Capítulo 1 2

03/10/03, 21.00 horas


– No digo que no definitivamente. Aún no lo sé. Haré lo que pueda. -Simon se aguantó las ganas de decir: «¿No hablamos hace poco? ¿Nada importante ha pasado desde entonces?». Hubiera sido más fácil cuando su madre trabajaba tiempo completo. No hubiese habido tantas llamadas.

– ¿Pero cuándo lo sabrás?

– No lo sé, depende del trabajo. Ya sabes cómo es- ¡Ojalá!, si no tenía ni puñetera idea de cómo era su trabajo. Pensaba que la cena del domingo era más importante.

– ¿Qué te cuentas? -preguntó Kathleen Waterhouse.

Simon podía verla presionando el teléfono con fuerza a su oído, como si tratara de incrustarlo en un lado de la cabeza. Ella temía que la conexión con su hijo se perdiera si no aplicaba todas sus fuerzas. La oreja la tendría roja y lastimada después.

– Nada nuevo -hubiese dicho esto incluso si hubiese ganado la lotería esa mañana o si hubiese sido invitado al siguiente viaje del trasbordador espacial. En teoría deseaba que las charlas con su madre fuesen más relajadas y agradables. A menudo imaginaba las cosas que le diría, bromas o anécdotas que le diría la siguiente vez que hablaran, pero todo ello murió en su lengua en cuanto escuchó el tímido «Hola, querido. Es Mamá». Fue ahí cuando recordó que había un guión que nunca podría abandonar, no importaba cuánto lo deseara. Fue entonces cuando dijo «Hola, Mamá. ¿Cómo estás?» y se resignó a otra discusión sobre su disponibilidad para comer el domingo de esa semana, de la próxima semana o de cualquier otra maldita semana.

– ¿Algo nuevo? -su siguiente línea de diálogo, la que tocaba. Y ella le contaría algo, siempre le contaba algo.

– He visto a Beryl Peach hoy, en la lavandería.

– Ah, que bien.

– Kevin se quedará en casa un tiempo. Podrías preguntarle si quiere que os veáis.

– Quizás esté muy ocupado. -Kevin Peach había sido amigo de Simon en la escuela. Por poco tiempo. Hasta que Simon se hartó de ser la mascota, el «maldito cabrón» de turno del pequeño grupo de Peach. Disfrutaban verlo iniciar peleas sin razón, lo incitaban a que se acercara a chicas que estaban muy lejos de su nivel. Copiaban de sus apuntes cuidadosamente escritos e incluso le echaban la culpa si no sacaban las a que él sacaba en los exámenes. No gracias. Ahora tenía una nueva vida social, el Brown Cow después del trabajo con Charlie, Sellers, Gibbs y algunos más. Las amistades entre policías eran fáciles de mantener en un nivel superficial con bromas sobre el trabajo. Excepto Charlie. Ella siempre trataba de ir más allá de eso, de ir más y más profundo. Saber más.

– ¿Bueno y cuándo voy a verte si no es el domingo? -preguntó Kathleen Waterhouse.

– No sé, mamá. -No antes de haber encontrado a Alice. Simon no podía soportar ver a sus padres cuando se sentía completamente débil. Su compañía, la atmósfera agobiante de la casa en la que creció, que no había cambiado en más de treinta años, podía convertir un ligero mal humor en el peor suplicio. Pobres infelices, no era culpa suya. Siempre se alegraban mucho de verlo. -¿Por qué no esperamos y vemos qué pasa el domingo?

Sonó el timbre. El cuerpo entero de Simon se irguió. Rogó que su madre no hubiese escuchado el ruido. Sacaría la lista de preguntas: ¿Quién es? Bueno, ¿quién podría ser? ¿No era poco cortés llamar inesperadamente a las nueve? ¿Conocía Simon a alguien que hiciera eso? Kathleen Waterhouse temía a la espontaneidad.

Simon había pasado la mayor parte de su vida intentando no serlo. Ignoró el timbre con la esperanza de que quienquiera que fuese se diera pronto por vencido y se marchara.

– ¿Cómo está la casa? -preguntó su madre. Preguntaba por ella cada vez que llamaba, como si fuera una mascota o un niño.

– Mamá, debo irme. La casa está bien. Es maravillosa.

– ¿Por qué tienes que irte?

– Sencillamente tengo que irme, ¿está bien? Te llamo mañana.

– Está bien querido. Adiós. Dios te bendiga. Te llamo después.

¿Después? Simon apretó los dientes. Esperaba que fuera una figura retórica, que el «después» no significara esa misma noche. Se odiaba a sí mismo por no desear, no poder, pedirle que llamara menos seguido. Era una petición razonable. ¿Por qué no podía hacerlo? La maldita casa estaba bien. Era un chalet de dos plantas con terraza en un callejón junto al parque, a cinco minutos andando de la casa de sus padres. Tenía mucho encanto pero poco espacio y quizás fue la elección equivocada para alguien tan alto como él, pero no lo pensó en su momento. Ahora estaba atado a ella y no era muy difícil tener que agacharse cuando se movía de una habitación a otra.

Los precios de las propiedades estaban a punto de volverse ridículos cuando compró la casa hace tres años. Aún luchaba cada mes para pagar la hipoteca. Su madre nunca quiso que se fuera de casa ni entendió por qué sentía la necesidad de hacerlo. Habría sido muy infeliz si se hubiese mudado mucho más lejos. De esta forma pudo decirle «Me voy a la vuelta de la esquina, nada va a cambiar». Los cambios: algo que había que temer.

El timbre sonó de nuevo. A medida que caminaba hacia el recibidor pudo escuchar la voz de Charlie.

– ¡Déjame entrar maldito ermitaño! -dijo bromeando. Simon miró su reloj y se preguntó cuánto pensaba quedarse. Abrió la puerta.

– Por el amor de Dios, relájate.

Charlie pasó de largo con un paquete en la mano. Se metió hasta el salón sin haber sido invitada, se quitó el abrigo y se sentó. -Solo he venido a darte esto. -Extendió el paquete acolchado hacia Simon.

– ¿Qué es esto?

– Antrax. -Le hizo una mueca-. Simon, es un maldito libro, ¿está bien? Solo un libro, no necesitas entrar en pánico. Lamento no haberte llamado antes pero estaba en el bar con Olivia y me dio esto. Tenía que irse temprano así que pensé pasar un momento para dártelo, es para tu madre.

Simon abrió el paquete y vio un libro blanco de bolsillo titulado Arriesgarlo todo de Shelagh Montgomery, la autora favorita de su madre. Bajo el nombre de la autora se leía en tinta negra «prueba sin corregir». La hermana de Charlie, Olivia, era periodista y hacía muchas reseñas de libros. Las pocas que Simon había leído eran innecesariamente salvajes. -¿Esto significa que aún no está publicado?

– Así es.

– Mamá se pondrá muy contenta. Gracias.

– No me des las gracias. Lee el primer párrafo y verás que es uno de los peores libros que se ha escrito jamás. -Charlie parecía avergonzada, así se veía cuando era pillada intentando ser considerada. Con frecuencia le daba libros que recibía de Olivia, ya fueran para él o para su madre, dependiendo de si eran serios o malos. Siempre se burlaba del libro sin misericordia, decidida a ocultar sus pensamientos con una fachada de sarcasmo. Era como si se avergonzara de tener virtudes.

– Vaya, aún no has decorado. -Miró a su alrededor con desaprobación-. Cualquiera pensaría que una viuda de noventa años vive aquí. ¿Por qué no pintas ese espantoso papel de las paredes? ¡Y esos adornos! Simon eres un hombre joven. No deberías tener perros de porcelana en el mantel. No es natural.

Los perros habían sido un regalo de sus padres para su nueva casa. Simon estaba agradecido por el libro así que intentó ocultar su irritación. Él y Charlie eran muy diferentes, era un milagro que pudiesen arreglárselas para hablarse. Simon nunca hubiese soñado siquiera con hacer un comentario sobre la casa de otra persona, en cambio Charlie parecía vivir en un mundo donde la descortesía era un signo de afecto. A veces ella llevaba a Olivia al Brown Cow y Simon se sorprendía de la forma en la que intercambiaban insultos. «Jodida mentalista», «maldita psicoputa», «espectáculo de feria», «estúpida subnormal»… ambas intercambiaban regularmente estos y otros comentarios como si fueran los halagos más cálidos. Ridiculizaban la ropa de la otra, sus conductas o sus actitudes. Siempre que Simon las veía se sentía aliviado de ser hijo único.

En el mundo de Charlie era aceptable visitar a alguien a las nueve de la noche, sin avisar, para darle un libro que bien hubiese podido esperar hasta el día siguiente en el trabajo.

– Preguntaste por qué Laura Cryer se fue sola de Los Olmos -dijo mientras levantaba un ejemplar de Moby Dick del brazo de un sillón y lo hojeaba mientras hablaba-. Revisé los archivos. Iba a dejar la manta de su hijo. La había olvidado. Vivienne Fan- court se iba a quedar con él esa noche cuidándolo. Laura iba a ir a un club.

– ¿Un club? -Simon no estaba en «modo trabajo» y le costó cambiar tan rápido. Su mente aún pensaba en cómo deshacerse de Charlie para poder retomar su libro. Notó que lo había cerrado sin preocuparse por volver a colocar el marcador. De nuevo se aguantó la irritación.

– Sí, ya sabes, uno de esos sitios donde la gente joven va a divertirse. Cryer era soltera y solo estaba esperando a que el divorcio terminara de tramitarse.

– Quizás había conocido a alguien nuevo y Fancourt estaba celoso.

– No es cierto. Sus amigos dicen que estaba buscando emparejarse, pero de momento estaba sola -dijo Charlie, un tanto agresivamente.

Simon se sintió frustrado, como si las circunstancias estuviesen deliberadamente conspirando para proteger a David Francourt. Si no de asesinato, al menos tenía que ser culpable de algo. Sin embargo, probablemente también de asesinato. La desaparición de Alice y la muerte de Laura estaban conectadas de algún modo, Simon apostaría su vida por eso.

– ¿Te importaría si le hago una visita a Darryl Beer en Brimley?

Charlie gruñó:

– Sí, por supuesto que me importaría, ¡carajo! ¿Por qué querrías hacer eso? Simon debes intentar evitar esas extrañas tangentes de las que te gusta ir y venir.

– Excepto cuando resultan ser acertadas, ¿eso quieres decir?

– Si, excepto cuando son exactas. Pero ahora no es una de esas veces. Ya es hora de que admitas que estás equivocado y seguir adelante.

– ¿Sí? ¿Tú cuándo has hecho eso? Eres tan terca como yo y lo sabes. Solo porque tú pienses algo no significa que sea verdad. ¡Siempre lo haces!

– ¿Qué hago?

– ¡Intentar convertir tu opinión personal en una especie de ley moral universal!

Charlie retrocedió. Unos segundos después dijo:

– ¿Nunca te preguntas por qué eres tan mierda conmigo cuando yo soy tan amable contigo la mayor parte del tiempo?

Simon miró hacia sus manos. Sí, se lo preguntaba.

– No es mi opinión personal -dijo con calma-. Es la confesión de Beer. Es la prueba del ADN. ¡La única persona aquí con una opinión ilegítima y sin bases eres tú! Darryl Beer mató a Laura Cryer, ¿de acuerdo? Créeme. Ese caso no tuvo nada que ver con este, con el de Alice y Florence Fancourt.

Simon agitó la cabeza:

– No quise ofenderte -dijo.

– Así que… ¿te has enamorado de ella? ¿De Alice? -preguntó Charlie. Parecía asustada. Apenas lo dijo, Simon supo que esta era la verdadera intención de su visita. Ella quería, quizá necesitaba, hacerle esta pregunta.

Simon se ofendió. ¿Quién se creía que era para preguntarle eso? Únicamente los residuos de culpa que le quedaban evitaron que la echara, culpa por no poder sentir de la forma que ella quería.

Charlie era la única mujer que había perseguido a Simon. El coqueteo comenzó el mismo día que fue trasladado al dic. Primero pensó que estaba bromeando hasta que Sellers y Gibbs lo convencieron de lo contrario.

Si Simon pudiese al menos desarrollar un interés romántico por Charlie, podría cuando menos hacer feliz a ambos. Sin duda su vida se haría un tanto más fácil. A diferencia de muchos hombres -como la mayoría de los policías-, Simon no se preocupaba mucho del aspecto físico. Qué más daba si Charlie tenía pechos grandes o piernas largas y delgadas. Su figura esbelta, combinada con su agudeza y disponibilidad, eran parte de lo que lo desconcertaba. Estaba lejos de su liga, como las chicas con las que se obsesionó en su juventud antes de que las innumerables humillaciones le enseñasen cuál era su lugar. Ella había emprendido con éxito dos carreras. Era el tipo de persona que podía hacer bien cualquier cosa que se propusiera.

Obtuvo su título en asnac -Estudios Anglosajones, Nórdicos y Celtas- en Cambridge. Antes de incorporarse a la policía había sido una prometedora investigadora académica durante cuatro años. Cuando un superior de su departamento, envidioso del intelecto superior de Charlie y su número de publicaciones, le negó un ascenso que estaba segura de merecer, comenzó desde abajo en la policía y ascendió a detective en tiempo récord. Sus logros impresionaban e intimidaban a Simon. Normalmente lo hacía sentir como un inepto.

Mirando en retrospectiva, Simon comprendió lo tonto que había sido. Charlie había dejado claro que lo quería y que indiscutiblemente tenía posibilidades con ella; los convencionalismos dictaban que debía tener una novia y ella era la única voluntaria. Una voz en su interior había expresado su desacuerdo desde el primer día, pero él la había ignorado y se decía a sí mismo lo maravillosa que era Charlie, lo suertudo que debería sentirse.

Finalmente ella había decidido hacer su intento en la fiesta de cumpleaños de Sellers. Simon, asombrado y un tanto zombi, no necesitó hacer ningún esfuerzo. Ella lo acaparó por completo, tomó la iniciativa en todo. Incluso había reservado la habitación de huéspedes de Sellers para ellos, según le confesó. «¡Si alguien más se mete ahí dentro antes que nosotros, Sellers tendrá que buscar otro trabajo!», bromeó.

Esto alarmó a Simon, pero aun así no dijo nada. Temía que fuese en la cama igual que era fuera de ella, que se la pasara todo el tiempo dando instrucciones sobre lo que quería que se hiciera, cuándo y dónde, en un tono que no permitía discusión.

Simon sabía que algunos hombres no tenían problemas con eso, pero él personalmente encontraba repelente esa posibilidad. Sabía que de todas formas el asunto iría mal, sería un desastre.

Aun así, se dejó llevar. Mientras el besuqueo continuaba Charlie parecía entusiasmarse cada vez más, así que Simon se comportó de la misma manera. Imitó su respiración rápida, dijo algunas cosas que esperaba fueran románticas, frases que nunca hubiese pensado si no las hubiera visto en las películas.

Charlie lo llevó a la pequeña habitación de Sellers y lo empujó sobre la cama individual. Qué suerte tengo, se repetía Simon nuevamente. La mayoría de los hombres regalarían sus entradas para la final de la Copa del Mundo con tal de estar en su mismo lugar. Miró con fascinación y horror mientras Charlie se desvestía frente a él. Lógicamente, con la parte racional de su cerebro, la admiraba por ser liberada, por negarse a seguir la tontería sexista de que los hombres deben tomar la iniciativa. Sin embargo, aunque demasiado avergonzado como para admitirlo, todos los instintos de Simon se amotinaron contra la idea de una mujer sexual- mente agresiva.

Es demasiado tarde, se dijo a sí mismo mientras Charlie le desabotonaba la camisa. Lo mejor que podía hacer era continuar hasta terminar con el asunto. Pasó las manos a lo largo de su cuerpo, haciendo lo que suponía que debía hacer.

En este punto del relato, la memoria de Simon siempre evitaba los detalles específicos, eran demasiado terribles para poder soportarlos. Bastaba con recordar que en cierto momento supo que no podía seguir adelante. Quitó a Charlie de sus rodillas, masculló una disculpa y salió rápidamente del cuarto sin mirar atrás. Ella seguramente pensaba en lo cobarde y perdedor que era él. Esperaba que las noticias de su humillante fracaso estuvieran esparcidas por toda la comisaría de policía, pero nadie dijo nada. Cuando Simon intentó disculparse, Charlie lo interrumpió: «Estaba algo achispada de todos modos. No recuerdo mucho», intentando sin duda ahorrarle mayor vergüenza.

– ¿Y bien? -dijo ella. La respuesta vino de donde no la había, cómo diría Proust -. ¿Qué hay con Alice Fancourt? ¿Te apetece porque tiene cabello largo y rubio?

– Claro que no. -Simon sintió que la Inquisición española había aterrizado en su salón. Estaba ofendido porque le imputaban semejante superficialidad. El cabello largo y rubio no tenía nada que ver con él. Era la transparencia en el rostro de Alice, su vulnerabilidad, la forma como él podía ver lo que ella sentía con tan solo mirarla. Quería ayudarla y estaba seguro de poder hacerlo. Tenía una cierta gravedad que lo conmovía. Él no era un bufón para ella. Alice parecía ver a Simon exactamente como él quería ser visto. Ahora que se había esfumado, la veía en su mente constantemente, repasaba todo lo que le había dicho, se estremecía con la necesidad de decirle finalmente que le creía, sin reservas, en todo. Ahora que quizás fuese demasiado tarde ella consumía sus pensamientos; era como si de algún modo al desaparecer hubiese trascendido la realidad, convirtiéndose en una leyenda.

– Te has enamorado de ella -dijo Charlie con abatimiento-. Ten cuidado, ¿de acuerdo? Asegúrate de no estallar. El Muñecode Nieve ha puesto sus ojos redondos y brillantes sobre ti. Si la jodes de nuevo…

– Proust me dijo lo mismo esta mañana. No sabía de qué hablaba. Está bien, he tenido unas pocas amonestaciones disciplinarias pero no más que la mayoría.

Charlie respiró profundamente:

– Unas cuantas más que la mayoría, de hecho. Yo nunca he tenido ninguna, y Gibbs y Sellers tampoco.

– No dije que fuera perfecto -dijo para sí, poniéndose instantáneamente a la defensiva. Era mejor policía que Gibbs o Sellers y Charlie lo sabía. Proust lo sabía-. Me arriesgo. Sé que a veces las cosas se me van de las manos pero…

– Simon, esas amonestaciones disciplinarias se quedaron en amonestaciones porque le rogué a Proust de rodillas que no se pasara contigo. ¡No puedes ir por ahí aplastando a cualquiera que cuestione tu juicio!

– Sabes que no fue algo tan simple como eso.

– El Muñeco de Nieve estaba a punto de echarte. Tuve que lamerle el culo hasta que casi se me cae la lengua y él mismo tuvo que lamer unos cuantos culos más arriba, cosa que no le sentó muy bien.

Todo esto era nuevo para Simon. Había perdido los estribos solo con aquellos que lo merecían.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó, sintiéndose un idiota. Debería saber más sobre aquello que Charlie-, ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¡No lo sé! -dijo bruscamente-. No quería que sintieras que todo el mundo estaba en tu contra, aunque pareces sentirte de esa forma pase lo que pase. Mira, tenía la esperanza de que mejorases tu conducta. Y últimamente has mejorado bastante, por eso no quiero que este asunto de Alice Fancourt te joda. Le prometí a Proust que te mantendría bajo control, así que…

– ¿Así que también vas a comenzar a controlar lo que siento por la gente? -Simon estaba indignado. Charlie le había resuelto el problema y al mismo tiempo se lo había ocultado. No podía pensar en nada más condescendiente. Como si fuera un niño que no puede manejar la dolorosa verdad.

– No seas ridículo. Solo trato de ayudar. Si yo estuviese a punto de cagarla quisiera también que me aconsejaras no hacerlo. Eso es lo que hacen los amigos. -Había un temblor en su voz.

Simon vio su expresión de dolor, temerosa casi hasta las lágrimas.

– Lo lamento.

Decidió mientras lo decía que realmente tenía que lamentarlo, que quizás de verdad lo lamentaba. Charlie podía parecer que llevaba una coraza pero Simon sabía que a menudo se sentía herida y traicionada. Como él. Otra cosa que tenían en común, hubiese dicho ella.

Se levantó. -Mejor me voy. Quizás vaya al bar -dijo con mordacidad.

– Gracias por el libro. Te veo mañana.

– Sí, claro.

Una vez que se hubo marchado, Simon se hundió en el sillón sintiéndose descolocado, como si hubiese perdido una parte importante de sí mismo.

Necesitaba pensar, reescribir la historia de su vida de acuerdo a la nueva información que Charlie le había dado. Las mentiras eran letales, no importaba cuán honorables hubiesen sido las intenciones del mentiroso. Privaban a la gente de la oportunidad de saber los hechos fundamentales de sus propias vidas.

El impulso de huir, de empezar de nuevo en algún lugar lejano, regresaron con todo el encanto de las nuevas ideas. Sería demasiado fácil no aparecer por el trabajo al día siguiente. Si tan solo pudiera confiar en Charlie, o en cualquiera, para encontrar a Alice. Pero sin él, el equipo no podría hacer un trabajo completo, no de acuerdo a sus estándares. No es que Simon confiara particularmente en sí mismo en ese momento. Quizás no era tan bueno en su trabajo como pensaba. Quizás la obediencia y el conformismo valían más que la pasión y la inteligencia en este mundo llano y superficial.

Descubrir, retrospectivamente, que la mayoría de sus superiores había deseado deshacerse de él, hizo que Simon se sintiera como si todos sus esfuerzos hubiesen sido en vano. Podría quizás comenzar a patear algunas cabezas en ese preciso momento. Pero, ¿qué más da si la cronología estaba equivocada? No cambiaba cómo se sentía. Hoy dormiría muy mal.

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