Capítulo 1

Viernes, 26 de septiembre de 2003


Estoy afuera. No muy lejos de la puerta de entrada, aún no, pero estoy fuera y estoy sola. Cuando desperté esta mañana, no pensé que hoy sería el día. No parecía el día adecuado; más bien era yo la que no me sentía preparada. La llamada de Vivienne me convenció. «Créeme, nunca estarás preparada», aseguró. «Tienes que dar el paso.» Y tiene razón, debo hacerlo.

Cruzo el patio adoquinado y luego recorro el sendero de lodo y grava llevando únicamente mi bolso de mano. Me siento ligera y extraña. Los árboles parecen estar tejidos con lanas brillantes: rojas, marrones y algunas verdes. El cielo es del color de la pizarra húmeda. Éste ya no es el mismo mundo corriente por el que paseaba antes. Todo parece mucho más vivo, como si el telón de fondo físico que antes daba por sentado reclamase ahora mi atención.

Mi coche está aparcado al final del sendero, frente al portón que separa Los Olmos de la carretera principal. No debería conducir. «Tonterías.» Vivienne había despreciado el consejo médico con un sonoro bufido. «No está lejos. Si hubiese que obedecer todas las normas estúpidas de hoy en día, ¡no nos atreveríamos ni a salir de casa!» En realidad me siento preparada para conducir, al menos lo justo. Me he recuperado muy bien de la operación. Quizá sea gracias al hipérico con el que me automedico, o tal vez sea cuestión de voluntad: tengo que ser fuerte, así que lo soy.

Giro la llave de contacto y piso fuerte el acelerador con mi pie derecho. El coche ruge al arrancar. Me incorporo a la carretera y observo cómo voy aumentando la velocidad a un ritmo constante. «De cero a sesenta en media hora», bromeaba mi padre cuando el Volvo todavía era suyo y de Mamá. Conduciré este coche hasta que se caiga a pedazos. Me recuerda a mis padres de una manera mucho más vivida que cualquier otra cosa. Lo siento como si fuera un viejo y antiguo miembro fiel de mi familia que recuerda a Mamá y a Papá tan amorosamente como yo.

Bajo la ventanilla, aspiro un poco del aire fresco que me golpea en la cara y pienso que van a necesitarse muchas más historias de terror y atascos de tráfico para que la gente deje de asociar los coches con la libertad. Mientras circulo a toda velocidad por la carretera casi desierta, a través de los campos y las granjas, me siento más poderosa de lo que realmente soy. Es una ilusión que se agradece.

No me permito pensar en Florence, en la distancia creciente entre nosotras.

Tras unas cuatro millas de campo abierto, la carretera por la que conduzco se transforma en la calle principal de Spilling, el pueblo más cercano. Hay un mercado en el centro y a cada lado se extienden largas hileras de edificios bajos de época isabelina con fachadas en colores pastel. Algunos de ellos son tiendas. Otros, imagino, son las viviendas de unos pelmazos viejos, esnobs ricos con lentes bifocales que pontifican sin cesar acerca del patrimonio histórico de Spilling. Quizás esté siendo injusta. Por supuesto, Vivienne no vive en Spilling, a pesar de ser su localidad más cercana. Cuando le preguntan dónde vive, ella dice simplemente «en Los Olmos», como si su casa fuese una locali dad conocida.

Mientras espero ante el semáforo, rebusco en mi bolso las indicaciones que me había dado. Girar a la izquierda en la miniglorieta, luego la primera a la izquierda y buscar la señal. Finalmente la veo: «La Ribera», unas letras gruesas, blancas y cursivas sobre un fondo azul marino. Me dirijo a la avenida de entrada, la sigo alrededor del edificio cuadrado y coronado por una cúpula y aparco en el amplio estacionamiento de la parte trasera.

El vestíbulo huele a violetas. Observo que hay un jarrón alto y rectangular con esas flores en prácticamente todas las superficies planas. La alfombra -azul marino con rosas de color rosa- es cara, de esas que no parecen sucias aun cuando lo están. Personas con bolsas deportivas van y vienen, algunas sudorosas, otras recién duchadas.

Atiende la recepción una chica joven de cabello rubio en punta que parece encantada de ayudarme. Lleva colgada una tarjeta identificativa en la que se lee «Kerilee». Me alegro de haber escogido el nombre de Florence para mi hija, un nombre real, con historia, en lugar de algo que suena a invento del equipo de marketing de una estrella pop de quince años. Me preocupaba que David o Vivienne lo vetaran, pero afortunadamente también a ellos les gustó.

– Me llamo Alice Fancourt -le digo-. Soy una nueva socia. Le entrego el sobre que contiene mis datos personales. Me resulta divertido que Kerilee no tenga ni idea del significado de este día para mí. La importancia de nuestro encuentro es completamente distinta en nuestras cabezas.

– ¡Ah! Usted es la nuera de Vivienne. ¡Y acaba de tener un bebé! Hace un par de semanas, ¿verdad?

– Sí, es cierto.

El ingreso en La Ribera es un regalo de Vivienne, o mejor dicho, mi recompensa por haberle fabricado una nieta. Creo que cuesta unas mil libras al año. Vivienne es una de las pocas personas que es tan generosa como rica.

– ¿Cómo está Florence? -pregunta Kerilee-, ¡Vivienne está loca por ella! Será bonito para Felix tener una hermanita, ¿verdad?

Resulta extraño oír hablar de Florence de esa forma. En mi mente ella siempre va primero, es mi primera, la primera. Pero para David es su segunda hija.

Felix es muy conocido en La Ribera. Pasa aquí tanto tiempo como en el colegio, participando en los torneos infantiles de golf, las clases de natación y los días de juego en la ludoteca y la piscina de bolas, mientras Vivienne pasa su tiempo en el gimnasio, la piscina, el salón de belleza y el bar. El acuerdo parece convenirles a ambos.

– ¿Así que ya está recuperada? -pregunta Kerilee-. Vivienne nos lo contó todo sobre el parto. ¡Parece que lo pasó usted bastante mal!

Me quedo un tanto desconcertada.

– Sí, fue bastante horrible. Pero Florence estaba bien, que es lo que realmente importa.

De repente, echo terriblemente de menos a mi hija. ¿Qué estoy haciendo en el mostrador de recepción de un club deportivo cuando podría estar junto a mi preciosa y pequeña hija?

– Es la primera vez que nos separamos -suelto yo de improviso-, Es la primera vez que salgo de casa desde que volví del hospital. Me siento muy rara.

Normalmente no le confiaría mis sentimientos a una completa extraña, pero ya que Kerilee conoce todos los detalles del nacimiento de Florence, decido que no puede hacerme daño alguno.

– Un gran día, entonces -replica ella-. Vivienne nos dijo que tal vez estaría aún un poco débil.

– ¿Ah, sí? Vivienne piensa en todo.

– Sí. Dijo que la acompañáramos al bar antes que cualquier cosa y le ofreciéramos un gran cóctel.

Me echo a reír.

– Desgraciadamente, luego tengo que conducir de vuelta a casa. Aunque Vivienne…

– … cree que cuanto más achispada está una, más cuidado se tiene al volante. -Kerilee termina mi frase y ambas nos reímos-. De acuerdo, entonces vamos a enseñarle nuestro sistema, ¿le parece?

Se vuelve hacia la pantalla del ordenador y coloca sus dedos sobre el teclado.

– Alice Fancourt. ¿Dirección? Los Olmos, ¿verdad?

Parece impresionada. Casi todos los lugareños conocen la casa de Vivienne por su nombre, aunque no sepan quién es su propietario. Los Olmos fue la última propiedad de los Blantyre, una famosa familia de Spilling con vínculos reales, hasta que el último de los Blantyre murió y el padre de Vivienne compró la finca en los años cuarenta.

– Sí -contesto-. Actualmente es Los Olmos.

Visualizo mi piso en Streatham Hill, donde viví hasta que me casé con David. Un observador objetivo lo habría descrito como oscuro y diminuto, pero yo lo adoraba. Era mi guarida acogedora, un escondite secreto donde nadie podía encontrarme, especialmente mis pacientes más obsesivos y amenazadores. Tras la muerte de mis padres, era el único lugar en el que sentía que podía ser yo misma y expresar toda mi soledad y mi pena sin que nadie me juzgase. Mi piso me aceptaba sin más como la persona herida que era, algo que el mundo exterior no parecía dispuesto a hacer.

Los Olmos es demasiado grande para ser acogedor. La cama que David y yo compartimos se parece a las que se ven en los palacios franceses con cortinajes rojos a su alrededor. Es enorme. Podrían caber en ella hasta cuatro personas, o incluso cinco si son delgadas. Vivienne dice que es de tamaño imperial. «Las camas dobles son para los ratoncitos», suele decir. Florence tiene una habitación espaciosa con muebles antiguos, un asiento de ventana y una mecedora fabricada artesanalmente con forma de caballo que perteneció a Vivienne de niña. Felix tiene dos habitaciones: su dormitorio y una sala de juegos estrecha y alargada en el ático, donde viven sus juguetes, sus libros y sus ositos.

Las vistas desde la última planta de la casa son espectaculares. En un día claro puede verse hasta Culver Ridge a un lado y la torre de la iglesia de Silsford en el otro. El jardín es tan grande que está dividido en varios jardines distintos, unos salvajes, otros cultivados, todos ellos ideales para pasear con el cochecito los días de sol.

David no ve ninguna razón para mudarnos. Cuando lo sugiero, siempre me recuerda lo poco que podemos permitirnos invertir en una casa. «¿De verdad renunciarías a todo lo que tenemos ahora en Los Olmos por una terraza de dos dormitorios sin jardín?» dice. «Y además ahora trabajas en Spilling. Nos conviene vivir con Mamá. No querrás pasarte el día entre idas y venidas, ¿verdad?» No se lo he dicho aún a nadie, pero una sombra cae sobre mí como la niebla cuando pienso en mi vuelta al trabajo. Ahora veo el mundo de una forma distinta, y no puedo fingir lo contrario.

– Iré a buscar a Ross, nuestro responsable de socios, para que le muestre las instalaciones. -La voz de Kerilee me devuelve al presente-. Después, si lo desea, puede ir a nadar o al gimnasio…

Me estremezco por dentro. Me imagino que se me saltan los puntos y se me abre la herida todavía rosàcea.

– Todavía es algo pronto para eso -respondo posando una mano en el estómago-. Solo llevo una semana fuera del hospital. Pero querría echar un vistazo y quizá después tomarme ese cóctel.

Ross es un hombre sudafricano, de baja estatura y pelo rubio teñido, piernas musculosas y un bronceado de tono anaranjado. Me enseña un gimnasio muy grande con suelo de madera brillante y con todas las máquinas que se puedan imaginar. Hay gente vestida de lycra corriendo, caminando, pedaleando e incluso remando, según parece, en esos brillantes aparatos negros y plateados. Muchos de ellos llevan auriculares y dirigen la vista a los televisores que se encuentran suspendidos del techo para ver programas matutinos mientras machacan sus extremidades con el metal y la goma. Empiezo a entender por qué Vivienne tiene tan buen aspecto para su edad.

Ross me enseña la piscina de veinticinco metros y me hace notar la iluminación subacuática. El agua turquesa es brillante y reluce como una enorme gema líquida de color aguamarina que emite luz y vuelve a recogerla al moverse. El contorno de la piscina es de piedra y en los dos extremos se encuentran unos escalones romanos. Junto a ella, en una zona rodeada por pilares de mármol rosado, puede apreciarse un jacuzzi redondo y burbujeante. Está lleno hasta el tope y produce una espuma que se filtra encima del borde. En el otro lado del fondo se sitúa una sauna que emite un dulce olor a pino y una sala de vapor cuya puerta acristalada está empañada por el calor. Me sobresalta un repentino sonido repiqueteante y levanto la mirada para ver lluvia que golpea la cúpula de cristal que corona el techo.

Inspecciono el vestuario de señoras mientras Ross espera fuera. Como todo lo demás en La Ribera, el vestuario trasciende su mera funcionalidad. Hay una gruesa alfombra de color que cubre el suelo y se ven los azulejos de pizarra negros en los cuartos de baño y las duchas. En cada superficie parece haber siempre algo tentador: blancas y vaporosas toallas de baño, albornoces de regalo adornados con el emblema de La Ribera, cremas de manos, champús y cremas suavizantes para el cabello, lociones corporales, e incluso limas de uñas. Tres mujeres se están secando y vistiendo. Una de ellas se frota el estómago con una toalla, haciéndome sentir débil. Otra levanta la vista mientras se abrocha la blusa y me sonríe. Parece fuerte y sana. La piel de sus piernas desnudas está rosàcea a causa del calor. Completamente vestida, me siento frágil, incómoda y cohibida.

Mi atención se dirige ahora a las taquillas de madera numeradas. Algunas están medio abiertas y tienen llaves que cuelgan de las portezuelas; otras, las que están sin llave, están cerradas. Recorro el espacio hasta que encuentro la de Vivienne, la número 131, elegida porque el cumpleaños de Felix es el trece de enero y porque ocupa una posición inmejorable, cerca tanto de las duchas como de la puerta que indica «Piscina». Vivienne es la única socia de La Ribera que tiene su propia taquilla en exclusiva. Le guardan la llave en recepción, «lo que me evita ir acarreando mis cosas todos los días como si fuera una refugiada», suele bromear.

Ross me está esperando en el pasillo junto al cubo de las toallas cuando salgo del vestuario.

– ¿Qué le parece? -pregunta.

– Perfecto.

Todo es exactamente como Vivienne lo describió.

– ¿Tiene alguna pregunta? ¿Ha visto ya cómo funcionan las taquillas? Hay que introducir una moneda de una libra en la ranura para cerrarlas, que luego puede recuperar, por supuesto.

Asiento, esperando que Ross me diga que también tendré mi propia taquilla, pero no lo hace. Me siento un poco decepcionada.

Me lleva hasta Chalfont, el elegante restaurante del gimnasio, y hasta una animada y ruidosa cafetería de estilo americano llamada Chompers que sé que Vivienne detesta. Entonces nos dirigimos a la barra de los socios y es entonces cuando Ross me confía a Tara. Decido ser atrevida y pido un cóctel, con la esperanza de que relajará mis nervios a flor de piel. Ojeo el menú, pero Tara me dice que ya me ha preparado algo, una calorífica mezcla de licor de Kahlúa y crema. Al parecer, Vivienne lo había dejado pedido para mí.

No se me permite pagar por la bebida, lo que no me sorprende.

– Es usted una chica afortunada -dice Tara.

Probablemente lo dice porque soy la nuera de Vivienne. Me pregunto si sabe lo de Laura, quien no tuvo tanta suerte.

Me bebo el cóctel rápidamente, intentando parecer tranquila y despreocupada. De hecho, soy probablemente la persona menos relajada de todo el edificio, tan dispuesta de volver a casa, a Los Olmos y junto a Florence. Me doy cuenta de que, en el fondo, he estado anhelando volver desde el segundo en que salí. Ahora que ya he visto todo lo que La Ribera tiene que ofrecerme, soy libre de marcharme. Ya he hecho lo que tenía que hacer.

Fuera la lluvia ha parado. Supero el límite de velocidad de camino a casa notando cómo el alcohol zumba por mis venas. Por un breve momento, me siento valiente y rebelde. Entonces empiezo a marearme y a preocuparme porque voy a pasar por la casa de Cheryl, mi comadrona, que verá con desaprobación mi forma de correr en un Volvo destartalado tan solo quince días después del nacimiento de mi hija. Podría matar a alguien. Todavía estoy tomando las píldoras que me recetaron al salir del hospital. Y acabo de tomarme un cóctel bien cargado… ¿Qué es lo que estoy haciendo, envenenarme?

Sé que debería reducir la velocidad, pero no lo hago. No puedo. Mi ansia de ver a Florence de nuevo es como una necesidad física. Acelero al cruzar el semáforo, que está en ámbar, en lugar de frenar como haría normalmente. Me siento como si me hubiera dejado una de mis extremidades o un órgano vital.

Estoy casi jadeando de ansiedad mientras enfilo el camino de entrada. Aparco el coche y subo corriendo las escaleras de casa, ignorando la sensación tirante y dolorida en el bajo vientre.

La puerta de entrada está abierta.

– ¿David? -llamo en voz alta. No hay ninguna respuesta. Me pregunto si ha sacado a Florence de paseo en su cochecito. No, no puede ser. David cerraría siempre la puerta.

Voy del vestíbulo al salón.

– ¿David? -grito otra vez más fuerte.

Oigo crujir el suelo sobre mi cabeza y un gemido amortiguado, el ruido que hace David cuando despierta de una siesta. Me precipito escalera arriba hasta nuestro dormitorio, donde lo encuentro echado en la cama, bostezando.

– Estoy durmiendo al mismo tiempo que duerme el bebé, como me dijo Miriam Stoppard -bromea.

Es tan feliz desde el nacimiento de Florence, casi una persona diferente. Durante años había deseado que David me hablara más acerca de sus sentimientos. Ahora cualquier conversación de ese tipo parece innecesaria. Su alegría es evidente a juzgar por su repentina energía renovada y el entusiasmo que transmiten sus ojos y su voz.

David se ha estado encargando de las tomas nocturnas. Ha leído en un libro que una de las ventajas de dar el biberón es que les da la oportunidad a los padres de crear un vínculo con sus bebés. Esto es una novedad para él. Para cuando Felix nació, David y Laura ya se habían separado. Florence es la segunda oportunidad de David. No lo ha dicho de ese modo, pero sé que está decidido a que salga todo perfecto esta vez. Incluso ha solicitado un mes en el trabajo. Necesita demostrarse a sí mismo que ser un mal padre no es algo hereditario.

– ¿Qué tal te ha ido en La Ribera? -pregunta.

– Bien. Te lo cuento en un segundo. -Me giro, abandono la habitación y camino de puntillas a lo largo del amplio vestíbulo hacia la habitación de Florence.

– Alice, ten cuidado de no despertarla -susurra David a mi espalda.

– Solo quiero echarle un vistazo rápido. No haré ruido, lo prometo.

La oigo respirar a través de la puerta. Adoro ese sonido: un resoplido rápido y agudo, más fuerte de lo que podría esperarse en un bebé tan diminuto. Abro la puerta y veo su graciosa cuna, a la que todavía no me he acostumbrado. Tiene ruedas y protectores a los lados y aparentemente es francesa. David y Vivienne la vieron en un escaparate en Silsford y me la regalaron.

Las cortinas están cerradas. Miro dentro de la cuna y al principio todo lo que veo es un bulto con forma de bebé. Al cabo de unos segundos, puedo verlo un poco más claramente. Dios mío. El tiempo se detiene, insoportable. Mi corazón late con fuerza y me siento mareada. El sabor del cóctel cremoso regresa a mi boca de nuevo, mezclado con bilis. Miro y vuelvo a mirar, sintiendo como si fuese a caerme hacia adelante. Estoy flotando, ajena a lo que ocurre a mi alrededor, sin nada firme a lo que agarrarme. Esto no es ninguna pesadilla. O más bien, la realidad es la pesadilla.

Le prometí a David que permanecería callada. Mi boca se abre por completo y estoy gritando.

Загрузка...