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El juicio de David Storey se celebraba en el juzgado de Van Nuys. El crimen que se juzgaba no estaba conectado ni remotamente con Van Nuys ni con el valle de San Fernando, pero la fiscalía había elegido ese juzgado porque el Departamento N estaba disponible y era la única sala grande del condado; había sido construido varios años antes, uniendo dos salas para albergar cómodamente a los dos jurados y a la aglomeración de medios de comunicación atraídos por el caso de asesinato de los hermanos Menéndez. Los hermanos Menéndez habían asesinado a sus padres, y el caso había sido uno de los que captó el interés de la prensa en la década de los noventa y, por tanto, la atención del público. Cuando terminó, la oficina del fiscal no se molestó en desmontar la enorme sala. Alguien había tenido la previsión suficiente para darse cuenta de que en Los Ángeles siempre habría algún caso capaz de llenar el Departamento N.

Y en ese momento era el caso de David Storey.

El director de cine de treinta y ocho años -conocido por películas que exploraban los límites de la violencia y el sexo manteniendo la clasificación para salas comerciales- estaba acusado del asesinato de una joven actriz a la que se había llevado a casa después de la premier de su película más reciente. El cuerpo de la joven de veintitrés años había sido hallado a la mañana siguiente en el pequeño bungaló de Nichols Canyon que compartía con otra aspirante a actriz. La víctima había sido estrangulada y su cuerpo desnudo colocado en la cama en una postura que los investigadores consideraban parte de un cuidadoso plan del asesino para evitar ser descubierto.

Si se sumaba a los ingredientes del caso -poder, fama, sexo y dinero- la conexión con Hollywood, la máxima atención de los medios estaba garantizada. David Storey trabajaba detrás de la cámara y eso le impedía ser una auténtica celebridad, pero su nombre era conocido y poseía el formidable poder de un hombre que había obtenido siete éxitos de taquilla en otros tantos años. La prensa estaba centrada en el juicio de Storey del mismo modo en que los jóvenes se sentían atraídos por el sueño de Hollywood. La cobertura previa definía claramente el caso como una parábola de la avaricia y el exceso sin límites de la meca del cine.

El caso también tenía un grado de confidencialidad poco habitual en los juicios por asesinato. Los fiscales asignados habían llevado sus pruebas a un jurado de acusación para presentar cargos contra Storey. Ese movimiento les permitió saltarse una vista preliminar, donde la mayor parte de las pruebas acumuladas contra un acusado se hacen públicas. Al carecer de esa fuente de información, los medios estaban abocados a buscar carnaza tanto en el campo de la acusación como en el de la defensa. Aun así, sólo se habían filtrado algunas generalidades del caso. Las pruebas que la fiscalía pensaba usar para vincular a Storey con el crimen se mantenían en secreto, y eso contribuía a azuzar la desesperación de los medios con el caso.

Era esa desesperación la que había convencido al fiscal del distrito a trasladar el juicio a la enorme sala del Departamento N, en Van Nuys. La segunda tribuna del jurado se utilizaría para acomodar a más miembros de los medios, y la sala de deliberaciones no usada se convertiría en una sala de prensa donde los periodistas podrían ver los vídeos desde La segunda y la tercera gradas. La jugada, que daría a todos los medios -desde el National Enquirer al New York Times- acceso pleno al juicio y a sus protagonistas, garantizaba que el proceso se convertiría en el primer circo mediático sangriento del milenio.

En el centro de la arena del circo, sentado ante la mesa de la acusación, estaba Harry Bosch, el detective encargado del caso. Todos los análisis previos al juicio que había hecho la prensa llegaban a la misma conclusión, que los cargos contra David Storey empezaban y terminaban en Bosch, Las pruebas que cimentaban la acusación de asesinato eran circunstanciales; la construcción del caso la aportaría Bosch. La única prueba sólida que se había filtrado a los medios de comunicación era que Bosch iba a testificar que, en privado y sin testigos ni ningún tipo de grabación, Storey se había jactado de que había cometido el crimen y había fanfarroneado con que saldría en libertad.

McCaleb sabía todo esto cuando entró en la sala de Van Nuys poco antes de mediodía. Estaba en la cola para pasar por el detector de metales y eso le sirvió de recordatorio de todo lo que había cambiado en su vida. Cuando era agente del FBI, lo único que tenía que hacer era mostrar la placa y pasar, pero ya sólo era un simple ciudadano y tenía que esperar.

La sala de la cuarta planta estaba repleta de gente pululando. McCaleb advirtió que muchos tenían en sus manos revistas ilustradas con fotos de estrellas que estarían presentes en el juicio, ya fuera como testigos o como espectadores que apoyaban al acusado. Se acercó a las puertas dobles que daban acceso al Departamento N, pero uno de los ayudantes del sheriff allí apostado le explicó que la sala estaba llena. El ayudante señaló a una larga fila de personas situadas detrás de una cuerda y le dijo que era gente que aguardaba para entrar. Cada vez que una persona abandonaba la sala se permitía el acceso a otra. McCaleb asintió y se retiró.

Vio que más allá había una puerta abierta con gente merodeando. Reconoció a un periodista del informativo de la televisión local. Supuso que era la sala de prensa y se dirigió hacia allí.

Al llegar a la puerta abierta advirtió que en el interior habían instalado en alto dos grandes pantallas de televisión, una en cada esquina. Había muchas personas reunidas en torno a una mesa de jurado. Eran periodistas escribiendo sus crónicas en ordenadores portátiles, tomando notas en blocs o comiendo sándwiches. El centro de la mesa estaba lleno de vasos de plástico con café o soda.

Miró a una de las pantallas y vio que la sesión continuaba, a pesar de que ya era más de mediodía. La cámara captó un ángulo amplio y McCaleb reconoció a Harry Bosch, sentado con un hombre y una mujer ante la mesa de la acusación. No parecía prestar mucha atención a la sesión. En el estrado situado entre la mesa de la acusación y la de la defensa, McCaleb reconoció a J. Reason Fowkkes, el abogado defensor. El acusado, David Storey, estaba sentado ante la mesa que quedaba a su izquierda.

McCaleb no oía lo que decía Fowkkes, pero sabía que no estaba pronunciando su exposición de apertura. Estaba mirando al juez, no a la mesa del jurado. Seguramente los letrados estaban presentando mociones de última hora antes de las preliminares. Los monitores cambiaron entonces a una nueva cámara, enfocada directamente al juez, quien empezó a hablar, en apariencia exponiendo su resolución. McCaleb se fijó en la placa con el nombre del juez: Juez de la Corte Superior John A. Houghton.

– ¿Agente McCaleb?

McCaleb se volvió y vio a su lado a un hombre al que reconoció, pero a quien no pudo situar de inmediato.

– Sólo McCaleb, Terry McCaleb.

El hombre percibió la dificultad del ex agente y le tendió la mano.

– Jack McEvoy. Lo entrevisté en una ocasión. Fue muy breve. En el caso del Poeta.

– Ah, sí. Ahora lo recuerdo. Ha pasado mucho tiempo.

McCaleb le estrechó la mano. Se acordaba de McEvoy. Se había visto envuelto en el caso del Poeta y luego escribió un libro sobre él. McCaleb había tenido un papel muy periférico en el caso» cuando la investigación se trasladó a Los Ángeles. No leyó el libro de McEvoy, pero sabía que su aportación no había sido relevante y seguramente el periodista ni siquiera lo había mencionado.

– Creía que era usted de Colorado -dijo, al acordarse de que McEvoy trabajaba en uno de los diarios de Denver-. ¿Lo han enviado a cubrir el juicio?

McEvoy asintió.

– Buena memoria. Yo soy de Denver, pero ahora vivo aquí. Trabajo por mi cuenta.

McCaleb asintió, y se preguntó qué más decir.

– ¿Para quién cubre el caso?

– He estado escribiendo una columna semanal sobre el caso en el New Times. ¿Lo ha leído?

McCaleb asintió. Conocía el New Times, sabía que era un diario sensacionalista aficionado a destapar escándalos y con una postura contraria a las autoridades. Al parecer sobrevivía por los anuncios de ocio que llenaban el dorso de sus páginas, desde las películas hasta las señoritas de compañía. Era una publicación gratuita y Buddy siempre dejaba algún ejemplar en el barco. McCaleb lo hojeaba de vez en cuando, pero no se había fijado en el nombre de McEvoy.

– También hago un artículo general para Vanity Fair -dijo McEvoy-, Algo con más estilo sobre el lado oscuro de Hollywood. También estoy pensando en escribir otro libro. ¿Qué le trae por aquí? ¿Ha… participado de algún modo en el…?

– ¿Yo? No. Estaba por aquí cerca y tengo un amigo que está implicado. Pensaba que tendría ocasión de saludarlo.

Mientras soltaba su mentira, McCaleb apartó la mirada del periodista y se fijó de nuevo en las televisiones. Estaban mostrando un plano general de la sala. Por lo visto Bosch estaba recogiendo las cosas en su maletín.

– ¿Harry Bosch?

McCaleb volvió a centrar su atención en el periodista.

– Sí, Harry. Colaboramos en un caso y… eh, ¿qué está pasando ahora?

– Son las mociones finales antes de que empiecen. Han empezado con una sesión cerrada y ahora están poniendo un poco de orden. No vale la pena estar dentro. Todo el mundo cree que el juez terminará antes de la hora del almuerzo y que dará a los letrados el resto del día para que preparen la apertura. Empezarán mañana a las diez. Si le parece que esto está lleno hoy, espere a mañana.

McCaleb asintió.

– Ah, bueno, de acuerdo, entonces. Ah, encantado de verlo otra vez, Jack. Buena suerte con el artículo. Y el libro, si es que sale.

– ¿Sabe?, me habría encantado escribir su historia. Lo del corazón y eso.

McCaleb asintió.

– Bueno, le debía una a Keisha Russell, y la verdad es que hizo un buen trabajo.

McCaleb vio que la gente empezaba a abrirse paso para salir de la sala de prensa. En las pantallas situadas tras los periodistas vio que el juez había abandonado el estrado. Se había levantado la sesión.

– Será mejor que vaya a ver si encuentro a Harry. Me alegro de haberle visto, Jack.

McCaleb tendió la mano a McEvoy. Éste se la estrechó y luego siguió a los otros periodistas hasta las puertas de la sala.

Dos agentes abrieron las puertas principales y empezó a fluir al Departamento N la marea de afortunados ciudadanos que habían tenido la suerte de tener asientos para la sesión, la cual con toda probabilidad había sido mortalmente aburrida. Los que no habían logrado entrar empujaron para acercarse y vislumbrar a algún famoso, pero no tuvieron suerte. Los famosos no iban a empezar a aparecer hasta el día siguiente. Los discursos de apertura eran como los créditos del principio de la película. Era allí donde les iba a gustar aparecer.

Al final de la multitud iban los letrados y sus equipos. Storey había sido conducido de nuevo a la celda, pero su abogado caminó derecho al semicírculo de periodistas y empezó a ofrecer su punto de vista sobre lo sucedido en el interior. Un hombre alto, con pelo negro azabache, un intenso bronceado y unos ojos verdes y vivaces se situó justo detrás del abogado para cubrirle la espalda. Era un hombre atractivo y McCaleb pensó que lo conocía, aunque no sabía de dónde. Parecía uno de los actores que Storey solía utilizar en sus películas.

Los fiscales salieron y pronto tuvieron su propio grupo de periodistas con los que lidiar. Sus respuestas eran más lacónicas que las del abogado defensor y se negaron a responder preguntas relacionadas con las pruebas que pensaban presentar.

McCaleb buscó a Bosch y al final lo vio salir. El detective eludía a la multitud avanzando hacia los ascensores siempre pegado a la pared. Se le acercó una periodista, pero él levantó la mano y no hizo declaraciones. La mujer se detuvo y retrocedió como una molécula perdida que se reintegra al núcleo congregado en torno a J. Reason Fowkkes.

McCaleb siguió a Bosch por el pasillo y lo alcanzó cuando se detuvo a esperar un ascensor.

– Harry Bosch, hola.

Bosch se volvió con la cara de «sin comentarios», pero entonces vio que se trataba de McCaleb.

– Hola, McCaleb. -Sonrió.

Los dos hombres se dieron la mano.

– Parece el peor caso hollywoodesco -comentó McCaleb.

– A mí me lo vas a contar. ¿Qué estás haciendo aquí? No me digas que vas a escribir un libro sobre esto.

– ¿Qué?

– Ahora todos los retirados del FBI escriben libros.

– No, yo no soy así. Aunque estaba pensando que a lo mejor podía invitarte a comer. Hay algo de lo que quiero que hablemos.

Bosch miró el reloj y estaba tomando una decisión.

– Edward Gunn.

Bosch miró a McCaleb.

– ¿Jaye Winston?

McCaleb asintió.

– Me pidió que echara un vistazo.

Llegó el ascensor y entraron en él junto con una muchedumbre que había estado en la sala. Todos parecían estar mirando a Bosch, aunque intentaban disimularlo. McCaleb decidió no continuar hasta que estuvieran fuera.

En la planta baja se dirigieron a la salida.

– Le dije que haría un perfil de él. Algo rápido. Para hacerlo necesito conocer a Gunn. Pensaba que a lo mejor podías hablarme de aquel viejo caso y de qué clase de tipo era.

– Era un cabrón. Mira, tengo tres cuartos de hora como máximo. Tengo que ponerme en marcha. He de visitar a los testigos para asegurarme de que todos están preparados antes de la apertura.

– Acepto los tres cuartos de hora. ¿Conoces algún sitio para comer por aquí cerca?

– Olvídate de la cafetería de aquí. Es espantosa. Hay un Cupid's en Victory.

– Vosotros los polis siempre coméis en los mejores sitios.

– Por eso hacemos lo que hacemos.

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