McCaleb cruzó solo en el Following Sea y llegó al puerto de Avalon a la caída de la noche. Buddy Lockridge se había quedado en Cabrillo, porque no había surgido ninguna nueva salida de pesca y no iban a necesitarlo hasta el sábado. Cuando llegó a la isla, McCaleb llamó por el canal 16 de la radio al capitán de puerto y recibió ayuda para atracar el barco.
El peso añadido de dos voluminosos tomos que había encontrado en la sección de libros usados de la librería Dutton, en Brentwood, y la neverita con los tamales congelados hicieron que la subida hasta su casa resultara extenuante. Tuvo que detenerse dos veces para descansar. En ambas ocasiones se sentó en la nevera y sacó uno de los libros de la bolsa de cuero para poder estudiar una vez más la oscura obra de Hieronymus Bosch; incluso en las sombras del anochecer.
Desde su visita al Getty, las imágenes de los cuadros de Bosch no se habían alejado de sus pensamientos. Nep Fitzgerald le había dicho algo al final de su reunión en el despacho. Justo antes de cerrar el libro con las láminas que reproducían El jardín de las delicias lo miró con una tímida sonrisa, como si tuviera algo que decir y no se atreviera.
– ¿Qué? -preguntó él.
– No, no es nada, sólo una observación.
– Adelante. Me gustaría escucharla.
– Iba a mencionar que muchos de los críticos y estudiosos han visto en la obra de Bosch un corolario de los tiempos contemporáneos. Ésa es la marca de un gran artista, que su obra resista la prueba del tiempo. Si tiene poder para conectar con la gente… e incluso influir en ella.
McCaleb asintió. Sabía que ella quería que le explicara en qué estaba trabajando.
– Entiendo lo que me dice. Lo siento, pero por el momento no puedo hablarle del caso. Quizá algún día lo haré, o simplemente usted sabrá de qué se trataba. Pero gracias. Creo que me ha ayudado mucho. Aún no estoy seguro.
McCaleb recordó esta conversación sentado sobre la nevera. Un corolario de los tiempos contemporáneos, pensó. Y de los crímenes. Abrió el mayor de los dos libros que había comprado por la ilustración en color de la obra maestra de Bosch. Examinó la lechuza de ojos negros y su instinto le dijo que estaba cerca de algo significativo. Algo muy oscuro y peligroso.
Cuando llegó a casa, Graciela abrió la neverita en la cocina. Sacó tres de los tamales de maíz verde y los puso en un plato para descongelarlos en el microondas.
– Voy a hacer chiles rellenos, también-dijo-. Suerte que has llamado desde el barco, si no habríamos cenado sin ti.
McCaleb dejó que se desahogara. Sabía que estaba enfadada por lo que estaba haciendo. Se acercó a la mesa donde estaba apoyada la gandulita de Cielo. La niña estaba mirando al ventilador del techo y moviendo las mitas ante sus ojos, acostumbrándose a ellas. McCaleb se inclinó y le besó las manos y luego la frente.
– ¿Dónde está Raymond?
– En su habitación, con el ordenador. ¿Por qué has traído sólo diez?
McCaleb la miró cuando ella se sentaba al lado de Cielo. Estaba poniendo el resto de los tamales en un tupper para congelarlos.
– Llevé la neverita y le pedí que me la llenara. Supongo que no cabían más.
Graciela sacudió la cabeza, enfadada con él.
– Nos sobra uno.
– Pues tíralo o invita a cenar a un amigo de Raymond la próxima vez. ¿Qué importa eso, Graciela? Es un tamal.
Graciela se volvió y miró a su marido en la oscuridad, con ojos disgustados que pronto se calmaron.
– Estás sudando.
– Acabo de subir la colina. Ya había pasado el último autobús.
Ella abrió un armarito y sacó una cajita de plástico que contenía un termómetro. Había termómetros en todas las habitaciones de la casa. Graciela sacó éste y lo agitó mientras se acercaba a McCaleb.
– Abre la boca.
– Usemos el electrónico.
– No, no me fío.
Ella puso la punta del termómetro debajo de la lengua de él y luego utilizó la mano para levantarle suavemente la mandíbula y cerrarle la boca. Muy profesional. Graciela era enfermera en la sala de urgencias cuando ambos se conocieron y en ese momento trabajaba de enfermera en una escuela primaria de Catalina. Se había reincorporado al trabajo después de las vacaciones de Navidad. McCaleb sentía que lo que ella prefería era ser madre a tiempo completo, pero nunca sacó el tema a relucir porque no podían permitírselo. El tenía la esperanza de que en un par de años el negocio de las excursiones de pesca se hubiera asentado y quizá, entonces tendrían la oportunidad de elegir. A veces lamentaba no haberse quedado con parte del dinero que habían cobrado por los derechos de un libro y una película, pero también sabía que su decisión de honrar a la hermana de Graciela no haciendo negocio con lo que había ocurrido había sido correcta. Habían donado la mitad del dinero a una fundación infantil y la otra mitad la habían puesto en un fondo fiduciario para Raymond. Serviría para pagar la universidad, si decidía estudiar.
Graciela levantó la muñeca de su marido y le comprobó el pulso, mientras él permanecía sentado en silencio, observándola.
– Vas acelerado -dijo, al tiempo que le soltaba la muñeca-. Abre.
Él abrió la boca y Graciela sacó el termómetro y lo leyó. Después de lavarlo, lo puso en el estuche y lo guardó en el armario. Como no dijo nada, McCaleb concluyó que no tenía fiebre.
– Te habría gustado que tuviera fiebre, ¿no?
– ¿Estás loco?
– Sí, te habría gustado. Así podrías haberme pedido que lo dejara.
– ¿Qué quiere decir con pedirte que lo dejaras? Anoche dijiste que sólo era cosa de una noche. Luego esta mañana me has dicho que terminabas hoy. ¿Qué me estás diciendo ahora, Terry?
Miró a Cielo y estiró un dedo para que la niña lo agarrara.
– Aún no ha terminado. -Esta vez miró a Graciela-. Hoy han surgido algunas cosas.
– ¿Algunas cosas? Sea lo que sea pásaselo a la detective Winston, Es su trabajo, no el tuyo.
– No puedo. Todavía no. No hasta que esté seguro.
Graciela se volvió y caminó de nuevo hasta la encera. Puso el plato con los tamales en el microondas y empezó a descongelarlos.
– ¿Puedes llevarla adentro y cambiarla? Hace rato que no la cambio. Y dale un biberón mientras preparo la cena.
McCaleb levantó cuidadosamente a su hija de la gaulita y se la apoyó en el hombro. La niña hizo unos ruiditos inquietos y él le dio unos golpecitos en la espalda para calmarla. Se acercó a Graciela por la espalda, le pasó el brazo por delante y la atrajo hacia él. La besó en la coronilla y dejó la cara entre el pelo de su esposa.
– Pronto todo volverá a la normalidad.
– Eso espero.
Ella tocó el brazo que la enlazaba por debajo de sus pechos. El roce de los dedos de Graciela era la aprobación que él estaba buscando. Era un momento difícil, pero estaban bien. McCaleb la apretó un poco más y la besó en la nuca antes de soltarla.
Cielo observaba el lento movimiento de las estrellas y medias lunas de cartulina que colgaban por encima del cambiador mientras su padre le ponía un pañal limpio. Raymond había hecho el móvil con Graciela como regalo de Navidad. Una corriente de aire hizo girar suavemente las figuras y los ojos azules de Cielo se fijaron en ellas. McCaleb se inclinó para besar a la niña en la frente.
Después de envolverla en dos mantas blancas, se la llevó al porche y le dio el biberón mientras se hamacaba suavemente en la mecedora. Al mirar al puerto vio que se había dejado encendidas las luces del puente del Following Sea. Podría haber llamado al capitán de puerto al muelle y el encargado de la vigilancia nocturna se habría acercado a apagarlas. Sin embargo, sabía que iba a volver después de cenar. Ya apagaría las luces entonces.
Miró a Cielo. La niña tenía los ojos cerrados, pero su padre sabía que estaba despierta. El biberón iba bajando rápidamente. Graciela había dejado de amamantarla en exclusiva cuando se había reincorporado al trabajo. Dar el biberón era algo nuevo y a él le parecía uno de los mayores placeres de su reciente paternidad. Con frecuencia hablaba a su hija en voz baja en esas ocasiones. Sobre todo le susurraba promesas, promesas de que siempre la querría y siempre estaría con ella. Le dijo que nunca se asustara ni se sintiera sola. Algunas veces, cuando la niña abría los ojos de repente y lo miraba, él sentía que le estaba comunicando las mismas cosas a él. Y sentía un tipo de amor que nunca había sentido antes.
– Terry.
Levantó la cabeza al oír el susurro de Graciela.
– La cena está lista.
Él miró el biberón y vio que estaba casi vacío.
– Voy en un momento -contestó en otro susurro.
Después de que Graciela hubo salido, McCaleb miró a su hija. El susurro había hecho que abriera los ojos. Levantó la vista hacia él. Él la besó en la frente y luego le sostuvo la mirada.
– Tengo que hacerlo, pequeña -susurró.
Hacía frío dentro del barco. McCaleb encendió las luces del salón, colocó el calefactor en el centro de la sala y lo puso al mínimo. Quería calentarse, pero no demasiado. Seguía cansado por el ejercicio del día y no quería que le entrara el sueño.
Estaba en el camarote de proa, revisando sus viejos archivos, cuando oyó que el móvil empezaba a sonar en la bolsa de cuero del salón. Cerró el archivo que estaba estudiando y se lo llevó consigo mientras subía las escaleras hacia el salón y sacaba el teléfono de la bolsa. Era Jaye Winston.
– Bueno, ¿qué tal te ha ido en el Getty? Pensaba que ibas a llamarme.
– Ah, bueno, se hizo tarde y quería volver al barco y cruzar antes de que oscureciera. Olvidé llamar.
– ¿Has vuelto a la isla? -Sonó decepcionada.
– Sí, esta mañana le dije a Graciela que volvería. Pero no te preocupes, todavía estoy trabajando en un par de cosas.
– ¿Qué pasó en el Getty?
– Casi nada -mintió-. Hablé con un par de personas y vi unos cuadros.
– ¿ Has visto alguna lechuza como la nuestra? -Winston se rió al formular la pregunta.
– Algunas bastante parecidas. Tengo un par de libros que quiero mirar esta noche. Iba a llamarte para ver si podíamos vernos mañana.
– ¿Cuándo? Tengo una reunión a las diez y otra a las once.
– Estaba pensando en la tarde. Yo también tengo algo que hacer por la mañana.
No quería decirle que quería ver las exposiciones preliminares del juicio contra Storey. Sabía que lo transmitirían en directo en Court TV, y podría verlo desde casa gracias al satélite.
– Bueno, es probable que pueda conseguir un helicóptero para ir hasta allí, pero tengo que consultarlo.
– No, yo voy a volver.
– ¿ Ah sí? Genial. ¿Quieres pasarte por aquí?
– No, estaba pensando en algo más tranquilo y privado.
– ¿Cómo es eso?
– Te lo contaré mañana.
– Te estás poniendo misterioso. No será ningún truco para que el sheriff vuelva a invitarte a unos crepés, ¿no?
Ambos rieron.
– No hay ningún truco. ¿Hay alguna posibilidad de que vengas a Cabriíllo y nos encontremos en mi barco?
– Allí estaré. ¿A qué hora?
McCaleb la citó a las tres en punto, pensando que eso le daría a él tiempo para preparar un perfil y pensar en cómo decirle lo que pensaba decirle. También le daría tiempo a prepararse para lo que esperaba que ella le dejara hacer esa noche.
– ¿Algo sobre la lechuza? -preguntó después de establecida la cita.
– Poca cosa, y nada bueno. Dentro estaba la marca del fabricante. El molde de plástico está hecho en China. La empresa tiene dos importadores aquí, uno en Ohio y el otro en Tennessee. Probablemente desde allí las distribuyen a todas partes. Es una posibilidad remota y mucho trabajo.
– Entonces ¿vas a dejarlo?
– No, yo no he dicho eso. Pero no es una prioridad. Se lo he dejado a mi compañero. Ha hecho unas llamadas. Veremos qué es lo que saca de los distribuidores, lo evaluaremos y decidiremos por dónde seguir.
McCaleb asintió. Establecer prioridades en las líneas de investigación e incluso entre unas investigaciones y otras era un mal necesario, aunque no por eso dejaba de molestarle. Estaba seguro de que la lechuza era clave y que todo lo que supieran de ella resultaría útil.
– Bueno, ¿entonces estamos listos? -preguntó ella.
– ¿Para mañana? Sí, está todo.
– Te vemos a las tres.
– ¿Vemos?
– Kart y yo. Es mi compañero. Todavía no lo conoces.
– Eh, oye, podríamos quedar solos mañana. No tengo nada contra tu compañero, pero me gustaría hablar a solas contigo mañana, Jaye.
Se produjo un momento de silencio antes de que ella respondiera.
– Terry, ¿qué te pasa?
– Nada. Sólo quiero hablar contigo de esto. Tú me metiste y quiero darte lo que tengo. Si después quieres traer a tu compañero, adelante. Me parece bien.
Se produjo otra pausa.
– Hay algo en todo esto que no me gusta, Terry.
– Lo siento, pero es así como yo lo quiero. Creo que tienes que tomarlo o dejarlo.
Su ultimátum la dejó en silencio más tiempo todavía. McCaleb aguardó.
– De acuerdo, tío -dijo ella al final-. Acepto tus condiciones.
– Gracias, Jaye. Nos vemos entonces.
Ambos colgaron. McCaleb miró el viejo archivador que había sacado y que todavía tenía en la mano. Dejó el teléfono en la mesita, se recostó en el sofá y abrió el archivador.