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McCaleb estaba recostado en el Cherokee, que había estacionado enfrente de la comisaría de Hollywood, cuando Winston aparcó un BMW Z3. Cuando salió vio que McCaleb se fijaba en su coche.

– Se me hacía tarde, así que no he tenido tiempo de coger un coche oficial.

– Me gusta tu coche. Ya sabes lo que dicen en Los Ángeles, eres lo que conduces.

– No empieces a hacerme un perfil psicológico, Terry. Es demasiado temprano, joder. ¿Dónde están las carpetas y la cinta?

McCaleb se fijó en su lenguaje procaz, pero se abstuvo de hacer comentarios al respecto. Rodeó el Cherokee y abrió la puerta de la derecha para sacar las carpetas y la cinta. Le pasó el material a Winston y ella lo llevó al BMW McCaleb cerró con llave su vehículo, mirando al suelo del asiento trasero, donde el diario de la mañana cubría una caja de Kinko. Antes de su cita con la detective había pasado por la copistería de Sunset abierta las veinticuatro horas y había fotocopiado todos los documentos. La cinta de vídeo había sido un problema, porque no conocía ningún lugar donde las copiaran al momento. Así que simplemente había comprado una cinta virgen en el Rite-Aid de al lado del puerto y la había puesto en la caja que Winston le había dado. Suponía que ella no comprobaría que le había devuelto la cinta correcta.

Cuando Winston volvió de su coche, McCaleb le señaló con la barbilla el otro lado de la calle.

– Creo que te debo una caja de Dónuts.

Ella miró. En la acera de enfrente de la comisaría de la calle Wilcox había un edificio de dos plantas venido a menos que albergaba unos cuantos despachos de operaciones de fianzas con números de teléfono anunciados en cada ventana en neón barato, quizá para ayudar a futuros clientes a memorizar el número desde el asiento trasero de los coches patrulla. El local de en medio tenía un cartel pintado encima de la ventana: «Fianzas Valentino.»

– ¿Cuál? -preguntó Winston.

– Valentino. De Rudy Valentino Tafero. Lo llamaban así cuando trabajaba de este lado de la calle.

McCaleb examinó de nuevo el pequeño local y negó con la cabeza.

– Todavía no entiendo cómo llegaron a conocerse un fiador con anuncio de neón y David Storey.

– Hollywood no es más que basura de la calle con dinero. Bueno, ¿qué estamos haciendo aquí? No tengo mucho tiempo.

– ¿Has traído tu placa?

Ella lo miró con cara de pocos amigos y él le explicó lo que quería hacer. Subieron las escaleras y entraron en la comisaría. En el mostrador de la entrada, Winston mostró su placa y preguntó por el sargento de guardia de la mañana. Un hombre con galones de sargento en la manga del uniforme y el nombre Zucker escrito en la placa identificativa salió de la pequeña oficina. Winston volvió a mostrar su placa y se presentó a sí misma y luego a McCaleb como su asociado. Zucker juntó sus pobladas cejas, pero no preguntó qué significaba asociado.

– Estamos trabajando en un caso de homicidio del día de Año Nuevo. La víctima pasó la noche anterior a su muerte en el cala…

– Edward Gunn.

– Exacto. ¿Lo conocía?

– Estuvo aquí unas cuantas veces. Y por supuesto he oído que ya no volverá.

– Necesitamos hablar con el responsable del calabozo en el turno de mañana.

– Bueno, supongo que ése soy yo. No tenemos una tarea específica. Aquí te toca lo que te toca. ¿Qué quiere saber?

McCaleb sacó unas fotocopias del bolsillo de su chaqueta y las puso en el mostrador. Se fijó en la mirada de Winston, pero no hizo caso.

– Nos interesa saber cómo pagó la fianza -dijo.

Zucker pasó las páginas para poder leerlo. Puso el dedo sobre la firma de Rudy Tafero.

– Aquí lo pone. Rudy Tafero. Tiene un despacho aquí enfrente. Vino y depositó la fianza.

– ¿Alguien lo llamó?

– Sí, el tipo. Gunn.

McCaleb tamborileó con el dedo en la copia del documento de la fianza.

– Aquí dice que marcó este número cuando hizo uso de su llamada. Es el número de su hermana.

– Entonces ella debió de llamar a Rudy.

– ¿Nadie tiene una segunda llamada?

– No, aquí estamos siempre tan ocupados que pueden dar gracias si pueden hacer una.

McCaleb asintió. Dobló las fotocopias y ya estaba a punto de guardárselas otra vez en el bolsillo cuando Winston se las quitó de las manos.

– Me las guardaré yo -dijo, y se las metió en el bolsillo de atrás de sus vaqueros negros. Entonces se dirigió al sargento-. Sargento Zucker, usted no será uno de esos chicos simpáticos que llamarían a Rudy Tafero, porque él había estado en el departamento, y le diría que tenía un posible cliente en el calabozo, ¿verdad?

Zucker la miró un momento, impertérrito.

– Es muy importante, sargento. Si no nos lo dice, podría volverse contra usted.

El rostro del sargento dibujo una sonrisa exenta de humor.

– No, yo no soy uno de esos chicos simpáticos -dijo Zucker- y no tengo a ninguno de esos chicos en el turno de mañana. Y ya que hablo del turno, el mío acaba de terminar, lo que significa que ya no tengo que estar aquí hablando con ustedes. Que pasen un buen día. -Empezó a alejarse del mostrador.

– Una última cosa -dijo Winston rápidamente.

Zucker se volvió hacia ella.

– ¿Fue usted quien llamó a Harry Bosch y le dijo que Gunn estaba en el calabozo?

Zucker asintió.

– Tengo un requerimiento permanente suyo. Cada vez que traían a Gunn, Bosch quería saberlo. El venía y hablaba con el tipo, trataba de que le dijera algo de aquel viejo caso. Bosch no se rendía.

– Dice aquí que Gunn no entró hasta las dos y media -dijo McCaleb-. ¿Llamó a Bosch en plena noche?

– Eso era parte del acuerdo. A Bosch no le importaba la hora que fuera. Y, por cierto, el procedimiento era que yo lo llamaba al busca y él llamaba.

– ¿Y fue eso lo que sucedió esa noche?

– Sí, llamé a Bosch al busca y Bosch llamó. Le dije que teníamos otra vez a Gunn y él vino y trató de hablar con él. Yo intenté explicarle que sería mejor que esperara hasta la mañana porque el tipo estaba como una cuba (me refiero a Gunn), pero Harry vino de todos modos. ¿Por qué hacen tantas preguntas sobre Harry Bosch?

Winston no contestó, de modo que McCaleb intervino.

– No estamos preguntando sobre Bosch, estamos preguntando sobre Gunn.

– Bueno, eso es todo lo que sé. ¿Puedo irme a casa? Ha sido un día muy largo.

– Todos lo son, ¿no? -dijo Winston-. Gracias, sargento.

McCaleb y Winston se alejaron del mostrador y bajaron las escaleras que conducían a la calle.

– ¿Qué te parece? -preguntó Winston.

– Creo que dice la verdad, pero ¿sabes qué?, mejor miremos un rato el aparcamiento de empleados.

– ¿Porqué?

– Dame ese capricho. A ver qué coche tiene el sargento.

– Me estás haciendo perder el tiempo, Terry.

De todas formas se metieron en el Cherokee de McCaleb y dieron la vuelta a la manzana hasta que llegaron a la entrada del aparcamiento para empleados de la comisaría de Hollywood. McCaleb aparcó a cincuenta metros, delante de una boca de incendios. Ajustó el retrovisor para poder ver los coches que salían del aparcamiento. Se sentaron y esperaron un par de minutos hasta que Winston habló.

– Si somos lo que conducimos, ¿tú qué eres?

McCaleb sonrió.

– Supongo que soy el último superviviente de una raza o algo así.

McCaleb la miró y luego miró por el retrovisor.

– Sí, ¿y qué me dices de esta capa de polvo? ¿En qué…?

– Aquí viene. Creo que es él.

McCaleb vio un coche que salía y doblaba hacia donde estaban ellos.

– Viene hacia aquí.

Ninguno de los dos se movió. El coche se acercó y se detuvo a su lado. McCaleb miró disimuladamente y se encontró con los ojos de Zucker. El policía bajó la ventanilla del pasajero. McCaleb no tuvo más remedio que bajar la suya.

– Está aparcado delante de una boca de incendios, detective. Que no le pongan una multa.

McCaleb asintió. Zucker lo saludó con dos dedos y se alejó. McCaleb se fijó en que conducía un Crown Victoria con parachoques y ruedas de serie. Era un coche patrulla de segunda mano, de los que se compraban en una subasta por cuatrocientos dólares más ochenta y nueve con noventa y cinco por la pintura.

– ¿No parecemos un par de gilipollas? -dijo Winston.

– Sí.

– Entonces, ¿cuál es tu teoría sobre ese coche?

– O es un hombre honrado o lleva el cacharro porque no quiere que lo vean con el Porsche. -Hizo una pausa-, O con el Zeta Tres. -Se volvió hacia ella y sonrió.

– Muy gracioso, Terry. ¿Y ahora qué? No tengo todo el día. Y se supone que tengo que encontrarme con tus colegas del FBI esta mañana.

– No me abandones. ¡Y no son mis colegas!

Arrancó el Cherokee y se alejó del bordillo.

– ¿De verdad te parece que este coche está sucio? -preguntó.

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