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El almuerzo del domingo con Graciela y Raymond fue silencioso. Comieron corvina, que McCaleb había pescado con el grupo de aquella mañana al otro lado de la isla, cerca del istmo. Sus grupos siempre querían devolver al mar los peces que capturaban, pero muchas veces cambiaban de opinión a última hora, cuando volvían a puerto. McCaleb lo veía como algo relacionado con el instinto asesino masculino. No bastaba con capturar las presas. Había que matarlas. La consecuencia era que a menudo se servía pescado en el almuerzo en La Mesa.

McCaleb había asado la corvina y mazorcas de maíz en la barbacoa del porche. Graciela había preparado una ensalada y ambos tenían una copa de vino blanco delante. Raymond bebía leche. La comida era buena, pero el silencio resultaba incómodo. McCaleb miró a Raymond y se dio cuenta de que el niño había captado la tensión entre los adultos y se había contagiado de ella. McCaleb recordó que él hacía lo mismo cuando era niño y sus padres se dedicaban a arrojarse silencio el uno al otro. Raymond era hijo de la hermana de Graciela, Gloria. El padre del chico nunca había pintado nada y cuando Gloria había muerto asesinada tres años antes, Raymond se había ido a vivir con Graciela. McCaleb los conoció a los dos en la investigación del crimen.

– ¿Qué tal ha ido el softball hoy? -preguntó al final McCaleb.

– Supongo que bien.

– ¿Has ganado alguna base?

– No.

– Ya lo harás, no te preocupes. Sigue intentándolo. Sigue practicando.

McCaleb asintió. Al niño no le habían dejado salir en el barco esa mañana. La excursión de pesca era para seis personas de Los Ángeles. Con McCaleb y Buddy sumaban ocho en el Following Sea, y ése era el límite que el barco podía transportar según las normas de seguridad. McCaleb nunca infringía esas normas.

– Bueno, oye, hasta el sábado no hay otra salida. De momento sólo hay cuatro personas, y ahora en invierno no creo que se apunte nadie más. Si no se apunta nadie más, puedes venir.

Los rasgos oscuros del niño parecieron iluminarse y asintió vigorosamente mientras cortaba la carne blanca del pescado que tenía en el plato. El tenedor parecía grande en la mano de Raymond y McCaleb sintió un rapto de tristeza por el chico. Era demasiado pequeño para tener diez años. Este hecho preocupaba mucho a Raymond, que a menudo preguntaba a McCaleb que cuándo crecería. El siempre le contestaba que lo haría pronto, pero pensaba para sí que el chaval siempre sería bajito. Sabía que la madre era de estatura normal, pero Graciela le había contado que el padre era de baja estatura (e integridad). Había desaparecido antes de que Raymond naciera.

A Raymond siempre lo elegían el último cuando formaban los equipos, porque era demasiado pequeño para competir con niños de su edad. Por eso se interesaba por pasatiempos distintos de los deportes de equipo. La pesca le apasionaba y en los días libres, McCaleb solía llevarlo a la bahía en busca de halibut. Cuando tenía una excursión, el chico siempre suplicaba que lo dejaran ir, y si había espacio le permitían jugar a ser segundo oficial. Para McCaleb era todo un placer darle al niño un sobre con un billete de cinco dólares al final del día.

– Te necesitaremos en la cofa -dijo McCaleb-. Este grupo quiere ir al sur en busca de marlines. Será un día muy largo.

– ¡Genial!

McCaleb sonrió. A Raymond le encantaba hacer de oteador en la cofa, buscando marlines negros durmiendo o jugando en la superficie del agua. Y, con sus prismáticos, se estaba convirtiendo en un experto. McCaleb miró a Graciela para compartir el momento, pero ella tenía la mirada fija en el plato. No sonreía.

Transcurridos unos minutos más, Raymond había terminado de comer y había pedido permiso para ir a su habitación a jugar en el ordenador. Graciela le dijo que pusiera el volumen bajo para que no despertara al bebé. El chico se llevó el plato a la cocina y Graciela y McCaleb se quedaron solos.

Él comprendía el silencio de su mujer y ella, por su parte, sabía que no podía dar voz a su objeción de que se implicara en un caso, porque había sido su propia solicitud de que investigara la muerte de su hermana lo que los había unido tres años antes. Sus sentimientos estaban atrapados en esta ironía.

– Graciela -empezó McCaleb-. Ya sé que no quieres que haga esto, pero…

– Yo no he dicho eso.

– No hace falta que lo digas. Te conozco y con sólo verte la cara desde que ha venido Jaye…

– Lo que no quiero es que esto cambie. Nada más.

– Lo entiendo. Yo tampoco quiero que cambie. Y no va a cambiar. Lo único que voy a hacer es mirar el expediente y la cinta y darle mi opinión a Jaye.

– Será más que eso. Te conozco. Te he visto en acción y sé que te quedarás enganchado. Es tu especialidad.

– No quiero implicarme. Sólo voy a hacer lo que me ha pedido. Ni siquiera lo haré aquí. Voy a llevarme lo que me ha dado al barco, ¿vale? No quiero tenerlo en casa.

McCaleb sabía que iba a hacerlo con el consentimiento de Graciela o sin él, pero deseaba su aprobación de todos modos. La relación entre ambos era todavía tan reciente que él siempre buscaba la aprobación de ella. Había pensado en el asunto y se preguntaba si tenía algo que ver con su segunda oportunidad. El sentimiento de culpa lo había acosado en los últimos tres años, y todavía surgía cuando menos se lo esperaba, como un control de carretera. De alguna manera sentía que si aquella mujer le daba el permiso para seguir viviendo, todo estaría bien. Su cardióloga lo había llamado la culpa del superviviente. Él vivía porque otra persona había muerto y por eso debía ganarse la redención. Pero McCaleb pensaba que esa explicación era demasiado simple.

Graciela puso mala cara, aunque a McCaleb le seguía pareciendo hermosa. Tenía la piel cobriza y un pelo castaño oscuro que enmarcaba un rostro con ojos de un marrón tan oscuro que apenas se distinguía el iris de la pupila. La belleza de su esposa era otra de las razones por las que buscaba siempre su aprobación. Había algo purificador en sentirse bañado por la luz de su sonrisa.

– Terry, he escuchado lo que hablabais en el porche, después de que la niña se durmiera. Oí lo que dijo Jaye acerca de qué era lo que hacía latir tu corazón y de que no pasa un día sin que pienses en tu trabajo. Sólo te pido que me digas si tenía razón.

McCaleb se quedó un momento en silencio. Miró el plato vacío y luego hacia el puerto y las luces de las casas que trepaban por la otra colina, hasta el hotel de la cima del monte Ada. Asintió muy despacio y luego volvió a mirarla.

– Sí, tenía razón.

– Entonces, todo esto, lo que hacemos aquí, la niña, ¿es una mentira?

– No, claro que no. Esto lo es todo para mí y lo protegería con todo lo que tengo. Pero la respuesta es que sí, pienso en lo que era y en lo que hacía. Cuando estaba en el FBI salvaba vidas, Graciela, así de simple. Luchaba contra el mal para que este mundo fuera un poco menos oscuro. -Levantó la mano e hizo un gesto hacia el puerto-. Ahora tengo una vida maravillosa contigo y con Cielo y con Raymond. Y pesco para la gente rica que no tiene otra cosa en la que gastar el dinero.

– O sea que quieres las dos cosas.

– No sé lo que quiero, pero sé que cuando Jaye estuvo aquí yo le hablaba porque sabía que me estabas escuchando. Decía lo que querías escuchar, pero sabía que no era lo que de verdad quería yo. Lo que quería era abrir ese expediente y ponerme a trabajar en ese mismo instante. Jaye no se equivocaba conmigo, Gracie. No me había visto en tres años, pero me tenía bien calado.

Graciela se levantó y rodeó la mesa para ir a sentarse en el regazo de su marido.

– Es sólo que estoy asustada por ti -dijo, y se abrazó a él.

McCaleb sacó dos vasos altos del armario y los puso en la encimera. Llenó el primero con agua mineral y el segundo con zumo de naranja. Entonces, empezó a tragar las veintisiete pastillas que había alineado en la mesa, acompañándolas con sorbitos de agua y de zumo para ayudar a pasarlas. Tomarse las píldoras -dos veces al día- era su ritual, y lo detestaba. No era por el sabor, eso era algo que ya había superado con creces en los últimos tres años, sino porque el ritual constituía un recordatorio de la extrema dependencia de factores externos que tenía su vida. Las pastillas eran una correa. No podría vivir mucho tiempo sin ellas. Buena parte de su mundo giraba en torno a asegurar que siempre las tendría. Hacía planes acerca de ellas, las acaparaba. A veces incluso aparecían en sus sueños.

Cuando hubo acabado, McCaleb fue a la sala de estar, donde Graciela estaba leyendo una revista. No levantó la mirada cuando él entró, otra señal de que no le hacía gracia lo que de repente estaba sucediendo en su casa. Él se quedó allí un momento, pero al ver que nada cambiaba se fue a la habitación de la niña, al fondo del pasillo.

Cielo continuaba dormida en su cuna. La luz del techo estaba atenuada y subió la intensidad lo justo para verla con claridad. Se acercó a la cuna y se inclinó para sentir la respiración del bebé y percibir su olor. Cielo tenía la piel y el pelo oscuros, como su madre, pero los ojos eran azules como el océano. Sus manilas estaban cerradas en puños, como si quisiera mostrar que estaba dispuesta a luchar por la vida. McCaleb sentía un profundo amor por ella cuando la veía dormir. Pensó en toda la preparación que había tenido que pasar, en los libros y los consejos de las amigas de Graciela que eran enfermeras de pediatría en el hospital. Todo para estar preparados para cuidar de una vida frágil y extremadamente dependiente de ellos. Nadie le dijo nada, ni él lo leyó en ningún sitio, para prepararlo para lo contrario: la certeza que tuvo en el mismo instante de tenerla en brazos por primera vez, la certidumbre de que su propia vida dependía de la de la niña.

Estiró el brazo y cubrió la espalda de la niña con la mano. Ella no se movió. McCaleb sentía el latido del minúsculo corazón. Parecía acelerado y desesperado, como una plegaria susurrada. En ocasiones ponía la mecedora al lado de la cuna y se quedaba observando a la pequeña hasta muy tarde. Esa noche era diferente. Tenía que irse. Tenía trabajo que hacer y no estaba seguro de si estaba allí para darle las buenas noches a Cielo o si de algún modo también buscaba obtener de la niña inspiración o aprobación. Bien pensado no tenía sentido, sin embargo, sabía que tenía que observarla y tocarla antes de ponerse a trabajar.


McCaleb caminó por el embarcadero y luego bajó las escaleras hasta el muelle de los esquifes. Encontró su Zodiac entre las otras pequeñas lanchas y subió a bordo, con cuidado de poner la cinta de vídeo y el expediente de la investigación bajo la protección de la proa inflable. Tiró dos veces de la cuerda hasta que el motor se puso en marcha y se dirigió hacia el carril central del puerto. En Avalon no había atracaderos, las embarcaciones estaban atadas a boyas dispuestas en líneas que seguían la forma cóncava del puerto natural. Como era invierno, había pocos barcos, pero de todos modos McCaleb no cortó camino pasando entre las boyas. Siguió los pasillos, del mismo modo que cuando uno conduce por las calles del barrio no pasa por encima de los jardines de los vecinos.

Hacía frío en el agua y McCaleb se abrochó el chubasquero. Al aproximarse al Following Sea distinguió el brillo de la televisión detrás de las cortinas del salón. Eso significaba que Buddy Lockridge no había terminado a tiempo de tomar el último trasbordador y se iba a quedar a pasar la noche.

McCaleb y Lockridge trabajaban juntos el negocio de las excursiones de pesca. El barco estaba puesto a nombre de Graciela y la titularidad de la licencia para las excursiones y del resto de la documentación relacionada con el negocio era de Lockridge. Los dos hombres se habían conocido más de tres años antes, cuando McCaleb tenía atracado el Following Sea en el puerto deportivo de Cabrillo, en Los Ángeles, y vivía a bordo mientras se dedicaba a restaurarlo. Buddy residía en un barco vecino y ambos habían desarrollado una amistad que en los últimos tiempos se había convertido en sociedad.

Durante las agitadas temporadas de primavera y verano, Lockridge se quedaba muchas noches en el Following Sea, pero en temporada baja solía tomar un trasbordador hasta su barco amarrado en el puerto deportivo de Cabrillo. Al parecer tenía más éxito en los bares de la ciudad que en los escasos locales de la isla. McCaleb supuso que volvería a la mañana siguiente, puesto que no tenían ninguna otra salida hasta al cabo de cinco días.

McCaleb chocó con la Zodiac en la bovedilla del Following Sea. Paró el motor y salió con la cinta y la carpeta. Ató la lancha a la cornamusa y se dirigió a la puerta del salón. Buddy estaba esperándolo allí, porque habría oído la Zodiac o habría notado el golpe en la popa. Abrió la puerta corredera, con una novela de bolsillo en la mano. McCaleb echó un vistazo a la tele, pero no pudo distinguir qué estaba viendo.

– ¿Qué pasa, Terror? -preguntó Lockridge.

– Nada. Necesito trabajar un poco. Usaré el camarote de proa, ¿vale?

Entró en el salón. Hacía calor. Lockridge tenía el calefactor encendido.

– Claro. ¿Puedo ayudarte en algo?

– No, no tiene nada que ver con el negocio.

– ¿Tiene que ver con la mujer que vino antes, la ayudante del sheriff?

McCaleb había olvidado que Winston había pasado en primer lugar por el barco para pedirle la dirección a Buddy.

– Sí.

– ¿Estás trabajando en uno de sus casos?

– No -se apresuró a decir McCaleb, con la esperanza de limitar el interés de Lockridge y su implicación-. Sólo necesito mirar unas cosas y hacerle una llamada.

– Qué amable, colega.

– No tanto, es sólo un favor. ¿Qué estás mirando?

– Ah, nada. Es un programa sobre ese equipo que va detrás de los hackers. ¿Por qué? ¿Lo has visto?

– No, pero pensaba llevarme la tele un rato.

McCaleb levantó la cinta de vídeo y los ojos de Lockridge se iluminaron.

– ¿Quieres ser mi invitado? Adelante, pon la cinta.

– No, aquí no, Buddy. Esto es… la detective Winston me pidió que hiciera esto de modo confidencial. Te devolveré la tele en cuanto termine.

El rostro de Lockridge reveló su decepción, pero McCaleb no iba a preocuparse por eso. Se acercó a la barra que separaba la cocina del salón y dejó allí la carpeta y la cinta. Desenchufó la televisión y la sacó del mueble que la mantenía fija para que no se cayera cuando el barco navegaba en mares agitados. El aparato tenía un reproductor de vídeo incorporado y pesaba bastante. McCaleb lo cargó, lo bajó por la estrecha escalera y lo llevó al camarote de proa, que había sido parcialmente convertido en despacho. Había dos literas en dos de las paredes. La cama de debajo de la izquierda había sido sustituida por un escritorio y McCaleb utilizaba las dos camas superiores para almacenar los viejos archivos del FBI, porque Graciela no los quería en casa, al alcance de Raymond. El único problema era que McCaleb estaba seguro de que en más de una ocasión Buddy había abierto las cajas para fisgonear en los archivos. Le molestaba, porque suponía una especie de invasión. McCaleb había pensado en cerrar con llave el camarote de proa, pero llegó a la conclusión de que eso habría sido un error irreparable. La única escotilla de la cubierta inferior estaba en el camarote de proa y no podía bloquearse el acceso a ella por si era necesaria una evacuación de emergencia por esa parte.

Dejó la tele sobre el escritorio y la enchufó. Iba a regresar al salón para coger la cinta y la carpeta cuando vio a Buddy bajando la escalera con el vídeo en la mano y hojeando el expediente.

– Eh, Buddy…

– Está como un cabra, tío.

McCaleb estiró el brazo y cerró la carpeta, y a continuación cogió la cinta de la mano de su socio y compañero de pesca.

– Sólo estaba echando un vistazo.

– Te he dicho que es confidencial.

– Sí, pero ya sabes que trabajamos bien juntos.

Era cierto que, por casualidad, Lockridge había sido de gran ayuda para McCaleb cuando éste investigó la muerte de la hermana de Graciela. Pero eso había sido una investigación de calle activa. Esta vez sólo se trataba de revisar una documentación y no necesitaba a nadie mirando por encima de su hombro.

– Esto es distinto, Buddy. Es cuestión de unas horas. Sólo voy a echar un vistazo y ya está. Ahora deja que empiece a trabajar. No quiero pasarme aquí toda la noche.

Lockridge no dijo nada y McCaleb no esperó. Cerró la puerta del camarote de proa y se volvió hacia el escritorio. Al bajar la mirada hacia el expediente sintió un estremecimiento unido a la familiar sensación de terror y culpa.

McCaleb sabía que era el momento de sumergirse de nuevo en la oscuridad, de explorarla y conocerla, porque sólo así podría atravesarla. Asintió con la cabeza, aunque estaba solo. Era una manera de reconocer que había estado mucho tiempo esperando ese momento.

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