Capítulo 27

Jueves , 2 de octubre de 2003


Vivienne, David y La Pequeña se encuentran en el jardín cuando vuelvo de mi encuentro con Simon. Hace un día fresco, resplandeciente, y sus caras son un mosaico de luz y de sombras por el efecto del sol en lo alto cuyos rayos se cuelan a través de las hojas de los árboles. Permanecen completamente quietos mientras me acerco, como tres figuras en una pintura paisajista, visibles solo desde una cierta distancia.

La Pequeña está en su cochecito envuelta en mantas y lleva un gorrito de lana amarillo. No puedo evitar recordar el día en que los tres compramos el cochecito. Fue al día siguiente que descubrí que estaba embarazada. Yo no quería tentar al destino, pero Vivienne insistió en que debíamos celebrarlo, así que fuimos a los grandes almacenes Mamas & Papas en Rawndesley y nos pasamos horas viendo cunas, cochecitos y otros medios de transporte de bebés. Entonces éramos felices, todos nosotros. Vivienne incluso permitió que David le tomara el pelo cuando insistía en que un anticuado cochecito tradicional era el único digno de consideración.

– No es propio de ti elegir la opción más tradicional, Mamá -dijo, y Vivienne sonrió. Normalmente no le gustan las bromas, dice que son una falta de respeto disfrazada de otro nombre.

– ¿Dónde has estado? -Las manos de Vivienne se aferran al manillar del cochecito que elegimos finalmente. Como de costumbre, se salió con la suya-, ¿Por qué no avisaste de que ibas a salir?

– Era sólo un paseo -digo, evitando la mirada de David, que ahora parece sin vida. Por un momento deseo que sea verdad. No creo que nunca llegue a superar las humillaciones que me ha infligido, no mientras sepa que existen tanto en su cabeza como en la mía.

Vivienne no parece estar conforme. No me cree.

– Estaba a punto de llevar al bebé a pasear por los jardines. ¿Te gustaría venir?

– Oh… sí, encantada. -Estoy emocionada. El terreno de Los Olmos es amplio. Podré pasar por lo menos media hora con La Pequeña, quizá más.

– ¿Te gustaría empujar el cochecito? -pregunta Vivienne.

– ¡Me encantaría! Gracias. -Miro a David. Está furioso. Resisto la tentación de sonreír. Me asombro al reconocer que ahora hay una pequeña parte de mí -una parte que no existía hasta esta mañana- que disfruta de su sufrimiento.

– David llevará tu bolso adentro -dice Vivienne.

Descuelgo el bolso del hombro. David me lo arrebata con rudeza y se retira dentro.

– Vamos, pues. -Vivienne suelta el cochecito y me permite guiarlo. Mi corazón parece estar a punto de estallar mientras empujo a La Pequeña a través de la hierba. Estoy haciendo algo que todas las madres dan por hecho, y que me hace querer llorar de alegría.

– ¿Qué te ocurre? -pregunta Vivienne-, Pareces triste.

– Solo estaba pensando… esto es tan bonito, pero… por muy encariñada que esté con La Pequeña, desearía poder estar paseando con mi propio bebé.

Me seco una lágrima. Vivienne mira hacia otro lado, y tengo la sensación de que hubiera preferido no haber preguntado.

Pasamos junto a un viejo granero en dirección hacia el jardín.

– No te ha importado lo del bolso, ¿verdad? Realmente no necesitas ese estorbo, de lo contrario nunca me hubiese atrevido.

Me sorprendo.

– No -digo-. No lo necesito para pasear por el jardín.

– Tampoco vas a necesitar dinero estos días, ¿verdad? O tu diario o cualquier otra cosa. No mientras te estés recuperando. Necesitas descansar mucho, darte la mejor posibilidad de una plena recuperación. ¿Están tus llaves del coche en el bolso? -Asiento mientras un nuevo pavor se apodera de mí.

– Bien. Creo que yo me haré cargo de él por el momento. Lo pondré en el mostrador de la cocina donde lo puedas ver, pero… por el momento no estás lo bastante recuperada para salir sola.

– Me estás tratando como a una niña -susurro.

– Eso espero, en el mejor sentido posible -dice-. ¿Por qué eres tan celosa de tus cosas? Me di cuenta mientras estabas embarazada que empezaste a ir por casa aferrada a tus posesiones, como un viajero en el tren que tiene miedo de que le roben la maleta.

¿Entonces Vivienne me veía ya como una paranoica cuando estaba embarazada? Es verdad, a menudo daba vueltas con una libreta y un lápiz en la mano, o mi bolso, o cualquier novela o manual de embarazo que estuviese leyendo en ese momento, pero solamente porque quería tener ciertas cosas al alcance de la mano en caso de que las necesitara después. Los Olmos es una casa tan grande, y hacia el final de mi embarazo me sentía tan pesada e incómoda, que hacía todo lo posible para minimizar la cantidad de idas y venidas.

Sé que no debería discutir. Ya casi es viernes. El viernes empieza la noche del jueves, a medianoche. Caminamos cruzando el prado hacia el río. Me inclino para acariciar la suave mejilla de La Pequeña. No puedo evitar decir con tono petulante:

– Quiero conservar mi bolso de mano, y mis llaves del coche. No quiero que estén en la cocina.

Vivienne suspira.

– Alice, quisiera no tener que plantear este tema…

– ¿Qué? -pregunto, alarmada. ¿Hay algo más que ella y David pretendan quitarme? No me ha quedado nada, aparte del estúpido dictáfono de David que todavía está en el bolsillo de mi pantalón. Lo había olvidado hasta este momento.

– Cuando llegué ayer a casa encontré el cuarto de baño de arriba en lo que únicamente puede describirse como un estado inaceptable -Mi cara comienza a arder con el recuerdo de los acontecimientos de la mañana anterior, pero al mismo tiempo no tengo ni idea de lo que está hablando. Fregué ese cuarto baño de rodillas, hasta sacarle brillo.

– Veo que sabes a lo que me estoy refiriendo -dice Vivienne.

– No. No, yo…

Levanta una mano para detenerme.

– No quiero entrar en detalles sobre el asunto, te lo aseguro. Ya he dicho lo que tenía que decir.

Mi cabeza nada en incredulidad y siento que mis percepciones, mi visión global del mundo, vuelven a tambalearse una vez más. Una urgencia de ser violenta me invade, y me aferro al cochecito hasta que mis nudillos se tornan blancos. No quiero imaginarme qué es lo que Vivienne puede querer decir, pero llego a la conclusión obvia. ¿Cómo podía haberse rebajado tanto David?

– Cuando dejé el cuarto de baño, estaba limpio -susurro, mortificada.

– Alice, las dos sabemos que eso no es verdad -dice Vivienne pacientemente, y por un momento me pregunto si realmente me estaré volviendo loca-. Estás claramente peor de lo que yo suponía. Tienes que admitir que realmente no sabes lo que estás haciendo en este momento. No pareces tener autocontrol.

Trago saliva y asiento, la cabeza me da vueltas. Si acepto que estoy enferma, confiará en mí. Quiere que esté enferma.

– También he encontrado tu móvil en el armario del cuarto de baño, debajo de todas las toallas. ¿Estabas intentando esconderlo?

– No -susurro.

– No te creo -dice Vivienne-. Alice, tienes que enfrentarte a la realidad. Estás enferma. Estás padeciendo un caso extremo de depresión posparto.

Me da una palmada en el hombro.

– No hay nada de qué avergonzarse. Todos necesitamos que se ocupen de nosotros de vez en cuando. Y tienes más suerte que la mayor parte de la gente. Me tienes a mí para cuidarte.

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