26

McCaleb llegó a El Cochinito a las doce menos cuarto. No había estado en el restaurante de Silver Lake desde hacía cinco años, pero recordaba que el local no tenía más de una docena de mesas y normalmente se llenaban con rapidez a mediodía. Y con frecuencia las ocupaban policías, porque la comida era de calidad y barata. La experiencia de McCaleb era que los polis siempre sabían encontrar ese tipo de establecimientos entre los muchos restaurantes de una ciudad. Cuando viajaba por casos del FBI, siempre pedía a los agentes de calle locales que le recomendaran un restaurante, y casi nunca salía desilusionado.

Mientras esperaba a Winston estudió con atención el menú y anticipó el placer de la comida. En el último año su paladar había regresado para vengarse. Durante los primeros dieciocho meses de su vida después de la cirugía, había perdido el sentido del gusto. No le importaba qué era lo que comía, porque todo le sabía igual: soso. Incluso una fuerte dosis de salsa habanera en todo, desde los sándwiches a la pasta sólo le servía para registrar un mínimo blip en la lengua. Pero luego, lentamente, empezó a recuperar el sentido del gusto y se convirtió para él en un segundo renacimiento, después del que supuso el trasplante. Le encantaba todo lo que preparaba Graciela. Incluso le gustaba lo que preparaba él mismo; y eso a pesar de su ineptitud general con cualquier cosa que no fuera la barbacoa. Se comía todo con un gusto que nunca había tenido antes, ni siquiera previamente al trasplante. Un sándwich de gelatina y mantequilla de cacahuete en plena noche era algo que saboreaba en privado tanto como un viaje a la ciudad con Graciela para cenar en un restaurante de lujo como el Jozu de Melrose. La consecuencia era que había empezado a engordar, recuperando los más de diez kilos que había perdido mientras su corazón se debilitaba y esperaba la llegada de otro. Ya había vuelto a los ochenta kilos que pesaba antes de la enfermedad y por primera vez en cuatro años tenía que empezar a controlar la dieta. En su último chequeo cardiológico, su doctora había tomado nota y le había advertido que tenía que reducir su ingestión de calorías y grasas.

Pero no en ese almuerzo. Llevaba mucho tiempo esperando una oportunidad de acudir a El Cochinito. Años antes había pasado una buena temporada en Florida trabajando en un caso de asesinatos en serie, y lo único bueno que había sacado fue su pasión por la comida cubana. Cuando más adelante lo trasladaron a la oficina de campo de Los Ángeles le resultó difícil encontrar un restaurante cubano comparable a los lugares en los que había comido en Ybor City, cerca de Tampa. En un caso de Los Ángeles había conocido a un patrullero descendiente de cubanos. McCaleb le preguntó dónde iba a comer cuando buscaba auténtica comida casera. La respuesta del policía fue El Cochinito. Y McCaleb no tardó en convertirse en un habitual.

McCaleb decidió que estudiar el menú era una pérdida de tiempo, porque desde el principio sabía que iba a comer lechón asado con frijoles negros y arroz, con plátano frito y yuca como guarnición. Y no pensaba contárselo a su doctora. Lo único que deseaba era que Winston se apresurara y llegara a tiempo para poder pedir.

Apartó el menú y pensó en Harry Bosch. McCaleb se había pasado la mayor parte de la mañana en el barco, viendo el juicio por televisión. La actuación de Bosch en la tribuna de los testigos había sido destacada. La revelación de que Storey había estado relacionado con otra muerte había impactado a McCaleb y aparentemente también a la horda de periodistas. Durante las pausas, los periodistas del estudio habían estado fuera de sí ante la perspectiva de esta nueva carnaza. En determinado punto mostraron el pasillo de acceso a la sala, donde J. Reason Fowkkes estaba siendo bombardeado a preguntas sobre estas nuevas revelaciones. Fowkkes, probablemente por primera vez en su vida, no estaba haciendo declaraciones. A los comentaristas no les quedó otro remedio que especular acerca de esta nueva información y explicar el metódico, aunque rigurosamente apasionante desfile organizado por la fiscalía.

Aun así, ver el caso sólo causó inquietud en McCaleb. Le costaba mucho aceptar la idea de que el hombre al que veía tan capaz de describir los aspectos y movimientos de una difícil investigación era también el hombre al que estaba investigando, el hombre del que su instinto le decía que había cometido el mismo tipo de crimen que estaba persiguiendo.

A mediodía, la hora acordada de su cita, McCaleb salió de su ensimismamiento cuando vio entrar en el restaurante a Jaye Winston. La seguían dos hombres. Uno era negro y el otro blanco, y ésa era la mejor manera de distinguirlos, porque ambos vestían trajes grises casi idénticos y corbatas granates. Antes de que llegaran a su mesa, McCaleb ya sabía que eran agentes del FBI.

Winston tenía cara de resignación.

– Terry -dijo antes de sentarse-. Quiero presentarte a dos personas.

Señaló en primer lugar al agente negro.

– Él es Don Twilley y él Marcus Friedman. Los dos trabajan en el FBI.

Los tres apartaron las sillas y se sentaron. Friedman se sentó junto a McCaleb, Twilley enfrente. Nadie se estrechó la mano.

– Nunca he probado la comida cubana -dijo Twilley mientras levantaba un menú del servilletero-. ¿Se come bien aquí?

McCaleb lo miró.

– No, por eso me gusta venir.

Twilley levantó la vista del menú y sonrió.

– Ya sé, era una pregunta estúpida. -Miró de nuevo el menú y después a McCaleb-. ¿Sabes? He oído hablar mucho de ti, McCaleb. Eres una jodida leyenda en la oficina de campo. No por el corazón, sino por los casos. Me alegro de conocerte al fin.

McCaleb miró a Winston con cara de no saber qué demonios estaba ocurriendo.

– Terry, Marc y Don son de la sección de derechos civiles.

– ¿Sí? Genial. ¿Y habéis venido desde la oficina para conocer a la leyenda viva y probar la comida cubana o hay algo más?

– Eh… -empezó Twilley.

– Terry, la mierda ha empezado a salpicar -dijo Winston-. Un periodista ha llamado a mi capitán esta mañana para preguntar si estábamos investigando a Harry Bosch como sospechoso en el caso Gunn.

McCaleb se reclinó en su asiento, impactado por la noticia. Estaba a punto de responder cuando se acercó el camarero.

– Dénos un par de minutos -dijo Twilley al camarero con brusquedad, haciendo un gesto para que se marchara que molestó a McCaleb.

Winston continuó.

– Terry, antes de seguir adelante, tengo que preguntarte algo. ¿Has sido tú el que ha filtrado esto?

McCaleb negó con la cabeza con cara de asco.

– ¿Estás de broma, Jaye? ¿Tú me estás preguntando esto a mí?

– Mira, lo único que sé es que no ha partido de mí. Y yo no se lo dije a nadie, ni al capitán Hitchens, ni siquiera a mi propio compañero, menos aún a un periodista.

– Bueno, pues no fui yo. Gracias por la pregunta.

McCaleb miró a Twilley y luego otra vez a Winston. Le molestaba profundamente discutir con Jaye delante de ellos.

– ¿Qué están haciendo ellos aquí? -preguntó. Luego, mirando a Twilley otra vez, agregó-: ¿ Qué queréis?

– Van a asumir el caso, Terry -respondió Winston-. Y tú estás fuera.

McCaleb volvió a mirar a Winston. Abrió un poco la boca antes de darse cuenta de la cara que estaba poniendo y volvió a cerrarla.

– ¿De qué estás hablando? ¿Que estoy fuera? Yo soy el único que está dentro. He estado trabajando en esto como…

– Ya lo sé, Terry. Pero ahora las cosas son distintas. Después de que el periodista llamó a Hitchens tuve que contarle lo que estaba pasando, lo que estábamos haciendo. Le dio un síncope, y cuando se recuperó decidió que la mejor manera de manejarlo era llevar el caso al FBI.

– La sección de derechos civiles, Terry -dijo Twilley-. Investigar a polis es el pan nuestro de cada día. Podremos…

– Vete a la mierda, Twilley. No me vengas a mí con ese rollo. Yo estaba en el club, ¿te acuerdas? Sé cómo va la cosa. Vosotros llegáis, os aprovecháis de lo que he descubierto y paseáis a Bosch delante de las cámaras de camino a la cárcel.

– ¿De eso se trata? -dijo Friedman-. ¿De llevarse los honores?

– No has de preocuparte por eso, Terry -dijo Twilley-. Podemos ponerte a ti delante de las cámaras si eso es lo que quieres.

– No es eso lo que quiero. Y no me llames Terry. No tienes ni puta idea de quién soy. -Bajó la mirada y sacudió la cabeza-. Joder, tenía ganas de volver a este sitio y ahora se me ha ido el hambre.

– Terry… -dijo Winston, pero no continuó.

– ¿Qué, vas a decirme que esto está bien?

– No. No está ni bien ni mal. Es como es. Ahora la investigación es oficial. Tú no eres oficial. Sabías desde el principio que podía ocurrir esto.

McCaleb asintió a su pesar. Clavó los codos en la mesa y hundió la cara entre sus manos.

– ¿Quién era ese periodista?

Al ver que Winston no respondía, dejó caer las manos y la miró directamente.

– ¿Quién?

– Un tipo llamado Jack McEvoy. Trabaja para el

New Times, un semanario gratuito al que le gusta tirar mierda.

– Ya sé lo que es.

– ¿Conoces a McEvoy? -preguntó Twilley.

El móvil de McCaleb empezó a sonar. Estaba en el bolsillo de la chaqueta, que había colgado en la silla. Se enganchó en el bolsillo cuando trató de sacarlo. Se peleó con el aparato ansiosamente, porque supuso que era Graciela. Aparte de a Winston y a Buddy Lockridge sólo le había dado el número a Brass Doran, de Quantico, y el asunto con ella ya se había acabado.

Al final contestó después del quinto timbrazo.

– Eh, agente McCaleb, soy Jack McEvoy del New Times. ¿Tiene un par de minutos para hablar?

McCaleb miró a Twilley, al otro lado de la mesa, preguntándose si podía oír la voz del teléfono.

– La verdad es que no. Estoy en medio de algo. ¿ Quién le ha dado este número?

– En Información de Catalina. Llamé al número y contestó su mujer. Ella me dio su móvil. ¿Hay algún problema?

– No, no hay problema. Pero no puedo hablar ahora.

– ¿Cuándo podemos hablar? Es importante. Ha surgido algo de lo que me gustaría hablar…

– Vuelva a llamarme dentro de una hora.

McCaleb cerró el teléfono y lo dejó en la mesa. Lo miró, temiendo que McEvoy volviera a llamarlo de inmediato. Los periodistas eran así.

– Terry, ¿ocurre algo?

McCaleb miró a Winston.

– No pasa nada. Es por mi excursión de mañana. Querían saber cómo estaría el tiempo. -Miró a Twilley-. ¿Qué me habías preguntado?

– Si conoces a Jack McEvoy, el periodista que llamó al capitán Hitchens.

McCaleb hizo una pausa, mirando a Winston y luego otra vez a Twilley.

– Sí, lo conozco. Tú sabes que lo conozco.

– Es cierto, por el caso del Poeta. Tuviste una parte en eso.

– Muy pequeña.

– ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con McEvoy?

– Bueno, eso debió de ser, veamos… eso tuvo que ser hace un par de días.

Winston se puso visiblemente tensa. McCaleb la miró.

– Tranquilízate, Jaye, ¿quieres? Me encontré a McEvoy en el juicio de Storey. Fui allí para hablar con Bosch. McEvoy lo está cubriendo para el New Times y me saludó. No había hablado con él desde hacía cinco años. Y desde luego no le dije qué estaba haciendo ni en qué estaba trabajando. De hecho, cuando lo vi Bosch ni siquiera era sospechoso.

– Bueno, ¿te vio él con Bosch?

– Seguro que sí. Todos me vieron. Hay tanta prensa como con O. J. ¿El mencionó mi nombre al capitán?

– Si lo hizo, Hitchens no me lo dijo.

– Bueno, entonces, si no fuiste tú ni fui yo, ¿de dónde más pudo venir la filtración?

– Eso es lo que te estamos preguntando -dijo Twilley-. Antes de meternos en el caso queremos conocer el terreno y saber quién está hablando con quién.

McCaleb no contestó. Empezaba a sentir claustrofobia. Entre la conversación y tener a Twilley delante y la gente de pie en el pequeño restaurante esperando mesa, estaba empezando a sentir que le faltaba el aire.

– ¿Qué me dices de ese bar al que fuiste anoche? -preguntó Friedman.

McCaleb se reclinó y lo miró.

– ¿Qué pasa con eso?

– Jaye nos ha contado lo que tú le contaste. Allí preguntaste específicamente por Bosch y Gunn, ¿no?

– Sí. ¿Y qué? ¿Crees que entonces la camarera saltó a por el teléfono para llamar al New Times y preguntar por Jack McEvoy? ¿Todo porque yo le enseñé una foto de Bosch? Dadme un descanso.

– Ésta es una ciudad obsesionada con los medios. La gente está conectada. La gente vende historias e información constantemente.

McCaleb sacudió la cabeza, negándose a considerar la posibilidad de que la camarera del chaleco tuviera suficiente inteligencia para sacar conclusiones acerca de lo que él estaba haciendo y luego llamar a un periodista.

De repente cayó en la cuenta de quién tenía la inteligencia y la información para hacerlo. Buddy Lockridge. Y si había sido Buddy, casi podría decirse que había sido él mismo quien había filtrado la información. Sintió que empezaba a formársele sudor en el cuero cabelludo mientras pensaba en Buddy Lockridge escondido en la cubierta inferior mientras él construía su caso contra Bosch para Winston.

– ¿Tomaste algo mientras estuviste en el bar? He oído que tomas un montón de pastillas cada día. Mezclar eso con alcohol…, ya sabes, por la boca muere el pez.

La pregunta la había formulado Twilley, pero McCaleb miró con severidad a Winston. Estaba picado por una sensación de traición por toda la situación y por cómo las cosas habían cambiado rápidamente. Pero antes de poder decir nada vio la disculpa en sus ojos y supo que ella quería que las cosas se llevaran de otro modo. Al final, McCaleb se dirigió a Twilley.

– ¿Tú crees que a lo mejor mezclé demasiado alcohol y pastillas, Twilley? ¿ Es eso? ¿ Crees que me fui de la lengua en el bar?

– Yo no creo eso. Sólo estaba preguntando, ¿vale? No hace falta que te pongas a la defensiva. Sólo estoy tratando de averiguar cómo ese periodista sabe lo que sabe.

– Bueno, averígualo sin mí.

McCaleb apartó la silla para levantarse.

– Probad el lechón asado -dijo-. Es el mejor de la ciudad.

Cuando empezaba a ponerse en pie, Twilley se estiró y le sujetó por el brazo.

– Vamos, Terry, hablemos de esto -dijo.

– Terry, por favor -dijo Winston.

McCaleb se soltó y se levantó. Miró a Winston.

– Buena suerte con estos muchachos, Jaye. Probablemente la necesitarás.

Luego miró a Friedman y a Twilley.

– Y a vosotros que os den por culo.

Se abrió paso a través de la gente que esperaba y salió a la calle. Nadie lo siguió.


Se sentó en el Cherokee aparcado en Sunset y observó el restaurante mientras trataba de deshacerse de la rabia. En cierto modo, McCaleb sabía que Winston y su capitán habían tomado las medidas apropiadas, pero no le gustaba en absoluto que lo echaran de un caso que era suyo. Un caso era como un coche. Puedes conducirlo o te pueden llevan O te pueden dejar en la cuneta e irse a toda marcha. McCaleb acababa de pasar de tener las manos en el volante a hacer autostop desde el arcén. Y eso dolía.

Empezó a pensar en Buddy Lockridge y en cómo iba a manejar la situación con él. Si confirmaba que había sido Buddy el que había hablado con McEvoy después de escuchar su conversación con Winston en el barco, iba a cortar todos los lazos que le unían a él. Socio o no, no iba a poder volver a trabajar con Buddy.

Se dio cuenta de que Buddy tenía el número de su móvil y podía haber sido quien se lo había dado a McEvoy. Sacó el teléfono y llamó a. su casa. Contestó Graciela, porque el viernes era un día que trabajaba media jornada en la escuela.

– Graciela, ¿le has dado el número de mi móvil a alguien últimamente?

– Sí, a un periodista que me dijo que te conocía y que tenía que hablar contigo urgentemente. Jack algo, ¿por qué, pasa algo?

– No, no pasa nada. Sólo lo estaba comprobando.

– ¿Estás seguro?

McCaleb oyó que tenía una llamada en espera. Miró el reloj. Era la una menos diez. Se suponía que McEvoy no tenía que llamar hasta después de la una.

– Sí, estoy seguro -le dijo a Graciela-. Mira, tengo otra llamada. Llegaré al anochecer. Nos vernos entonces.

Cambió a la otra llamada. Era McEvoy, quien le explicó que estaba en el juicio y tenía que volver a la una si no quería perder su valioso sitio. No podía esperar una hora entera para volverle a llamar.

– ¿Podemos hablar ahora? -preguntó.

– ¿Qué quiere?

– Necesito hablar con usted.

– Eso ya me lo ha dicho. ¿De qué?

– De Harry Bosch. Estoy trabajando en un artículo sobre…

– No sé nada del caso Storey. Sólo lo que sale por la tele.

– No es por eso, es por el caso de Edward Gunn.

McCaleb no respondió. Sabía que eso era un error. Bailar con un periodista sobre algo así sólo podía traerle problemas. McEvoy llenó el silencio.

– ¿Por eso quería hablar con Harry Bosch el otro día cuando lo vi? ¿Está trabajando en el caso Gunn?

– Escúcheme, puedo decirle sinceramente que no estoy trabajando en el caso de Edward Gunn, ¿de acuerdo?

Bien, pensó McCaleb, de momento no había mentido.

– ¿Estaba trabajando en el caso para el departamento del sheriff?

– ¿Puedo preguntarle algo? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Quién le dijo que estaba trabajando en el caso?

– No puedo contestarle eso. Tengo que proteger mis fuentes. Si quiere darme información, también protegeré su identidad. Pero si descubro mis fuentes estoy perdido en este negocio.

– Bueno, le diré algo, Jack. No voy a hablar con usted a no ser que usted hable conmigo, ¿me entiende? Es una calle de doble sentido. Si quiere decirme quién le ha dicho eso sobre mí hablaré con usted. De otro modo, no tenemos nada que decirnos.

Él esperó. McEvoy no dijo nada.

– Lo suponía.

Colgó el teléfono. Tanto si McEvoy había mencionado su nombre al capitán Hitchens como si no, estaba claro que estaba conectado a una línea de información fiable. Y de nuevo McCaleb lo redujo a una única persona además de él y Jaye Winston.

– ¡Mierda! -dijo en voz alta en el coche.

Poco después de la una vio que Jaye Winston salía de El Cochinito. McCaleb estaba esperando la oportunidad de arrinconarla y hablar con ella a solas, quizá incluso hablarle de Lockridge, pero Twilley y Friedman la siguieron y los tres se metieron en el mismo coche. Un vehículo del FBI.

McCaleb vio cómo se internaban en el tráfico en dirección al centro. El bajó del Cherokee y volvió a entrar en el restaurante. Estaba muerto de hambre. No había mesas disponibles, así que decidió llevarse algo y comerlo en el Cherokee.

La anciana que tomó el pedido levantó la cabeza y ío miró con unos tristes ojos castaños. Le dijo que había sido una semana de mucho trabajo y que acababa de terminarse el lechón asado.

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