Capítulo 2 2

7/10/03, 14.00 horas


Entrar en una prisión: Simon nunca se había acostumbrado a eso. Odiaba estar en la cola con los otros visitantes, algunos de los cuales, lamentablemente lo sabía, ocultaban -a veces incluso metidos en sus partes íntimas- bultos de heroína, para pasárselos a sus seres queridos bajo la mesa en el momento apropiado. Los centinelas, en su mayoría corruptos, sabían qué sucedía y no hacían nada para evitarlo.

Simon estaba de pie junto a las novias desnutridas y a medio vestir de este o aquel cero a la izquierda o gánster, depende del punto de vista. Sus piernas desnudas estaban manchadas, color malva con frío. Se balanceaban sobre altos tacones, se reían y susurraban. Simon oyó la palabra «cerdo». Incluso sin el uniforme, la gente sabía.

Después de la cola venía el registro, y después todos los futuros visitantes eran husmeados por perros policía. Finalmente, aprobado, Simon se dirigía por la sórdida sala de visitas al patio interior de la Prisión de Su Majestad Brimley, esperando el familiar jaleo: «¡Maldito cerdo! ¡Hijoputa! ¡Porquería de mierda!» Acompañado por el ruido metálico de las jaulas desde todas las direcciones. El patio estaba rodeado por celdas, y las escorias siempre cantaban con entusiasmo. No era como si tuvieran mucho más que esperar.

Simon mantuvo la mirada recta hasta llegar al pabellón de seguridad. El centinela que lo estaba escoltando lo condujo a una pequeña habitación de color mostaza con una alfombra marrón, acanalada y gastada. La mesa tradicional y dos sillas. La cámara lija a la pared, su ojo de cristal cuadrado y oscuro miraba hacia abajo. En la mesa había un cenicero de plástico grueso. Cualquier poli con sentido sabía que era inútil aparecer sin tabaco: Rizlas o un paquete de b &h, depende de cómo se estaba sintiendo de generoso. Esas escorias los esperaban, del mismo modo que los camareros esperan las propinas. Opcional obligatorio.

Simon se sentía irritado e incómodo. La habitación apestaba a sudor rancio y a humo más rancio aún. También a un olor salado, sexual. Simon no quería pensar en eso último. Cambió de postura en su silla. Se había duchado esa mañana, trataba de sentirse limpio a pesar de lo que le rodeaba.

«Mira dónde estás», dijo una voz en su cabeza. Es desalentador creer que éste era el mugriento ambiente en que normalmente se movía, a mundos de distancia de Alice Fancourt, de Los Olmos. Se imaginaba a Alice tal como era cuando la vio por primera vez, erguida en la parte superior de la escalera curvada, después sentada en el sofá color crema del salón, su pelo largo y rubio, acomodada contra el cojín. La gente como ella no debería compartir el planeta con la escoria que terminaba aquí. Simon no estaba seguro de a quién se refería, si a Beer o a él mismo.

Charlie lo había instruido: sin contacto visual ni sonrisas, que preguntara a Beer sobre el arma del asesinato y el bolso de Laura Oyer directamente. Lo que fuera que Proust le había dicho durante su confrontación había funcionado. Estaba haciendo un gran trabajo con su nuevo y concienzudo enfoque. Había un número «uno» innecesariamente grande en la sala de operaciones, con el nombre de David Fancourt junto a él, y había empezado a hablar en voz alta sobre la importancia de revisar todos los archivos sobre Laura Cryer. Simon no caia fácilmente en la trampa.

Dudaba que Proust tampoco. Charlie había hecho este tipo de cosas antes, comportándose de una manera que estaba más allá del reproche al mismo tiempo que dejaba claro que su cabeza y su corazón estaban totalmente en contra.

Inmadura, indecorosa. Pero lo que más fastidiaba a Simon era que parecía que él era el objeto principal de su hostilidad. No podía entender lo que había hecho para ofenderla. Había dado algunas buenas pistas sobre el caso Cryer. Había esperado elogios, admiración de mala gana y un argumento acalorado. En cambio, Charlie había dejado de mirarle.

Le hablaba como si fuera una zombi leyendo una grabación. Parecía que Sellers y Gibbs no se habían dado cuenta; ella era todo encanto y sonrisas para ellos, como para hacer más evidente su actitud.

Simon había oído decir que las mujeres eran irracionales, pero había creído que Charlie era una excepción. Tenía que saber que Simon no era responsable de la bronca que se había llevado de Proust. Su propia negligencia la había metido en problemas, las tonterías que había dicho en la reunión de equipo que sonaban más como cotilleo que como trabajo policial.

La puerta de la pequeña habitación fétida se abrió, y un joven- cito fue empujado dentro de la habitación por un centinela de aspecto aún más joven. Simon demoró algunos segundos para reconocer a Darryl Beer. Un corte de pelo a rape había reemplazado su cola de caballo, y había ganado peso. Beer había sido un larguirucho de mierda. Tenía la apariencia y los modos de un roedor inquieto, luchando por desperdicios. Ahora su cara había engordado y parecía más corriente, como un hombre que podría pasar el sábado la tarde comprando muebles de jardín, taladradoras eléctricas, material combustible para la parrillada.

Simon se presentó. Beer se encogió de hombros. No le podría haber importado menos quién era su visitante, o por qué estaba aquí.

Simon estaba familiarizado con la actitud: un cerdo era un cerdo, y nunca era bueno ver a uno.

– Tengo algunas preguntas relacionadas con el asesinato de Laura Cryer.

– Asalto en circunstancias agravantes -Beer lo corrigió automáticamente, doblando sus brazos peludos sobre su barriga. Su parte superior era demasiado pequeña. Una bolsa de carne floja había escapado, derramándose sobre su cinturón.

– Apuñalar a una mujer con un cuchillo de cocina. Dejarla desangrarse. A eso yo lo llamo asesinato. -Beer ni parpadeó.

Simon retiró un paquete de Marlboro y sacó un mechero de su bolsillo, y Beer le tendió una mano, una que tenía «odio» tatuado en sus nudillos. Encendió el cigarrillo, dio una bocanada larga y lenta, después otra.

– ¿Tú lo hiciste? -preguntó Simon.

Beer pareció sorprendido, después divertido.

– ¿Me estás jodiendo? -dijo. -Simon sacudió su cabeza.

– Me he declarado culpable, ¿no?

– ¿Qué hiciste con su bolso? ¿Qué hiciste con el cuchillo?

– ¿Sabes algo sobre quién era Laura Cryer, el trabajo que hacía? -preguntó Beer. Su tono era coloquial-. Si hubiera vivido, podría haber encontrado una cura para el cáncer. Su equipo de investigación probablemente lo hará en algún momento, gracias al trabajo que ella inició. ¿Sabes que fue ella quien persuadió a Morley England de que invirtiera cuarenta millones de dólares en Bio- Diverse, para financiar el trabajo? Ella podría ser famosa un día. Yo podría ser famoso.

– ¿Qué has hecho con el bolso y el cuchillo?

– No lo recuerdo. -Beer rió, encantado de no ser útil. Se rascó la barriga expuesta con las uñas demasiado crecidas de su mano «amor»-. Estaba mal de la cabeza. ¿Por qué quieres saber eso ahora?

– ¿Recuerdas haber apuñalado a Laura Cryer? -La actitud de Beer había encendido el fusible del carácter de Simon. El fuego crepitó en su estómago. ¿Sería por Beer, o ya había estado allí desde antes, permaneciendo inactivo? Se imaginó a sí mismo cogiendo un extintor y echándolo hacia las llamas, como Charlie le había aconsejado una vez hacer. «Piensa en espuma mojada», le había dicho. Hasta las palabras suenan empapadas… Funcionaba. ¿Podría la persona sensata que había dicho eso y la maldita colegiala que hoy daba pisotones por la habitación del dic ser la misma?

– Debo haberlo hecho, ¿no? -dijo Beer». -Allí estaban todas las pruebas. -El sarcasmo melodioso pretendía provocar.

Su cara formaba parte del cenicero. Los brazos de Simon anhelaban ponerlo allí.

– Escucha, cabeza de mierda. Hay una madre y un bebé perdidos. El bebé tiene menos de un mes. Si me dices la verdad, nos podrías ayudar a encontrarlos. Cuando era niño, su madre había lavado la boca de Simon con jabón en una ocasión en que había dicho palabrotas frente a ella. Él había oído la forma en que otros policías blasfemaban con imprecisión casual. Su lengua sucia era deliberada y significativa. Agradecida. Saboreaba cada una de estas palabras que pertenecían a un mundo que excluía a sus padres.

Beer se encogió de hombros.

– Estás malgastando tu tiempo, cerdo. Creo que la Mamá y el bebé están muertos.

Simon respiró profundo. No era verdad. ¿Era eso lo que Charlie pensaba también? Antes de que desapareciera, Alice le había hecho sentir incómodo señalando sus incapacidades como protector. Su muerte confirmaría todo lo que Simon temía sobre él mismo. Pensar en ella como viva y perdida era la única forma en que podría desterrar su desilusión de su mente, centrándose en la fe que había tenido una vez en él. Todavía le daba tiempo. La historia no había concluido.

– Esto es lo que creo que ha sucedido -dijo-. Tu abogado te recomendaba cerrar un trato. Después de la correspondencia de adn, estabas enmierdado. Te dijo que comprarías vida dentro si te declarabas inocente. Ningún juez le creería a un mierda como tú. -Simon vio una luz de malestar en los ojos de Beer. Presionó-. La mayoría de la gente inocente se habría puesto furiosa, habría insistido en una oportunidad para probar su inocencia. Pero esa es la clase media, ¿no? El tipo de gente que la sociedad trata bien.

Conozco tus antecedentes. He estado leyendo sobre ti, Beer. Marginación, ausentismo escolar, hogar desintegrado, abuso sexual…, si bas tenido esa clase de vida y después un abogado te dice que estás a punto de ser inculpado por algo que no hiciste, le crees, ¿no? Porque es exactamente la clase de mierda que le sucede a porquerías como tú todos los días.

– Es la porquería como la que hace de la vida lo que es para mí y los míos -dijo Beer, despertando por fin de su autosatisfacción. -«Una frase extraña», pensó Simon, preguntándose dónde estarían «los míos». Beer estaba soltero y no tenía hijos. ¿Se estaba refiriendo a una subclase criminal, como si fuera una identidad de grupo de la cual uno se podía enorgullecer? ¿Una subclase más general?

Simon empujó su silla hacia adelante.

– Escúchame -dijo-. Si tú no has matado a Laura Cryer, creo que sé quién lo hizo. Es un chico rico estropeado que vive en una gran casa con su mamá rica. Es a quien estás ayudando a quedar absuelto.

– Yo no estoy ayudando a nadie. -La máscara hosca de nuevo.

– Fuiste visto en el jardín de Los Olmos dos veces las semanas anteriores a la muerte de Laura Cryer. ¿Qué estabas haciendo allí?

– ¿Los qué?

– Los Olmos, donde apuñalaste a Cryer.

– Doctora Cryer, si no te importa. Es solo un maldito cuerpo para ti, ¿no es cierto?

– ¿Qué estabas haciendo en Los Olmos?

Se encoge de hombros.

– No lo recuerdo.

– Si estás preocupado por tener que pasar más tiempo en prisión por haber mentido en el juicio y haberte declarado culpable, no lo hagas -dijo Simon-. Probablemente serás inculpado, pero teniendo en cuenta el tiempo ya servido… ¿O es la perspectiva de salir demasiado pronto lo que te está molestando? Te has hecho algunos enemigos cuando entregaste a Queen's y delataste a un montón de tus antiguos compañeros, ¿no? ¿Estás preocupado porque podrías no durar demasiado fuera de este lugar?

– Tú eres el que parece preocupado, cerdito. -Beer encendió otro cigarrillo del montón que estaba en la mesa. No yo.

Simon no podría recoger nada de su expresión.

– Quienquiera que esté persiguiéndote aún estará cerca dentro de cinco, seis o siete años -dijo-. Vas a necesitar nuestra protección, cuando quieras salir. Por lo menos yo lo haría si fuera tú… -Simon cogió los Marlboros y los devolvió a su bolsillo-. Yo empezaría a pensar sobre la mejor forma de hacernos querer ayudarte.

Detrás de una nube de humo exhalado, los ojos de Beer se estrecharon.

– La próxima vez que vengas, asegúrate de saber quién era Laura Cryer, lo que ha logrado. Quieres que hable porque te ayudará con otro caso, nada que ver con Laura. O conmigo.

Laura. Sin embargo no la había conocido. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Simon había pensado en Alice como la «Señora Fancourt». La importancia y la familiaridad no eran la misma cosa.

– Te importa una mierda la verdad, ¿no? Solo quieres que te diga lo que quieres oír.

– ¿De qué estás hablando?

– Todos los cerditos vivieron felices desde entonces. Fin. Y así fue.

No importa cuán duro Simon insistiera, no podría persuadir a Darryl Beer de que dijera nada más.

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