Capítulo 36

10/10/03, 1 0.00 horas


– Hoy no es primero de abril, ¿verdad? -El inspector Giles Proust golpeó la taza contra el escritorio y levantó el periódico, examinándolo exageradamente para beneficio de Charlie y Simon.

Charlie se dio cuenta de que el diario era otro de esos boletines de la asociación contra la fiebre aftosa para la que trabajaba la mujer de Proust. No de ganado, según explicó Proust hace años, sino de una de esas personas que pintan cuadros con los pies y la boca.

– No, señor -respondió ella entonces.

– Bien. Me parecía que no. Así que esto no es un chiste malo. ¿Realmente queréis que derroche unos fondos preciosos en un registro en Los Olmos, solo por un bolso de mano?

– Sí, señor.

– ¿Se os ocurrió este plan en una sauna? Habéis pasado mucho tiempo en este tipo de lugares últimamente. ¿Waterhouse?

Simon se acomodó en la silla. Di algo, gilipollas. Diles lo que sabes.

– ¿Exactamente qué es lo que se hace en esos gimnasios, por cierto? -preguntó Proust.

– Natación, señor. Y gimnasia y clases de ejercicio físico. Jacuzzis, saunas, baños turcos. Algunos tienen piscinas de frío.

– ¿Y eso qué es?

– Unas piscinas llenas de agua extremadamente fría. Hay que zambullirse en ellas después de salir del baño turco o de la sauna -explicó Charlie.

Proust sacudió la cabeza-, ¿Así que primero se calientan para luego enfriarse?

– Al parecer es bueno para la circulación.

– Y lo de los jacuzzis significa sentarse dentro de agua tibia burbujeante, ¿verdad?

Charlie asintió.

– Es muy relajante.

Proust miró a Simon-, ¿Te interesan esta clase de cosas, Water- house? -Charlie se sentía tentada, como de costumbre, de entrometerse y contestar por Simon. Se contuvo. No estaba como para defenderlo. Debía dejar que Simon hablase por sí mismo, como lo haría con Sellers o Gibbs.

– No, señor -respondió claramente.

– Bien.

Todavía no había contestado la pregunta de Charlie, la que le había hecho en el gimnasio. Ella no se la había vuelto a hacer. ¿Intentaba distorsionar los hechos para salvar su ego? Creía que no. Cuanto más examinaba su sospecha, tanto más fuerte se hacía. Hacía perfecto sentido. Simon nunca había tenido una amiga, nunca mencionaba aventuras pasadas o relaciones serias. Gibbs y Sellers siempre decían que probablemente era una de esas personas asexuadas, como ese actor Stephen Fry ¿o había dicho Morrissey?

Tenía que ser virgen. Le tenía miedo al sexo, miedo de revelar su inexperiencia a cualquiera. Por eso huyó de la fiesta de Sellers, porque no se podía permitir involucrar sentimentalmente con nadie. La Alice Fancourt ausente era ideal para él. Fuera lo que fuera lo que Simon sentía por ella, tendría que permanecer en un plano teórico. Si yo desapareciese repentinamente, quizá se enamoraría de mí, pensó Charlie. Entonces recordó otra decisión que había tomado: no pienses en él cuando se supone que deberías estar pensando en el trabajo.

– Señor, si tuviésemos una orden de registro… -comenzó a decir.

– Lo lamento, sargento. No me convence. Podría ser una coincidencia, Beer sentado en la misma agua tibia que Vivienne Fan- court. Sellers y Gibbs han ido de nuevo a hablar con él y aún afirma que mató a Laura Cryer. ¿Por qué lo diría si no lo hubiese hecho?

– Quizá tenga miedo de que le caiga una condena -dijo Charlie-. No le irá muy bien si admite que cometió perjurio para conseguir una sentencia menor. O estará asustado de lo que le espera en Winstanley Estate. La misma gente que solía protegerlo querrá ahora ver correr su sangre, ¿cierto?

– Beer parece haberse convencido de la idea de haber matado a Laura Cryer -dijo Simon, buscando ganar tiempo-. Tiene algo con ella. Cuando hablé con él, tuve la impresión de que imagina que hay una clase de… vínculo entre ellos. Quizás admitir que no la había matado cortaría ese vínculo en su mente.

Proust gruñó.

– Muy profundo, Waterhouse. Muy psicológico. Mira, los forenses afirman que un cuchillo que bien podría haber matado a Cryer se encontró en el escondite que sabemos utilizaba Beer. -Charlie abrió la boca para hablar. Proust elevó una mano para silenciarla-. Aunque estuvieses en lo correcto, si David y Vivienne Fancourt mataron a Cryer e incriminaron a Beer, las posibilidades de que aparezca el bolso en un registro de Los Olmos son insignificantes.

– Algunos asesinos se llevan recuerdos -señaló Charlie-, especialmente si el asesinato fue algo personal, si su víctima significaba algo para ellos.

De repente, Proust pareció ponerse nervioso.

– ¿Por qué tenéis que molestarme con esto? -estalló-. Entrevistad a Vivienne y David Fancourt, conseguid que hablen. ¿Por qué la opción que se les ocurre primero implica un tiempo y un dinero que no me puedo permitir? -«Aquí está», pensó Simon, «otra oratoria de Proust».

– ¿Sabéis lo imposible que es mi vida laboral? ¿Cualquiera de vosotros tiene una pista? No. Ya sé que no. Bien, dejadme explicároslo. Entro al comienzo de todos los turnos con una lista de cosas que hacer, pendientes del día anterior. El problema es que, antes de tener la posibilidad de empezar a realizar cualquiera de ellas, surgen más cosas de la nada: trabajo administrativo, idiotas que causan problemas sin motivo alguno, gente que necesita verme y hablar conmigo… -Se estremeció, evidentemente, ante la visión de que estas dos necesidades eran colosales en su depravación-. Eso es lo que significa ser inspector. Es como estar en frente de una presa que ha estallado y te empuja hacia atrás. Todos los días regreso a casa con una lista más larga de la que traje. Por lo menos ahora puedo tachar un elemento: Mandy Buckley.

Charlie lo miró expectante.

– Esperaremos un tiempo a que reaparezca. Lo lamento, sargento. He consultado con unas cuantas personas, y la decisión fue que no podríamos justificar ningún gasto en ese sentido. Tampoco hemos encontrado alguna razón para sospechar nada de ella.

Charlie no podía aceptarlo. Me estoy volviendo tan intuitiva como Simon, pensaba con pesar.

Simon carraspeó y se inclinó hacia adelante.

– Señor, Charlie, hay algo que no les he dicho.

El Muñeco de Nieve gimió.

– Mi corazón tiembla, Waterhouse. ¿Qué será? En cuanto a que no nos lo hayas dicho, dejaremos esa discusión para las actas disciplinarias. ¿Y bien?

Simon podía sentir la mirada inquieta de Charlie ardiendo detrás de sí.

– El colegio de Felix Fancourt, Stanley Sidgwick. Alice me dijo que Vivienne matriculó a Florence aun antes de que naciera. Al parecer tienes que hacerlo, ya que se está muy solicitado. Hay una lista de espera de años para la primaria de los niños y colegio femenino.

– ¿Y? -exigió Proust-. Esto es la unidad criminal, no el ministerio de educación. ¿A dónde quieres llegar?

– Cuando hablé con los padres de Laura, su padre me dijo que poco después de su muerte, Vivienne sacó a Felix de la guardería a la que acudía y lo matriculó en Stanley Sidgwick. ¿Pero cómo lo hizo, si no había hecho aún la reserva de la plaza? No habrían tenido un lugar libre. Y si el niño ya estaba matriculado, bueno, ¿cómo sabía Vivienne Fancourt que sería ella la que decidiría a qué escuela enviar a Felix?

– ¡Coño! -murmuró Charlie. El cerebro de Simon nunca dejaba de asombrarla. No se perdía nada.

– Imaginé que debía haber hecho la reserva, y me pregunté desde cuándo. Quizás estuvo planeando el asesinato de Laura durante años. Por otra parte, pensé, quizás ella había reservado esa plaza antes de que naciera, como lo hizo con Florence, con la esperanza de que Laura entraría en razón y lo enviaría allí. Pero entonces, si Felix no hubiera ocupado su plaza cuando cumplió la edad necesaria, la escuela se la habría asignado a otra persona.

– Habrían tenido que hacerlo -dijo Charlie.

Proust pasaba su dedo índice alrededor del borde de la taza, sin decir nada.

– Hablé con la escuela primaria Stanley Sidgwick esta mañana -dijo Simon. -Vivienne matriculó a Felix antes de que naciera. Debía comenzar el preescolar a principios de septiembre de 1999, cuando tenía dos años. Empiezan en el año que cumplen tres.

– Demasiado pronto -chistó Proust-, Mis hijos no fueron hasta que cumplieron los cinco años.

Apostaba a que no era así, pensó Charlie. Lizzie, la mujer de Proust, no se habría quedado en casa rascando los cereales Weetabix aplastados sobre la alfombra.

Simon ignoró la interrupción.

– Felix no fue a Stanley Sidgwick en septiembre de 1999. Laura todavía estaba viva y no tenía ninguna intención de enviarlo allí. Pero su lugar no se le asignó a nadie más, a pesar de la larga lista de espera.

– ¿Qué? -Proust frunció el ceño.

– ¿Por qué no? -preguntó Charlie.

– Porque Vivienne Fancourt abonó las cuotas desde el mes de septiembre de 1999, como si Felix estuviese asistiendo a la escuela. Su argumento, al parecer, era que si ella estaba dispuesta a pagar, debían mantener la reserva de la plaza para Felix. Y en noviembre de 1999 le dijo a la secretaria de admisiones de la escuela, Sally Hunt, que Felix empezaría, definitivamente, en enero de 2001, al empezar el período de primavera. Laura fue asesinada en diciembre de 2000. -Simon exhaló el aire lentamente. Aquello debería bastar para que se movieran. Creerían que se lo había dicho todo.

– ¡Joder! -Charlie sacudió la cabeza-. Ella sabía, un año antes, que iba a matar a Laura, y sabía cuándo. ¿Por qué esperó tanto tiempo?

Simon se encogió de hombros.

– Quizás no sea tanto tiempo, cuando se está planeando un asesinato. Nunca había matado antes, habría tenido que prepararse mentalmente. También… quizá también hubo algo de placer en la espera. Cuando veía a Laura, durante esas tensas visitas familiares en las que Laura parecía tener todo el poder, Vivienne podría haberse estado regodeando en secreto.

Proust golpeó el escritorio con las palmas.

– Como he dicho antes: entrevistad a Vivienne Fancourt. Conseguid que hable. Con todo lo que tenemos, podemos hacer que entregue el bolso de Cryer, si es que lo tiene. Probablemente confesará en pocos minutos.

– No lo creo -dijo Charlie-. Usted no la conoce.

Nunca conocía a nadie. A veces pensaba que todo lo que el Muñeco de Nieve sabía del mundo era lo que ella y Lizzie, sus lugartenientes, le contaban.

– Vivienne Fancourt no nos tiene miedo ni a mí ni a Simon. -Se volvió en dirección de Simon para que la apoyase -. ¿Verdad? -Él se encogió de hombros. Todavía no la habían acusado de asesinato, pensaba, o de haber incriminado a un inocente.

– Oh, vamos, sabes cómo es. Cree que somos un par de críos tontos -insistió Charlie.

«Sabes cómo es». ¿Dónde había oído Simon esa frase, o algo similar? Le había parecido extraño entonces, la recordaba, pero no podía recordar quién la había pronunciado, ni el tema o el contexto. Frunció el ceño, intentando recuperar ese recuerdo.

Charlie movía sus rodillas impacientemente.

– Señor, se me ocurre…

– ¿Tiene algo que ver con toallas?

– No.

– Me alegra oírlo.

– Señor, usted tiene aproximadamente la edad de Vivienne Fancourt. Usted es un oficial sénior. Ella cree que nos puede controlar a Simon y a mí, y somos mucho más jóvenes que ella. Pero si usted nos acompaña… No se ofenda, señor, pero puede ser jodidamente terrible cuando quiere.

– ¿Yo? -Proust estaba aterrado. Se aferraba al borde del escritorio con las dos manos-, ¿No me estará sugiriendo que hable con ella, no?

– Pienso que es una idea brillante. -Charlie se inclinó en su silla-. Usted podría hacer su papel de hombre de hielo, realmente la intimidaría. Señor, es el único de los tres que tiene la posibilidad de arrancarle una confesión. Sus poderes persuasivos son imposibles de resistir.

– Proust solamente notaba y desaprobaba la adulación cuando estaba dirigida a personas que no fuesen él mismo.

– Bueno, no estoy seguro… y tampoco estoy seguro de lo que significa ese papel de hombre de hielo.

– Por favor, señor. Realmente podría marcar la diferencia. Vivienne Fancourt ya me conoce bien. Si vamos los tres…

Charlie se detuvo. Hace unos días habría sido demasiado orgullosa y testaruda para pedirle ayuda a Proust. Estaba irritada, ligeramente, por el pensamiento de que podría estar volviéndose más madura. ¿Por qué debería convertirse en una persona mejor cuando nadie jamás lo hacía? Simon no lo hacía. Proust evidentemente tampoco.

– A los dos -les dijo Simon-: yo no pienso ir. Había otro sitio al que tenía que ir. «Ya sabes cómo es Alice». Excepto que, por primera vez desde que la había visto al final de las escaleras, Simon no estaba en absoluto seguro de que fuese así.

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