Capítulo 7

Viernes, 26 de septiembre de 2003


Hay solamente un policía. Estoy segura de que envían a dos cuando creen que es algo serio. Eso es al menos lo que pasa en la televisión. Tengo el impulso de gritar por la desesperación. Decido no hacerlo.

David acaba de decirle al detective Waterhouse que estoy loca, completamente loca, y no debo comportarme de modo que le dé inmediatamente la razón.

El policía me ve en la parte superior de las escaleras y sonríe brevemente. Es una sonrisa preocupada, y me sigue mirando bastante tiempo después de que la sonrisa se ha desvanecido. No sé si está intentando valorar mi estado mental o encontrar alguna pista en mi persona o mi vestimenta, pero naturalmente me mira durante mucho tiempo. No lleva uniforme de policía. Se ha denominado a sí mismo detective. Quizás ambas cosas son buena señal. Creo recordar que alguien me dijo que los policías uniformados son más veteranos.

Su aspecto me anima. No es guapo, pero parece sólido y serio. Y lo mejor de todo, parece estar atento. No tiene el aire de alguien que ha puesto el piloto automático, haciendo el mínimo indispensable para cumplir con su jornada de trabajo.

Sus grandes ojos grises todavía están puestos en mí. Es fornido, de hombros anchos, corpulento sin llegar a ser grueso. Fuerte es la palabra que me viene a la cabeza. Tiene el puente de la nariz algo deformado, como si estuviera roto. A su lado, David parece liviano. También superficial, con su corte de pelo de salón de peluquería italiana cara. El detective Waterhouse tiene el pelo corto y de un castaño áspero que parece cortado por un barbero por unas pocas libras.

Su rostro es cuadrado y ligeramente duro. Es el tipo de cara que podría imaginarse tallado en una roca. No me resulta difícil creer que es un hombre que protege y rescata a la gente, que hace justicia. Espero que me traiga un poco de justicia a mí. Creo que tiene más o menos mi edad, quizás algo mayor, y me pregunto cuál será su nombre de pila.

– Soy Alice Fancourt -le aclaro. Me dirijo hacia él sobre mis piernas débiles e inadecuadas como tuberías de desagüe. Cuando estoy cerca, le estrecho la mano. David está furioso de que no me dirija a él farfullando neuróticamente.

– Está borracha -afirma-. Cuando volvió apestaba a alcohol. ¡Ni siquiera debería haber conducido! Hace solo dos semanas que sufrió una cirugía abdominal mayor. Amenazó con apuñalarme.

Siento una opresión en la garganta de sorpresa y dolor. Sé que está disgustado, pero ¿cómo puede empezar a denigrarme inmediatamente delante de un desconocido? Yo sería incapaz de hacerle lo mismo. El amor no tiene un interruptor que se pueda apagar o encender a voluntad. Se me ocurre que quizás sea la fuerza del amor de David por mí lo que alimenta su rabia. Preferiría pensar esto.

La última vez que habló con Vivienne por teléfono, estuvo de acuerdo con ella en que era seguro que yo condujera, a pesar de lo que había dicho la comadrona. Ahora, al parecer, ha cambiado de opinión. David no está acostumbrado a estar en desacuerdo con su madre. Cuando se ve enfrentado a una de sus fuertes opiniones, normalmente se mantiene callado y aquiescente. En su ausencia repite sus teorías sobre la vida palabra por palabra, como si se estuviese probando una personalidad que es demasiado poderosa para él. A veces me pregunto si David realmente se conoce a sí mismo. O quizás es solo que yo no lo conozco.

– Por favor, señor Fancourt, no hay ninguna necesidad de ser desagradable -replica el detective Waterhouse-. Ambos tendrán la oportunidad de decir lo que quieran. Vamos a intentar solucionar esta confusión, ¿de acuerdo?

– ¡Es algo más que una confusión! Alguien ha secuestrado a mi hija. Tiene que salir y empezar a buscarla. -El policía parece incómodo cuando se lo digo. Sospecho que siente vergüenza ajena. «¿Cómo puede decir eso, debe de preguntarse, cuando se ve claramente a un bebé en brazos de su marido?». Estará tentado a sacar la conclusión más obvia: hay un bebé en la casa, por lo tanto ese bebé debe ser nuestro hijo.

– Florence está aquí -corta David.

– Creo que mi marido se siente culpable -explico frenéticamente, notando cómo mi compostura empieza a desplomarse. Me doy cuenta de que estoy cometiendo un error. Hay una sensación de urgencia ajena al procedimiento. Todo está sucediendo demasiado lentamente. Eso significa que el policía no me cree. Mis palabras emergen torrenciales-. Su culpabilidad se está expresando como rabia. Se quedó dormido cuando debería haber estado cuidando al bebé. Cuando volví, encontré abierta la puerta delantera. ¡Nunca está abierta! Alguien debe haber entrado e intercambiado a nuestra hija Florence -señalo, incapaz de decir nada más.

– ¡No, todo eso son tonterías, de hecho, porque esta es Florence, está justo aquí! Mire quién es la persona que la lleva en brazos, inspector, quién la cuida, quién le da su leche y la consuela mientras su madre tiene una crisis nerviosa. -David se dirige a mí-. Culpabilidad expresándose como rabia… qué estupidez. ¿Sabe a qué se dedica, inspector? Venga, díselo.

– No soy inspector, soy detective -aclara Waterhouse-. Señor Fancourt, no está siendo de ayuda al mostrarse tan agresivo.

No le gusta David, pero le cree.

– Está siendo agresivo porque está asustado -digo.

Creo que es cierto. Mi teoría (he tenido que recurrir a desarrollar teorías sobre mi marido a lo largo de los años, puesto que nunca confía en mí) es que gran parte del comportamiento de David está motivado por el miedo.

Parece creer que mi profesión es de por sí suficiente para desacreditarme. Me siento herida y despreciada. He ansiado siempre la aprobación de David. Creía que la tenía. He estado casada con él durante dos años. Antes de hoy, nunca habíamos intercambiado palabras ásperas, nunca habíamos discutido o peleado. Solía creer que era porque estábamos enamorados, pero en retrospectiva, nuestras buenas maneras parecen completamente forzadas. Una vez le pregunté a David a qué partido votaba. El esquivó la pregunta, y juraría que le había molestado que se lo preguntase. Me sentí fatal, como una ignorante sin sentido de decoro. Vivienne considera que es de mala educación hablar de política, incluso con miembros de la propia familia.

David es un hombre muy guapo. El solo hecho de verlo me hacía sentir mariposas en el estómago. Ahora, no puedo imaginar ni recrear mi deseo anterior por él. Parecería absurdo, como desear una ilustración. Admito para mis adentros que por primera vez mi marido es un desconocido para mí. La compenetración que he ansiado desde que lo conocí me ha eludido, nos ha eludido.

David trabaja para una empresa que fabrica videojuegos. El y su amigo Russell montaron la empresa juntos. Russell era un conocido mío en la universidad, y fue en su boda donde conocí a David. Por fin había salido de mi depresión, pero la dolorosa soledad todavía estaba allí. Solo podía esquivarla durante el día si me mantenía ocupada, pero siempre me asaltaba por la noche, cuando lloraba al menos durante una hora, casi siempre más.

Me avergüenza admitirlo, pero incluso inventé un amigo imaginario. Le puse un nombre: Stephen Taylor. Elegí un nombre común y corriente para hacerlo parecer más real, creo. Solo podía conciliar el sueño por la noche si fingía que él me abrazaba y susurraba que siempre estaría allí conmigo.

Stephen desapareció el día de la boda de Russell. Alguien escribió mi nombre junto al de David en la distribución de los asientos y me salvó la vida, o por lo menos así lo sentí.

Casi lo primero que David me dijo fue que su mujer lo había abandonado antes de que su hijo naciera, que solamente veía a Felix ocasionalmente, un par de horas de vez en cuando. Irónicamente, recuerdo haber admirado su carácter abierto. No sabía entonces que nunca más confiaría en mí de la forma en que lo hizo aquel día. Quizás se trataba de algo calculado y la historia de Felix era el equivalente para David de una charla intrascendente.

Funcionó. Yo le hablé de mis padres, por supuesto. Hablar con David me hizo darme cuenta de que la muerte es solamente una de las formas como podemos perder a los que querernos. Quería consolar su pena, y que él consolase la mía. Sentí como si lo hubiera conocido por una razón y estaba totalmente decidida a rescatarnos el uno al otro, a acabar convirtiéndome en su mujer. Estaba desesperada por convertirme en la señora Fancourt, por pertenecer a una familia de nuevo y tener mis propios hijos. El miedo a estar sola, a quedarme sola el resto de mi vida, era una obsesión que me consumía.

A pesar de su evidente tristeza por Felix, David seguía diciendo que no quería arruinarme el día con sus problemas y pasó la tarde entreteniéndome y bromeando conmigo. Me contó un chiste galés después de preguntarme «No hay ninguna posibilidad de que seas galesa, ¿verdad?». Era un chiste sobre un hombre que acudía a una comisaría para denunciar el robo de su bicicleta. «Cuando salí de la iglesia, ¡ya no estaba!» David remató el chiste con un asombroso acento galés que me hizo seguir riendo durante días cada vez que me acordaba. No podía quitármelo de la cabeza. Tenía la sonrisa más cálida y los ojos más brillantes que nadie en la boda, y se asemejaba tanto a la caricatura del héroe romántico, maravilloso y de ensueño como los malos de los videojuegos que él y Russell diseñan se parecen a la caricatura del mismísimo demonio, con sus capas rojas y negras y sus bocas llenas de colmillos y fuego.

A David y Russell parece que nunca se les acaban las ideas de cómo matar a los malos. Gracias a mi marido, los niños pequeños de todo el país pueden simular asesinatos, algunos de ellos semipornográficos, en la seguridad y el confort de sus propios hogares. Y sin embargo siempre he apoyado el trabajo de David, aprobando algo sobre lo que normalmente tendría reservas, por lealtad hacia él. Si David lo hace, debe estar bien, ese era el lema de mi vida. Creía que él sentía lo mismo sobre mí.

– ¿Hay algún sitio tranquilo donde le pueda tomar declaración? -pegunta el detective Waterhouse.

– ¡No hay tiempo para eso! -protesto-. ¿Qué pasa con Florence? Tenemos que empezar a buscarla.

– No podemos hacer nada hasta que tenga su declaración -insiste.

David señala a la cocina.

– Llévela allí -le dice a Waterhouse, como si yo fuera un perro indisciplinado-. Yo llevaré a Florence arriba, a su habitación.

Empiezo a llorar:

– Esa no es Florence. Por favor, tiene que creerme.

– Por aquí, señora Fancourt. -Waterhouse me conduce a la cocina y su mano grande y parecida a la de un oso me sujeta el brazo por encima del codo-, ¿Por qué no hace un poco de té mientras le hago unas cuantas preguntas?

– No puedo; estoy demasiado nerviosa -contesto honestamente-. Sírvase usted, si lo desea. No me cree, ¿verdad? Sé que no me cree, y ahora estoy llorando y creerá que estoy sencillamente histérica…

– Señora Fancourt, cuanto más pronto terminemos su declaración, más pronto…

– ¡No soy una estúpida! No está fuera buscando a Florence porque cree que David la tiene en sus brazos, ¿no es cierto?

– No estoy haciendo ninguna presunción.

– No, pero si no hubiese ningún bebé en la casa, si tanto David como yo dijéramos que nuestra hija está desaparecida, sería una historia diferente, ¿no? La búsqueda de Florence ya estaría en marcha. -Waterhouse se ruboriza. No lo niega-. ¿Por qué iba a mentirle? ¿Qué podría ganar inventándome esta historia? -Intento con todas mis fuerzas mantener mi tono de voz.

– ¿Por qué habría de hacerlo su marido? ¿O está sugiriendo que él realmente cree que es su hija pero no lo es?

– No. -Reflexiono con cuidado lo que voy a decir a continuación. Va contra años de amor y de costumbre calumniar a David, pero no puedo guardarme nada que podría ayudar a influir en el policía-. Se quedó dormido cuando estaba a cargo de Florence. La puerta delantera estaba abierta. Si admite que ese bebé no es Florence, eso significará admitir que él dejó que se la llevaran. No quiero decir que lo culparía de lo que ha sucedido -añado rápidamente.

Quiero decir, ¿quién habría podido imaginar algo así? Pero creo que es eso, creo que David no se está permitiendo a sí mismo reconocer la verdad, porque está asustado de la culpa que sentiría. Pero alguna vez tendrá que admitirlo, ¡ cuando se dé cuenta de que su fingimiento está entorpeciendo su labor de búsqueda de Florence! Me siento tan desesperada como parezco. Debo hablar más lentamente.

El detective Waterhouse está empezando a parecer nervioso y aturdido, como si todo esto fuese demasiado para él.

– ¿Por qué alguien intercambiaría un bebé por otro? -me pregunta.

Me parece una pregunta un tanto cruel, aunque sé que lo no pretende. Cruel es un poco fuerte, quizás. Insensible.

– No puede pedirle a una madre que se meta dentro de la cabeza de la persona que le ha robado a su hijo -replico con brusquedad-. Sinceramente no se me ocurre una sola razón. ¿Pero y qué? ¿Dónde nos lleva eso?

– ¿Qué diferencias hay entre el bebé que acabo de ver y su hija? Cualquier cosa que pueda decirme sobre sus diferencias de aspecto ayudará.

Gimo, frustrada. David me preguntó lo mismo. Es algo masculino, ese deseo de marcar elementos en una lista.

– No puedo indicar ninguna diferencia, ¡aparte del hecho absolutamente crucial de que son personas distintas! Bebés diferentes. Mi hija tiene una cara diferente, un llanto diferente. ¿Cómo diablos se supone que tengo que describir las diferencias entre los llantos de dos bebés?

– De acuerdo, señora Fancourt, cálmese. No se altere. -El detective Waterhouse me mira como si me tuviese un poco miedo.

Adopto un tono más tranquilizador.

– Mire, ya sé que usted trata con mucha gente de poco fiar. Mi trabajo es igual. Soy homeópata. ¿Sabe lo que es?

Me dispongo a emprender mi habitual discurso introductorio sobre que la medicina convencional es alopática mientras que la homeopatía está basada en la idea de curar lo semejante con lo semejante. Sus ojos se ensanchan por un momento. Entonces asiente y se sonroja otra vez. Una vez tuve un paciente policía. Era más joven que yo pero ya estaba casado y con tres niños y padecía de depresión profunda porque odiaba su trabajo. Quería ser un jardinero paisajista. Le dije que escuchara a su corazón. Eso es lo que yo también sentía en aquel momento, después de haber abandonado recientemente un tedioso trabajo en la administración de Hacienda para hacerme homeópata. Cuando conocí a David, cuando él y Vivienne me rescataron de mi deprimente aislamiento, estaba tan agradecida que lo único que quería hacer era ayudar a la gente. Ahora me pregunto si lo que hice fue ayudar o complicarle la vida a ese pobre hombre con mi consejo idealista e impulsivo. ¿Y si dimitió del cuerpo de policía y a consecuencia de ello se precipitó en la pobreza? ¿Y si su mujer lo dejó?

– Muchos de mis pacientes tienen su propia percepción única de la realidad -digo-. En pocas palabras, muchos de ellos están chalados. Pero yo no, ¿de acuerdo? ¡Soy una mujer cuerda e inteligente, y lo que le estoy diciendo es que ese bebé de arriba no es mi hija Florence!

Saco del bolsillo de la camisa una película fotográfica y la pongo sobre la mesa frente a él.

– Aquí tiene. Pruebas irrefutables. Revélela y verá muchas fotografías de la verdadera Florence. Conmigo y con David, en el hospital y en casa.

– Gracias. -Recoge la película, la guarda en un sobre y escribe algo encima que no alcanzo a ver. Lento, firme, metódico-. Ahora tomaré nota de algunos detalles. -Saca un cuaderno y un bolígrafo.

Su falta de prisa me enfurece.

– ¡Usted todavía no me cree! -estallo-. Muy bien, no me crea, no me importa si me cree o no, pero, por favor, traiga a un equipo de detectives y empiecen a buscarla. ¿Y si está equivocado? ¿Y si estoy diciendo la verdad y Florence está realmente desaparecida? Todos los segundos que estamos malgastando podrían estar acercándonos aún más al desastre. -Mi voz tiembla-, ¿De verdad puede permitirse correr ese riesgo?

– ¿Tiene más imágenes de su hija, señora Fancourt? ¿Fotografías ya reveladas?

– No. Y llámeme Alice. ¿Cuál es su nombre? Su nombre de pila, quiero decir.

Parece dudar.

– Simon -dice finalmente, acorralado.

Simon. Estaba en mi lista de nombres para Florence, si hubiese sido un niño. Me estremezco. Por alguna razón el recuerdo de la lista es especialmente doloroso. Oscar, Simon, Henry. Leonie, Florence, Francesca. («¡Fanny Fancourt! Por encima de mi cadáver», dijo Vivienne.) Florence. Señora Tiggywinkle. La Pequeña.

– El fotògrafo del hospital tenía que haber venido a hacerle un retrato mientras estábamos ingresadas, pero al final no vino. Se le estropeó el coche. -Empiezo a sollozar. Mi cuerpo se convulsiona, como si me hubiesen propinado una descarga eléctrica-. Nunca hicimos una «Primera foto del bebé». Dios. ¿Dónde está?

– Alice, todo irá bien. Intente tranquilizarse. La encontraremos, si… haremos todo lo que esté a nuestro alcance.

– Hay otras fotos, además de las mías. Vivienne tomó algunas cuando nos visitó en el hospital. Pronto estará de regreso, ella le dirá que no estoy loca.

– ¿Vivienne?

– La madre de David. Ésta es su casa.

– ¿Quién más vive aquí?

– Yo, David, Florence y Felix. Él es el hijo de David de su primer matrimonio. Tiene seis años. Vivienne y Felix están ahora en Florida, pero regresarán en cuanto Vivienne consiga tomar un avión. Ella me respaldará. Ella le dirá que ese bebé no es Florence.

– ¿Entonces su suegra vio a Florence?

– Sí, vino al hospital el día que nació.

– ¿Que fue el…?

– Doce de septiembre.

– ¿Ha visto Felix a Florence?

Me estremezco. Es un punto delicado. Yo quería que Felix conociera a Florence antes de que se marchase a Florida. Podía haber venido al hospital después del colegio, antes de ir al aeropuerto, pero tenía una clase de buceo en La Ribera a la que Vivienne insistió que acudiese. «Lo último que necesitas es que asocie a Florence con perderse algo que le encanta», dijo. «No hay prisa para que la conozca, ya habrá tiempo más adelante.» David le dio la razón a su madre, como de costumbre, y yo no la contradije porque sabía que ella se preocupaba por Felix. No puede discutirse con el miedo.

Ella presupone que él será tan reacio a compartir su reino como ella misma lo fue de niña. Creo que está equivocada. No todos los niños son tan celosos de su territorio como lo fue Vivienne. Incluso se oponía a compartir la atención de sus padres con el perro de la familia, que tuvieron que regalar cuando ella tenía tres años. Quise preguntarle su nombre cuando me contó esta historia pero no me atreví. Aunque suene ridículo, me habría sentido desleal al mostrar interés en el rival de Vivienne.

– No -respondo-. Felix estaba en el colegio cuando Vivienne vino al hospital, y después se marcharon de viaje ese mismo día.

– ¿Ha estado de viaje quince días? ¿No estamos en periodo escolar?

– Sí. -Al principio no entiendo las implicaciones de la pregunta-, Ah, pero en la escuela a la que va Félix son muy comprensivos -añado cuando vislumbro por dónde va la pregunta-. No tienen elección. Vivienne es uno de sus miembros más generosos del consejo escolar. No se atreverían a decirle cuándo puede o no puede llevar a su nieto de vacaciones. Va a Stanley Sidgwick.

Simon levanta sus cejas un milímetro. Todo el mundo ha oído hablar de la Escuela Primaria y Colegio para Señoritas Stanley Sidgwick, y la mayoría tiene opiniones arraigadas en un sentido u otro. Son impúdicamente elitistas, hay que pagar, con separación de sexos y fuertemente disciplinados. Vivienne es una gran admiradora. Mandó a David a Stanley Sidgwick, y ahora a Felix. La plaza de Florence en el colegio femenino fue reservada en cuanto mi ecografia de las veinte semanas reveló que estaba esperando una niña; su nombre se incluyó en la lista como «Bebé Fancourt». Vivienne pagó en persona las trescientas libras de la reserva de la plaza, y solamente nos lo mencionó a mí y a David después. «No hay una escuela mejor en la zona, o, para el caso, en todo el país, digan lo que digan las clasificaciones escolares», insistió. Probablemente asentí y parecí desconcertada. Todo lo que quería era dar a luz a mi bebé de forma segura. No había pensado ni por un instante en los colegios.

– ¿Felix no vive con su madre? -pregunta Simon.

No me esperaba que preguntara esto. Admiro su discreta exhaustividad, la forma en que hace preguntas alrededor del punto obvio de atención. Hago lo mismo con mis pacientes. A veces, si observas solamente lo que se supone que debes observar, te pierdes todo lo que es importante.

– La madre de Felix murió. -Miro a Simon detenidamente mientras lo digo. No lo sabía, evidentemente. Es absurdo suponer que todos los policías estarán familiarizados con los detalles de todos los casos. 0 quizás lo sabía, pero no había hecho todavía la conexión. El apellido de Laura no era Fancourt. No se lo cambió al casarse con David. Eso fue lo primero que le molestó a Vivienne de ella, la primera de muchas otras cosas.

– Así que, aparte de Vivienne Fancourt, ¿quién más ha visto a Florence?

– Nadie más. Ah, Cheryl Dixon, mi comadrona. Ha estado aquí en unas tres ocasiones. Y estaba de guardia en el hospital cuando Florence nació. ¿Por qué no lo había pensado antes? -pienso en voz alta-, Cheryl me respaldará, hable con Cheryl.

– No se preocupe, hablaré con todo el mundo, señora…

– Alice -insisto.

– Alice -repite torpemente, atrapado en una familiaridad con la que se encuentra claramente incómodo.

– ¿Qué hay de la búsqueda? -insisto. Todavía no he recibido una respuesta satisfactoria a esta pregunta-. Alguien podría haber visto algo. Tendrá que encontrar testigos. Le puedo decir la hora exacta. Salí a las dos menos cinco…

Simon niega con la cabeza. No puedo ordenar una búsqueda de buenas a primeras -dice-. No es así como funciona.

– Necesito la conformidad de mi sargento, pero primero tendré que hablar con todo el mundo y con cualquiera que pueda corroborar su historia. Tendré que hablar con sus vecinos, por ejemplo, ver si alguien vio algo inusual. Porque su marido…

– No lo está corroborando. Ya lo sé. Me he dado cuenta -digo amargamente-. Y no hay vecinos.

Vivienne me dijo orgullosamente, la primera vez que David me trajo a Los Olmos, que las únicas personas con las que comparte el código postal son las que acoge en su casa. Y sonrió, para dejar claro que se me incluía en esta categoría. Me sentí privilegiada y protegida. Cuando mis padres murieron y fui conscientede que no había nadie en el mundo que me quisiera de verdad, perdí gran parte de mi autoestima. No podía quitarme de la cabeza que mi tragedia era algún tipo de castigo. Ser tan calurosamente aceptada por una mujer como Vivienne, que daba por hecha su propia valía e importancia y tenía una confianza absoluta en sus todas sus opiniones, me hizo sentir que yo debía valer la pena más de lo que me imaginaba.

– No puedo ordenar una búsqueda o iniciar cualquier cosa solo tomando en cuenta su declaración -aclara Simon como disculpándose.

Me hundo en la silla y apoyo la cabeza dolorida sobre mis brazos. Cuando cierro mis ojos, veo extrañas manchas de luz moviéndose. Siento una náusea revolviéndome el estómago. Por primera vez en mi vida, entiendo a la gente que pierde la voluntad de luchar. Es tan difícil intentar una y otra vez hacerse oír cuando parece que el mundo tiene los oídos tapados, cuando lo que tienes que decir parece tan improbable, casi imposible.

No soy una luchadora, no por naturaleza. Nunca he pensado en mí misma como alguien fuerte; a veces he sido completamente débil. Pero ahora soy madre. Tengo que pensar en Florence además de en mí misma. En lugar de mí misma. La opción de rendirme está fuera de discusión.

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