Viernes , 26 de septiembre de 2003
Ha llegado mi comadrona, Cheryl Dixon. Tiene cuarenta y tantos años, es una mujer alta, con mucho pecho, pelo rubio rojizo liso, con el corte despuntado que se lleva ahora, y piel pecosa. Hoy lleva unos pantalones demasiado ajustados y un pichi de cuello v que resalta su considerable escote.
La pasión de Cheryl es el teatro vocacional. Actualmente aparece en una producción de El Mikado en el Pequeño Teatro de Spilling. Hace dos sábados tuvo lugar la primera función que tendrían en escena durante dos semanas. Tuve que disculparme por no poder asistir, dado que había dado a luz el día anterior. Tengo la impresión de que cree que no es excusa suficiente.
Cheryl había puesto a Florence el apodo de «Flipper» cuando la veía cambiar de posición en mi tripa cada semana. Cuando yo hacía preguntas tontas, me llamaba graciosa cebollita. A veces se exasperaba conmigo, cuando me ponía neurótica y pedía moni- toreo innecesario. «¡Demonios!» decía, o «¡Caracoles!» Estaba de guardia en el Hospital de Culver Vallley la noche en que nació Florence. Fue ella quien me dijo que pusiera a Florence en la cama conmigo cuando no dejaba de llorar.
– No hay nada como un abrazo de Mamá en una cama calentita para hacer que el bebé se sienta mejor -decía mientras envolvía a Florence en una manta de hospital y me la colocaba bajo mi brazo.
Se me llenan los ojos de lágrimas. No me hará bien pensar en eso ahora.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Florence Fancourt? -preguntó Simon a Cheryl-. Es decir, antes de hoy.
Me mira como disculpándose, pero no mantengo la mirada. Estamos en la habitación que llamamos pequeño salón, aunque no es pequeño según las medidas habituales. Aquí es donde transcurren las veladas en Los Olmos, viendo la televisión y charlando. Vivienne no permite que se encienda la televisión hasta que Felix se va a la cama. Aun así, solo quiere ver noticiarios y documentales. Pocas veces mira por casualidad un programa de telerrealidad y murmura: «¡Qué horror!» o «¡Qué diferente de la vida hogareña de nuestra querida reina».
Hay muchos sofás y sillas pegados a las paredes, demasiados, como si se esperara a un grupo de veinte personas. En el centro se encuentra una mesa para café, larga, rectangular, con superficie de cristal, herencia de familia. La base es de bronce, con forma de S a los lados. Siempre me ha parecido espantosa, como el tipo de muebles que tendría en su palacio un faraón ostentoso. En ese momento no había café sobre la mesa, solo una canastilla con un bebé vestido con un traje Bear Hug, dormido bajo una mantita amarilla.
Estoy sentada en un sillón en el rincón, con las rodillas apretadas a mi pecho y los brazos sujetando mis piernas. Esta postura me hace daño en la herida de la cesárea. El dolor físico resulta casi reconfortante. Hoy no he tomado mi píldora de hipérico. Pronto se me acabarán y tendré que ir a la oficina a buscar más o cambiar a gelsemium. Me dio pena una mujer que estaba en la cama de al lado en la sala de partos y le di casi todas mis pastillas de hipérico. Mandy. Ella también tuvo una cesárea y su herida se hizo hematoma. Tenía marcas de acné y era muy pequeña y delgada como un palillo. Parecía demasiado pequeña para haber tenido un bebé. Su novio la arengaba frente a toda la sala para ver cuando iría a casa y cuidaría de él. Discutían todo el tiempo sobre qué nombre le pondrían al niño. Su voz sonaba cansada y desesperada cada vez que sugería un nombre tras otro. El novio insistía en llamarla Chloe y la insultaba.
David y yo escuchábamos a través de la cortina de plástico del hospital que dividía nuestra habitación de la guardia de los otros tres, y no lo podíamos creer cuando descubrimos que el motivo por el que él estaba empecinado en el nombre de Chloe era porque ya tenía una hija de una relación anterior con ese nombre. Mandy seguía intentando y fracasando en convencerlo de que este motivo era negativo, no positivo.
Decidí que ella necesitaba el hipérico más que yo y se lo di una noche, después de que su horrible novio se hubo ido. Me lo agradeció bruscamente, como si nadie hubiera sido nunca amable con ella y lo considerara como algo grosero.
David se sienta en el sofá blanco junto a la ventana y golpea el pie derecho contra el suelo. Cada tanto, inspira profundamente y todos lo miramos, esperando que diga algo. Pero no dice nada. Sólo mueve la cabeza y cierra la boca. No puede creer lo que está ocurriendo. Después de mi declaración, vino su turno. Pronto lo hará Cheryl. Parece que estuviéramos participando en una extraña ceremonia de culto.
Me gustaría poder decir que, como madre de Florence, mi declaración vale mucho más que la de otras personas, pero me temo que no es así. Simon no me ha permitido decir ni la mitad de lo que quería decir. Insistía en que tenía que ser un relato de hechos. No se me permitió utilizar lo que él llamaba un lenguaje florido. No se me permitió empezar ninguna frase con las palabras «Siento que…» ni decir que sospechaba que alguien había entrado en casa y se había llevado a Florence mientras David dormía la siesta. Aparentemente, sólo se puede incluir una opinión en una declaración si se trata de un «Hobstaff», aunque no sé qué significa. Simon me dice que éste no es un caso de esos.
Al final, todo lo que pude decir fue que cuando volví a casa esta tarde después de haber estado en La Ribera, observé que la puerta de calle estaba abierta, algo inusual, y que después subí las escaleras y vi que el bebé que estaba en la cuna no era mi hija, aunque a primera vista se parecía a Florence.
Por ahora no volveré a hablar. No voy a contradecir a David, diga lo que diga. ¿Qué sentido tiene? No es que Simon me crea, y nada de lo que yo diga o haga podrá cambiar lo que piensen otros. Guardaré mi próximo esfuerzo para cuando llegue Vivienne.
– ¿Señora Dixon? Le he preguntado cuándo vio a Florence por última vez. -Cheryl está de pie sobre la alfombra persa en medio de la sala, mirando hacia la canastilla del bebé. A cada rato me mira con ansiedad. Se siente incómoda con mi silencio y quiere que diga algo para hacerla sentir más relajada.
– La vi el martes de esta semana. Hace tres días.
– ¿Y éste es el mismo bebé que usted vio entonces? -Ella gesticula, arruga la frente. Yo tengo que mirar hacia otro lado.
Me siento realmente agotada. Mi cerebro parece expandirse, como si alguien tratara de extraerlo. Me abrazo las rodillas con más fuerza y me armo de valor para escuchar la respuesta de Cheryl.
– No sé -dice-. No estoy segura. Cambian tanto los primeros días y veo tantos bebés, a veces diez o doce por día. Así que, si Alice está segura… -dice bajando la voz.
Me invade una sensación de conmoción, de asombro. Por fin, alguien que no está totalmente seguro de que yo estoy equivocada, alguien que piensa que vale la pena escucharme.
– ¿Ahora van a hacer algo? -ruego.
– ¿Que no está segura? ¿Qué quiere decir? ¡No puede decir eso!
– Señor Fancourt, por favor. -La voz de Simon es calma, autoritaria-, La señora Dixon está aquí para ayudarnos. Si va usted a intimidarla, tendré que pedirle que abandone el salón.
– Es mi casa -dice David bruscamente.
– No, no lo es. Es la casa de Vivienne y está de camino -le recuerdo. De repente, parece que merece la pena volver a hablar.
– Siento mucho no poder ser más concreta -dice Cheryl-. No recuerdo claramente la cara de Florence. Y, como digo, cambian mucho en los primeros días, ¿no es cierto?
– No se convierten en otras personas -grita David.
Se levanta del sofá.
– Esto es absurdo. Es lo más ridículo que me ha ocurrido en toda mi vida. ¡Es Florence! ¡Sin duda es ella!
Lo siento por él, pero más lo siento por mí y, sobre todo, por Florence. Siempre pensé que tenía suficiente amor y determinación dentro de mí para ayudar a todo el que lo necesitara por igual. Ya no.
– Entonces, ¿han comprobado que se trata de una niña? -dice Cheryl.
Nos miramos, mudos y paralizados. El silencio se extiende por todo el salón como un sirope negro y espeso.
– ¿No han comprobado el sexo del bebé? -pregunta Cheryl a Simon, quien endurece su gesto al sentirse criticado.
– No lo ha revisado porque supone que no hay necesidad de hacerlo -le digo a Cheryl- No me cree.
– ¡Por Dios! -David se gira enfadado-. Vamos, quítele el pañal. Ya hay que cambiarlo de todos modos. Puedo decir exactamente qué pañal lleva: es un Pampers Baby Dry para recién nacidos- Y tiene ojos azules y manchas blancas en la nariz, y no tiene pelo, esperaba que añadiera.
– Todos los bebés llevan esos pañales -dije con tranquilidad-, David, eso no prueba nada. Has tenido mucho tiempo para cambiarla mientras yo hablaba con Simon en la cocina.
– ¿Simon? -David lo mira y después me mira a mí-. Entonces ustedes se han hecho muy amigos, ¿no?
– Está usted consiguiendo que todo esto sea más desagradable de lo necesario, señor Fancourt.
Cheryl empieza a desabotonar el traje de Bear Hug. No pide permiso a nadie.
– ¿No podría llevarla arriba para cambiarla? -le digo nerviosa-. Se trata de un bebé, ella no es una prueba. -Me duelen los ojos y la cabeza y siento un cosquilleo en la nariz por el esfuerzo por no llorar. No puedo aguantar más.
– ¡Ella! -David pone énfasis en la palabra.
– Obviamente es una niña -digo.
– ¿Lo ves?, sabes que es Florence -David me apunta con el dedo. -Te has vuelto loca, pero en el fondo sabes que es Florence.
– ¿Lo sé? -digo sin convicción.
Parece tan seguro. Miro alrededor del salón, a cada uno a la cara. Tres caras grandes. Una cara pequeña.
– No, no lo sé en absoluto.
Me voy del salón, no puedo ver cómo le quitan el traje Bear Hug de Florence al bebé. Espero fuera de la pequeña sala con los ojos cerrados por un tiempo que parece horas, apretando mi frente contra el frío papel de la pared del vestíbulo.
– Es una niña.
Escucho que Cheryl dice en seguida, gritando para hacerse oír a pesar del colérico ruido del llanto. Recuerdo la última vez que escuché esas palabras, durante la ecografia a las veinte semanas, y se me doblan las rodillas. Es una niña. Va a tener una hija.
¿Pero por cuánto tiempo será mía?, no se me ocurrió preguntar. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que alguien la aleje de mí o me alejen de ella? Nadie dijo nada sobre eso.
– En un pañal Pampers Baby Dry -dice David-. ¿Ahora me creen?
– Vuelvan a vestirla -pido desde el recibidor.
– Alice, ¿dónde está su libro rojo? -pregunta Cheryl de repente-. Allí están todos los datos de Florence: peso, altura, marcas de nacimiento. Todos los bebés lo tienen -le explica a Simon-, Es un modo de comprobar los datos básicos. Tengo mi báscula en el coche. Voy a buscarla.
– Su libro rojo está en su dormitorio -digo.
– Voy a buscarlo -dice David-, Esto debería aclarar todo de una vez.
No sé cómo. Los bebés ganan y pierden peso todo el tiempo, especialmente cuando son muy pequeños. Siempre queda la altura, supongo. Esa es un área en la que sólo cabe esperar una curva ascendente.
David pasa cerca de mí en el recibidor y me lanza una mirada desconcertante, como si no estuviera seguro, pero como si yo fuera alguien que alguna vez conoció. Quiero llegar a él, pero ya es demasiado tarde. Hemos tomado caminos diferentes.
– Muy bien, pequeña, tú espera aquí -oigo decir a Cheryl- No tiene sentido vestirte para desvestirte otra vez, ¿no es cierto? Vamos a envolverte en esta bonita manta para mantenerte cómoda y calentita. ¡Cuidado con las travesuras!
Travesuras es como llama Cheryl a todas las funciones corporales. Tal vez ésta no sea la situación más difícil que se haya encontrado en su vida profesional. Debe de haber tenido que lidiar con verdaderas tragedias alguna vez. Sabe cómo mantenerse tranquila y cómo ser práctica aun en las circunstancias más adversas. Ruego que esto no sea el principio de una verdadera tragedia, que solo sea un horror provisional.
David baja con el libro rojo. Esta vez me mira con profundo desprecio. Lo sigo hasta el salón.
– La última vez que pesamos a Florence fue el martes -digo- Pesaba ocho libras y trece onzas. Ese bebé parece más pesado.
– Ese bebé -murmulla David. Se encuentra de espaldas al salón y está mirando por la ventana. Su voz parece venir de muy lejos. Al girarse, tiene la cara pálida de ira-. Muy bien, muy bien. No quería hacer esto, pero tú lo has pedido. ¿Vas a contarle tú a Simon tu historial de enfermedad mental o lo hago yo?
– No seas ridículo -digo-, David, ¿recuerdas aquella mujer que estaba en el hospital? ¿Mandy?
– Alice tomó Prozac por depresión durante casi un año después de la muerte de sus padres. Además, Cheryl me apoyará en esto, la noche después del nacimiento de Florence, dijo que otro bebé, un bebé cualquiera del hospital, era Florence.
Me quedo helada. Esto es verdad, pero lo había olvidado casi por completo. Es tan tonto y tan irrelevante. No sabía siquiera que David lo supiera. Con seguridad yo no se lo había dicho. Debe de haber sido alguna de las parteras, cuando fue a visitarme al día siguiente.
Aparece Cheryl por la puerta con su báscula. Por su cara, puedo ver que ha escuchado lo que acaba de decir David. Me mira con tristeza. No quiere traicionarme, pero el sentido común le dice que tal vez el incidente sea relevante y que tal vez se haya precipitado al creer en mi cordura y mi honradez.
– Estaba exhausta -explico-. Había tenido una cesárea de urgencia después de tres días de trabajo de parto. Me sentía tan cansada que estaba alucinando, literalmente.
– Todavía lo estás -dice David-, Mira adonde nos han llevado tus alucinaciones.
– Cheryl se ofreció para llevarse a Florence para que yo pudiera dormir y se lo permití. Después me sentí culpable. Debería haber sido mi primera noche con mi pequeña y me había quedado tan tranquila entregándola. -No puedo parar de llorar mientras cuento esta historia. Aquella noche, una parte de mí temía haberme convertido en la peor madre del mundo. Una buena madre se hubiera colgado de su preciosa niña veinticuatro horas al día y se hubiera asegurado de que nada malo le sucediese-. Diez minutos después todavía estaba despierta, más cansada y me sentía culpable, echaba de menos a Florence como loca y pensé que podía ir a buscarla. Llamé a la partera y Cheryl acudió unos segundos más tarde con un bebé. Yo… pensé que era Florence, pero solo porque Cheryl había sido quien se la había llevado unos minutos antes. Estaba fuera de mí a causa del cansancio. ¡No había dormido durante tres días!
– Y en cuanto llevé a Florence a la habitación, reconoció su error -dice Cheryl.
Gracias a Dios. Está de mi lado. Simon también sabe esto y me toma más en serio porque tiene el apoyo tácito de mi partera. Gracias a Dios por Cheryl.
– Cheryl, ¿recuerdas a Mandy? -le pregunté.
– Tres días de agonía -dice David a Simon-. Ni siquiera fue trabajo de parto propiamente dicho, eso es lo que dijeron. Trataron de inducirlo dos veces y no lo consiguieron. Incluso cuando le pusieron el goteo, no funcionó. Nada funcionaba. Finalmente, hicieron una cesárea de urgencia pero la anestesia no funcionó correctamente. ¿No es cierto? -Sus ojos me desafiaron a negarlo.
Muevo la cabeza.
– El dolor era tan fuerte que se desmayó. Se perdió la mejor parte, cuando sacaron a Florence. Cuando volvió en sí, todo había pasado. Y el amamantamiento también fue un fracaso total. Alice estaba hundida por esto. Realmente quería dar de mamar a Florence. ¿No cree que todo esto puede traumatizar a cualquiera, inspector? Sumirla en… no sé, algún tipo de locura posparto?
Estoy demasiado sorprendida por el relato de David sobre el nacimiento de Florence como para decir algo en mi defensa. Parece conocer todos los hechos pero nada de la verdad. ¿Lo vivió de forma tan negativa en ese momento? Si es así, no lo demostró para nada.
Por primera vez, veo su mente como un territorio peligroso, un territorio en el que tengo miedo de entrar. Todos estos años he estado esperando que me dejara entrar, asumiendo que sabía o podía imaginar cómo era el terreno. Me imaginaba la angustia y la inseguridad como consecuencia de haber crecido sin padre, haber sido separado de su hijo, haber sufrido el trauma de la muerte de Laura. Le atribuía a él los pensamientos y los sentimientos que yo habría tenido en su lugar.
– Esto no nos lleva a ningún lado -suspiró Simon-. Pesemos al bebé.
En mi mente, empiezo a escribir una declaración alternativa, una declaración más verdadera de la que he firmado para Simon:
Mi nombre es Alice y amo a mi hija Florence más que a mi vida, más que a todas las mejores cosas del mundo todas juntas. Su nombre completo es Florence Imogen Fancourt. Tiene la cabeza perfectamente redonda, muy poco pelo, ojos azules oscuros y una boquita perfecta como una pequeña flor rosada. Los dedos de sus manos, de sus pies y sus pestañas son llamativamente largos. Huele a limpio, a fresco, a polvos de talco y a nuevo. Tiene las orejas de mi padre. Cuando la coloco sobre mi mano para que eructe, sus hombros redondos se desploman y hace un gracioso ruido con la garganta, como si quisiera hacer gárgaras. Tiene una forma de juntar las manos y los pies, tan delicada, como una bailarina de ballet, y no llora porque sí, de forma anárquica, como algunos bebés. Llora como un adulto enfadado y con una grave queja.
– Nueve libras exactas.
– ¿Entonces? ¿Entonces? Eso no prueba nada. Ha ganado peso, eso es todo. Ocurre con todos los bebés.
El viernes 12 de septiembre de 2003, nació por una cesárea de urgencia en el Hospital General de Valley Culver. Pesó 7 libras y 11 onzas. No fue una pesadilla, como dice mi marido, sino el día más feliz de mi vida. Mientras los médicos y las parteras me llevaban de la sala de partos al quirófano, escuché a uno de ellos gritar a David -Traiga ropa para el bebé-. En ese momento me di cuenta de que todo esto era real. Estiré el cuello y solo conseguí ver a David registrando mi bolsa de hospital. Extrajo un body blanco y un trajecito blanco con Ositos Pooh y Tiggers por todas partes. -A Pooh le gusta la miel, pero Tigger piensa que es gracioso-. Lo trajo Vivienne. -La primera ropita de bebé debe ser blanca -dijo. Recuerdo haber pensado que mi hija iba a llevar esa ropa. Pronto.
– ¿Ha contactado con el hospital? -preguntó Cheryl-. Existe alguna posibilidad de que todavía conserven la placenta y el cordón umbilical. Pueden comprobar si corresponden a este bebé. Se supone que tenemos que eliminarlos dos días después, pero, entre usted y yo, no siempre es así. Le convendría comunicarse con ellos de inmediato.
– Oh, por Dios Santo. ¡Esto es una farsa! De verdad va a…
Mientras me llevaban al quirófano, sonaba alto una canción de Cher, en la que su voz suena temblorosa. En seguida me gustó y supe que desde ese momento en adelante me recordaría el nacimiento de mi bebé. Sería mi canción, mía y de mi bebé. El anestesista echó gel azul sobre mi estómago. «No debería sentirse frío», dijo.
– No creo que sea muy caro, supongo, por mano de obra y recursos. Sin embargo, los resultados podrían tardar un poco.
– ¡Lo ves! No quiere meterse en problemas con su jefe por gastar dinero público en lo que es claramente un caso de absoluta locura.
– Y la otra mujer en la sala, esta chica Mandy que mencionó Alice.
– Ninguna de estas mujeres vio ni dos veces a Florence.
– Señor Fancourt, no está usted ayudando. Discúlpenme un minuto, todos.
Se sintió frío.