Capítulo 8

3 /10/03 , 14.00 horas


Diez minutos después de terminar su entrevista con Proust, Simon volvió a la cantina. Por fortuna, el videojuego del bandido de un solo brazo estaba inusitadamente en silencio, como si respetara la gravedad de su humor. El inspector había despreciado su hipótesis, lo había llamado paranoico y le había ordenado irse y aclarar sus ideas.

– No te quiero trabajando en este estado. Solo consigues irritarte y arruinarlo todo -le había dicho. Era lo más parecido a una despedida compasiva por parte de Proust.

¿Qué le pasaba a todo el mundo hoy? ¿Por qué nadie podía ver lo que para Simon era absolutamente obvio? ¿Era porque Proust y Charlie habían estado involucrados en eliminar a Darryl Beer? ¿Era por eso que habían insistido tanto en calificar a Simon como un excéntrico inestable que deja que sus asuntos personales interfieran en los hechos? Mientras tanto, todos ignoraban los posibles asuntos personales de David Fancourt. La primera esposa muerta; la segunda, desaparecida. Hechos.

Simon se sirvió una taza de té y fantaseó con la posibilidad de llegar a la verdad sobre Fancourt. Para algunas cosas merecía la pena hacerse un tiempo. ¿Qué había hecho ese bastardo a Alice? ¿Qué le había dicho a Proust sobre Simon? Tenía que haber sido él y no Charlie quien le hubiera dicho algo. Estas preguntas eran un tormento que no conducían a Simon a ningún tipo de respuesta.

Oyó que alguien tosía a sus espaldas y se giró.

– Proust dijo que te encontraría aquí. He hablado con él. Mejor dicho, lo he escuchado. Largo y tendido. No está nada contento contigo, para nada.

– ¡Charlie! -al verla sintió que tal vez había alguna esperanza, tal vez la fatalidad podía esperar un poco más-. ¿Has podido calmarlo un poco? Eres la única que puede conseguirlo.

– No me pongas de mal humor otra vez -dijo en tono severo, al tiempo que se sentaba frente a él.

Resultaba imposible para Simon decirle algo agradable a Charlie sin hacerla enfadar. Solo había un cumplido que ella quería escuchar, algo que Simon nunca podría decirle. Estaba decidida a rechazar cualquier otro halago menor de su parte que sonara a pena o caridad. Algunas veces él se preguntaba cómo ella podía siquiera mirarlo. ¿Cómo no iba a considerarlo como alguien patético después de la fiesta de cuarenta años de Sellers el año pasado? Simon rechazó ese horrible recuerdo, como siempre que volvía a aparecer en su mente.

– ¿Qué dijo el Muñeco de Nieve? -preguntó.

– Que balbuceabas como un tonto. Piensa que tienes algo con Alice Fancourt. Su marido también lo piensa. Cualquiera que tenga ojos y cerebro puede darse cuenta a kilómetros de distancia. Se te pone una cara de idiota baboso cada vez que hablas de ella. -Sus palabras hacían daño. Simon ni se molestó en discutir-. También dice que has negado que hubiera habido algún comportamiento inadecuado.

– ¿Me cree?

– Lo dudo mucho. Así que será mejor que te asegures de que no lo descubra, si estás mintiendo. De todos modos, mis instrucciones son que se trate la huida de la madre y el bebé como un caso de «desaparecido» si no aparecen en veinticuatro horas.

Simon abrió más los ojos.

– ¿Tú? Eso quiere decir…

– Proust me lo ha asignado, sí. A nuestro equipo. Dada nuestra amplia experiencia con la familia Fancourt -agregó con sar casmo.

– Pensé que no habría ninguna posibilidad de que me dejara estar cerca de este caso. ¡Gracias!

Simon fijó sus ojos en las ruidosas luces fluorescentes de las lámparas. Creía con firmeza en algo sin especificar. Su madre siempre había deseado que se hiciera sacerdote. Tal vez aún lo deseaba. Simon había heredado de ella la necesidad de aferrarse a algo, pero no su convicción de que ese algo fuera Dios. Detestaba la idea de tener algo en común con su madre.

– Proust está lleno de sorpresas, tengo que admitirlo -manifestó Charlie-. Me dijo que cree que puedes conseguir algún resultado sencillamente porque estás demasiado interesado. Considera que quieres por cojones encontrar a Alice Fancourt más que cualquier otra persona de aquí. -Su tono sugería que ella era una de esas otras personas. Simon apoyó la cabeza entre las manos.

– Si tengo la oportunidad de empezar a investigar -gruñó-. Charlie, este tema realmente me puede joder. He visto a Alice dos veces, extraoficialmente. Ella… me dijo cosas que voy a tener que aclarar una vez que empiece la investigación. Sabes que no merezco perder mi trabajo, sabes lo bueno que soy…

– Igual que lo sabes tú -dijo secamente, levantando una ceja-. ¿Cómo me iba a olvidar? Sin ti, estaríamos todos rascándonos las orejas y limpiándonos los dientes con palillos, incapaces de resolver un solo caso.

– Bueno. Cuando eres tan mierda como yo en casi todo, cuesta no ver que, con puta sorpresa, puedes hacer algo bien de verdad. Y esto, ser detective, es algo que sé hacer bien.

– ¿Ah sí? ¿Y por qué nunca lo dices? Deberías haberlo dicho.

– ¡Vete a la mierda!

Charlie rió.

– Solo tú eres capaz de presumir de forma escandalosa y parecer una víctima al mismo tiempo.

«Y solo tú puedes ser mi jefa de ese modo especial tan cariñoso, territorial y despectivo que me dan ganas de darte una buena bofetada», pensó Simon.

– Sé que no tengo derecho a preguntarte, pero… ¿alguna idea sobre cómo puedo salir de este lío?

Charlie no se sorprendió. Agitó un juego de llaves de coche en su cara.

– Vamos.

– ¿Adónde?

– A algún sitio donde no nos puedan oír. -La cantina era un campo de cultivo de cotilleos. Pasaron entre las mesas, las sillas y las bromas en voz alta, y salieron del edificio.

Charlie conducía como un hombre, moviendo el volante con dos dedos o a veces con la muñeca, sin tener en cuenta los límites de velocidad e insultando a otros conductores. Abandonaron Spilling en la calle Silsford, mientras sonaba Radio Dos. Simon siempre elegía escuchar Radio Cuatro, pero hacía tiempo que había dejado de insistir a Charlie para que hiciera lo mismo. Radio Uno por la mañana, Radio Dos a partir de la una, esa era su norma. O sea, Steve Wright por la tarde, pseudo-verdades, canciones que solo podían escucharse en ascensores o en recepciones del hoteles, todo lo soso que Simon odiaba.

Se concentró en el llano y ordenado paisaje por el que pasaban demasiado deprisa. En general, siempre le parecía relajante, pero hoy lo sentía vacío. Le faltaba algo. Simon se dio cuenta con cierto pudor, de que estaba deseando ver a Alice. Cada cara, cada figura, que veía y no era ella le provocaba una desilusión. El pánico desesperado había dado lugar a una profunda tristeza.

¿Qué habría visto en Alice que le hacía sentir que tenían algo en común? Era guapa, pero los sentimientos de Simon hacia ella no tenían nada que ver con su aspecto. Era algo en sus modos, cierta inquietud, algo que la hacía parecer fuera de sí, como si estuviera intentando salvar obstáculos invisibles. Así se sentíaSimon todo el tiempo. Algunas personas sabían cómo transitar por la vida sin esfuerzo. Él no sabía y creía que Alice tampoco, era demasiado sensible, demasiado complicada. Aunque solo la había visto en un estado de sufrimiento extremo. No tenía ni idea de cómo era antes de la semana pasada.

Charlie le diría que era fantasioso, al tratar de inventar el personaje de Alice sobre la base de tan pocas pruebas. Sin embargo, ¿no se construyen las percepciones de otras personas sobre la base de tales invenciones? ¿No era una locura asumir que familiares, amigos y conocidos forman parte de un todo coherente cuyas naturalezas pueden resumirse y ajustarse? Casi siempre Simon se sentía como una colección de conductas aleatorias, cada una estimulada por una compulsión insana y anárquica que no era capaz de comprender.

Movió la cabeza al oír la voz mediocre de Sheryl Crow. Típico. Charlie cantaba: algo acerca de los días como carreteras sinuosas. Simon pensó que era una gilipollez.

Charlie frenó de golpe justo antes de llegar a la taberna Red Lion, a unas cinco millas de la ciudad y entró en el aparcamiento.

– No estoy de humor -dijo Simon, mientras su estómago protestaba ante la perspectiva del alcohol.

– No te preocupes. No vamos a entrar. Es que no quería darte esto demasiado cerca de la central. -Buscó en su gran bolso de ante negro y sacó una libreta común de policía, como la que llevaban todos los oficiales. Cada incidente de cualquier tipo, significativo o no, tenía que registrarse, junto con los detalles del clima y las condiciones de las carreteras. Simon tenía la suya en el bolsillo interior de su chaqueta.

Charlie le tiró la libreta sobre sus piernas. Era café, de siete por cinco pulgadas y, como todas las libretas, tenía un número de caso en la cubierta al lado de la firma del sargento, en este caso la de Charlie.

– ¿Me estás diciendo lo que creo que estás diciendo?

– Es tu elección, ¿no? Hacer oficiales tus encuentros extraoficiales con Alice Fancourt. Tu oportunidad de reescribir la historia.

– No deberías tener que mentir por mí.

Se sentía molesto de que ella tuviera la libreta preparada y esperándolo. Ella sabía que él iría a pedirle ayuda tarde o temprano. Vergonzosamente predecible.

– Bueno -dijo Charlie haciendo una mueca-. Es un riesgo. Si alguien mira con detenimiento los números de serie… Ni falta hace que te diga que si te pillan, yo no te di esta libreta.

– Voy a tener que escribir todo otra vez-, Simon cerró los ojos, cansado ante la idea del esfuerzo que eso supondría.

– No serás el primero ni el último. Mira, esto no me emociona, pero no puedo soportar mantenerme al margen y ver cómo te jodes la vida. Soy demasiado controladora. Y… tú eres la persona más inteligente, más motivada y más estimulante con que he trabajado. Y no me des la razón o te estrangulo. Y sería una tragedia que esta cagada lo arruinara todo. Si alguien pregunta, diré que sabía de los encuentros y que te dejé seguir adelante.

Esos cariñosos y deliberados halagos hicieron que Simon se sintiera humillado. Ella era incapaz de tratarlo como a un igual y él estaba seguro de que no era solo porque ella era sargento. Se preguntaba a sí mismo qué le faltaba para sentirse satisfecho.

– No funcionará, ¿no? ¿No saben todos que querías cargarte el alegato del cambio de bebé? ¿Por qué ibas a autorizarme a realizar más entrevistas?

Charlie se encogió de hombros.

– Estoy orgullosa de mi forma de enfocar las cosas -dijo con sequedad.

Se quedaron sentados en silencio durante un rato, mirando a la gente que entraba y salía de la taberna.

– Lo siento -dijo Simon al cabo de un rato-. No debería haberte mentido. Odio haberlo hecho. Pero tú nunca creíste la historia de Alice. Pensabas que nos hacía perder el tiempo. Por eso no te lo dije. Estaba preocupado por ella y… mira, no te digo que creí lo que dijo sobre el bebé, pero… bueno, sentí que no podía abandonarla.

La cara de Charlie se torció, se tensó. Simon lamentó haber usado la palabra «abandonarla». Estaban hablando de trabajo, de la disparidad de opiniones profesionales entre ellos, pero eso no cambiaba el hecho de que había mentido a Charlie, que su mentira había involucrado a otra mujer.

– Lo asumo, ante ti al menos. No soy sospechoso.

– Tonto, sí. Sospechoso, no. Dicen que es ciego, ¿no? -Charlie miró por la ventanilla, para que él no pudiera verle la cara-. Mejor que movamos el culo, con todo lo que estoy disfrutando de este romántico interludio -dijo.

Nuevamente Simon intentó borrar la imagen de Charlie y la suya en la fiesta de cuarenta años de Sellers. Cerró los ojos, tratando de poner su mente en blanco. El día de hoy era demasiado, más de lo que podía controlar. Trató de eliminar todos los pensamientos de su cabeza.

De inmediato, algo hizo clic en su cerebro. Lo tenía. Sabía qué era lo que había estado pegado como polvo en su cabeza.

– La noche en que Laura Cryer fue asesinada -empezó-. Cuando Beer trató de atracarla…

– No, otra vez no.

– Estaba sola, ¿no? Dijiste que volvió al coche sola.

Charlie giró para mirarlo.

– Sí -dijo frunciendo el ceño-, ¿Por qué?

– ¿No estaba su hijo Felix con ella?

– No.

– Él estaba en Los Olmos con su abuela, porque Cryer iba a trabajar hasta tarde -insistió Simon.

– ¿Y? ¿Entonces? -La impaciencia reptaba por la voz de Charlie.

– ¿Por qué no recogió a su hijo para llevarlo a casa? Se supone que vivía con ella, ¿no? – Un destello de incertidumbre cruzó por el rostro de Charlie.

– Bueno, porque… porque se quedaba en casa de su abuela, tal vez.

– Entonces -dijo Simon-, ¿por qué Laura Cryer fue a Los Olmos aquella noche?

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