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Harry Bosch levantó su maletín a modo de escudo y lo utilizó para abrirse camino a través de la multitud de periodistas y cámaras reunidos en el exterior de la sala.

– Déjenme pasar, por favor, déjenme pasar.

La mayoría de los corresponsales no se movían hasta que Bosch usaba el maletín para apartarlos. Se estaban congregando desesperadamente y levantando grabadoras y cámaras hacia el centro del enjambre humano donde se hallaba el abogado defensor.

Bosch logró finalmente alcanzar la puerta, donde un ayudante del sheriff estaba apretado contra el pomo. El hombre reconoció a Bosch y dio un paso hacia un lado para permitirle abrir la puerta.

– Esto -dijo Bosch al ayudante- va a pasar todos los días. Este tipo tiene más cosas que decir fuera de la sala que dentro. No estaría mal que pusieran algunas normas para que la gente pueda entrar y salir.

Mientras Bosch franqueaba la puerta oyó que el ayudante del sheriff le decía que hablara con el juez sobre el tema.

Bosch recorrió el pasillo central y abrió la puerta que daba acceso a la mesa de la acusación. Era el primero en llegar. Apartó la tercera silla y tomó asiento. Abrió el maletín sobre la mesa, extrajo la gruesa carpeta azul y la dejó a un lado. Luego cerró el maletín de combinación y lo dejó en el suelo, junto a su silla.

Bosch estaba preparado. Se inclinó hacia adelante y cruzó los brazos sobre la carpeta. La sala estaba tranquila, casi vacía a excepción del alguacil y un periodista que se estaban preparando para el día que se avecinaba. A Bosch le gustaba esa calma que precede la tormenta. Y no le cabía ninguna duda de que se avecinaba tormenta. Estaba preparado para bailar con el diablo una vez más. Se dio cuenta de que su misión en la vida eran los momentos así. Momentos que tendría que saborear y recordar, pero que siempre le causaban un nudo en el estómago.

Se produjo un fuerte ruido metálico y la puerta del calabozo adjunto se abrió. Dos alguaciles condujeron al acusado a la sala del juzgado. Era joven, seguía bronceado a pesar de los tres meses que llevaba entre rejas y llevaba puesto un traje que cubriría con creces los sueldos semanales de los hombres que lo flanqueaban. Tenía las manos esposadas a una cadena de cintura que parecía incongruente con aquel traje azul. En una mano llevaba un bloc de dibujo y en la otra un rotulador negro de punta de fibra, el único instrumento de escritura autorizado en prisión.

El hombre fue conducido hasta la mesa de la defensa y situado en el asiento central. Sonrió y miró hacia adelante cuando le quitaron las esposas y la cadena. Un alguacil colocó una mano en el hombro del acusado y lo empujó hacia abajo para que se sentara. A continuación los alguaciles retrocedieron y tomaron posición en las sillas situadas detrás del hombre.

Inmediatamente el individuo abrió el bloc de dibujo y empezó a trabajar. Bosch lo observaba. Oía el ruido de la punta del rotulador arañando el papel furiosamente.

– No me dejan usar carboncillo, Bosch. ¿Te lo puedes creer? ¿Qué clase de amenaza puede significar el carboncillo?

No había mirado a Bosch al decirlo. Bosch no respondió.

– Son esos pequeños detalles los que más me molestan -dijo el hombre.

– Será mejor que te acostumbres -dijo Bosch.

El hombre se rió, pero continuó sin mirar a Bosch.

– No sé por qué, pero sabía que ibas a decir precisamente eso.

Bosch guardó silencio.

– Eres tan predecible, Bosch. Todos vosotros lo sois.

La puerta trasera de la sala se abrió y Bosch apartó la mirada del acusado. Estaban entrando los abogados. El juicio estaba a punto de empezar.

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