Capítulo 5

Viernes , 26 de septiembre de 2003


Las peores cosas golpean solamente una vez en la vida. Les digo eso a mis pacientes para ayudarlos a continuar con sus vidas, para permitirles procesar los desastres que les afectan. En cuanto se acaba, sea lo que sea, puedes empezar a consolarte a ti mismo con el pensamiento de que nunca sucederá otra vez.

A mí me funcionó cuando mis padres murieron en un accidente de coche hace ocho años. Estuve en su funeral, sintiendo como si las costuras que habían sostenido mi alma todos aquellos años se estuvieran rompiendo ahora lenta y dolorosamente. Era una huérfana de veintiocho años. No tenía hermanos a los que recurrir. Tenía amigos, pero la amistad parecía endeble e insuficiente, como una chaqueta ligera de verano en invierno. Necesitaba, ansiaba, una familia. Llevé a mis difuntos y queridos padres conmigo como un agujero en el corazón.

Mis amigos y colegas se sorprendieron de lo mucho que me afectó. La gente parecía creer que, al haber disfrutado de su amor y seguridad durante veintiocho años, estaría bien preparada para afrontar mi repentina pérdida. Rápidamente aprendí que lo que se esperaba de mí era que estuviese de alguna manera inmunizada por haber tenido una infancia segura y feliz contra lo que de otro modo habría sido un inmenso dolor. Todo el mundo esperaba que me recuperara y que empezara a concentrarme solo en los buenos tiempos, en los recuerdos agradables. Sus confiadas presunciones eran un insulto a mi aflicción y me empujaron de un estado de duelo a una depresión profunda. Tenía la impresión de que mis amigos estaban deseando decir «Ah, bueno, teníais unos fundamentos sólidos, ¿no es cierto?». Pero mis padres solo tenían cincuenta y pocos años al morir.

No seguí en contacto con nadie cuando me fui de Londres. La compañía de mis amigos, cuando más los había necesitado, me había hecho sentir todavía más sola que cualquier soledad verdadera. No era culpa suya, por supuesto. Hicieron lo posible porque recobrara la alegría. No tenían por qué saber que su alegría forzada y siempre ligeramente impaciente me estaba ahogando como un gas venenoso.

Sobreviví de la única manera sabía: permitiéndome sentir los peores sentimientos mientras necesitaran ser sentidos. En mi punto más bajo, tenía solamente un consuelo. Podía decirme a mí misma, razonablemente, que por lo menos esto nunca me sucedería otra vez. No podía perder a mis padres dos veces. Fuera lo que fuera que me deparara el futuro, no habría ningún camión que patinara en una carretera helada e invadiera el carril contrario de la A 1 cerca de Newark, directamente contra el coche de mis padres, el Audi nuevo que se habían comprado cuando me donaron el fiel y viejo Volvo. Eso había sucedido ya. Se había acabado.

Pero esta pesadilla, la que estoy viviendo ahora, no ha terminado. Es solamente el principio. Veo ahora que los problemas no golpean siempre en un pim-pam. A veces te van rodeando y cercando como el mal tiempo, se van acercando sigilosamente y persisten, haciéndose más y más profundos con cada día que pasa. No le veo ninguna salida a esta desesperación porque todavía no sé cuánto van a empeorar las cosas.

Me he encerrado en el dormitorio. David ha intentado hablar conmigo a través de la puerta, para convencerme, rasgo a rasgo, de que el bebé de la casa es tan idéntico a Florence en cada particularidad que solamente puede ser Florence. Ahora ya se ha rendido. No me permití escucharlo. Pude ignorar sus palabras gracias a un par de tapones de espuma. Los guardo en el cajón superiorde mi mesita de noche en Los Olmos. Sin ellos, los ronquidos de David no me dejarían dormir. Siempre se indigna cuando lo menciono. Él dice que yo roncaba cuando estaba embarazada y no se lamentaba de ello, pero es que David podría dormir durante un concierto de rock. No hay nada que lo despierte.

Ese es uno de los detalles que conozco de mi marido. ¿Qué más sé? Que es muy bueno con las máquinas de cualquier tipo, cualquier cosa electrónica o mecánica. Que su comida favorita es el rosbif con guarnición completa. Que me compra flores en mi cumpleaños y nuestro aniversario y me lleva a hoteles de cinco estrellas los fines de semana largos para celebrar estas y otras ocasiones especiales. Que llama a las mujeres «señoras».

Nunca antes me había enfrentado a él. Siempre lo he considerado un ser demasiado frágil. Cuando nos conocimos, hacía poco tiempo que Laura lo había dejado y se estaba enfrentando no solamente a la desintegración de sus esperanzas de una vida familiar feliz sino también a la agonía que suponía su separación de Felix. Aunque no le gustaba hablar de cuánto le dolía, podía imaginármelo fácilmente. Lo trataba con extremo cuidado, no queriendo añadir de ninguna manera nada más a su desdicha.

Cuando Laura murió tan de repente y de forma violenta hace tres años, David dejó de confiar en mí definitivamente. Se volvió callado e introvertido, y tuve que ser aún más discreta y conciliatoria con él. Felix se vino a vivir a Los Olmos, lo que debió haber hecho feliz a David, sin embargo al mismo tiempo debió sentirse culpable y confundido porque el hecho que hizo posible el reencuentro con su hijo era algo terriblemente doloroso para él. Gracias al aspecto psicoterapeutico de mi formación en homeopatía, he aprendido que a menudo es mucho más difícil superar la muerte de alguien cercano a nosotros si nuestros sentimientos hacia esa persona están de algún modo sin resolver o son problemáticos.

Creí que respetando la intimidad emocional de David y queriéndolo tan profundamente como lo hacía, al final lo convencería de que podía abrirse a mí sin temer nada, pero estaba equivocada. A medida que se acostumbró a la vida con Felix en Los Olmos y se hizo a la idea de que Laura ya no estaba, David recobró, superficialmente, su antigua personalidad encantadora, pero la distancia emocional entre nosotros seguía, y parecía tan resistente a mis intentos de acortarla que me empezaba a preguntar si él deseaba mantener a propósito esa barrera entre nosotros. Yo era reacia a forzarlo o a presionarlo. Me dije que probablemente todavía encontraba profundamente doloroso afrontar esa crudeza, que para creer en su fachada de normalidad tal vez necesitaba actuar, durante algún tiempo, de una forma más superficial. Tres años después, todavía no hemos hablado acerca de la muerte de Laura, y nunca he conseguido liberarme de la sensación de que debo tener cuidado de no decir nada que quiebre su equilibrio mental.

En parte, uno de los motivos por los que me negué a abrir la puerta cuando me lo suplicó es que no puedo soportar afrontar el daño que todo esto le está haciendo. Me preocupa que la pesadilla en la que nos hemos embarcado hoy lo destruya.

Vivienne está volviendo a casa. Ha suspendido sus vacaciones con Felix, como yo sabía que haría. ¿Cómo no iba a hacerlo? No sé lo que le dirá a Felix, lo que ninguno de nosotros dirá. Nada, si me guío por el pasado como indicador. Ni Vivienne ni David hablan con Felix sobre Laura, al menos no delante de mí. Su nombre nunca se menciona.

Desearía pasar más tiempo a solas con Felix. Si las cosas hubiesen sido distintas, tal vez a estas alturas los dos estaríamos más unidos. Podría haber sido para él casi como una mamá. Quiero ser una buena madrastra, pero no hay sitio para una figura así en la vida de Felix. Vivienne es su sustituto materno. Incluso la llama Mamá, porque está acostumbrado a oír a David llamarla así.

No estoy segura de que Felix se dé cuenta de que yo también soy una adulta. Me trata como si fuera otra niña que resulta que vive en la misma casa que él.

David es un padre concienzudo. Él y Vivienne se aseguran de que él pase con Felix por lo menos un día entero cada fin de semana. Considera a su hijo como una prueba que debe superar, y si yo lo insinuara, negaría rotundamente que Felix le recuerda de algún modo a Laura, a pesar de que es su vivo retrato, con su bri liante cabello negro y sus ojos azul pálido.

David es muy bueno negando las cosas. Negará que se quedó dormido y que dejó abierta la puerta de entrada. Él es un padre ejemplar, insistirá. Nunca permitiría que nadie secuestrase a su querida hija, el vástago de su segundo feliz matrimonio.

Espero impaciente la llegada de Vivienne y de la policía. Me siento aquí silenciosamente, con las piernas cruzadas sobre la cama, descansando contra el armazón metálico la espalda, que todavía me duele a causa de los meses de embarazo, y a la espera de estas dos autoridades tan distintas. Intento imaginar qué ocurrirá durante la próxima hora, mañana o la semana que viene, pero mi mente es un gigantesco espacio en blanco. Sencillamente no puedo entrever ningún futuro en absoluto. Siento como si el tiempo se hubiese detenido desde que entré en la habitación de Florence y empecé a gritar.

Ojalá la hubiese tenido más tiempo en mis brazos y hubiese respirado más su dulce y fresco olor a bebé mientras pude. No poder abrazarla es una tortura, pero peor que el dolor, mucho peor, es el miedo. Me espera un futuro terriblemente incierto, un futuro en el que no estoy segura de poder influir de ninguna manera.

David le dirá a todo el mundo que me estoy engañando. ¿A quién creerá la policía? He oído que son, en general, muy machis- tas. ¿Y si deciden que soy una madre inadecuada y llaman a los servicios sociales? Quizá no podré pasar otra noche en esta habitación, con sus enormes ventanas de guillotina y su auténtica chimenea, sus vistas de las colinas de Silsford en la distancia. Tal vez David y yo no podremos dormir juntos nunca más, aquí o en cualquier otro sitio. Cuando nos conocimos, estaba tan llena de esperanzas por nuestra vida en común. Pensar en ello ahora me hace daño y me entristece.

No volveré a hablar con mi marido hasta que haya testigos delante. Qué extraño se me hace pensar que anoche los dos estábamos sentados en el sofá de Vivienne bebiendo vino y viendo juntos una estúpida comedia romántica, riéndonos y bostezando, con el brazo de David alrededor de mis hombros. La velocidad con la que han cambiado las cosas entre nosotros me ha dejado trastornada.

Oigo su voz abajo. «Vamos, Pequeña», dice. Eso es nuevo. Tomo nota de ello mentalmente para mencionárselo a la policía cuando llegue. David ha llamado a Florence con el apodo de «Señora Tiggywinkle», por el cuento de Beatrix Potter, o bien «Señora Tiggy», para abreviar, desde el día que nació. Todos los días, al menos una vez cada día, le ha cantado una cantinela con esta letra: «Diez deditos de la mano de tiggy, diez deditos de los pies de tiggy, dos orejitas de tiggy y una naricilla de tiggy». La cantó esta mañana.

Sé que David quiere a Florence tanto como yo. El afán de reconfortarlo está tan firmemente incrustado en mí que será difícil combatirlo. No obstante, debo hacerlo, si continúa insistiendo que el bebé que está abajo es nuestra hija. Tendré que aprender a ver su dolor con total desapego. Esto es lo que el peligro y el miedo le hacen a una persona, a un matrimonio.

– ¿Vamos a tumbarnos en tu mantita para patalear un ratito? -dice ahora. Su voz flota hacia arriba desde el pequeño salón, directamente debajo de nuestro dormitorio. Parece tranquilo y eficiente, al contrario que yo, sospecho. Está desempeñando el papel del elemento racional de la pareja.

Una sacudida de adrenalina me impulsa a la acción. La cámara. ¿Cómo me había olvidado? Salto fuera de la cama, corro a mi armario y tiro de la puerta. Allí, sobre una pila de zapatos, mi bolso de hospital, todavía sin deshacer. Hurgo frenéticamente y encuentro mi cámara de fotos, una cajita negra de bordes curvos que contiene las primeras fotos de Florence. Abro la parte posterior, acaricio el cilindro negro y liso de la película fotográfica con mi pulgar. Gracias a Dios, murmuro para mis adentros. Ahora, con toda seguridad, tengo una posibilidad de que me crean.

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