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Bosch estaba de pie con los brazos cruzados sobre la barandilla y la cabeza baja. Pensaba en las palabras de McCaleb, tanto en las pronunciadas como en las impresas. Eran como fragmentos de metralla que le lastimaban. Sintió un profundo desgarro en su recubrimiento interior. Era como si algo de dentro lo hubiera agarrado y lo arrastrara a un agujero negro, sentía que estaba ilusionando hacia la nada.

– ¿Qué he hecho? -susurró-. ¿Qué he hecho?

Se enderezó y vio la botella en la barandilla, sin etiqueta. La agarró y la lanzó a la oscuridad, todo lo lejos que pudo. Observó su trayectoria, capaz de seguir su vuelo, porque la luz de la luna se reflejaba en el cristal marrón. La botella explotó entre la maleza de la colina rocosa.

Vio la cerveza a medio terminar de McCaleb y la agarró. Tiró, el brazo hacia atrás con la intención de lanzar esta botella hasta la autopista. Entonces se detuvo. Dejó la botella de nuevo en la barandilla y entró en la casa.

Agarró el perfil impreso que estaba en el brazo del sillón y empezó a rasgar las páginas. Fue a la cocina, abrió el grifo y puso los pedacitos de papel en el fregadero. Conectó la trituradora y tiró los papelitos por el tubo.

Esperó hasta que supo por el sonido que el papel había quedado reducido a nada. Apagó la trituradora y se limitó a mirar el agua que corría por el fregadero.

Lentamente, levantó la vista y miró a través de la ventana de la cocina hacia el paso de Cahuenga. Las luces de Hollywood brillaban, reflejo de las estrellas de todas las galaxias. Pensó en toda la maldad que había ahí fuera. Una ciudad con más cosas malas que buenas. Un lugar donde la tierra podría levantarse bajo tus pies y tragarte hacia la oscuridad. Una ciudad de luz perdida. Su ciudad. La ciudad de la segunda oportunidad.

Bosch asintió y se dobló. Cerró los ojos, puso las manos bajo el agua y se las llevó a la cara. El agua estaba fría, vigorizante, como pensaba que debería ser todo bautismo, el inicio de una segunda oportunidad.

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