Capítulo 33

Jueves , 2 de octubre de 2003


Estoy sentada en el tocador cepillándome el cabello cuando entra David.

– ¿Recuerdas nuestra luna de miel? -le digo, decidida a hablar antes de que él lo haga-, ¿Recuerdas al señor y la señora Table y la familia de Rod Stewart? ¿Las tardes en que nos sentábamos en el balcón a beber retsina griega? ¿Recuerdas lo felices que éramos entonces? -Sé que unos cuantos momentos felices compartidos no revivirán esos sentimientos, pero quiero que David recuerde, al menos, que una vez existieron. Que se atormente como yo.

Una mueca de desdén asoma en su cara.

– Puede que tú fueras feliz -dice-. Pero yo no lo era. Sabía que nunca significarías tanto para mí como Laura.

– Eso no es verdad. Lo estás diciendo sólo para lastimarme.

– Solo fuimos a Grecia. Cualquiera puede ir a Grecia. Laura y yo fuimos a las islas Mauricio en nuestra luna de miel. No me importaba gastar esa cantidad de dinero por ella.

– No importa cuánto dinero te gastes, David. Nunca importará. Tu madre siempre te dará más. ¿Cuántas veces ha salvado Vivienne tu empresa a lo largo de los años? Apuesto a que más de una vez. Si no fuese por su generosidad probablemente estarías trabajando en alguna fábrica de mierda.

Aprieta los dientes y sale despotricando de la habitación. Sigo cepillándome el cabello, esperando. Unos cuantos minutos después regresa. -Deja el cepillo -dice-. Quiero hablar contigo.

– No tengo nada que decirte, David. Creo que ya es un poco tarde para hablar, ¿no crees?

– ¡Suelta el cepillo te digo! Mira lo que he encontrado. -Me enseña una fotografía de mis padres y mía, tomada cuando era niña. La debe haber sacado de mi bolso. Es mi foto favorita de nosotros tres. David lo sabe. Sabe que si algo le pasa nunca se podrá reemplazar-, Creo que ese corte de cabello te sentaba mejor -dice.

En la fotografía tengo cinco años. Mi peinado es poco atractivo, masculino, corto en la nuca y a los lados. Mis padres no eran las personas más elegantes en el mundo. No les importaba un pimiento lo que los demás pensaran.

– No me gustan las mujeres con melena demasiado larga -me dice David con suficiencia-. Cuanto menos pelo, mejor.

– Laura tenía el cabello largo -no puedo resistir replicarle.

– Sí, pero el suyo no era lacio y grasiento como el tuyo. Y no tenía pelos por todo el cuerpo. Me di cuenta cuando hiciste antes tu pequeño striptease en la cocina de que no te has afeitado las axilas hace tiempo.

– Mi hija ha sido secuestrada -digo con voz queda. Mi aspecto no ha sido mi principal preocupación.

– Obviamente no. Apuesto a que tampoco te has afeitado las piernas.

– No, no lo he hecho -digo, previendo lo que se avecina, aunque por una vez puedo verle una salida. Primero, sin embargo, tengo que adentrarme todavía más-, ¿Por qué hiciste aquello antes? -pregunto.

– ¿Hacer qué?

– Fingir que me había negado a cambiarme, cuando fuiste tú quien me impidió quitarme el jersey sucio.

– Porque te lo mereces -dice David-. Porque en el fondo eres sucia, y ya es hora de que Mamá se dé cuenta.

Asiento.

David se acerca a mí. Busca en el bolsillo del pantalón y extrae las tijeras de cocina con mango blanco de Vivienne y una maquinilla de afeitar desechable. Me pone delante de los ojos la fotografía en blanco y negro en la que estoy con mis padres.

– Era una época más feliz para ti, ¿verdad? -dice-. Apuesto a que desearías revivir el pasado.

– Sí.

– Entonces no eras una mentirosa. No eras repugnante y peluda.

Me quedo callada.

– Bien, ahora tienes esa posibilidad. -Asiente la cabeza hacia la máquina de afeitar, las tijeras-. Córtate el pelo para que quedes igual. Y entonces, cuando hayas terminado, quiero que te quites el camisón y te afeites el resto del vello.

– No -digo-. No me hagas hacer eso.

– No te estoy obligando a hacer nada. Eres libre de hacer exactamente lo que quieras. Pero también yo. Recuérdalo, Alice. Yo también puedo hacer lo que quiera.

– ¿Qué quieres que haga? Dime exactamente lo que quieres que haga.

– Toma las tijeras -me habla lentamente como si se dirigiera a una retrasada-. Córtate todo ese cabello fino, ralo y desteñido. Después quítate el camisón y aféitate las piernas y bajo las axilas. Y entonces, cuando lo hayas hecho, también te puedes afeitar la entrepierna. Y cuando termines, aféitate el vello de los brazos y también el de las cejas. Cuando lo hayas hecho todo, te dejaré ir a la cama. Mañana es un gran día.

– ¿Y si me niego?

– Entonces romperé esto en trocitos. -Agita la fotografía en el aire-. Será el adiós a Marni y Papi. Otra vez.

Una flecha de dolor perfora el escudo que me he construido a partir de la incredulidad y la necesidad, para proteger mi corazón. Me estremezco y David sonríe, encantado de haberse anotado un gol.

– De acuerdo, lo haré -respondo-, Pero no contigo en la habitación.

– No voy a ir a ninguna parte. Soy la persona a la que has agraviado, así que tengo derecho a mirar. Hazlo ya. Estoy cansado y quiero irme a dormir.

– Y supongo que le vas a decir a Vivienne que lo hice yo porque quería, ¿no es así? Una prueba más de mi depravación.

– Ya reuní todas las pruebas necesarias el viernes pasado, cuando decidiste fingir que nuestra hija era una desconocida. Pero algunas personas necesitan algo un poco más convincente. Normalmente Mamá no es tan lenta como lo ha sido contigo. Aunque creo que está empezando a captar el mensaje. El lío de esta tarde… y cuando vea lo que te hiciste en el pelo, cuando te vea sin cejas, y encuentre un gran montón de pelos en el suelo del dormitorio… porque eres demasiado cerda para limpiarlo por ti misma…

Ya ha hablado suficiente para mis propósitos. Me dirijo a su armario, lo abro y saco el dictáfono que coloqué en el bolsillo de uno de sus pantalones esta mañana. Pulso el botón de stop asegurándome de que me está viendo y retrocedo, escondiendo la pequeña máquina plateada a mi espalda.

– Todo lo que has dicho desde que entraste aquí está grabado en esta cinta -le anuncio.

El rostro se le vuelve de un tono carmesí. Da un paso hacia mí.

– No te muevas -digo-, o gritaré tan fuerte que se caerán las paredes. No vas a poder quitarme la cinta y destruirla antes de que Vivienne regrese. Sabes lo rápida que es cuando sabe que está sucediendo algo que todavía no está bajo su control. Así que a menos que quieras que se entere de qué clase de cretino enfermo y retorcido eres, harás lo que digo.

David se queda paralizado. Intenta no parecer preocupado, pero sé que lo está. Siempre se ha mostrado como un niñito perfecto delante de su madre. Su ego no podría sobrevivir a quedar en evidencia como un ser pervertido y sádico.

– Tienes suerte de que no esté tan enferma como tú dices -continúo-. Todo lo que quiero es que me dejes en paz. No me hables ni me mires. Basta de idear nuevas formas de atormentarme.

Finge que no estoy aquí. No quiero tener nada más que ver contigo, triste y patético cabrón. -David se encoge de hombros, fingiendo que no le importa-. Ah, una cosa más.

– ¿Qué?

– ¿Dónde está Florence? ¿Qué has hecho con ella? Cuéntamelo y destruiré la cinta.

– Oh, eso es fácil -dice David despectivamente-. Está en su habitación. Está aquí en Los Olmos, donde siempre ha estado.

Niego con la cabeza entristecida.

– Buenas noches, David -digo. Salgo de la habitación, sujetando el dictáfono con fuerza y cierro silenciosamente la puerta detrás de mí.

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