Capítulo 29

Jueves , 2 de octubre de 2003


Estoy sentada en la silla mecedora de la habitación del bebé, con La Pequeña en mi regazo y le estoy dando un biberón. Vivienne fue la que propuso que lo hiciese. El rostro de David se volvió violáceo de rabia pero no se atrevió a oponerse. Fui lo suficientemente efusiva al mostrar mi agradecimiento y me aseguré de no parecer mínimamente sospechosa. Es como si hubiese pasado una eternidad desde que aceptaba la bondad de cualquiera en la primera impresión.

Vivienne está cambiando las sábanas de la cuna, observándome pero sin mirarme para comprobar que me estoy comportando apropiadamente. De vez en cuando La Pequeña me lanza una mirada; su expresión es atenta y seria. Los expertos dicen que los recién nacidos no se pueden concentrar hasta que tienen aproximadamente seis semanas, pero no lo creo. Creo que depende de lo inteligente que sea el bebé. Vivienne estaría de acuerdo conmigo. Le encanta contar la historia de su propio nacimiento, de la comadrona que le dijo a su madre «Oh, oh, esta ya ha estado aquí antes». No puedo imaginar a Vivienne pareciendo o estando completamente concentrada, incluso aun siendo bebé.

La Pequeña aparta el biberón. Se agita en mis rodillas. Su boca se tuerce como si fuese a llorar, aunque no emite ningún sonido.

Después de terminar de arreglar la cuna, Vivienne abre de par en par las puertas del armario de Florence. Empieza a vaciar las pilas de ropa en una bolsa grande. Miro como caen allí dentro el mono de Bear Hug, el pijama con corazones rosados, el vestido de terciopelo rojo. Una por una Vivienne va quitando las prendas de sus perchas. Es la imagen más brutal que he visto jamás, y me estremezco.

– ¿Qué estás haciendo?

– Voy a guardar las cosas de Florence en el ático -dice Vivienne-, Pensé evitarte el trabajo. Verlas aquí solamente te hace daño. -Sonríe compasivamente. Una náusea se remueve dentro de mí. Sin saber todavía dónde está Florence o qué le ha pasado, Vivienne está deseosa de vaciar su armario como si ya no existiese. -David me ha hecho suponer que no querrías que el bebé use la ropa de Florence -añade siguiendo con su razonamiento.

– No. Para nada -no puedo evitar el tono de rabia en mi voz-. La Pequeña tiene que ponerse algo. Solo dije eso al principio porque me contrarié. Me impactó verla con el mono de Florence, eso es todo.

Vivienne suspira.

– Compraré algunas prendas de segunda mano de una tienda de caridad en la ciudad. La Pequeña, como tú y David insistís en llamarla, puede llevar esas. Lamento si parezco cruel, pero esta ropa le pertenece a mi nieta.

Tengo que morderme los labios para ahogar el grito que llena mi boca.

La Pequeña empieza a llorar. Al principio es un gemido pero aumenta hasta convertirse en un lamento agudo. Su cara se enrojece. Nunca antes la he visto así y me asusto. ¿Qué le pasa? ¿Qué está sucediendo?

Vivienne levanta la mirada hacia nosotras, se mantiene imperturbable.

– Los bebés lloran, Alice. Eso es lo que hacen. Si no puedes afrontarlo, no deberías haber tenido uno-. Se gira hacia el armario. Apoyo a La Pequeña sobre mi hombro e intento calmarla dándole palmaditas en la espalda, pero solamente aúlla más fuerte. Su malestar me aflige tanto que también me echo a llorar.

David aparece en la puerta.

– ¿Qué le has hecho? -me grita-. Dámela.

Vivienne le permite que me la arrebate de las manos. Él estrecha su pequeño cuerpecito contra sí. Sus mejillas se apretujan contra su hombro y se calma inmediatamente, contenta. Sus párpados se deslizan hasta quedar cerrados. Juntos forman una imagen perfecta de padre e hija y abandonan la habitación. Oigo a David que murmura:

– Ya, ya… mi pequeño angelito. Ahora estás mejor, ¿verdad?, ahora que Papá está aquí.

Me limpio el rostro con el trozo de muselina que tengo en la mano, el que le colocaba bajo la barbilla para atrapar las gotas de leche que resbalaban. Vivienne se detiene a mi lado, con las manos en la cadera.

– El llanto es la única forma en la que los bebés se pueden comunicar. Por eso lloran tanto. Porque no se pueden controlar -hace una pausa para asegurarse de que he entendido el mensaje por completo. Entonces -dice-, sabes que desapruebo la incontinencia emocional. Estos son momentos difíciles para todos nosotros, pero tienes que intentar mantener la compostura.

Mi alma y mi ego se destruyen pedazo a pedazo.

– Por más que digas, puedo ver que estás muy unida a… La Pequeña.

– Es solo un pequeño bebé. Eso no significa que esté intentando fingir que es Florence o que sustituya a Florence. Vivienne ¡estoy tan cuerda como tú! -Vivienne parece dudar-. La policía no ha dicho nada sobre ningún bebé que hayan… ya sabes… encontrado. Estoy segura de que recuperaremos a Florence. Debes saber que es lo único que quiero. Y que La Pequeña se pueda reunir con su madre, quienquiera que sea.

– Tengo que ir a recoger a Félix a la escuela. ¿Crees que podrás arreglártelas sin mí durante una hora más o menos?

Asiento.

– Bien. Le diré a David que te prepare algo de comer. Supongo que no has comido hoy. Empiezas a verte demacrada.

Mi garganta se cierra, me falta la respiración. Sé que mi estómago protestará violentamente contra cualquier cosa que no sea agua. Observo en silencio a Vivienne salir de la habitación.

Sola otra vez. Me siento y lloro un rato, no sé cuánto tiempo. Mis lágrimas se agotan. Me siento hueca, como si tuviese un gran vacío. Debo recordarme a mí misma pensar, moverme, seguir existiendo. No habría imaginado, si alguien me hubiese preguntado antes de que todo esto sucediese, que me desmoronaría tan rápidamente. Ha pasado menos de una semana.

Sé que debo bajar si Vivienne le ha dicho a David que me prepare algo de comer. Estoy a punto de hacerlo, y entonces recuerdo que todavía tengo el dictáfono de David en el bolsillo de mi pantalón. Escuché la cinta en el cuarto de baño hace un rato, y no contenía nada de importancia, solo una carta de negocios que David había dictado.

No soy capaz de entrar en su estudio. Es inconcebible para mí que alguna vez haya sido lo bastante valiente para hacerlo. En cambio, pondré el dictáfono en el armario de David dentro del bolsillo de algún pantalón que no haya usado durante mucho tiempo. Me siento delante del espejo de la cómoda y me cepillo el cabello, no porque me importe mi aspecto sino porque es algo que solía hacer todos los días antes de que mi vida se arruinase.

Bajo las escaleras tropezando ocasionalmente por el camino. Siento mi cerebro nebuloso y desvaído, como si se estuviera descomponiendo lentamente. La niebla mental se quiebra de vez en cuando por un pensamiento coherente. Uno de esos pensamientos me dice que es mejor buscar a David que esperar que aparezca. Si siente algo de rencor hacia mí, preferiría enfrentarme a él enseguida, terminar con el asunto de una vez.

Lo encuentro en la cocina con La Pequeña, quien está tendida junto a la puerta en el colchoncillo cambiador de Barnaby Bear, moviendo las piernas enérgicamente. Se escucha de fondo Radio Tres, o quizás sea FM Clásica. Esas son las dos únicas emisoras que David escucha. Hay humo en la habitación, está llena de olor a carne frita. Intento no tener arcadas. Con voz suave, David recita: huevos fritos, tocino, salchichas, alubias, setas, tomates, picatostes.

– ¿Qué?

– Las personas civilizadas dicen: «¿perdón?». Este es el menú. No desayunaste, así que pensé que podrías hacerlo ahora. Lo siento, ¿preferirías algo más? ¿Salmón ahumado? ¿Caviar?

– No tengo hambre -digo.

– Mamá me dijo que te cocinara algo, así que lo estoy haciendo.

Me doy cuenta de que mi bolso, las llaves del coche y el teléfono están en la mesa debajo de la ventana; Vivienne dijo que los pondría allí. Tan eficiente como siempre.

– Está listo -dice David-, Incluso te he enfriado el plato.

Le doy las gracias. Su cara se crispa de irritación. Es una tarea desagradable la de intentar imaginar los pensamientos de un sádico, pero me obligo a hacerlo y me pregunto si él preferiría que fuese desafiante, por lo menos al principio. De esa manera él podría ver mi espíritu quebrarse frente a su crueldad. Quizás eso sea lo que le excita secretamente.

– No creo que pueda comer nada -digo. -Lo lamento… No me encuentro muy bien.

– Inténtalo -dice David. -Prueba una alubia cocida, una seta, y a ver cómo te sientes después. Quizás estimulen tu apetito.

– Bien -Me siento a la mesa y espero que ponga los alimentos frente a mí.

– ¿Qué haces? -dice.

– Pensé que debía intentar comer.

– No allí, tonta -ríe. Me vuelvo y veo que ha puesto el plato en el suelo, al lado del cubo de la basura-. Arrodíllate y come -dice.

Cierro los ojos. ¿Cómo puede hacer esto delante de La Pequeña, un bebé inocente? Su presencia, sus gorjeos que suenan de fondo, empeoran lo que está sucediendo.

– Por favor, David, no me pidas que haga eso -lo veo henchido de satisfacción. No estoy segura de a quién le estoy suplicando, si a David el tirano o al hombre razonable y amable con quien estaba casada.

– No estás educada -dice-. Puedes comer en el suelo, como un animal.

Mi mente se sobrecoge. Si rehúso, David estará feliz de recordarme que está dentro en su poder separarme de Florence para siempre. No sé si es verdad, o si lo haría realmente, pero sería estúpido por mi parte suponer que su ladrido es peor que su mordida. He sido una ingenua demasiado tiempo.

Me arrodillo junto al plato de alimentos caliente. El vapor sube empapándome la cara. El olor me repugna y casi vomito.

– No puedo, me voy a poner enferma -susurro-. Por favor, no me obligues.

– Estás poniendo a prueba mi paciencia, Alice.

Cojo una seta con la mano.

– ¡Suelta eso! -grita David-. No uses las manos. Ponías a tu espalda. Utiliza solo tu boca para comer.

Tiemblo tanto que dudo poder hacer lo que me pide sin perder el equilibrio. Cuando se lo digo, me contesta: «inténtalo», con un falso tono de ánimo. Respiro profundamente y bajo la cabeza, mientras el olor grasiento de la comida me produce arcadas. De algún modo evito vomitar la bilis que se acumula en mi estómago, pero no puedo controlar mis lágrimas por la barbilla y caen al plato.

– Come -ordena David. Quiero hacer lo que dice, porque sé que tengo que hacerlo y que se termine esto, pero físicamente no puedo acercar mi cara al revoltijo naranja-amarillento de alubias y huevos. Echo un vistazo alrededor, veo los pies rosas de la pequeña pateando, la áspera estera marrón junto a la puerta de la cocina, las patas de la silla y la mesa, los zapatos italianos de cuero marrón de David que contrastan con los brillantes tablones blancos. Todo parece tan normal y correcto. El sonido de una orquesta que toca algo que solamente reconozco como la melodía de la banda sonora de la película Breve encuentro llena la habitación.

Levanto la mirada hacia David, indefensa y desesperada, sollozando fuerte.

Su cara se contrae de rabia. Cruza rápidamente la habitación hacia mí, su mano alzada. En ese instante estoy segura de que me va a propinar una paliza, incluso quizá vaya a matarme. Retrocedo y caigo. Al caer de espaldas, mi hombro choca con un borde del plato y vuela por el aire. El menjurje del desayuno cocido aterriza sobre mi rostro, cuello y pecho y su calor me quema la piel a través del jersey.

– ¡Por favor no me hagas daño!

– ¿Hacerte daño? Alice, no tengo ninguna intención de ponerte la mano encima -David me mira tendida de espaldas, aullando. Finge sorpresa.- Solo quería aplastar esa mosca en el cubo de la basura, pero ya se ha ido.

Me incorporo, limpiándome la comida como puedo.

– No soy violento, Alice. Has puesto a prueba mi paciencia al límite con tus mentiras y las maquinaciones de toda la semana pasada, pero me he controlado. Muchos maridos no hubieran sido tan tolerantes. Tienes suerte de estar casado conmigo. ¿No es así?

– Sí -contesto, deseándole la muerte.

– Mírate, cubierta de comida. Eres un sucio cerdo -David saca la paleta y el cepillo de la alacena debajo del fregadero y empieza a cepillar la comida de mi jersey, pero todo lo que hace es frotarla más adentro. Mi jersey que antes era de color crema, tiene una mancha grande, húmeda y marrón en la parte de delante.

Intento limpiarme el rostro pero David me coge la mano y la coloca firmemente en mi costado.

– Oh, no -dice-. No puedes armar tanto desorden y luego limpiarte, como si nada hubiese sucedido. Te dejé hacerlo con el baño, pero ya es hora de que aprendas a vivir con las consecuencias de tus acciones. Te empecinaste en no comer la apetitosa comida que te cociné, así que, en cambio, puedes vestirte con ella.

Me pasa la paleta y el cepillo-. Ahora, barre este desorden del suelo, y cuando hayas recogido todo lo que puedas, vuélvelo a ponerlo en el plato. Te lo comerás más tarde en la cena. Quizá tengas hambre entonces.

Me mira fijamente. Yo también lo miro. Pienso de qué extraño juego somos adversarios. La expresión áspera de David parpadea, como si estuviera pensando lo mismo, que los dos estamos leyendo en voz alta las líneas de un guión algo bizarro sin cuestionarnos para nada, porque eso sería demasiado doloroso, los papeles que interpretamos.

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