20

Una vez que se hubo vaciado la sala, Bosch consultó con Langwiser y Kretzler acerca de la testigo desaparecida.

– ¿Todavía nada? -preguntó Kretzler-. Depende del tiempo que te tenga allí John Reason vamos a necesitarla mañana por la tarde o pasado mañana.

– Aún no tengo nada -dijo Bosch-, pero estoy trabajando. De hecho es mejor que me vaya.

– No me gusta nada -dijo Kretzler-. Esto puede estallar. Si no se ha presentado tiene que haber una razón. Nunca me he creído al ciento por ciento su historia.

– Storey puede haber llegado hasta ella -sugirió Bosch.

– La necesitamos -dijo Langwiser-. Muestra procedimiento. Tienes que encontrarla.

– Estoy en ello. -Se levantó de la mesa para salir.

– Buena suerte, Harry -dijo Langwiser-. Y por cierto, de momento lo has hecho muy bien allí arriba.

Bosch asintió.

– Es la calma que precede a la tormenta.

En su camino por el pasillo hasta los ascensores, uno de los periodistas se acercó a Bosch. El detective de homicidios no conocía su nombre, pero lo reconoció por haberlo visto en la tribuna de prensa de la sala.

– ¿Detective Bosch?

Bosch continuó caminando.

– Mire, ya se lo he dicho a todos. No voy a hacer comentarios hasta que termine el juicio. Lo siento. Tendrá que…

– No es por eso. Quería saber si ha llegado a un acuerdo con Terry McCaleb.

Bosch se detuvo y miró al periodista.

– ¿Qué quiere decir?

– Ayer. Lo estaba buscando aquí.

– Ah, sí. Lo vi. ¿Conoce a Terry?

– Sí, escribí un libro sobre el FBI hace unos años. Lo conocí entonces. Antes de su trasplante.

Bosch asintió y estaba a punto de seguir adelante cuando el periodista le tendió la mano.

– Jack McEvoy.

Bosch le estrechó la mano a regañadientes. Reconoció el nombre. Cinco años antes, el FBI había perseguido a un asesino en serie hasta Los Ángeles, donde se creía que iba a atacar a su siguiente víctima, un detective de homicidios de Hollywood llamado Ed Thomas. El FBI había utilizado información de McEvoy, un periodista del Rocky Mountain News de Denver, para localizar al asesino conocido como el Poeta y la vida de Thomas no llegó a estar amenazada. El policía se había retirado y había puesto una librería en el condado de Orange.

– Sí, lo recuerdo -dijo Bosch-. Ed Thomas es amigo mío.

Ambos hombres se estudiaron mutuamente.

– ¿Está cubriendo esto? -preguntó Bosch, una pregunta obvia.

– Sí, para el New Times y para el Vanity Fair. También estoy pensando en un libro, así que cuando esto termine quizá podamos hablar.

– Sí, puede ser.

– A no ser que esté haciendo algo con Terry.

– ¿Con Terry? No, lo de ayer no tenía nada que ver con esto. Nada de libros.

– Muy bien, entonces téngame en cuenta.

McEvoy sacó la billetera del bolsillo y extrajo una tarjeta.

– Trabajo desde mi casa en Laurel Canyon. Llámeme si lo desea.

Bosch levantó la tarjeta.

– Muy bien. Bueno, tengo que irme. Supongo que ya nos veremos por aquí.

– Sí.

Bosch se alejó y pulsó el botón de llamada del ascensor. Miró de nuevo la tarjeta mientras esperaba y pensó en Ed Thomas. Luego se guardó la tarjeta en el bolsillo del traje.

Antes de que llegara el ascensor, vio que McEvoy seguía en el pasillo, esta vez hablando con Rudy Tafero, el investigador de la defensa. Tafero era un hombre alto y estaba inclinado hacia McEvoy, como si se tratara de algún tipo de cita conspiratoria. McEvoy estaba escribiendo en una libreta.

El ascensor se abrió y Bosch entró. Miró a Tafero y McEvoy hasta que las puertas se cerraron.


Bosch subió la colina por Laurel Canyon Boulevard y bajó a Hollywood antes del atasco de la tarde. En Sunset dobló a la derecha y aparcó a unas cuantas manzanas del límite de West Hollywood. Echó unas monedas en el parquímetro y se metió en un edificio de oficinas blanco y sin gracia al otro de un strip bar de Sunset. El edificio de dos plantas con patio ofrecía oficinas y servicios a pequeñas productoras. Las empresas duraban de una película a otra. Entre medio no había necesidad de oficinas opulentas y espacio.

Bosch consultó su reloj y vio que llegaba justo a tiempo. Eran las cinco menos cuarto y la audición se había fijado a las cinco. Subió por la escalera hasta el segundo piso y entró por una puerta con un cartel que decía: «Nuff Said Productions». Era un piso con tres salas, uno de los más grandes del edificio. Bosch había estado allí antes y conocía la distribución: una sala de espera con un escritorio para la secretaria, la oficina del amigo de Bosch, Albert Nuf/Said, y al fondo una sala de conferencias. La mujer de detrás del escritorio de la secretaria levantó la cabeza cuando Bosch entró.

– Soy Harry Bosch. He venido a ver al señor Said.

Ella asintió, levantó el teléfono y marcó un número. Bosch lo oyó sonar en la otra sala y reconoció la voz de Said.

– Está aquí Harry Bosch -dijo la secretaria.

Bosch oyó que Said decía que lo hiciera pasar y se encaminó en aquella dirección antes de que la secretaria colgara.

– Puede pasar-dijo ella a su espalda.

Bosch entró en un despacho que estaba sencillamente amueblado con una mesa, dos sillas, un sofá de cuero negro y una consola de televisión y vídeo. Las paredes estaban cubiertas de carteles enmarcados de películas de Said y otros recuerdos, como los respaldos de las sillas de los directores con los nombres de las películas escritos en ellas. Bosch conocía a Said desde hacía al menos quince años, desde que el hombre, mayor que él, lo había contratado como asesor técnico en una película basada vagamente en uno de sus casos. En la década siguiente habían mantenido un contacto esporádico. Por lo general, había sido Said quien llamaba a Bosch cuando tenía una pregunta técnica acerca del procedimiento policial para una película. La mayoría de las películas de Said no estaban destinadas a la pantalla grande, sino que eran películas para televisión y canales de cable.

Albert Said se levantó tras el escritorio y Bosch le tendió la mano.

– Hola, Nuff, ¿cómo va eso?

– Va bien, amigo. -Señaló a la televisión-. He visto tu actuación de hoy en Court TV. ¡Bravo!

Said aplaudió educadamente. Bosch hizo un gesto con la mano para que se interrumpiera y volvió a mirar su reloj.

– Gracias. ¿Está todo preparado aquí?

– Eso creo. Marjorie hará que me espere en la sala de reuniones. A partir de ahí es cosa tuya.

– Te lo agradezco, Nuff. Ya me dirás cómo puedo devolverte el favor.

– Puedes salir en mi próxima película. Tienes presencia, amigo. Lo he visto todo hoy. Y lo he grabado, por si quieres verlo.

– No, creo que no. De todos modos no creo que tengamos tiempo. ¿Qué tienes entre manos ahora?

– Bah, ya sabes, esperando que el semáforo se ponga verde. Tengo un proyecto que creo que está a punto de arrancar con financiación extranjera. Es acerca de un poli al que mandan a la cárcel y el trauma de perder la placa y el respeto y todo le da amnesia. Así que está en prisión y no se acuerda de a quién metió él allí dentro y a quién no. Es una lucha constante por sobrevivir. El presidiario que se hace amigo suyo resulta que es un asesino en serie al que él envió allí. Es un thriller, Harry. ¿Qué te parece? Steven Seagal se está leyendo el guión.

Las pobladas cejas de Said estaban arqueadas en ángulos agudos en su frente. Estaba claramente excitado por la promesa de la película.

– No sé, Nuff -dijo Bosch-, Creo que ya se ha hecho antes.

– Todo se ha hecho antes, pero ¿qué te parece?

A Bosch lo salvó la campana. En el silencio que siguió a la pregunta de Said ambos oyeron que la secretaria hablaba con alguien en la sala adjunta. En ese momento el altavoz del escritorio de Said sonó y la secretaria dijo:

– La señorita Crowe está aquí. Le esperará en la sala de reuniones.

Bosch hizo una señal a Said.

– Gracias, Nuff -susurró-. Ya me ocupo yo.

– ¿Estás seguro?

– Te avisaré si necesito ayuda.

Se volvió hacia la puerta del despacho, pero luego volvió al escritorio y extendió la mano.

– Puede que tenga que irme un poco deprisa, así que me despido ahora. Buena suerte con el proyecto. Suena a ganador.

Ambos hombres se estrecharon las manos.

– Sí, ya veremos -dijo Said.

Bosch salió del despacho, recorrió un corto pasillo y entró en la sala de reuniones. Había una mesa con sobre de cristal en el centro y una silla a cada lado. Annabelle Crowe estaba sentada en el lado opuesto a la puerta. Estaba mirando una foto en blanco y negro de ella misma cuando entró Bosch. Levantó la cabeza con una sonrisa reluciente y una dentadura perfecta. La sonrisa se mantuvo durante poco más de un segundo y luego se quebró como el barro al sol del desierto.

– ¿Qué…? ¿Qué está haciendo aquí?

– Hola, Annabelle, ¿cómo está?

– Esto es una prueba… No puede…

– Sí, esto es una prueba. Le voy a hacer una prueba para el papel de testigo en un juicio por homicidio.

La mujer se levantó. Su foto y un curriculum resbalaron desde la mesa hasta el suelo.

– No puede… ¿qué está pasando aquí?

– Ya sabe qué está pasando. Se mudó sin dejar señas. Sus padres no iban a ayudarme y su agente tampoco, así que sólo me quedaba la opción de montar una audición para llegar hasta usted. Ahora siéntese y hablaremos de dónde ha estado y por qué está huyendo del juicio.

– ¿Entonces no hay ningún papel?

Bosch casi se rió. La chica todavía no lo había entendido.

– No, no hay ningún papel.

– ¿Y no van a hacer un remake de Chinatown'?

Esta vez Bosch se rió, pero no tardó en contenerse.

– Un día de éstos lo harán, pero usted es demasiado joven para el papel y yo no soy Jake Gilles. Siéntese, por favor.

Bosch empezó a separar la silla que quedaba enfrente de la de la chica, pero ella se negó a sentarse. Parecía muy desorientada. Era una mujer joven y hermosa con una cara que muchas veces le proporcionaría aquello que buscaba. Pero no en esta ocasión.

– He dicho que se siente -repitió Bosch con severidad-. Tiene que entender algo, señorita Crowe. Ha violado la ley al no responder a la citación judicial para presentarse hoy. Eso significa que si quiero, puedo sencillamente detenerla y hablar de esto en comisaría. La alternativa es que nos sentemos aquí, ya que nos han dejado usar esta bonita sala, y hablemos de una manera civilizada. La elección es suya, Annabelle.

Ella se dejó caer en la silla. Su boca era una línea fina. El lápiz de labios que se había aplicado cuidadosamente para una sesión de cásting ya estaba empezando a resquebrajarse y difuminarse. Bosch la examinó un buen rato antes de empezar.

– ¿Quién la ha amenazado, Annabelle?

Ella lo miró con acritud.

– Mire -dijo-. Estaba asustada, ¿vale? Todavía lo estoy. David Storey es un hombre poderoso. Tiene a gente que da miedo detrás de él.

Bosch se inclinó sobre la mesa.

– ¿Me está diciendo que él la amenazó? ¿Que ellos la amenazaron?

– No, no estoy diciendo eso. No hace falta que me amenacen. Sé cómo funciona este mundo.

Bosch volvió a apoyarse en el respaldo y la examinó con cuidado. Los ojos de ella se movían por toda la sala, pero nunca se posaban en él. El ruido del tráfico de Sunset se filtraba a través de la única ventana cerrada de la sala. En algún lugar del edificio se vació una cisterna. Ella finalmente miró a Bosch.

– ¿Qué es lo que quiere?

– Quiero que testifique. Quiero que declare contra ese tipo. Por lo que trató de hacerle. Por Jody Krementz. Y por Alicia López.

– ¿Quién es Alicia López?

– Otra mujer que encontramos. Ella no tuvo tanta suerte.

Bosch vio el desconcierto en el rostro de la joven. Estaba claro que veía el hecho de testificar como algo peligroso.

– Si testifico no volveré a trabajar. Y puede que sea peor.

– ¿Quién le ha dicho eso?

Ella no respondió.

– ¿Venga, quién? ¿Se lo han dicho ellos, su agente, quién?

Ella dudó un momento y luego negó con la cabeza, como si no pudiera creer que estaba hablando con Bosch.

– Estaba entrenándome en Crunch. Estaba haciendo steps y ese tipo se puso en la máquina de al lado a leer el periódico. Lo tenía doblado por el artículo que estaba leyendo. Y yo estaba pensando en mis cosas cuando él de pronto empezó a hablar. Nunca me miró. Se limitó a hablar mientras miraba el periódico. Dijo que el artículo que estaba leyendo era sobre el juicio a David Storey y cómo odiaría tener que testificar contra él. Dijo que una persona que hiciera eso no volvería a trabajar en esta ciudad.

Ella se detuvo, pero Bosch esperó y la examinó. Su angustia al relatar la historia parecía genuina. Estaba al borde de las lágrimas.

– Y yo… yo estaba tan asustada con él a mi lado que simplemente salí corriendo de la máquina hacia el vestuario. Me quedé allí una hora e incluso entonces seguía con miedo de que pudiera estar esperándome. Observándome.

Annabelle Crowe empezó a llorar. Bosch se levantó, salió de la sala y buscó en el baño del pasillo, donde encontró una caja de pañuelos de papel. Se la llevó consigo a la sala de reuniones y se la ofreció a Annabelle Crowe. Volvió a sentarse.

– ¿Dónde está Crunch?

– Calle abajo. En Sunset y Crescent Heights.

Bosch asintió. Ya sabía dónde estaba, en el mismo complejo de tiendas y ocio en el que Jody Krementz había conocido a David Storey en un coffee shop. Se preguntó si habría alguna relación. Quizá Storey era socio de Crunch o tal vez pidió a un compañero de ejercicios que amenazara a Annabelle Crowe.

– ¿Pudo ver al tipo?

– Sí, pero eso no importa. No sé quién era. No lo había visto antes ni he vuelto a verlo.

Bosch pensó en Rudy Tafero.

– ¿Conoce al investigador del equipo de la defensa? ¿Un hombre llamado Rudy Tafero? ¿Era alto, pelo negro y con un buen bronceado? ¿Un hombre de buen ver?

– No sé quién es así, pero no era el hombre del otro día. Aquel tío era bajo y calvo. Llevaba gafas.

Bosch no identificó la descripción y decidió dejarlo estar por el momento. Tendría que informar a Langriser y Kretzler de la amenaza. Quizá ellos quisieran comunicársela al juez Houghton. Tal vez pedirían a Bosch que fuera a Crunch y empezara a hacer preguntas para tratar de confirmar algo.

– ¿Qué va a hacer entonces? -preguntó ella-. ¿Va a obligarme a testificar?

– No depende de mí. Los fiscales decidirán después de que les cuente lo que acaba de explicarme.

– ¿Me cree?

Bosch vaciló un momento antes de asentir.

– Aun así tiene que presentarse. Se le entregó una citación judicial. Acuda allí mañana entre las doce y la una, y ellos le dirán lo que quieren hacer.

Bosch sabía que la harían testificar. No les importaría si la amenaza era real o no. Tenían que preocuparse por el caso y sacrificarían a Annabelle Crowe por David Storey. Un pez pequeño para atrapar a uno grande, así era el juego.

Bosch le pidió que vaciara el bolso. Miró entre sus cosas y encontró una dirección y un número de teléfono escrito. Era de un apartamento de Burbank. La joven reconoció que había puesto sus pertenencias en un guardamuebles y estaba viviendo en el apartamento, en espera de que concluyera el juicio.

– Voy a darle una oportunidad, Annabelle, y no la llevaré al calabozo esta noche. Pero la he encontrado esta vez y puedo volver a encontrarla. Si no se presenta mañana iré a buscarla. E irá derecho a la prisión de Sybil Brand, ¿entendido?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Vendrá?

Ella volvió a asentir.

– Nunca tendría que haberme presentado.

Bosch asintió. En eso tenía razón.

– Ya es demasiado tarde -dijo-. Hizo lo que tenía que hacer. Ahora tiene que asumirlo. Es lo que tienen los juicios. Cuando uno decide ser valiente y dar la cara ya no puede echarse atrás.

Загрузка...