21

Art Pepper sonaba en el equipo de música y Bosch estaba hablando por teléfono con Janis Langwiser cuando alguien golpeó la puerta mosquitera. Salió al pasillo y vio a una figura mirando hacia adentro entre el desorden. Molesto por la intromisión, se acercó a la puerta y estaba a punto de cerrarla sin más cuando reconoció a Terry McCaleb. Todavía estaba escuchando a Langwiser echando humo por la posible manipulación de una testigo cuando encendió la luz de la entrada, abrió la puerta e invitó a entrar a McCaleb.

McCaleb hizo una señal para indicar que estaría callado hasta que Bosch acabara con la llamada. Bosch lo observó mientras entraba en la sala y luego salía a la terraza de atrás para ver las luces del paso de Cahuenga. Trató de concentrarse en lo que Langwiser estaba diciendo, pero sentía curiosidad por saber por qué McCaleb había subido hasta las colmas para verlo.

– Harry, ¿estás escuchando?

– Sí. ¿Qué es lo último que has dicho?

– He dicho que si crees que Houghton suspenderá el juicio si abrimos una investigación.

Bosch no necesitó pensar mucho para responder.

– Ni hablar. El espectáculo ha de continuar.

– Sí, es lo que suponía. Avisaré a Roger y veré qué quiere hacer. De todas formas es la menor de nuestras preocupaciones. En cuanto menciones a Alicia López en el estrado se va a liar una buena.

– Pensaba que ya habíamos ganado eso. Houghton dijo que…

– Eso no significa que Fowkkes no vaya a intentarlo de nuevo. Todavía no estamos a salvo.

Se produjo una pausa. No había demasiada seguridad en su voz.

– Bueno, te veo mañana, Harry.

– Muy bien, Janis. Hasta mañana.

Bosch colgó y dejó el teléfono en su lugar de la cocina. Cuando volvió a salir, McCaleb estaba en la sala, mirando los estantes de encima del equipo de música, en concreto a una fotografía enmarcada de su mujer.

– Terry, ¿qué pasa?

– Oye, Harry, perdóname por presentarme sin avisar. No tenía tu número de teléfono para llamarte antes.

– ¿Cómo has encontrado el sitio? ¿Quieres una cerveza o algo? -Bosch señaló al pecho de él-. ¿Puedes tomar cerveza?

– Ahora sí. En realidad acaban de darme permiso. Puedo volver a beber. Con moderación. Una cerveza es perfecta.

Bosch fue a la cocina. McCaleb continuó hablando desde la sala.

– Había estado aquí. ¿No te acuerdas?

Bosch salió con dos botellas abiertas de Anchor Steam y le pasó una a McCaleb.

– ¿Quieres un vaso? ¿Cuándo estuviste aquí?

McCaleb cogió la botella.

– Cielo Azul. -Tomó un largo trago de la botella, contestando de esta forma la pregunta de Bosch acerca del vaso.

Bosch pensó en Cielo Azul y lo recordó. Se habían emborrachado en el porche, ambos reflexionando sobre un caso que era demasiado terrible para pensar en él en profundidad con una mente sobria. Recordó haberse sentido avergonzado al día siguiente, porque había perdido el control y no había dejado de preguntar con voz lenta de borracho: «¿Dónde está la mano de Dios? ¿Dónde está la mano de Dios?»

– Ah, sí -dijo Bosch-. Uno de mis mejores momentos existenciales.

– Sí. Aunque la casa es diferente ahora. ¿La vieja se fue colina abajo con el terremoto?

– Eso es. Zona catastrófica. Empecé de cero.

– Sí, no la reconocí. Subí aquí buscando la vieja casa, pero entonces vi el Shamu y supuse que no habría ningún otro poli en el barrio.

Bosch pensó en el coche blanco y negro aparcado en la cochera. No se había molestado en llevarlo a la comisaría para cambiarlo por su coche particular. Le ahorraría tiempo por la mañana al permitirle conducir directo al tribunal. El vehículo era un coche blanco y negro sin las luces de emergencia en el techo. Los detectives los usaban como parte de un programa concebido para que pareciera que había más policías en las calles de los que en realidad había.

McCaleb se acercó a Bosch y brindó botella contra botella.

– Por Cielo Azul -dijo.

– Sí-dijo Bosch.

Bebió de la botella. Estaba helada y deliciosa. Era su primera cerveza desde el inicio del juicio. Decidió no pasar de una, aunque McCaleb insistiera.

– ¿ Es tu ex? -preguntó McCaleb, señalando la foto de los estantes.

– Mi mujer. Todavía no es mi ex; al menos por lo que yo sé. Aunque supongo que va por ese camino. Bosch miró el retrato de Eleanor Wish. Era la única foto que tenía de ella.

– Lástima.

– Sí. ¿Qué pasa, Terry? Tengo algunas cosas que repasar para…

– el juicio, ya sé. Lamento la intrusión. Sé que tiene que ser agotador. Sólo hay un par de detalles sobre el caso Gunn que quiero aclarar. Pero también quería decirte algo. Quiero decir, explicártelo.

Sacó la billetera del bolsillo de atrás, la abrió y extrajo una foto. Se la pasó a Bosch. La foto había adoptado el contorno de la billetera. Mostraba a un bebé de pelo oscuro en brazos de una mujer de pelo oscuro.

– Es mi hija, Harry. Y mi mujer.

Bosch asintió y observó la foto. Tanto la madre como la hija tenían la piel y el cabello oscuros, y ambas eran muy bonitas. Y sin duda para McCaleb lo serían más todavía.

– Muy bonitas -dijo-. La nena parece recién nacida, ¡Tan pequeñita!

– Ahora tiene cuatro meses, pero la foto es de hace un mes. Da igual, olvidé decírtelo ayer en el almuerzo, La Mamamos Cielo Azul.

La mirada de Bosch pasó de la foto a los ojos de McCaleb. Sostuvo la mirada un momento y asintió.

– Es bonito.

– Le dije a Graciela que quería llamarla así y le expliqué el motivo. A ella le pareció buena idea.

Bosch le devolvió la foto.

– Espero que algún día también se lo parezca a la niña.

– Yo también. Casi siempre la llamamos Cid. Da igual, ¿recuerdas aquella noche aquí arriba que no parabas de preguntar sobre la mano de Dios y decías que ya no podías verla en nada? A mí me pasó lo mismo. Lo perdí. En este trabajo es difícil no hacerlo. Entonces… -Levantó la foto-. Está aquí otra vez. Volví a encontrar la mano de Dios. La veo en los ojos de CiCi.

Bosch se quedó mirando a McCaleb un rato antes de asentir.

– Me alegro por ti, Terry.

– O sea, no estoy tratando de,…, vamos que no quiero convertirte ni nada por el estilo. Lo único que te estoy diciendo es que he encontrado eso que faltaba. Y no sé si tú sigues buscándolo… Sólo quería decirte, bueno, que está ahí. No te rindas.

Bosch apartó la vista de McCaleb y miró por las puertas de cristal hacia la oscuridad.

– Estoy seguro de que para alguna gente es así.

Bosch apuró su botella y fue a la cocina para romper la promesa que se había hecho a sí mismo de tomarse sólo una. Llamó a McCaleb para ver si quería una segunda cerveza, pero su visitante dijo que no. Al inclinarse en la nevera abierta se detuvo un momento para sentir la caricia del aire frío en el rostro. Pensó en lo que McCaleb acababa de decirle.

– ¿Tú no crees que seas uno de ellos?

Bosch se incorporó de golpe al oír la voz de McCaleb, que estaba de pie en el umbral de la cocina.

– ¿Qué?

– Has dicho que es así para alguna gente. ¿Tú crees que no formas parte de esa gente?

Bosch sacó una cerveza de la nevera y la colocó en el abridor montado en la pared. Destapó la botella y dio un buen trago antes de responder.

– ¿Qué es esto, Terry, un concurso de preguntas y respuestas? ¿Estás pensando en hacerte cura o qué?

McCaleb sonrió y negó con la cabeza.

– Lo siento, Harry. Esto de ser padre primerizo… Supongo que se lo quiero contar al mundo. Eso es todo.

– Es bonito. ¿Ahora quieres hablar de Gunn?

– Claro.

– Salgamos a contemplar la noche.

Salieron a la terraza trasera y ambos admiraron la vista. La 101 era la cinta de luz habitual, una vena brillante que se abría camino entre las montañas. El cielo estaba claro, después de que la lluvia de la semana anterior hubiera limpiado la capa de contaminación. Bosch veía las luces del fondo del valle de San Fernando que se extendían hasta el horizonte. Más cerca de la casa, sólo la oscuridad se sostenía en los arbustos de la colina. Le llegaba el olor a eucalipto; siempre era más intenso después de la lluvia.

McCaleb fue el primero en romper el silencio.

– Es un lugar bonito éste, Harry. Un buen sitio. Supongo que odias tener que meterte en la plaga cada manaría.

Bosch miró a su invitado.

– No me importa siempre que tenga oportunidad de pescar a los peces gordos de cuando en cuando. A gente como David Storey. No me importa.

– ¿Y los que se escapan? Como Gunn.

– Nadie se escapa, Terry. Si creyera que lo consiguen no podría hacer esto. Está claro que no podemos detenerlos a todos, pero yo creo en el círculo. En la noria.

Todo termina por volver a su sitio tarde o temprano. Puede que no vea La mano de Dios con tanta frecuencia como tú, pero creo en eso.

Bosch dejó la botella en la barandilla. Estaba vacía y aunque le apetecía otra sabía que tenía que echar el freno. Iba a necesitar la máxima lucidez en el juicio al día siguiente. Pensó en fumarse un cigarrillo y sabía que había un paquete entero en el armario de la cocina, pero decidió contenerse también en ese aspecto.

– Entonces supongo que lo que le pasó a Gunn es una confirmación de tu fe en la teoría de la noria.

Bosch no dijo nada durante un buen rato, sólo miró las luces del valle.

– Sí-dijo al fin-. Supongo que sí.

Apartó la mirada y dio la espalda al valle. Se recostó en la barandilla y miró de nuevo a McCaleb.

– ¿Bueno, y qué hay de Gunn? Pensaba que ayer te había dicho todo lo que había que decir. Tienes el expediente, ¿no?

McCaleb asintió.

– Probablemente me lo dijiste todo y sí que tengo el expediente. Pero me estaba preguntando si se te ocurrió algo más. Ya sabes, si nuestra conversación te hizo pensar en eso.

Bosch casi contuvo la risa y levantó la botella antes de recordar que estaba vacía.

– Venga, Terry, tío, estoy en medio de un juicio, he estado localizando a una testigo que se largó sin avisar. O sea, que dejé de pensar en tu investigación en el momento en que me levanté de la mesa en Cupid's. ¿Qué es exactamente lo que quieres de mí?

– Nada, Harry. No quiero nada de ti que no tengas. Sólo pensé que valía la pena intentarlo. No sé. Estoy trabajando en esto y trato de encontrar algo. Pensé que quizá… no te preocupes.

– Eres un tío raro, McCaleb. Ahora me estoy acordando de la forma en que solías mirar las fotos de la escena del crimen. ¿Quieres otra cerveza?

– Sí, ¿por qué no?

Bosch se agachó para recoger su botella y la de McCaleb. Quedaba al menos un tercio. Volvió a dejarla.

– Bueno, acábatela.

Entró a la casa y sacó otras dos cervezas de la nevera. Esta vez McCaleb estaba de pie en la sala cuando él salió de la cocina. Le pasó a Bosch su botella vacía, y éste se preguntó por un momento si se la había acabado o la había vaciado desde la terraza. Se llevó la vacía a la cocina y cuando salió McCaleb estaba delante del equipo de música, mirando la caja del cede.

– ¿Es esto lo que suena? -preguntó-. ¿Art Pepper meets the Rhythm Section?

Bosch se acercó.

– Sí. Art Pepper y la banda de Miles. Red Garland al piano, Paul Chambers al bajo, Philly Joe Jones a la batería. Lo grabaron aquí en Los Ángeles el diecinueve de enero del cincuenta y siete. Un día. Dicen que el corcho del saxo de Pepper estaba roto, pero no importaba. Tenía una oportunidad con estos tipos y le sacó todo el partido posible. Un día, una sesión, un clásico. Ésa es la forma de hacerlo.

– ¿Estos tipos estaban en la banda de Miles?

– En esa época sí.

McCaleb asintió. Bosch se acercó para mirar la tapa del cede que sostenía McCaleb.

– Sí, Art Pepper -dijo-. De pequeño no sabía quién era mi padre. Mi madre tenía un montón de discos de Pepper. Ella se pasaba por algunos de los clubes de jazz donde tocaba. Art era guapo. Para ser yonqui. Mira la foto. Yo me inventé la historia de que él era mi padre y que no estaba nunca en casa, porque siempre andaba de gira y grabando discos. Casi llegué a creérmelo. Después (quiero decir años después) leí un libro sobre él. Decía que era yonqui cuando le hicieron esa foto. Se pinchó en cuanto terminó de grabar y volvió a acostarse.

McCaleb se fijó en la fotografía del CD. Un hombre atractivo recostado en un árbol con el saxo descansando en su brazo derecho.

– Bueno, podía tocar-dijo McCaleb.

– Sí, podía tocar -coincidió Bosch-. Era un genio con una jeringa en el brazo.

Bosch subió ligeramente el volumen. El tema era Straight Life, el sello de identidad de Pepper.

– ¿Tú crees eso? -preguntó McCaleb.

– ¿Qué, que era un genio? Sí, era un genio con el saxo.

– No, me refiero a si todo genio (músico, artista, incluso detective) tiene un defecto así. La jeringa en el brazo.

– Yo creo que todo el mundo tiene un defecto fatal, tanto si es un genio como si no.

Bosch subió más el volumen. McCaleb dejó la cerveza encima de uno de los altavoces del suelo. Bosch la levantó y se la devolvió. Limpió con la palma de la mano el cerco húmedo de la superficie de madera. McCaleb bajó la música.

– Venga, Harry, dame algo.

– ¿De qué estás hablando?

– He subido hasta aquí. Dame algo sobre Gunn. Ya sé que no te importa, el círculo se completó y él no salió libre. Pero no me gusta la pinta que tiene esto. Este tipo (sea quien sea) sigue libre. Y va a volver a hacerlo. Seguro.

Bosch se encogió de hombros como si siguiera sin importarle el tema.

– Muy bien, te diré algo. Es poco sólido, pero vale la pena intentarlo. Cuando estaba en el calabozo, la noche anterior a que lo mataran y yo fui a verlo, también hablé con los hombres de la Metro que lo detuvieron por conducir borracho. Dijeron que le preguntaron dónde había estado bebiendo y él les dijo que salía de un sitio llamado Nat's. Está en el bulevar, a una manzana de Musso's en la acera sur.

– Gracias, lo encontraré -dijo McCaleb con tono de no saber a qué venía la explicación-. ¿Cuál es la conexión?

– Bueno, mira, Nat's es el mismo sitio en el que estuvo bebiendo hace seis años. Es allí donde recogió a esa mujer que mató.

– Así que era un asiduo.

– Eso parece.

– Gracias, Harry. Lo comprobaré. ¿Cómo es que no se lo dijiste a Jaye Winston?

Bosch se encogió de hombros.

– Supongo que no pensé en ello y ella no me lo preguntó.

McCaleb estuvo a punto de volver a dejar la cerveza sobre el altavoz, pero al final se la devolvió a Bosch.

– Podría pasarme por ahí esta noche.

– No lo olvides.

– ¿Olvidar qué?

– Si pillas al tipo que lo hizo felicítalo de mi parte.

McCaleb no respondió. Miró el lugar en el que se hallaban como si acabara de entrar.

– ¿Puedo usar el baño?

– AI final del pasillo a la izquierda.

McCaleb se dirigió hacia allí mientras Bosch se llevaba las botellas a la cocina y las dejaba en el cubo para reciclar vidrio, junto con las otras. Abrió la nevera y vio que sólo quedaba una botella del paquete de seis que había comprado al volver a casa después de engañar a Annabelle Croe. Cerró la nevera cuando entró McCaleb.

– Esa pintura que tienes colgada en el pasillo es una locura-dijo.

– ¿Qué? Ah, sí, a mí me gusta.

– ¿Qué se supone que quiere decir?

– No lo sé, supongo que significa que la noria no deja de girar. Nadie se escapa.

McCaleb asintió.

– Supongo.

– ¿Vas a ir a Nat's?

– Estaba pensando en eso. ¿Quieres venir?

Bosch consideró la propuesta, a pesar de que sabía que era una locura. Tenía que repasar la mitad del expediente para preparar lo que le quedaba de testificar por la mañana.

– No, será mejor que trabaje un poco por aquí y me prepare para mañana.

– Bueno, por cierto, ¿cómo ha ido hoy?

– De momento bien. Pero por ahora estamos jugando a softball. Mañana le toca batear a Reason y va a pegarle fuerte.

– Veré las noticias.

McCaleb se acercó y tendió la mano. Bosch se la estrechó.

– Ten cuidado.

– Tú también, Harry. Gracias por las cervezas.

Acompañó a McCaleb a la puerta y luego vio cómo subía al Cherokee aparcado en la calle. Arrancó a la primera y se alejó, dejando a Bosch de pie en el umbral iluminado.

Bosch cerró y apagó las luces de la sala. Dejó encendido el equipo de música. Se apagaría de manera automática al final del momento clásico de Art Pepper. No era muy tarde, pero Bosch estaba cansado de las presiones del día y por el alcohol que fluía por su sangre. Decidió irse a acostar y levantarse temprano para preparar su testimonio. Fue a la cocina y sacó la última botella de cerveza de la nevera.

De camino a su habitación se detuvo a mirar la pintura enmarcada a la que se había referido McCaleb. Era una reproducción del cuadro de Hieronymus Bosch titulado El jardín de las delicias. Lo tenía desde que era un niño. La superficie del cuadro estaba combada y arañada. Estaba en mal estado. Había sido Eleanor quien lo había sacado de la sala para ponerlo en el pasillo. No le gustaba que estuviera en el sitio en el que se sentaban cada noche, Bosch nunca entendió si era por lo que se representaba en el cuadro o porque la reproducción era vieja y estaba deteriorada.

Al mirar al paisaje de libertinaje y tormento humanos que describía el cuadro, Bosch pensó en volver a colocarlo en su lugar de la sala.


En su sueño, Bosch se movía a través de aguas oscuras, incapaz de verse las manos delante de su propio rostro. Sonó un timbre y él subió a la superficie desde la oscura profundidad.

Se despertó. La luz continuaba encendida, pero todo estaba en silencio. El equipo de música estaba apagado. Empezó a mirar su reloj cuando el teléfono sonó de nuevo y él lo agarró rápidamente de la mesilla de noche.

– ¿Sí?

– Hola, Harry. Soy Kiz.

Su antigua compañera.

– Kiz, ¿qué pasa?

– ¿Estás bien? Tienes una voz…

– Estoy bien. Sólo estaba…, estaba durmiendo.

Miró el reloj. Eran poco más de las diez.

– Lo siento, Harry. Pensé que estarías calentando motores, preparándote para mañana.

– Me levantaré temprano para eso.

– Bueno, lo has hecho muy bien hoy. Tenemos la tele encendida en la brigada. Todos están contigo.

– Apostaría. ¿Qué tal va todo por ahí?

– Va. En cierto modo es como volver a empezar. Tengo que demostrarles que sirvo.

– No te preocupes por ellos. Vas a pasar a esos tipos como si estuvieran parados. Lo mismo que hiciste conmigo.

– Harry…, tú eres el mejor. He aprendido de ti más de lo que nunca sabrás.

Bosch vaciló. Estaba conmovido de verdad por lo que ella acababa de decirle.

– Me gusta que me lo digas, Kiz. Deberías llamarme más a menudo.

Ella rió.

– Bueno, no te llamaba por eso. Le dije a una amiga que lo haría. Me recuerda mi época en el instituto, pero bueno, allá va. Hay alguien que está interesada en ti. Le dije que me enteraría de si volvías a estar disponible, no sé si me explico.

Bosch no tuvo ni que pensárselo antes de responder.

– Uf, no, Kiz, no lo estoy. Yo… todavía no voy a rendirme con Eleanor. Aún tengo la esperanza de que llame o aparezca y podamos solucionarlo. Ya sabes cómo es esto.

– Lo sé. Y está muy bien, Harry. Sólo le dije que preguntaría, pero si cambias de opinión, es una buena mujer.

– ¿La conozco?

– Sí, la conoces. Es Jaye Winston, de la oficina del sheriff. Estamos juntas en un grupo de mujeres. Polis sin porra. Esta noche hemos hablado de ti.

Bosch no dijo nada. Sentía un nudo en el estómago. No creía en las coincidencias.

– Harry, ¿estás ahí?

– Sí, estoy aquí. Estaba pensando en algo.

– Bueno, te dejo. Y oye, Jaye me pidió que no te dijera su nombre. Ya sabes, sólo quería saber de ti y poner un anónimo. Para que la próxima vez que te la encuentres en el trabajo no resulte embarazoso. Así que yo no te he dicho nada, ¿vale?

– Sí. ¿Te hizo preguntas sobre mí?

– Algunas. Nada importante. Espero que no te importe. Le dije que había elegido bien. Le dije que si yo no fuera, bueno, como soy, yo también estaría interesada.

– Gracias, Kiz -dijo Bosch, pero su mente ya estaba en otra cosa.

– Bueno, ahora tengo que irme. Ya nos veremos. Dales duro mañana, ¿vale?

– Lo intentaré.

Kiz colgó y Bosch lentamente dejó el teléfono en su lugar. El nudo en el estómago se había hecho más duro. Empezó a pensar en la visita de McCaleb, en lo que le había preguntado y en lo que había dicho. Unas horas después Winston estaba haciendo preguntas sobre él.

Bosch no creía que se tratara de una coincidencia.

Estaba claro que querían echarle el anzuelo. Lo estaban buscando por el asesinato de Edward Gunn. Y sabía que probablemente le había dado a McCaleb la suficiente cantidad de datos psicológicos para que creyera que iba por el buen camino.

Bosch vació la botella de cerveza que tenía en la mesilla de noche. El último trago estaba tibio y agrio. Sabía que no le quedaban más cervezas en la nevera, así que decidió encender un cigarrillo.

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