Capítulo 2

3/10/03, 11 -50horas (Una semana después)


Charlie estaba esperando a Simon en las escaleras de la comisaría cuando llegó e inició su turno a mediodía.

Se dio cuenta de que por primera vez este año, ella llevaba su abrigo de lana negro de cuerpo entero con cuello y puños de piel falsa. Sus huesudos tobillos ya no se veían bajo las finas medias transparentes como lo habían hecho durante todo el verano. A medida que se sucedían las estaciones, las piernas de Charlie se volvían de transparentes a opacas y viceversa. Hoy eran opacas. Ayer eran transparentes. Era una señal clara de que el invierno estaba en camino.

Por lo menos era octubre. Charlie era tan delgada que normalmente empezaba a sentir frío cuando la mayor parte de la gente todavía llevaba sandalias. Hoy su rostro estaba pálido y tras las gafas de montura dorada se apreciaban sus ojos inquietos. En su mano derecha tenía un cigarrillo a medio fumar. Charlie era adicta a sostenerlos entre los dedos y dejarlos consumirse. Simon casi nunca la veía dar una calada. Podía distinguir su barra de labios roja sobre el filtro al acercarse. Había más color allí que en su boca. Exhalaba una pequeña nube que lo mismo podría haber sido humo o aliento.

Lo saludó impacientemente con su otra mano. Así que realmente lo estaba esperando. Debía ser algo importante si lo estaba aguardando en los condenados escalones. Simon maldijo en silenció, presintiendo la inminente presencia de problemas y enfadado consigo mismo por estar sorprendido. Debería haberlo intuido durante el camino. Deseaba poder decir que había estado esperando cualquier día de estos, al doblar la esquina, ver la cara siniestra de alguien que traía malas noticias para él. Esta vez era Charlie.

A Simon le habría gustado enfrentar lo que fuese que le deparase el destino con la confianza de quien es completamente inocente. Creía, paradójicamente, que sería más capaz de soportar su castigo si era inmerecido. Había algo en el concepto de martirio que le atraía.

Apenas podía tragar saliva. Esta vez sería algo más grave que un código 9. Había sido un tonto al olvidar -aunque fuera por poco tiempo, aunque fuera comprensible- que él no era la clase de persona que salía indemne de las cosas. Esos cabrones de la Unidad de Disciplina Interna probablemente ya habrían vaciado su taquilla.

Sintió un nudo en la garganta. La mitad de su cabeza estaba ocupada repasando su defensa, mientras que la otra mitad intentaba aplacar su instinto de huir. En su mente no sería una huida cobarde. Sería lenta, digna, decepcionada. Se imaginó a sí mismo haciéndose más y más pequeño hasta convertirse en una línea, un punto, nada. El encanto de un gran gesto, de una despedida silenciosa. Charlie se quedaría preguntándose cómo, precisamente ella, lo había decepcionado y entonces, al averiguarlo, desearía haberlo escuchado.

Algo de esperanza. Las despedidas de Simon de todos sus trabajos anteriores habían sido frenéticas, caóticas, con una banda sonora de amenazas y gritos, de puños y pies que golpeaban puertas y escritorios. Se preguntaba cuántas veces tenía uno derecho a volver a empezar, cuántas veces podía uno decir que era culpa de otra persona y creérselo de verdad.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? -le preguntó a Charlie, saltándose la charla de cortesía. Se sentía vacío, como si alguien hubiera extirpado una enorme bola de su interior.

– Toma un pitillo. -Ella abrió su paquete de Marlboro Lights y se lo ofreció a la cara.

– Dimelo de una vez.

– Lo haré, si te calmas.

– ¡Joder! ¿Qué ha pasado?

Simon sabía que no podría ocultarle su pánico a Charlie, lo que aumentaba aún más su enfado.

– ¿Le importaría rebajar su tono, detective?

Ella tiraba de su rango siempre que le convenía. Tan pronto era la amiga y confidente de Simon como al minuto siguiente le recordaba su superioridad en el escalafón. Era capaz de pasar de un trato cálido a la frialdad en cuestión de segundos. Simon se sentía como un niño temblando sobre un pequeño trineo de cristal. El era la cobaya con la que Charlie estaba realizando un experimento a largo plazo, probando radicalmente diferentes acercamientos en rápida sucesión: comprensiva, coqueta, distante. Resultado del experimento: un sujeto permanentemente confundido e incómodo.

Sería más fácil trabajar para un hombre. Durante dos años, Simon había barajado la idea, en privado, de solicitar un traslado al equipo de otro sargento. Nunca había llegado a hacerlo, en realidad necesitaba más el convencimiento de que podía hacer el cambio en cualquier momento, que llevarlo a cabo realmente. Charlie era una superior eficiente. Se preocupaba por sus intereses. Simon sabía por qué, y estaba decidido a no sentirse culpable; sus razones eran asunto de ella y no deberían interesarle. ¿Era acaso una*superstición creer que, en cuanto ya no gozara de su protección, la necesitaría urgentemente?

– Lo siento -dijo él-. Lo siento. Dimelo, por favor.

– David Fancourt está en la sala de interrogatorios número 2 con Proust.

– ¿Qué? ¿Por qué? -La imaginación de Simon luchaba contra la inconcebible imagen del inspector Giles Proust cara a cara con un civil. Una persona real, alguien que no estuviese reducido a un nombre en el informe de un sargento, atado a un carácter tipográfico. Según le dictaba la experiencia, lo inusual era sinònimo de malo. Podía significar algo realmente malo. Todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo estaban completamente alerta.

– Ni tú ni yo estábamos aquí, Proust era la única persona que se encontraba en ese momento en la sala del departamento de investigación criminal, así que Proust se lo quedó.

– ¿Por qué ha entrado allí?

Charlie respiró profundamente.

– Me gustaría que te fumases un pitillo -dijo ella.

Simon cogió uno para que se callase.

– Sólo dime una cosa: ¿estoy en problemas?

– Bueno… -Sus ojos se entornaron. ¿No es esa una pregunta interesante? ¿Por qué deberías estar en apuros?

– Charlie, deja ya de marearme. ¿Por qué está Fancourt aquí?

– Ha venido a denunciar la desaparición de su mujer y su hija.

– ¿Qué? -Las palabras de Charlie aturdieron a Simon como si se hubiera golpeado la cara contra un muro de ladrillo. Entonces cobró sentido lo que Charlie le estaba diciendo: Alice y el bebé habían desaparecido. No. No podía ser.

– Es todo lo que sé. Tendremos que esperar que Proust nos cuente algo. Fancourt lleva aquí casi una hora. Jack Zlosnik está en el mostrador. Fancourt le dijo que su hija recién nacida y su mujer desparecieron anoche. No había ninguna nota, y no ha sabido nada desde entonces. Ha llamado por teléfono a todo el mundo que conoce y nada.

Simon no podía ver bien. Todo se había nublado. Intentó avanzar empujando a Charlie, pero ella le agarró del brazo.

– Eh, para. ¿A dónde vas?

– A ver a Fancourt y averiguar qué coño está sucediendo.

La rabia crecía en su interior. ¿Qué le había hecho ese cabrón a Alice? Tenía que saberlo, inmediatamente. Exigiría saberlo.

– Así que vas a irrumpir en la declaración de Proust, ¿cierto?

– ¡Si tengo que hacerlo, sí!

Charlie lo agarró aún más fuerte.

– Un día vas a perder tu empleo por culpa de tu carácter. Estoy harta de tener que vigilar cada movimiento tuyo para evitar que la cagues.

A ella le importaría más que a mí si me echaran, pensó Simon. Esa era una de sus barreras de seguridad. Cuando Charlie quería que algo pasara, pasaba. Normalmente.

Tres agentes caminaban hacia la comisaría con la mirada en el suelo. No iban a llegar a las puertas dobles lo suficientemente rápido. Simon sacudió el brazo para liberarse y masculló una disculpa. Le desagradaba la idea de montar una escena. Charlie tenía razón. Ya era hora de que abandonara esa clase de comportamiento.

Ella le cogió el cigarrillo de la mano, se lo puso en la boca y lo encendió. Repartía cigarrillos como si fueran medicinales, igual que otras personas preparaban tazas de té. Incluso a los no fumadores como Simon. Pero este sí lo necesitaba. La primera calada lo alivió. Retuvo la nicotina en sus pulmones todo lo que pudo.

– Charlie, escúchame…

– Lo haré, pero no aquí. Termínatelo y entonces iremos a tomar algo. Y cálmate, por el amor de Dios.

Simon apretó los dientes e intentó respirar acompasadamente. Si podía confiarse a alguien, esa era Charlie. Por lo menos lo dejaría desahogarse antes de afirmar que estaba diciendo gilipolleces.

Dio unas cuantas caladas más, luego apagó el cigarrillo y siguió a su superiora hacia el edificio. La comisaría de Spilling era antes una piscina pública. Todavía olía a cloro, perseguida por el recuerdo de su personalidad anterior. Simon había aprendido a nadar aquí a los ocho años enseñado por un loco en chándal rojo con un largo palo de madera. Todos los demás niños de su clase ya sabían. Simon recordaba cómo se sintió al darse cuenta de ello. Lo revivía ahora, a los treinta y ocho, cada vez que llegaba para empezar su turno de guardia.

El peso de su ansiedad lo empujaba, lo arrastraba, lo hundía. Otra vez sentía el instinto de echar a correr, aunque no seguro de si sus piernas lo llevarían dentro o fuera del edificio. No tenía ningún plan, solamente la necesidad de sacudirse, expulsar el miedo. Se obligó a quedarse quieto detrás de Charlie mientras ella mantenía una conversación trivial con Jack Zlosnik, la corpulenta y grisácea masa de piel del mostrador que se inclinaba en el mismo sitio en el que el gruñón de Morris había estado hacía muchos años, repartiendo malhumorado billetes de papel verde que decían «Entrada individual».

No había razón para asumir lo peor, ni de plantearse, incluso a sí mismo, lo que podría ser lo peor. Alice no podía haber sufrido un daño grave. Todavía había tiempo para que Simon hiciera la diferencia. Lo habría presentido de alguna manera; si ya fuese demasiado tarde, no habría sido tan consciente de cómo el presente se deslizaba en el pasado, poquito a poco. Sin embargo, eso no era para nada una prueba. Se imaginaba la reacción de Charlie.

Después de una eternidad, Zlosnik se unió a ellos y Simon obligó a sus pies a seguir a los de Charlie, paso a paso, mientras se dirigían a la cantina, una gran habitación con eco llena de luces fluorescentes deslumbrantes, de vocerío -predominantemente masculino- y de malos olores. El humor de Simon hacía que todo le pareciera grotesco y que quisiera protegerse los ojos del suelo de madera laminada barata y de las paredes de color amarillo orín.

Había tres mujeres de mediana edad y cabello cano con delantales blancos en la barra sirviendo un potingue de color gris y marrón a unos policías cansados y hambrientos. Una de ellas deslizó dos tazas de té hacia Charlie sin mover un músculo del rostro. Simon se apartó. Sus manos no habrían estado lo bastante calmadas como para llevar nada. Había que elegir mesa, acercar sillas y colocarlas: tareas básicas que lo impacientaban hasta el punto de enfurecerlo.

– Pareces trastornado.

Negó con la cabeza, aunque sospechaba que Charlie tenía razón. No podía quitarse de la cabeza el rostro de Alice. Un abismo se había abierto ante él y luchaba para evitar caer en él.

– Tengo un mal presentimiento sobre esto, Charlie. Realmente malo. Fancourt está detrás de todo de algún modo. Sea lo que sea que le esté contando a Proust, es una puta mentira.

– No eres exactamente el juez más objetivo, ¿no? A ti te pasa algo con Alice Fancourt. No te molestes en negarlo. Vi lo nervioso que te pusiste cuando vino la semana pasada, sólo por estar en la misma habitación que ella. Y cada vez que dices su nombre parece que ocultas algo.

Simon observaba atentamente su taza de té. ¿Objetivo? No. Nunca. Desconfiaba de David Fancourt de la misma manera en que había desconfiado de dos hombres más durante las últimas semanas, y ambos resultaron ser culpables. Cuando Simon dio en el clavo de forma inequívoca, sus colegas oficiales lo alabaron, lo invitaron unas copas y aseguraron sabían que estaba en lo cierto desde el principio. Incluida Charlie. No había tenido ninguna queja sobre su falta de objetividad entonces. Aunque, en los dos casos, la primera vez que expresó sus sospechas el resto del equipo se echó a reír y le dijeron que estaba chalado.

La mayor parte de las personas reescribía la historia cuando le convenía, incluso cuando su trabajo implica ajustarse a los hechos y descubrir la verdad. Simon no sabía cómo lo hacían; deseaba tener esa habilidad. Recordaba, con total precisión, lo que encajaba y lo que no, sabía exactamente quién había dicho qué y cuándo. Su mente no dejaba escapar nada, ni una sola cosa. No era algo que le hiciera la vida fácil ni cómoda, pero era útil en el trabajo. Si Charlie no podía ver que los ocasionales estallidos de rabia de Simon eran resultado directo de sentirse constantemente infravalorado por la gente con la que trabajaba, incluso después de haber demostrado su valía una y otra vez, ¿qué clase de detective era ella, objetiva o no?

– Espero no tener que recordarte los problemas que tendrías si te has estado viendo con Alice Fancourt en tu tiempo libre, después de que yo te ordenara que no tuvieses nada que ver con ella -dijo Charlie. Otra vez, ese tono de sermón. Simon no podía soportarlo. ¿Acaso ella no veía el estado en el que se encontraba? ¿Tenía la más remota idea de lo que era sentirte tan atrapado en tus propias preocupaciones que la opinión de los demás resbalaba como la lluvia sobre el capó de un coche?

– Su caso, si es que hubo uno, se cerró. -Charlie lo miraba detenidamente-. Si realmente está desaparecida, podrían suspenderte, o peor, detenerte. Te convertirías en un sospechoso, maldito idiota. Ni siquiera yo puedo protegerte de algo tan grave como esto. Así que mejor deberías desear que aparezca -se rió amargamente y murmuró-: Como si no lo deseases ya.

La boca de Simon estaba llena de té que no podía tragar. Las luces de neón le estaban dando dolor de cabeza. Un olor de carne cocida llegaba flotando desde la mesa de al lado y le estaba provocando arcadas.

– ¿Qué es lo que sospechas exactamente de David Fancourt?

– No lo sé -contestó haciendo un gran esfuerzo por mantener un tono de voz calmado, para permanecer en su asiento y participar en el ritual de una conversación civilizada. Sentía un tirón en su rodilla derecha, una señal de que todo su cuerpo quería salir corriendo-. Pero es demasiada coincidencia, después de lo que le ocurrió a su primera mujer.

Simon era reticente a sacar a colación con Charlie su largo historial de aciertos con los sospechosos. Si lo que ella quería era concentrarse en sus debilidades, la dejaría hacerlo. Tampoco podía negar su existencia. Sí, era incapaz de pensar con claridad si se trataba de Alice Fancourt. Sí, a veces explotaba y la jodía, normalmente cuando la estupidez de sus compañeros lo irritaba hasta el punto de perder todo sentido de la proporción.

– Olvídate de mí -replicó a Charlie bruscamente, haciendo un fuerte énfasis en la última palabra-, y empieza a preocuparte por David Fancourt. O más bien más por el cuadro que se está formando en torno a él. Entonces quizás puedas ver lo que tienes justo delante de tus malditos ojos.

Charlie apartó la vista de él y empezó a atusarse el pelo, recogiéndose los mechones sueltos. Cuando volvió a hablar, su voz sonó ligera y displicente, y entonces Simon supo que había dado en la diana. -Un tipo famoso, no recuerdo quién, decía que perder a una esposa es mala suerte, pero perder a dos es ser descuidado. O algo así.

– O un poco culpable -replicó Simon-, La muerte de Laura Cryer…

– Es un caso cerrado. -La expresión de Charlie se endureció-. Ni te plantees volver a removerlo. -Entonces, como no podía soportar la ambigüedad, dijo: – ¿Por qué? ¡Vamos, suéltalo!

– Son demasiadas cosas para que le sucedan a un hombre inocente, eso es todo -respondió Simon-. No puedo creer que necesites que te lo deletree. ¿Y si Fancourt asesinó a su primera mujer y salió indemne? -Y mientras se apretaba los nudillos de una mano con el puño de la otra preguntó: ¿Y si está a punto de poner a prueba su suerte otra vez? ¿Vamos a hacer algo para detenerlo mientras se encuentra en la comisaría, o vamos permitir que el cabrón salga de aquí tan tranquilamente como entró?

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