Capítulo 2 3

Miércoles , 1 de octubre de 2003


Abro mis ojos con una queja ahogada. Despertarse es el peor momento del día, como sumergirse en la pesadilla de nuevo. David 110 está en la cama. Vivienne está en el portal, vestida con un elegante traje negro y cuello de polo gris. Su cara está cubierta con su capa habitual de maquillaje sutil. Huelo su perfume, Madame Rochas. Me siento sucia, repugnante. No me he bañado, ni siquiera me he lavado desde el lunes. Mi boca está pastosa, mi polo enmarañado.

– ¿Te sientes mejor, después de una buena noche de sueño? pregunta.

No respondo. Me siento aturdida. No puedo abrir mis párpados, están demasiado pesados. Es el sufrimiento. Debe ser; dejé de tomar los comprimidos de Cocodamol después de hablar con la Dra. Allen.

– ¿Por qué no tomas un buen baño? -sugiere Vivienne, son riendo decididamente.

Sacudo mi cabeza. No puedo salir de la cama si ella está de pie delante de mí.

– Alice, es una lucha para todos nosotros, no sólo para ti. Sin embargo, nos debemos comportar como gente civilizada.

Oigo a David en la habitación del bebé, hablando con La Pequeña con una voz animada. La Pequeña gorgotea una respuesta. Me siento exiliada, como si estuviera a un millón de millas de cualquier posibilidad de felicidad.

– Quiero cuidar al bebé -digo. Mis lágrimas se escapan a pesar de mis mejores esfuerzos-. ¿Por qué David no me deja? No me dejará acercarme a ella.

Vivienne suspira.

– El bebé está bien. Y David sólo está preocupado por ti, eso es todo. Alice, ¿no crees que deberías concentrarte en cuidar de ti misma? Has pasado por un terrible sufrimiento. -Su simpatía me confunde-. Ese esfuerzo por un parto tan largo, y después una cesárea de emergencia. Creo que estás poniendo demasiada presión sobre ti misma.

Dijo lo mismo cuando le conté sobre los problemas que tenía para aceptar la muerte de mis padres-. No luches contra tu aflicción -dijo-. Abrázala. Hazte amiga de ella. Dale la bienvenida en tu vida. Invítala a quedarse mientras quiera. Al final se volverá manejable. Ha sido el mejor consejo que me habían dado. Funcionaba, exactamente como Vivienne había dicho.

– Hoy me llevaré al bebé -dice. -Llevaremos a Felix a la escuela, después iremos de compras.

– No quieres dejarla sola conmigo y con David, ¿verdad? No confías en ninguno de nosotros.

– A los bebés les gusta un poco de aire fresco -dice Vivienne firmemente-. Es bueno para ellos. Y un baño te vendrá bien. Realmente es importante, sabes, limpiarte, ponerte alguna ropa bonita. No hará que tus problemas desaparezcan, pero te hará sentir más humana. Si te sientes bastante fuerte, ya está. No quiero que te esfuerces demasiado si no estás preparada.

Creo que Vivienne quiere que la quiera. Más que eso, lo considera un derecho. No recuerda que me encerró en la habitación del bebé o que está socavando mi sentido de la realidad tratándome como una inválida, sólo piensa en todas las cosas suaves y útiles que me ha hecho a lo largo de los años.

Me doy la vuelta, lejos de ella. Ahora que entiendo esta nueva compasión, me siento como una tonta. Vivienne quiere que esté enferma, por supuesto. Su resultado preferido sería que Florence no estuviera perdida, mejor que fuera mi mente, que estuviera severamente perturbada. Pienso en la bien intencionada Dra. Allen, que creía que yo quería que La Pequeña estuviera enferma.

– Bien, entonces descansa. -Vivienne está decidida a que mi comportamiento insensible no llegue hasta ella. Se encorva, besa mi mejilla. -Adiós, querida. Te veré después.

Cierro mis ojos, empiezo a contar mentalmente. Vivienne lleva a La Pequeña a un paseo de compras. Todo el mundo puede ir y venir como le plazca menos yo. ¿Qué pasaría si yo dijera, como acaba de hacerlo Vivienne, «Hoy me llevaré al bebé». Me detendría, por supuesto.

Cuando oigo el ruido sordo de la puerta de entrada, y, unos segundos más tarde, el motor del coche de Vivienne, abro mis ojos y miro el reloj. Son las ocho menos cuarto. Se ha ido. Salgo de la cama y tropiezo con el rellano, sintiéndome como si no hubiera caminado durante años. Froto mis dedos desnudos contra la lana aterciopelada de la moqueta de color de piedra y miro hacia el largo pasillo, las filas de puertas blancas en cada lado. Me siento como una persona en un sueño, un sueño donde cada puerta conducirá a una habitación que tiene un propósito claro, distinto de lodos los otros, y a un resultado radicalmente diferente. ¿Por qué la casa está tan silenciosa? ¿Dónde está David? La puerta de la habitación de Florence está abierta. Sopeso mi necesidad de ir al baño contra la posibilidad de entrar en la habitación de mi hija sin ser observada o controlada.

Gana la segunda opción.

Entro prudentemente, como si estuviera invadiendo un territorio prohibido, y dirijo mis pasos hacia la cama vacía. Me inclino e inhalo el perfume de bebé recién nacido, ese olor precioso, fresco. Tiro de la cuerda que cuelga del sol que sonríe encima de la cuna, y empieza a sonar En algún lugar sobre el arco iris. Mi corazón da vueltas. Todo lo que puedo hacer es esperar que Florence no esté sufriendo en ningún sitio como lo estoy haciendo yo.

Abro las puertas del armario empotrado y acaricio las pilas de su ropa recién lavada, los pliegues rosa y amarillo y blanco, el manto de lana y vellón tan suave como imagino que sean las nubes. Una visión tan optimista y alegre debería hacerme feliz pero, en ausencia de Florence, tiene el efecto opuesto.

Cierro las puertas de armario, rígida por el dolor. Debería irme. Estar aquí sólo me hace sentir peor, pero de algún modo, a pesar de mi creciente necesidad de ir al cuarto de baño, no soy capaz de irme. Esta habitación es evidencia de que tengo una hija querida. Me conecta con Florence. Me siento en la silla mecedora en la esquina, donde una vez estúpidamente imaginé que dedicaría muchas horas a amamantarla, coger y acariciar a Monty, el conejo mimoso de Florence con orejas largas y blandas. La ansiedad por mi bebé hormiguea en todas mis terminaciones nerviosas.

Al final, la incomodidad física me obliga a moverme. Me aseguro de dejar la puerta abierta en el ángulo correcto, exactamente como la encontré. Entonces se me ocurre que nadie haya dicho explícitamente que no se me permite estar aquí. ¿Me estoy volviendo paranoica?

– ¡Hola! -grito desde el rellano-. ¿David? -No hay respuesta. El pánico me embarga. Se han ido todos para siempre. Estoy sola. He estado siempre sola.

– ¿David? -llamo otra vez, más fuerte.

No está en el cuarto de baño. Estoy a punto de levantar la tapa del lavabo cuando me doy cuenta de que la bañera ya está llena. Sin burbujas ni aceite, solo agua. Tanto Vivienne como yo añadimos cosas perfumadas en botellas a nuestra agua del baño, aunque las que ella añade son considerablemente más caras que las mías. Esta bañera solía ser mi favorita. Es uno de esmalte grande, antiguo, blanco crema, como el color de los dientes sanos. Dos personas pueden caber en él fácilmente. David y yo lo hacemos ocasionalmente, cuando está garantizado que Vivienne estará fuera por lo menos una hora. Lo hacíamos, me corrijo.

Frunzo el ceño, perpleja. Nunca he sabido que David tomara un baño y después no lo vaciara y enjuagara la bañera. Vivienne lo consideraría corno el epítome de las malas maneras. Toco el agua con mi mano. Está fría. Después me doy cuenta de que también está completamente clara. Ningún jabón la ha tocado, estoy segura de eso. ¿Por qué David tomaría un baño, no usaría jabón, y después dejaría el agua dentro?

Siento un fuerte ruido detrás de mí. Grito y giro. David me sonríe. Ha dado un portazo y está apoyado contra la puerta con sus manos en los bolsillos de sus téjanos. Veo por la expresión de su cara que he caído directamente en su trampa. Debe haber estado esperando un tiempo detrás de la puerta para tenderme ima emboscada.

– Buen día, querida -dice sarcàsticamente-. Te he preparado un baño.

Estoy asustada. Hay una despreocupación grotesca en su cruel dad que ha reemplazado la amargura que tenía los días anteriores. Signifique lo que esto signifique, tiene que ser malo. O se preocupa por mí menos que nunca, o ha descubierto, de manera accidental, que el sadismo desesperado surgido de su miseria y confusión es algo que le gusta.

– Déjame sola -digo-. No me lastimes.

– No me lastimes -Me imita-. ¡Encantador! Todo lo que he hecho es prepararte un baño, para que puedas tener una inmersión agradable, larga, relajante.

– Está congelada.

– Entra en la bañera, Alice. -Su voz es amenazadora.

– ¡No! Necesito ir al baño. -Me doy cuenta, mientras hablo, de lo urgente que es esta necesidad.

– Yo no estoy deteniéndote.

– No iré mientras estés aquí. Vete, déjame sola.

David se queda donde está. Nos miramos. Mis ojos están totalmente secos, mi mente entumecida y vacía.

– ¿Bien? -dice David-. Continúa, entonces.

– ¡Vete a la mierda! -Es todo lo que puedo pensar.

– Oh, muy femenino.

No tengo opciones, ya que no soy lo bastante fuerte como para expulsarlo de la habitación. El contenido de mis intestinos se han convertido en agua. Empiezo a caminar hacia el lavabo. David se mueve sorprendentemente deprisa. Salta delante de mí, deteniendo mi avance.

– Lo siento- dice-. Tuviste tu oportunidad.

– ¿Qué? No puedo creer que su comportamiento sea espontáneo. Debe haber planeado todas las fases de este horror, todas las palabras. Nadie podría improvisar tal abuso.

– Me has insultado. Así que puedes ir directa a la bañera.

– No.-Clavo mis uñas en mis palmas-. ¡No lo haré! Apártate y déjame ir al baño.

– Sabes, podría tomar medidas para asegurar que nunca vuelvas a ver a Florence -dice tranquilamente-. No sería difícil. Nada difícil.

– ¡No! Por favor, no puedes. ¡Promete que no harás eso! -El terror corre a través de mis venas, dispersándose por todas las células de mi cuerpo. Suena como si tuviera la intención de hacerlo.

– Puedo y te haré más daño del que tú puedes hacerme a mí, Alice. Mucho más. Recuerda eso. Puedo y lo haré.

– ¿Así que admites que sabes dónde está Florence, entonces? ¿Dónde está ella, David? Por favor, dímelo. ¿Está a salvo? ¿Dónde la escondes? ¿Con quién está?

Examina sus uñas en silencio. Quiero gritar y golpear mi cabeza contra la pared. La personalidad de mi marido se ha solidificado en esta nueva encarnación monstruosa. Se ha metido en el papel de torturador y lo está disfrutando. Quizás así es cómo sucede. Pienso en todas las atrocidades del mundo y los que las cometen. Tiene que haber alguna clase de explicación. Siempre la hay, para todo.

Incluso ahora, no puedo evitar esperar que las cosas mejoren. Quizás realmente estoy loca. Me imagino a David, como el único superviviente de una catástrofe natural, diciendo «No sé qué entró en mí». Si lo dijera de ese modo, en términos de una aberración, una posesión provisional por alguna fuerza destructiva, posiblemente lo podría perdonar. Todo el amor que he sentido por él aún está en mí, ondeando bajo la superficie, influyendo sutilmente en la textura de mis pensamientos, como un rugoso viejo tapiz bajo pintura nueva.

Sólo tengo que resistir hasta el viernes. Ahora que David ha hecho su espantosa amenaza, no me arriesgaré hasta entonces. Debo sacrificar mi orgullo y dignidad si esa es la única forma de proteger Florence. Mis piernas están temblando. Adrenalina desenfrenada arrasa mi cuerpo. Estoy sufriendo por la presión sobre mi vejiga y los intestinos.

– Bien- digo -. No lastimes a Florence. Haré todo lo que quieras.

David arruga su nariz a disgusto.

– ¿Lastimarla? ¿Estás sugiriendo que heriría a mi propia hija?

– No, lo lamento. Lo lamento todo. Dime qué quieres que haga.

Él parece tranquilo de momento.

– Quítate el pijama y entra en el baño -dice lentamente y con paciencia deliberada, como si yo fuera un idiota -. Y te quedarás ahí hasta que yo te diga.

Obedezco sus instrucciones, cantando una canción en mi cabeza para distraerme de lo que está sucediendo: Second-Hand Rose, una de las canciones que mi madre solía cantarme cuando era niña. Mis pies, mis tobillos y mis pantorrillas sienten el dolor por el frío cuando entro en el agua. David me dice que me siente. Lo hago, y mi corazón se sacude por el contraste. El agua congelada tiene el efecto que sabía que tendría -que David debe haber sabido que tenía- en mi cuerpo. Los sentimientos de dolor y humillación que me abruman son tan insoportables que por un momento no puedo respirar. Por primera vez en mi vida, entiendo por qué a veces la gente desea estar muerta.

Cuando oigo la voz de David otra vez, suena como si procediera de una gran distancia.

– Eres repugnante -dice. -Mírate. Mira lo que has hecho. Nunca he visto nada tan sucio en mi vida. ¿Qué puedes decir?

– Lo siento -tartamudeo. Los dientes castañean violentamente.

Está de pie por encima de mí con sus brazos plegados, mirándome, sacudiendo su cabeza y expresando impaciencia, deleitándose con mi vergüenza. Nunca debí haberme casado contigo. Siempre fuiste la segunda mejor después de Laura. ¿Sabías eso?

– Por favor déjame salir -susurro, temblando convulsivamente-. Me estoy congelando. Duele.

– Quiero que admitas que estás mintiendo sobre Florence -ordena David-. Quiero que digas a Mamá y a la policía que has inventado toda la historia. ¿Lo harás?

Entierro mi cara en mis rodillas. Me está pidiendo algo que no puedo hacer, pero me aterroriza decir que no si está planeando castigos peores que éste, en caso de que cumpla su amenaza de que nunca veré a Florence. Sospecho que, para David, todo el placer está en las propias amenazas, en el descanso psicológico que le proporcionan, pero no puedo arriesgarme.

Suspira y se sienta en la tapa de lavabo cerrada.

– Yo no soy un hombre violento, Alice. ¿Alguna vez he puesto un dedo sobre ti? ¿Violentamente, quiero decir?

– No.

– No. Y no soy un hombre irracional. No quiero tener que hacerte esto, pero me has dejado sin alternativas.

Continúa así por un tiempo, justificando sus acciones, interrumpiendo sus justificaciones para, de vez en cuando, insultarme y mofarse de mí. Cuando subo mis rodillas hasta mi pecho, me dice que no puedo hacerlo. Debo poner mis piernas estiradas contra el fondo de la tina. No debo cubrir mi pecho con mis brazos. Hago lo que me dice, pero además de eso intento no escucharlo. Escucho solamente el canturreo intimidatorio sin compasión de un hombre que, durante años, ha sido dominado por su madre. En mi mente veo la imagen de una flor atada a un tutor, para que crezca en una dirección establecida. Ése es David. Y ahora está ejercitando su poder, atiborrándose de él, como un hambriento que teme que ésta fuese su única oportunidad de comer.

No sé cuánto tiempo me hace sentarme en el agua helada, sucia. Hasta que apenas puedo sentir alguna sensación por debajo de mi cintura y mis piernas tienen una especie de color azul fantasmagórico. Me siento como un animal, peor que un animal. Soy una desgraciada. Es mi culpa que esto me haya pasado. No le pasa a la mayoría de las personas, a nadie más. No se puede caer más bajo. No puedo proteger a mi propia hija.

Al final David suspira, descorre el cerrojo de la puerta de cuarto de baño y dice:

– Bien, espero que hayas aprendido algo de esta experiencia. Es mejor que te limpies. Y también el baño. Recuerda, eres una invitada en la casa de mi madre.

Sale de la habitación, silbando.

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