Capítulo 38

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Charlie esperaba no haber cometido un error pidiéndole a Proust que la acompañase. No había hecho nada malo -no todavía, si tan siquiera habían llegado allí aún- pero ya le disgustaba la presencia del inspector. Añoraba a Simon. Puramente como compañero, en esta ocasión. Ambos habían realizado entrevistas juntos muchas veces, conocían la rutina, cómo leerse las señales entre ellos.

Sentía nervios mientras ella y Proust viajaban a Los Olmos en el Renault Laguna de Proust. No podía evitar mirar de reojo a Muñeco de Nieve. Lo estaba haciendo bien de momento. Parecía tranquilo, inconmovible. Sin embargo, Charlie sentía como si estuviera a cargo de un niño imprevisible. Las cosas podrían torcerse en cualquier momento.

Deseaba que hubiese encendido la radio. Se lo había sugerido una vez, camino a una conferencia hace mucho tiempo, y el inspector le había dado una larga charla sobre la temeridad de escuchar cualquier ruido que no fuese del motor mientras se estaba conduciendo, por si no se escucha el sonido de un peligro amenazador -un rumor débil debajo del capó anunciando una explosión inminente-. Proust compraba un auto nuevo cada dos años, y sometía su vehículo del momento a más servicios que una iglesia evangélica.

Llegaron a Los Olmos, entraron por entre las puertas de hierro abiertas. Charlie casi esperaba que se cerraran, como dientes de metal, detrás de ella. Había algo demasiado rígido que mostraba el camino perfectamente recto y estrecho que conducía desde la carretera al gran cubo blanco que era la casa. No hay vuelta atrás, parecía decir. Demasiados árboles frente a la casa acechaban el césped aseado, oscureciéndolo con sus sombras.

Tocaron el timbre y esperaron. Charlie ocultó una sonrisa detrás de su mano cuando se dio cuenta de que Proust se ajustaba la chaqueta, intentando parecer que no lo hacía.

David Fancourt abrió la puerta. Parecía más delgado, pero estaba vestido tan elegante como cuando Charlie lo había visto la última vez, pantalones beige y una camisa azul marino.

– Supongo que no tienen noticias -dijo hoscamente.

– No todavía. Lo lamento.

Conoce al Inspector Proust. Los dos hombres se saludaron con un ademán de cabeza.

– ¿Es la policía? -Charlie escuchó preguntar a Vivienne. Antes de que David tuviese la oportunidad de contestar, su madre apareció detrás de él. Con un movimiento suave, sutil, lo hizo a un lado, ocupando su lugar.

David encogió los hombros y se apartó. Sus ojos apagados. No le importaba quién estaba delante de quién. Charlie había visto esto muchas veces. Los familiares de los desaparecidos abandonaban la esperanza después de un tiempo, o lo fingían. Quizás no aguantaban la compasión que veían en los ojos de los oficiales de policía que se acercaban a la puerta semana tras semana, mes tras mes, sin noticias. Charlie podía imaginar alguien cómo podría decidir, ante esa situación, presentarle una fachada de resignación al mundo. No había nada más condescendiente que ser defraudado con suavidad.

Estaba más segura que nunca que David Fancourt no tenía ninguna idea de dónde estaban su mujer e hija. Su madre, por otra parte -Algo en la mirada de Vivienne Fancourt al ver a Proust, hizo que Charlie decidiera no decir nada, esperar. El inspector parecía estar en blanco pero con la actitud profesional de un inspector en visita oficial. Charlie intentó imitar su expresión, sabiendo que odiaría que fuese así con ella. Era una mirada que no le aportaba nada al receptor: ninguna información, ningún consuelo.

– David, ¿nos podrías dejar solos un minuto, por favor? -dijo Vivienne después de unos cuantos segundos. -¿Por qué? Es mi hija la que ha desaparecido… -Esto no tiene que ver con Florence. ¿Verdad? -miró a Charlie. -No.

– ¿Entonces de qué se trata? -David. Por favor. Fancourt suspiró, y luego se retiró. -Ustedes lo saben, ¿no es cierto? -dijo Vivienne. Charlie asintió, luchando contra una sensación de irrealidad. No podía ser tan fácil. Nunca lo era. Bien, a veces lo era, pero no ahora, por el amor de Dios, no con Proust como testigo. El inspector movió los pies, cambiando un poco su posición. Charlie sabía que estaba tan sorprendido como ella, podía adivinar lo que pensaba. ¿Ésta era la difícil entrevista a la que debía brindar ayuda? ¿Una mujer tan entusiasmada por confesar que lo hacía en la puerta de la entrada? De regreso diría:

– No había nada que hacer, ¿cierto?- o algo igualmente insufrible.

– Mejor deberían entrar.

Charlie y Proust siguieron a Vivienne a la habitación que ella llamaba «el pequeño salón», el que contenía la fotografía enmarcada de la boda de David y Alice. Por alguna razón Charlie no había podido quitarse esa imagen de la mente. Celos, probablemente.

Nadie tomó asiento.

– Si me van a acusar, preferiría que lo hagan ya. -¿Acusarla de…? -Charlie dejó la pregunta colgada en el aire. De ningún modo le gustaba la sensación que le producía esto. -Secuestro -dijo Vivienne impacientemente.

– Usted sabe dónde está Florence -dijo Charlie. Proust escuchaba en silencio, las manos detrás de la espalda.

– Por supuesto que no. ¿De qué está hablando?

– Rapto, dijo usted…

– Yo no secuestré a Florence.

Vivienne se estaba enfadando, como si Charlie se estuviese demorando tontamente.

– Usted secuestró al… ¿otro bebé? -Charlie todavía no estaba segura de creer en este mítico «otro» bebé. ¿Entonces de qué estaba hablando? -«Toma el control», se ordenó. Toma las riendas.

– ¿Ustedes no saben nada, verdad? -dijo Vivienne, con una mirada de desprecio arrogante.

– ¿Por qué nunca le mencionó a la policía el hecho que regularmente solía ver a Darryl Beer en su gimnasio?

Ni un asomo de miedo. Maldita. Vivienne parecía sorprendida.

– ¿Por qué lo debía hacer?

– ¿Así que lo veía?

– Sí. Pero nunca lo tuve en cuenta. Veo a muchísima gente allí.

– ¿Qué pasaría si digo que usted mató a Laura Cryer, e incriminó a Beer?

Vivienne se dio la vuelta con enfado hacia Proust.

– ¿Es esto alguna clase de broma, inspector? ¿Yo, inculpar a alguien de un asesinato? Estoy esperando noticias de mi nieta, ¿y esto es todo lo que tiene que decirme?

– ¿Qué pasa si digo que lo podríamos demostrar? -Charlie habló antes de que Proust tuviese la posibilidad.

– Diría que están equivocados -dijo Vivienne fríamente-. Puesto que los acontecimientos que describen no han tenido lugar, no pueden demostrar de ninguna manera que ocurrieron.

– Usted tomó su toalla del área de natación. Le quitó algunas muestras de cabellos y piel, y las esparció sobre el cuerpo de Laura Cryer, después de haberla matado.

Vivienne casi sonríe. Al final se convirtió en un ceño fruncido incrédulo.

– Ustedes no pueden creer eso sinceramente -dijo.

Charlie la miraba. Incluso una persona inocente estaría nerviosa ya, seguro.

– Usted le dijo a la secretaria de la escuela Stanley Sidgwick, en noviembre de 1999, que Felix empezaría en enero de 2001. ¿Cómo sabía que lo haría? Laura nunca lo habría aceptado. Felix estaba feliz en una guardería cercana y ella quería que se quedara allí. Así debe haber sabido que ya no sería un obstáculo para entonces.

Vivienne rió.

– Tiene una imaginación vivaz, sargento. En realidad Laura estuvo de acuerdo. Es cierto, no le entusiasmaba mucho al principio, pero al final logré persuadirla. Felix habría acudido a Stanley Sidgwick en enero de 2001 estuviese Laura viva o muerta.

– Usted no la convenció -dijo Charlie-, Lo que hizo fue asesinarla. Ella la odiaba, usted misma me lo dijo. ¿Por qué iba a dejarse convencer por usted?

– Quizás porque me estaba ofreciendo a pagar los honorarios y es la mejor escuela del país -dijo Vivienne pacientemente-. Solamente un loco rechazaría una oferta como esa, y Laura no era ninguna loca.

Charlie quería gritar. Tal vez fuese posible. Con Laura muerta, Charlie no podía demostrar que Vivienne mentía. Se había enfrentado a este tipo de personas antes: gente que sentía tal implacable desprecio por todo el mundo, excepto por ellos mismos, que estaban preparados para quedarse allí y decir las mentiras más endebles, a la cara, sin incluso molestarse por hacerlas aceptables. Es una patética mentira de mierda, pero lo bastante buena para ustedes: esa era la actitud.

– ¿Regresamos al secuestro? -dijo Proust fríamente. Charlie se preguntó qué estaba pensando.

– Indirectamente, fui la causa de la muerte de Laura, eso lo acepto -dijo Vivienne-. La noche de su asesinato recogí a Félix de la guardería. Sin permiso de Laura. Ella jamás me habría dado permiso, y se me hacía totalmente insufrible no poder ver a mi nieto sin el ferreo control de mi nuera. Así que lo secuestré. Fue asombrosamente fácil. Los adolescentes de su guardería me lo entregaron sin decir palabra. Desdichado lugar -murmuró-. Soy consciente que lo que hice probablemente esté contra la ley y de que no haberlo realizado Laura no habría venido aquí la noche que la mataron. Hoy estaría viva. Venía a rescatar a su hijo de su abuela malvada, eso era lo que pensaba de mí. No la dejé llevárselo ni la dejé pasar. Ni siquiera entró a la casa esa noche, sargento. Así que deténgame por mentirle a la policía, deténgame por haberme llevado a Félix, pero me niego a aceptar ninguna responsabilidad moral por el asesinato de Laura. Fue su propio comportamiento irracional lo que me incitó a actuar de ese modo. -Levantó la barbilla desafiante, orgullosa de su discurso, la postura de principios que había adoptado.

– ¿Dónde están Alice y Florence? -preguntó Proust-. Usted sabe dónde están, ¿verdad?

– No, no lo sé.

– ¿Podemos revisar su propiedad? -preguntó Charlie.

– Sí. ¿Se me permite preguntar por qué siente esa necesidad?- Su voz se endureció con sarcasmo-. Todavía tengo a Félix, si es lo que están buscando. Vive aquí ahora. Legalmente. Legítimamente. -Alisó su falda-. Si eso es todo, los dejaré para que salgan solos. Tengo una cita en mi gimnasio para una manicura dentro de quince minutos. Les aconsejo que dejen de inventar teorías ridículas y vuelvan a buscar a mi nieta -dijo tranquilamente al salir de la habitación.

Charlie apretó con fuerza su mandíbula cerrada. ¿Por qué siempre acababa sintiéndose como una alumna indisciplinada cuando le hablaba esta mujer? Y mejor prescindir de la mirada que Proust le estaba echando, ésa que le estaba diciendo cuán espectacularmente la había cagado.

– ¿Ahora qué, sargento?- dijo.

Era una buena jodida pregunta.

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