cuero que llevaba se abrió y McCaleb vio la pistola en la cartuchera de la cadera. Él continuó con el arma preparada.

Bosch volvió a mirar a McCaleb.

– Todavía no he tenido tiempo de mirar todo esto. Parece que hay un montón de notas y análisis. Probablemente todo de primera, conociéndote. Pero, de alguna manera, de algún modo, te has equivocado. Yo no soy el hombre que buscas, McCaleb.

McCaleb se deslizó lentamente en la cama inferior de la otra litera. Sostuvo el arma con un poco menos de precisión. Sentía que Bosch no constituía un peligro inmediato. Si hubiera querido podría haberle tendido una trampa cuando había entrado.

– No tendrías que estar aquí, Harry. No tendrías que estar hablando conmigo.

– Ya sé, todo lo que diga podrá ser utilizado en mi contra ante un tribunal. Pero ¿con quién voy a hablar? Tú me has cargado con esto y quiero que me descargues.

– Bueno, es demasiado tarde. Me han apartado del caso. Y no querrás saber quién se ha hecho cargo de él.

Bosch se limitó a mirarlo y esperar.

– La división de derechos civiles del FBI. ¿Creías que asuntos internos era una pesadilla? Esta gente vive y respira por una sola cosa, cortar cabelleras. Y una cabellera del Departamento de Policía de Los Ángeles es un tesoro.

– ¿Cómo ha sido eso, por el periodista?

McCaleb asintió.

– Supongo que eso significa que también ha hablado contigo.

– Lo intentó ayer. -Bosch miró en torno a sí, se fijó en el cigarrillo que tenía en la mano y se lo puso en la boca-. ¿Te importa que fume?

– Ya lo has hecho.

Bosch sacó un mechero de la cazadora y encendió el cigarrillo. Sacó la papelera de debajo del escritorio para usarla como cenicero.

– Parece que no puedo dejarlo.

– Personalidad adictiva. Una cualidad buena y mala en un detective.

– Sí, lo que tú digas. -Dio una calada-. Nos conocemos desde hace, ¿cuánto?, ¿diez?, ¿doce años?

– Más o menos.

– Hemos trabajado en casos juntos y tú no trabajas con alguien en un caso sin tomarle en cierto modo la medida. ¿Me explico?

McCaleb no respondió. Bosch sacudió la ceniza en el borde de la papelera.

– ¿Y sabes qué me molesta, más incluso que la acusación misma? Que venga de ti. Me molesta cómo y por qué has podido pensar eso. Ya sabes, ¿qué clase de medida tomaste de mí que te ha permitido dar este salto?

McCaleb hizo un gesto con ambas manos como para decir que la respuesta era obvia.

– La gente cambia. Si hay algo que aprendí en mi profesión es que cualquiera de nosotros es capaz de cualquier cosa si se dan las circunstancias adecuadas, las presiones correctas, los motivos precisos, el momento justo.

– Todo eso son chorradas psicológicas. No…

La frase de Bosch se desvaneció. Volvió a mirar al ordenador portátil y los papeles desparramados por el escritorio. Señaló la pantalla del portátil con el cigarrillo.

– Hablas de oscuridad, de una oscuridad más negra que la noche.

– ¿Y?

– Cuando estuve en Vietnam… -Dio una profunda calada al cigarrillo y exhaló, echando la cabeza hacia atrás y soltando el humo hacia el techo-. Me pusieron en los túneles y, déjame que te diga, si quieres oscuridad, aquello era oscuridad. Allá abajo a veces no podías ver tu puta mano a menos de diez centímetros de la cara. Estaba tan oscuro que te dolían los ojos de intentar ver algo. Cualquier cosa.

Dio otra larga calada al cigarrillo. McCaleb examinó los ojos de Bosch, inexpresivos, perdidos en el recuerdo. De repente, volvió. Se agachó, apagó el cigarrillo a medio consumir en el borde interior de la papelera y lo tiró.

– Ésta es mi forma de dejar de fumar. Me fumo esta porquería de mentolados y nunca más de medio cigarrillo cada vez. He bajado a un paquete a la semana.

– No va a funcionar.

– Ya lo sé.

Levantó la cara hacia McCaleb y sonrió torciendo la boca a modo de disculpa. Sus ojos volvieron a cambiar rápidamente y retomó su relato.

– Y algunas veces de repente no estaba tan oscuro en los túneles. De alguna manera, había la suficiente luz para conocer el camino. Y la cuestión es que nunca supe de dónde venía. Estaba como atrapada allí abajo con el resto de nosotros. Mis compañeros y yo la llamábamos luz perdida. Estaba perdida, pero nosotros la encontrábamos.

McCaleb esperó, pero Bosch no dijo nada más.

– ¿Qué me estás diciendo, Harry?

– Que se te pasó algo. Yo no sé dónde está, pero se te pasó algo.

Sostuvo la mirada a McCaleb con sus ojos oscuros. Se inclinó de nuevo hacia el escritorio y levantó la pila de documentos de Jaye Winston. Los tiró por la pequeña sala hasta el regazo de McCaleb. McCaleb no hizo ningún movimiento para cogerlos y se esparcieron por el suelo.

– Vuelve a mirar. Se te pasó algo, y yo fui el resultado de la suma de lo que viste. Vuelve y encuentra la pieza que falta. Eso cambiará la suma.

– Ya te he dicho que estoy fuera.

– Yo vuelvo a meterte dentro.

Lo dijo con un tono de permanencia, como si no le dejara elección a McCaleb.

– Tienes hasta el miércoles. Esa es la fecha tope del periodista. Tienes que parar ese artículo con la verdad. Si no lo haces, ya sabes lo que J. Reason Fowkkes hará con él.

Se quedaron sentados en silencio durante un buen rato, mirándose el uno al otro. McCaleb se había encontrado y había hablado con decenas de asesinos en serie en su época en el FBI. Pocos de ellos admitieron sus crímenes. Bosch no era diferente, pero la intensidad con la que lo miraba sin pestañear era algo que McCaleb nunca había visto antes en ningún hombre, ni culpable ni inocente.

– Storey ha matado a dos mujeres, y ésas son sólo las que conocemos. El es el monstruo al que te has pasado la vida persiguiendo, McCaleb. Y ahora… y ahora le estás dando la llave que abre la puerta de su jaula. Si sale, volverá a hacerlo. Conoces a los que son como él. Sabes que lo hará.

McCaleb no podía competir con los ojos de Bosch. Bajó la mirada a la pistola que sostenía.

– ¿Qué te hizo pensar que te escucharía, que haría esto? -preguntó.

– Te he dicho que tomas la medida de alguien. Yo he tomado la tuya, McCaleb. Tú lo harás. O el monstruo al que liberarás te acechará durante el resto de tu vida. Si Dios está en los ojos de tu hija, ¿cómo vas a poder volver a mirarla?

McCaleb asintió de manera inconsciente e inmediatamente se preguntó qué estaba haciendo.

– Recuerdo que una vez me dijiste algo -dijo Bosch-. Dijiste que Dios está en los detalles y el diablo también. Quenas decir que la persona que estás buscando suele estar ahí mismo, enfrente de nosotros, escondiendo constantemente los detalles. Yo siempre recuerdo eso. Todavía me ayuda.

McCaleb asintió otra vez. Bajó la vista a los documentos del suelo.

– Escucha, Harry, has de saberlo. Estaba convencido de esto cuando se lo llevé a Jaye. No estoy seguro de que pueda verlo de otra forma. Si quieres ayuda, probablemente yo no soy la persona adecuada.

Bosch negó con la cabeza y sonrió.

– Por eso precisamente eres la persona adecuada. Si tú puedes convencerte, el mundo puede convencerse.

– Sí, ¿dónde estuviste en Nochevieja? Por qué no empezamos por ahí.

Bosch se encogió de hombros.

– En casa.

– ¿Solo?

Bosch volvió a encogerse de hombros y no respondió. Se levantó para irse. Metió las manos en los bolsillos de la cazadora. Pasó por la estrecha puerta y luego subió la escalera hasta el salón. McCaleb lo siguió, esta vez con la pistola a un costado.

Bosch abrió la puerta corredera con el hombro. Al salir al puente de mando, miró hacia la catedral de la colina. Luego miró a McCaleb.

– ¿Así que toda esa charla en mi casa acerca de encontrar la mano de Dios era una mentira? ¿Técnicas de investigación o algo así? ¿Una declaración pensada para obtener una respuesta que encajara en un perfil?

McCaleb negó con la cabeza.

– No, ninguna mentira.

– Bien. Tenía la esperanza de que no lo fuera.

Bosch pasó por encima del espejo de popa hasta la bovedilla. Desató su lancha alquilada, se subió y se sentó en el banco de atrás. Antes de poner en marcha el motor, miró una vez más a McCaleb y señaló la parte de atrás del barco.

Following Sea. ¿Qué significa?

– Mi padre le puso el nombre al barco. Era suyo. Se refiere a la ola que te viene por detrás, que te da antes de que la veas venir. Creo que le puso el nombre al barco como una especie de advertencia. Ya sabes, cúbrete siempre las espaldas.

Bosch asintió.

Se quedaron un momento en silencio. Bosch puso la mano en el tirador del motor, pero no lo puso en marcha.

– ¿Conoces la historia de este lugar, Terry? Me refiero a antes de que llegaran los misioneros.

– No, ¿tú sí?

– Un poco. De niño me gustaba leer libros de historia. Lo que hubiera en la biblioteca. Me gustaba la historia local, de Los Angeles sobre todo, y de California. Simplemente me lo pasaba bien leyendo. Una vez hicimos un viaje aquí desde el orfanato. Así que leí algo sobre la isla.

McCaleb asintió.

– Los indios que vivían aquí (los gabrielinos) adoraban al sol -dijo Bosch-. Los misioneros llegaron y cambiaron todo eso; de hecho fueron ellos quienes los llamaron gabrielinos. Ellos se llamaban de otra manera, pero no me acuerdo. Pero antes de que todo eso ocurriera ellos estaban aquí y adoraban al sol. Era tan importante para la vida de la isla que supongo que creyeron que tenía que ser un dios.

McCaleb se fijó en los ojos de Bosch barriendo el puerto.

– Y los indios del continente -continuó Bosch- pensaban que los de aquí eran brujos feroces que podían controlar el tiempo y las olas mediante su adoración y los sacrificios a su Dios. Lo que quiero decir es que tenían que ser feroces y fuertes para poder cruzar la bahía y vender sus vasijas y pieles de foca en el continente.

McCaleb examinó a Bosch, tratando de captar el mensaje que sin duda el detective quería mandarle.

– ¿Qué estás diciendo, Harry?

Bosch se encogió de hombros.

– No lo sé. Supongo que la gente encuentra a Dios donde necesita que esté. En el sol, en los ojos de un bebé… en un nuevo corazón.

Miró a McCaleb, con los ojos tan oscuros e inescrutables como los de la lechuza pintada.

– Y alguna gente -empezó McCaleb- encuentra la salvación en la verdad, en la justicia, en la honradez.

Esta vez Bosch asintió y ofreció de nuevo su sonrisa torcida.

– Eso suena bien.

Se volvió y puso en marcha el motor a la primera. Luego saludó ostensiblemente a McCaleb y se alejó, orientando la embarcación alquilada hacia el muelle. Desconocedor de la etiqueta del puerto, cortó por el carril entre las boyas no usadas. No miró atrás. McCaleb no dejó de mirarlo en todo el camino. Un hombre completamente solo en el agua en una vieja lancha de madera. Y en ese pensamiento surgió una pregunta. ¿Estaba pensando en Bosch o en sí mismo?

Загрузка...