Viernes, 26 de septiembre de 2003
Estoy en la puerta de nuestro dormitorio. David está acostado en la cama. No me mira. A veces la realidad fría y dura de nuestra situación me golpea de nuevo, como si fuera la primera vez: el miedo insoportable, la posibilidad de que todo al final pudiese no salir bien. Así sucede ahora. Mi cuerpo tiembla y debo luchar por mantenerme tranquila.
– ¿Quieres que duerma en otra habitación? -pregunto. Se encoge de hombros. Espero. Después de unos diez segundos, cuando ve que no voy a ninguna parte, dice:
– No, no hagamos las cosas más anormales de lo que ya son. Es por el bien de Vivienne. Aún espera poder mostrar lo que ha pasado como un problema menor: «Solo está diciendo locuras, Mamá, de verdad. Lo superará». Ninguno de nosotros quiere afrontar la preocupación y el disgusto que nuestras noticias le han causado. Alguna vez creí que si Vivienne era feliz entonces yo, como miembro de su círculo más cercano, saldría indemne. La otra cara de todo esto -el miedo a que se acabe el mundo si Vivienne está disgustada- había sido difícil de disipar.
Me siento aliviada de que David no quiera echarme. Quizás, cuando se meta en la cama, me dará su beso habitual de buenas noches. Me siento animada, lo suficiente para decir:
– David, no es demasiado tarde. Sé que es difícil volver atrás después de lo que has dicho pero tienes que desear que la policía encuentre a Florence. ¡Tienes que desearlo! Y la únicaforma es decirles que tú sabes que tengo razón, entonces la buscarán.
Intento mantener el volumen de mi voz a un nivel razonable. David teme a las muestras excesivas de emoción. No quiero presionarlo demasiado.
– Podría decirte lo mismo -dice secamente-. No es demasiado tarde para que dejes esta ridícula charada.
– Sabes que no es eso. ¡David, por favor! ¿Qué me dices de la otra madre, la madre del bebé que está en la habitación? ¿Qué me dices de ella? Estará echando de menos a su hija tanto como yo echo de menos a Florence. ¿No te importa?
– ¿La otra madre? -pregunta sarcàsticamente-. Ah, sí. No, no me importa un carajo. ¿Sabes por qué?: porque no hay ninguna otra madre.
Pienso en Mandy, la del hospital. ¿Cómo la trataría su novio en esta situación? Solo hablé con ella una vez. Me dijo que vivía en un piso con una habitación y no sabía cómo se las arreglarían con el espacio cuando tuvieran al bebé. «Ya sabes cómo son los hombres cuando se les interrumpe el sueño». Suspiró. Me sentó fatal cuando me preguntó cómo me le hacía yo con el espacio. No quería mentir y tuve que admitir que vivía en una casa grande, aunque aclaré que no era la dueña.
– David, ¿recuerdas a Mandy?, ¿la de la sala de maternidad? -Le toco el brazo, pero lo retira-. Le dije dónde vivíamos. Conocía la casa -mi voz comienza a temblar-. Bueno, decía que la había visto, sabía en qué carretera estaba.
– No sé cómo te atreves -dice tranquilamente-. Sí, recuerdo a Mandy. Sentimos lástima por ella. ¿Qué quieres decir? ¿Que ella se robó a Florence? -Sacude la cabeza-. No sé cómo tienes el valor de decirlo.
Veo que es demasiado tarde. Trató de hablar conmigo en la tarde, pero me encerré en mi habitación y lo ignoré. Es demasiado para él. He metido el pánico y la incertidumbre en su vida. Soy la fuente de sus problemas, el hombre del saco.
David se gira y me mira a la cara.
– Hoy pensé que estabas loca, enferma -susurra-, pero no lo estás, ¿o sí? Estás tan cuerda como yo.
– ¡Sí! -Las lágrimas me llenan los ojos. Mis hombros caen aliviados.
– Entonces, solo eres malvada. -Se da la vuelta, su rostro refleja un grave rencor-. Eres una mentirosa.
Mi cabeza da vueltas, incapaz de aceptar lo que acababa de oír. ¿Cómo puede usar la palabra «malvada» conmigo? Me ama, sé que es así. Tiene que amarme. Incluso ahora, después de las cosas terribles que ha dicho hoy, no puedo borrar de mi mente todas las cosas buenas que ha hecho, todas sus sonrisas, sus besos y sus palabras de cariño. ¿Cómo puede serle tan fácil ponerse en mi contra?
– Voy a cambiarme -digo suavemente mientras saco mi camisón de debajo de la almohada.
David y yo no tenemos el hábito de desvestirnos frente al otro. Cuando hacemos el amor siempre es a medio vestir, en la oscuridad. Cuando estuvimos juntos por primera vez pensé que el pudor de David era inusual. Después me dije que era tierno el hecho de que fuese tan tradicional, que quizás era un asunto de clase. Nunca antes había tenido una relación con una persona educada y de buena posición. No sabía, hasta que David me lo dijo, que la leche debe ir en una jarra y la mantequilla en un plato especial. En casa de mis padres era normal que hubiese botes de leche en la mesa de la cocina (grande, desgastada y de pino), que era donde siempre comíamos.
David se levanta de la cama. Antes de que yo pueda preguntarme lo que va a hacer, cierra la puerta de un portazo. Se apoya en ella, no dice nada, me mira sin expresión.
– Solo iba a entrar al baño para cambiarme -digo de nuevo.
Dice que no con la cabeza y no se mueve.
– David, necesito ir al baño -me veo forzada a decir. No puedo apartarlo de mi camino. Es más fuerte que yo.
Me mira, luego mira el camisón en mi mano, de nuevo vuelve su mirada hacia mí dejando claro lo que quiere que haga. No veo otra salida, no con la vejiga tan llena como la tengo. Cuento hasta diez en mi mente, comienzo a desvestirme. Me giro ligeramente hacia un lado para que no vea todo mi cuerpo. Me siento violada, como si me viera forzada a desvestirme frente a un extraño, pero David se mueve también y estira el cuello para asegurase de poder verlo todo. Sonríe con satisfacción.
Creo que hubiese preferido un golpe en la cara.
Una vez que estoy en camisón lo miro de nuevo. Percibo el triunfo en su rostro. Asiente con la cabeza y se hace a un lado, dejándome abandonar la habitación. Tengo el tiempo justo para encerrarme en el baño y llegar al inodoro antes de ponerme a vomitar. No es el miedo lo que me revuelve el estómago sino la impresión. Quienquiera que sea esa presencia fría y cruel en el dormitorio, no es David. No reconozco a mi propio marido. No puede ser el mismo hombre que escribió en la primera tarjeta de cumpleaños que me envió: «Eres la medida de mis sueños». Después descubrí, por casualidad, que era la letra de una canción de The Pogues. David se rió cuando le dije que lo sabía. «No esperabas que yo escribiera mis propias frases románticas, ¿no?», dijo. «Escribo programas de ordenador, Alice. Puedo enloquecer a los portátiles pero no a las mujeres. Estás mejor en las capaces manos de Shane McGowan, créeme.» Me reí. Siempre había sabido cómo hacerme reír.
No puedo creer que obligarme a desvestirme sea un comportamiento racional en él. Algo debe haber cambiado en su mente, como sucede al quemarse un fusible. Es terrible bajo presión. La gente que no sabe hablar de sus sentimientos es así con frecuencia.
No puedo arriesgarme a provocarlo de nuevo. Vuelvo a la habitación y me deslizo silenciosamente bajo la colcha. David mira al otro lado, hacia el extremo más alejado del colchón. Caigo dormida rápidamente. Entro en una progresión agitada a través de sueños inquietantes, como conducir a través del infierno a cien millas por hora. Veo a Florence, sola y llorando, no puedo ir hacia ella porque no sé dónde está. Veo a Laura sobre un camino entre Los Olmos y la carretera, aún no está muerta, trata de sacar el cuchillo de su pecho.
Escucho un latido rítmico. Un tic tac. Me incorporo, estoy confundida, no sé si he despertado o aún duermo. David no está. Por un segundo estoy paralizada, aterrorizada. Yo soy la que está sola, la que ha sido apuñalada, la que yace en la negra carretera. Después la comprensión, el terrible conocimiento, inunda mi mente con un terror gélido y asfixiante. Florence. Quiero a Florence. Mis pulmones están llenos de algo pesado, mi respiración se atora en mi garganta. Soy demasiado miserable para llorar.
Miro el reloj. Casi las cinco. Camino sigilosamente hasta la puerta y la abro tan silenciosamente como puedo. La habitación de la niña está entreabierta y un haz de luz amarilla y cálida se filtra sobre la alfombra. Puedo escuchar la voz de David, está susurrando, pero no entiendo lo que dice. El rencor se retuerce dentro de mí, amenaza con estallar por mi boca y delatarme. Yo debería estar en esa habitación y no temblando en el rellano como una intrusa.
Pero también eso es un error. Nadie debería estar en la habitación de la niña, aún no. Florence debería estar dormida en su moisés al lado de mi cama. Eso era lo que yo quería, pero Vivienne se opuso, como siempre, a «estas ideas modernas». «Un niño debe estar en su propia cuna desde el día que nace», dijo firmemente. David estuvo de acuerdo así que cedí.
Pasé todo mi embarazo cediendo. Cada vez que David apoyaba a Vivienne me tragaba el orgullo y ocultaba el dolor que sentía por haber sido excluida nuevamente de otra decisión que involucraba a mi bebé. Me decía a mí misma que era difícil para él llevarle la contra a Vivienne; era un hijo demasiado devoto. Siempre había pensado que era algo bueno. Por fuera debí parecer un modelo de obediencia, mientras que por dentro me quemaba con inefable rebeldía. De forma extraña mi pasividad no me molestaba porque sabía que era temporal. Sentía como si estuviese descansando solamente, reuniendo mis fuerzas. Florence era mi hija, no de Vivienne y yo tendría la autoridad cuando fuera el tiempo adecuado.
A veces me sentía mal por Vivienne, como si la hubiese traicionado al desarrollar mi propio pensamiento. Su naturaleza controladora era justamente lo que me encantó de ella al principio. La quería como suegra tanto como quería a David de marido.
Camino de puntillas hasta la habitación de Florence, siento que mi respiración y el latido de mi corazón suenan más fuerte que una gran banda. Me detengo en cuanto escucho con claridad las palabras de David.
– Buena niña -dice-. Cien gramos más. Justo lo que una niña en crecimiento necesita. Así, muy bien. Muy bien, Pequeña. -De nuevo ese apelativo. Escucho un beso de buenas noches-. Ahora un pañal nuevo, creo yo -Reparo en el «yo». No ha dicho «Papá», sino «yo». Debo contarle a Simon Waterhouse todo esto. Sé que no contará como prueba, pero puede ayudar a moldear su opinión. David se ha referido a sí mismo en tercera persona como «Papá» en las últimas dos semanas. Regreso rápidamente al rellano, no me importa si me escucha, y me meto nuevamente en la cama. En alguna reserva de desesperación dentro de mí encuentro más lágrimas. El sonido de ese beso me ha devastado.
Quiero besar a mi hija. Quiero poder abrazar y besar a mis padres, pero no sucederá nunca más. No puedo soportarlo. Quiero que me arropen en la cama y me digan que todo ha sido una ridícula pesadilla, que todo estará bien en la mañana.
Cuando era pequeña tenía un elaborado ritual para acostarme. Primero mi padre me leía una historia, después venía mi madre y me cantaba algunas canciones, tres o cuatro. No importaba cuántas, siempre pedía otra y ella cedía. Adiós, pequeño mirlo, Rosa de segunda mano, El lado soleado de la calle… todavía recuerdo las letras de todas ellas. Después de las canciones mi padre volvía para el final. Una charla en la cama. Era mi parte favorita, siempre me dejaba escoger el tema y, una vez que estaba decidido, hacía todas las preguntas que se me ocurrían para que estuviera conmigo tanto como fuera posible.
Debería haber tenido como cuatro o cinco años entonces. David tenía seis cuando su padre se fue de casa. No sé ni siquiera el nombre de mi suegro y no sé por qué siento que no puedo preguntarlo. Todas esas noches retrasaba mi hora de sueño para interrogar a mi padre. Todas esas cosas se las pregunto a mis pacientes para intentar tratarlos mejor. Está en mi naturaleza hacer preguntas. Solo David me hace sentir que no puedo. Si sospecha que intento llegar al fondo de algún aspecto de su carácter, reacciona como si fuera grosera o impertinente. «¿Qué es esto, el tercer grado?», dice. O también «¡Objeción! Su señoría, la abogada acosa al testigo». Después se ríe y abandona la habitación para dejar bien claro que ha terminado la conversación. He atribuido su estado defensivo a heridas pasadas y, por consiguiente, le he tenido consideración.
Es un hábito difícil de romper. Aún hoy no puedo evitar culparme por su conducta. Siempre le he hecho creer que haría cualquier cosa por él y ahora se da cuenta que no es verdad. No diré que el bebé en esta casa es Florence, solo por él. No es que haya querido defraudarlo pero tengo que hacerlo. Algunas situaciones son imposibles de prever.
Escucho un ruido grave. El motor de un auto. Vivienne y Felix. ¿Fue eso lo que me despertó? Salgo de la cama y voy a la ventana. Mis manos buscan la cadena dorada. Ninguna de las cortinas de la casa de Vivienne se pueden abrir fácilmente. Después de unos intentos torpes e infructuosos, me las arreglo para tirar de la cadena en la dirección correcta y las cortinas se deslizan graciosamente hasta abrirse. Los faros del Mercedes de Vivienne se extienden a lo largo de la entrada, dos largas líneas doradas y doradas de polvo brillante. Hay una lámpara más tenue en la pared de la vieja cochera que esparce un brillo naranja sobre la mayor parte del terreno entre la casa y la carretera. Se instaló desde que Laura fue asesinada. Antes de eso no hubiese sido posible ver nada a esta hora de la noche.
Me pregunto si la policía sabe exactamente la hora -el minuto, incluso- en la que Laura fue asesinada, si es que pudieron alguna vez determinarla. Cuando nos interrogaron a David y a mí inmediatamente después de su asesinato, todo lo que pudieron decirnos fue que había sido apuñalada entre las nueve de la noche y las primeras horas de la mañana siguiente. No me gusta pensar en ella muriendo en la carretera. Solo vi a Laura una vez. Le caí mal. Murió pensando que era una idiota superficial y sin carácter.
Tiro de la cadena que cierra las cortinas, no deseo que Vivienne vea que estoy despierta. Mi corazón retumba. Rápido, rápido. Aún no estoy lista para ella. Las cortinas se cierran y solo dejan un pequeño espacio abierto. Miro a través de él y la veo. No parece feliz. Lleva pantalones con pliegues y su abrigo negro de lana. Mira fríamente la casa durante varios segundos, como una mujer planeando un ataque de algún tipo, después extiende la mano hacia Felix. Él se la toma y juntos caminan a lo largo de la entrada, rígidos y con determinación. Tras de ella, Vivienne arrastra una maleta grande con ruedas. No hablan mientras caminan. Nunca se había visto a dos personas con tan poca apariencia de haber regresado de unas vacaciones divertidas en Florida.
Siento la respiración de David en mi cuello.
– Tienes razón para estar asustada -susurra. Ahogo un grito y casi pierdo el equilibrio. Estaba tan concentrada en Vivienne que no lo escuché entrar- Desenmascarará de inmediato este nume- rito.
Cuánto debió desear, hasta ese momento, que me echara para atrás, me disculpara sin reserva por mi locura y le permitiera recibir a Vivienne con un tranquilizador «No te preocupes, todo está olvidado». Intenta asustarme porque está asustado.
Tiene éxito. Quiero llamar a Simon Waterhouse, pedirle que venga a salvarme. Quiero esconderme en sus brazos y escucharle decir que Florence y yo vamos a estar bien gracias a él. Me he convertido en el paciente de libro que tiene cada terapeuta. Necesitada, incapaz de paliar las expectativas de comportarme como una adulta, he creado lo que se conoce en la profesión como un triángulo dramático, asumiendo el papel de la víctima. David es mi perseguidor y Simon mi salvación.
La puerta del frente se abre con un chasquido y se cierra con un ruido sordo de madera. Vivienne ha regresado.