Capítulo 1 7

Lunes , 29 de septiembre del 2003


La llamó Señora Tiggywinkle desde el primer momento que la vio. Es más que un apodo. Ella era, es, la Señora Tiggywinkle. Pero a este otro bebé, la llama «La Pequeña».

Sabe que no es Florence. Y lo oí referirse a sí mismo como «Yo» cuando estaba hablando con ella de noche, cuando no sabía (jue yo estaba escuchando. Si estuviera hablando con Florence, habría dicho «Papá». Sé que debería hablar más lentamente, que un parto menos maníaco me haría parecer más racional, pero he esperado tanto tiempo para decir todo esto. No puedo detener las palabras que se derraman.

Simon y yo estamos en Chompers. Conforme despotrico, él me mira torpemente a través de una mesa de madera pulida. Está nervioso. Recorre el veteado de la madera con su dedo índice. El ruido retumba a todo nuestro alrededor -música, risas, conversaciones- pero escucho solo el silencio después de hablar, el silencio de Simon. Su pelo está limpio, recién peinado. Su camisa de dril tejano y los pantalones negros parecen nuevos, aunque no vayan especialmente bien uno con otro ni con sus zapatos marrones. No sé por qué no funciona el conjunto, pero la primera cosa que pensé cuando entró fue «Ni loco se pondría David esa ropa». Me enternece el mal sentido del vestuario de Simon, casi tranquilizador.

– Temo que no demuestra nada -dice después de una pausa larga. Su voz es apologética-. Muchos padres dan a sus niños más de un apodo, o uno que reemplaza otro. Y para su marido describirse asimismo como «Yo» también es normal. Podría referirse a él mismo como «Papá» la mayor parte del tiempo pero «Yo» ocasionalmente.

Entonces no sé qué puedo decir para convencerlo. Si mi palabra no es suficiente. Estoy paralizada de la angustia. No está de mi lado. No puedo confiar en él. Pienso en decirle lo que me ha pasado esta mañana, después de mi larga noche insomne e incómoda. Tuve que rogar por mi ropa, para que se me permitiera usar el cuarto de baño. Al final David abrió mi armario y seleccionó un vestido que sabía que era demasiado pequeño para mí, una cosa verde horrible y ajustada que no he usado por años. «No deberías haber engordado tanto mientras estaba embarazada», dijo.

Yo estaba desesperada por usar el baño. No tenía tiempo para discutir con él, así que me comprimí torpemente dentro del vestido. Cuando me lo puse, sentí una presión incluso mayor sobre mi vejiga. Podía haber perdido el control en cualquier momento, y David lo sabía. Se reía de mi impotencia. «Menos mal que no has tenido un parto natural», dijo. «Los músculos de tu pelvis no estarían en condiciones, ¿cierto?» Finalmente se hizo a un lado y me permitió dejar la habitación. Corrí al cuarto de baño, llegando justo a tiempo.

No soy capaz de contarle a Simon las pequeñas torturas de David. No estoy preparada para compartir mi humillación con él, solo para oírlo decir que la crueldad de David no prueba que La Pequeña no es Florence. Todavía traigo el horrible vestido verde puesto. David no me dio la llave de mi armario, así que no pude cambiarme. Vivienne no me hubiera creído si se lo hubiera dicho. Habría creído a David, cuando dijera, como lo haría, que había cerrado el armario yo misma y había perdido la llave, que me estaba volviendo loca.

Tener un aspecto tan horrible en público me hace sentir avergonzada. Estoy segura que Simon le prestaría más atención a lo que estoy diciendo si usara ropa que me quedara bien. Pero no es así, y Simon también le cree a David.

– Es difícil para mí saber qué pensar -dice-. Nunca antes he conocido a nadie como usted-. Su rostro no es exactamente como yo lo recordaba. Había olvidado, por ejemplo, qué ancho es su maxilar inferior, y que sus dientes inferiores están torcidos, algunos sobresaliendo delante de los otros. Había memorizado su nariz desigual, pero olvidado la textura de su piel, los poros amplios y el área un poco desigual y endurecida alrededor de su boca lo hacen ver desgastado y sólido.

Le pregunto qué quiere decir.

– Todo me dice que yo no debería creerle…

– La sargento Zailer, quiere decir -dije amargamente. Todavía no la he perdonado por la falta de compasión con la cual me trató en la comisaría.

– No sólo ella. Todo. Nos está pidiendo que creamos que un desconocido o desconocidos entraron en su casa mientras su marido y su hija estaban durmiendo, y cambiaron a su hija por otro bebé sin que su marido escuchara nada. ¿Por qué alguien haría eso?

– ¡Nunca dije que fuera un desconocido!

– O también que su marido estaba implicado de algún modo, y entonces ha destruido deliberadamente todas las fotografías de Florence para que nadie pueda demostrar nada. Pero otra vez, ¿por qué?

Le dije que no tenía idea, que tan solo porque no había una explicación accesible a la mano, no significaba que no hubiera una. Indicarle lo obvio a alguien que se supone que es inteligente, que debería saber mejor, me hace querer gritar con frustración.

– Ningún bebé ha sido declarado como perdido, y usted tiene un historial de depresión.

Al oír mi jadeo indignado, dijo:

– Lo siento. Sé que sus padres han muerto recientemente, pero, desde nuestro punto de vista, cuenta como alguien con una historia. La explicación más sencilla para todo esto es que está padeciendo alguna clase de…

– ¿Delirio inducido por trauma? -terminé la frase por él-, Pero eso no es lo que usted piensa, ¿no es cierto? No importa cuánto trate de creérselo, no lo hace. Por eso está aquí. -Quizá si le digo qué es lo que él piensa, empezará a creérselo. Estoy lo bastante desesperada como para probar cualquier cosa.

– Normalmente, en cualquier otro caso como éste yo no estaría aquí. La expresión de Simon era afligida, como si estuviera decepcionado consigo mismo.

– Bueno, ¿qué es diferente? -Exijo, impaciente. Él está más interesado en su propia motivación que en la seguridad de Florence o en la mía.

– Mi intuición me dice que confíe en usted -dice silenciosamente, mirando hacia fuera-. ¿Pero qué quiere decir eso? Es una contradicción, ¿no? No dejo de darle vueltas, para ser honesto. -Entonces me mira, como deseando ánimo de algún tipo.

Finalmente, un pedacito de esperanza. Quizás lo puedo convencer, persuadirlo de que me ayude, no importa el desprecio de la sargento Zailer.

– Es como yo con la homeopatía -le digo, obligándome a parecer tranquila-. Conozco todas las teorías sobre ella y suenan disparatadas. Se tendría que ser tonto para creer que una cosa tan extraña podría funcionar. Y sin embargo funciona. Lo he visto con mis propios ojos, repetidas veces. Confío en ella completamente, aunque lógicamente parece algo en lo que nunca podría creer.

– Una vez fui a ver a un homeópata. Nunca regresé. -Simon estudiaba las uñas de su mano izquierda.

«No me importa» grito dentro de mi cabeza. «¡Esto no tiene que ver contigo!». En cambio digo:

– No es remedio para todos. Los remedios pueden hacer a veces que sus síntomas empeoren al principio, lo cual confunde a mucha gente. Y también hay malos homeópatas, que prescriben algo equivocado o no escuchan correctamente.

– Oh, Dennis era un buen oyente. No era él el problema, era yo. Me acobardé al hablar con él. Al final me arrepentí y nunca le dije por qué había ido. -Simon concluye su historia bruscamente diciendo-: Era una pérdida de tiempo y me costó cuarenta libras.

Entiendo que no tengo que hacer más preguntas. En su estilo forzado está tratando de confiar en mí, pero lo más lejos que llegará será solamente hasta aquí. Bien. Cuanto más pronto se calle, lauto más pronto podemos regresar a Florence. Estoy a punto de preguntar si hará algo para ayudarme finalmente, cuando dice:

– ¿Le gusta su trabajo?

«¿A quién le importa mi estúpido trabajo?»-Me gustaba. Mucho.

– ¿Qué ha cambiado?

– Pasar por esto. -Hago un gesto general con mis manos-. Perder a Florence. No tengo la misma visión constantemente positiva de la gente que solía tener. Me temo que soy demasiado cínica ahora.

– No creo que sea para nada una cínica -dijo Simon-. Creo que puede ayudar a mucha gente.

Esto, como muchas otras cosas que ha dicho, me impresiona, repentinamente, como algo peculiar. Habla como si me conociera bien, cuando de hecho es solamente la tercera vez que nos hemos encontrado.

No quiero ayudar más a los desconocidos. Quiero que Simon me ayude a mí y a Florence. Tal vez cínica es una palabra equivocada. Quizás egoísta es en lo que me he convertido. Y mi último hilo de paciencia se ha roto.

– ¿Va a buscar a mi hija o no?- Las palabras se me escapaban y sonaban más acusatorias de lo que quería.

– Le he explicado…

– Hoy quería traer a La Pequeña conmigo. ¿Se lo había dicho? No me lo permitieron.

Estaba demasiado exhausta para impedir desahogar mis resentimientos. Mis nervios se sienten como si estuvieran vibrando bajo mi piel.

– Alice, cálmese…

– Si David y Vivienne realmente piensan que La Pequeña es Florence, debería pensar que ellos querrían que yo pasara tiempo con ella, ¿no es así? Creerían que si yo quisiera llevármela conmigo lo verían como una buena señal. ¡Pero no! Me lo prohibieron.

Mi decepción era tan aguda, tan profunda, que no la podía contener. Estaba tan ansiosa por quedarme a solas con La Pequeña. Me había imaginado metiendo su asiento para bebés en el Volvo y saliendo de casa con su bolso de cambios en el maletero, atiborrado de baberos, pañuelos, leche y atuendos de recambio. Probablemente se quedaría dormida en el coche. Los bebés pequeños lo hacen frecuentemente. Alguna que otra vez ajustaría el espejo retrovisor para dar una ojeada a sus rasgos, sus párpados delgados, de color de concha, su boca medio abierta.

– Vivienne dijo que estaba tratando de sustituir a La Pequeña por Florence -le digo llorando a Simon-. Dice que no es una buena idea que me apegue demasiado a ella. Dijo que dejarme sacarla era un riesgo. ¡Como si pudiera herir a un bebé indefenso!

– Alice, debe tratar de tranquilizarse, tener alguna perspectiva sobre esto -dice Simon, dando palmaditas a mi brazo.

Las palabras de Vivienne eran casi idénticas. Todos son tan buenos en parecer perfectamente razonables. Todos menos yo. «Ponte en mi lugar», dijo Vivienne. «Tú dices una cosa y David dice otra. Tengo que considerar la posibilidad de que estés mintiendo, Alice. O que estés… mal. No quiero lastimarte.» Debe ser capaz de ver que es una hipótesis que difícilmente yo puedo evitar. «¿Cómo puedo permitirte sacar al bebé por ti misma? Debes saber por tu propia experiencia que hasta los miedos más di minutos pueden crecer y convertirse en totales y absolutos. Me volvería loca de preocupación si dejara a ese bebe fuera de mi vista.»-¡Si es mi bebé, debería poder llevarla a donde quiera! -grito a Simon. Soy consciente de las cabezas que se vuelven desde las otras mesas, pero no me importa- ¿Y? ¿No es así?.

– Cuando esté un poco más tranquila, estoy seguro…

– ¿Me dejarán? ¡No, no lo harán! Y no la puedo llevar a ningún sitio a menos que ellos me lo permitan. Me dominarían fácilmente. ¡Incluso la propia Vivienne es más fuerte que yo, gracias a las máquinas de este maldito, maldito… lugar! -Sacudo mis brazos alrededor. Odio a todo el mundo y a todo-. Ella tiene que tomar todas las decisiones, cada una de ellas. La cuna, casi toda la ropa de Florence. ¡Reservó una plaza para Florence en Stanley Sidgwick sin ni siquiera preguntarme qué pensaba sobre ello!

– Pero… eso está fuera de lugar, ¿no?

– ¡Oh, sí! Lo hizo mientras estaba embarazada. ¡Ni un minuto que perder! Uno debe matricularlos antes de su nacimiento o no tendrán oportunidad de conseguir un lugar. Y hay una lista de espera de cinco años, como Vivienne nunca jamás deja de decirme. Qué tonta soy, pensar que Florence podía solo… existir durante algún tiempo, sin ninguna presión para… ¡el éxito!

– Por favor intente tranquilizarse. -Simon despeja su garganta David no está… golpeándola o algo parecido, ¿no?

– ¡No! ¿No ha oído una palabra de lo que he dicho? David nunca me golpearía. Entonces se me ocurre que no tengo idea de lo que es capaz de hacer. Tampoco creo que él la tenga. No es como Vivienne, cuyas ideas y actos, sin tener en cuenta si uno está de acuerdo o no, están basados en la racionalidad. Con Vivienne hay reglas, garantías. Hay coherencia. Es como un dictador a cargo de un país, o un jefe de la Mafia. Si la quieres y la obedeces, puedes tener todos los privilegios imaginables.

David es atropellado por olas de emoción que no puede manejar, y en respuesta ataca. Puedo ver ahora que incluso su reclusión en sí mismo, después que Laura murió, era un tipo de agresión.

– Yo no quiero hablar de David -digo a Simon.

Da palmaditas a mi brazo otra vez. La primera vez, estuve agradecida por el gesto. Esta vez está bastante lejos de eso. Necesito la ayuda adecuada.

– Charlie… La sargento Zailer me dijo lo que le pasó a su primera mujer.

Su comentario me sorprende tanto que derramo un poco de mi vaso de agua.

– ¿Dije algo malo? Lamento si yo…

– No. No, está bien. Es que no esperaba que lo mencionara. Yo… Por favor, ¿podemos cambiar de tema?

– ¿Se encuentra bien?

– Me siento un poco débil. -Me había acogido desprevenida. No hablaré de la muerte de Laura, no sin tiempo para prepararme, para considerar qué quiero decir. No tengo dudas que todo lo que digo a Simon se lo transmitirá a la sargento Zailer. Era un caso de asesinato, después de todo. Y la sargento Zailer no tiene mucho interés en mí, de eso estoy convencida.

– ¿Quiere más agua? ¿Ayudaría un poco de aire fresco? Espero no haber sido demasiado directo.

– No, estoy bien ahora. Realmente. Debo irme.

Suena su teléfono móvil. Cuando lo saca de su bolsillo, me pregunto por qué no ha sonado el mío. Es extraño que Vivienne no haya llamado para comprobar que estoy bien. Estaba en tal estado antes de marcharme. Mientras Simon habla con alguien que, según parece por la conversación, lo está presionando para verlo el próximo domingo, busco en mi bolso para encontrar mi teléfono, y revisar que no tengo ninguna llamada perdida.

No está allí. Giro el bolso al revés, vacío su contenido encima de la mesa, los latidos de mi corazón explotan en mi pecho. Tengo razón. Mi teléfono ha desaparecido. Lo han cogido. Confiscado. Me levanto, empiezo a poner de vuelta todas las cosas dentro del bolso. Dejo caer mis llaves al suelo varias veces, lo que me hace llorar más. Las lágrimas empañan mi visión hasta que no puedo ver nada. Caigo de nuevo en mi silla. Simon murmura en su teléfono que tiene que colgar.

– A ver, déjeme ayudarla -dice.

Empieza a guardar mis cosas. Estoy demasiado trastornada para agradecérselo. En todo el restaurante, la gente nos está mirando.

– Mi teléfono estaba en mi bolso esta mañana. ¡David lo ha cogido!

– Quizás lo dejó…

– ¡No! ¡No lo dejé en ningún sitio! ¿Qué tiene que suceder para que me ayude? ¿Qué me tiene que pasar? ¿Va a esperar a que me maten, como a Laura? -Recojo mi bolso y corro a la puerta, chocando con varias mesas en mi camino. Al final, consigo llegar a la calle. No dejo de correr. No tengo ni idea de hacia dónde estoy yendo.

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