Capítulo 6

Lunes, 13 de marzo, 15.15 horas.

Amy cerró la puerta del despacho de Tess.

– Podría haber ido peor, Tess.

Tess se hundió en la silla. Su reunión con el doctor Fenwick, el jefe del consejo de cualificaciones profesionales, no había ido muy bien.

– También podría haber ido mejor.

– No te han impuesto ninguna sanción, Tess. Puedes seguir ejerciendo.

– Porque no he hecho nada malo, joder -le espetó Tess, y se pasó la mano por la frente al barruntar un ataque de migraña-. Lo siento, gracias por venir. Tenerte aquí me ha ayudado a llevarlo mejor. -Tess sospechaba que si su abogada no hubiera estado presente, el doctor Fenwick habría hecho algo más que mirarla mal. El consejo no veía con buenos ojos que un profesional estuviera acusado de un delito, y tampoco les había gustado que no les hubiera devuelto la llamada al terminar de visitar a sus pacientes. De hecho, pensaban seguir de cerca la investigación, y vigilarla. Cuando las autoridades confirmaran que era inocente, Tess tendría que presentar una declaración jurada al consejo afirmando lo mismo.

– Por mí pueden irse a tomar por el culo -masculló.

– A su edad no creo que les convenga. Además sin una buena dosis de Viagra harán bien poca cosa -bromeó Amy.

Tess le lanzó una mirada feroz.

– No le encuentro la gracia, está en juego mi carrera.

Amy se apoyó en el sofá, se cruzó de brazos y adoptó una actitud más seria.

– ¿Qué piensas hacer, Tess?

– ¿Sobre qué?

– No puedes permitir que te acusen así como así, tu carrera podría irse al garete.

– No me digas.

– Tess, hablo muy en serio.

Tess se levantó y empezó a guardar la documentación en el maletín.

– Voy a colaborar con la policía para descubrir quién lo ha hecho.

Amy se inclinó hacia delante con las cejas arqueadas y expresión sarcástica.

– Qué inteligente por tu parte. Como si no supieras que la policía cree que lo has hecho tú.

Tess examinó el contenido de una carpeta y luego la guardó en el maletín junto con el resto.

– Pues a mí me parece que no es eso lo que creen.

– Tal vez Todd Murphy no, pero ese tal Reagan lo tiene clarísimo.

Tess pensó en Reagan, en la forma en que le había planteado las preguntas por la mañana.

– Me parece que él tampoco me cree culpable. De todos modos, no podrán acusarme porque no he hecho nada.

La carcajada que soltó Amy no le resultó precisamente agradable.

– Como si eso tuviera algo que ver. Despierta de una vez, Tess. Todos los días me dedico a defender a gentes que piensan que no podrán acusarlas porque no han hecho nada. ¿Qué te hace pensar que tú eres distinta?

Tess cerró de golpe el maletín, un repentino ataque de pánico hizo que el pulso se le acelerara vertiginosamente.

– Que yo no pienso que soy inocente, lo soy.

La ofensa hizo centellear los ojos de Amy.

– No represento a alguien si creo que es culpable, Tess.

Los hombros de Tess se hundieron.

– Lo siento, no pretendía herir tus sentimientos. -Posó la mano en el brazo de Amy y notó que su amiga estaba tensa-. Sé que para ti la ética profesional es tan importante como para mí.

Amy asintió con gesto forzado.

– No tiene importancia. -Pero sí que la tenía, y no resultaba difícil darse cuenta. De todos modos, Amy irguió la espalda y prosiguió-. Mira, yo opino que tienes que atacar el problema de frente. Llama al periódico y cuéntales tu versión. Haz que Bremin se muera de ganas de adelantarse a los acontecimientos.

Todo el día, Tess había estado pensando en un plan similar.

– De acuerdo. ¿Conoces a alguien que trabaje en un periódico? ¿Alguien que te merezca confianza?

– Sí. Yo me encargo de concertar la cita. Ya te diré con quién tienes que encontrarte y cuándo. -Amy levantó un dedo en señal de advertencia-. No hables con nadie excepto con quien yo te diga. Prométemelo.

– De acuerdo. -Tess miró el reloj y frunció el entrecejo-. Tenía que ver a un paciente a las tres. ¿Quién era? -Se mordió el labio tratando de recordarlo. Se trataba del señor Winslow, un hombre muy triste. Al oír su caso se le había partido el corazón-. Amy, tengo que ver a un paciente. Te llamaré al despacho cuando termine.

Amy se estaba abrochando el abrigo cuando alguien llamó flojito a la puerta. Denise asomó la cabeza.

– Doctora, tengo unos veinte mensajes para usted. La mayoría son de periodistas, pero también han llamado seis pacientes. -Frunció el entrecejo-. Tres han cancelado la visita de mañana.

Tess suspiró, tomó el montón de notas que le tendía Denise y les echó un vistazo.

– Supongo que es normal que haya bajas.

– Un tal detective Reagan ha llamado dos veces. Ha dicho que se pusiera en contacto con él en cuanto estuviera libre, que se trataba de algo urgente. Me ha dejado su número de móvil. Ah, y tiene una llamada por la línea uno; se trata de una vecina del señor Winslow. Insiste mucho en hablar con usted y no quiere dejar ningún mensaje.

Tess dio un respingo, la palabra «vecina» hizo que se le cayera el alma a los pies.

– ¿Cómo?

– Una vecina del señor Wins…

Tess se abalanzó sobre el teléfono.

– Mierda, mierda.

Descolgó el auricular con manos temblorosas.

– ¿Diga?

– ¿Doctora Ciccotelli?

No era la misma mujer, esta parecía mayor que la que decía ser vecina de Cynthia Adams. «Joder.» Con un gesto de la mano, indicó a Denise y a Amy que guardaran silencio. Respiró hondo y se esforzó por hablar con voz serena.

– Sí, soy yo. ¿Qué quiere?

– Soy vecina de uno de sus pacientes, Avery Winslow. Estoy preocupada por él, lleva todo el día encerrado en el piso, llorando. He llamado a la puerta para ver qué ocurría pero me ha pedido que me marchara. Tenía… Tenía una pistola en la mano, doctora.

«Santo Dios.»

– ¿Ha llamado a la policía?

– No, solo a usted. Dios mío, tendría que haber llamado al 911. Ahora mismo lo haré.

– No, ya llamo yo. Gracias, señora… -Pero oyó cómo colgaba-. Mierda. -Temblando, hojeó las notas hasta dar con la de Reagan-. Joder, qué mierda. Denise, llama al 911. Tenemos que enviar a la policía a casa del señor Winslow, diles que va a suicidarse. Consígueme la dirección; te llamaré desde el coche para pedírtela. ¡Muévete, Denise!

Blanca como el papel, Denise desapareció dispuesta a hacer lo que le pedía.

– Mierda. ¿Dónde tengo el móvil?

Amy metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de Tess.

– Está aquí. Tranquilízate, Tess.

– No puedo.

Un sollozo de terror afloraba a la garganta de la psiquiatra, pero consiguió ahogarlo mientras marcaba el número de Reagan. Cuando él respondió, ya había cogido su abrigo y había salido del despacho.

– Reagan.

– Detective Reagan, soy Tess Ciccotelli.

– Doctora Ciccotelli, llevo toda la tarde tratando de hablar con usted. -Su voz denotaba otra vez tensión, enfado-. Hemos…

– Sea lo que sea, tendrá que esperar. -Pasó por delante del ascensor y bajó corriendo la escalera sin apenas prestar atención a Amy, que le pisaba los talones-. Necesito su ayuda. He recibido otra llamada.

– ¿De quién?

– Está relacionada con Avery Winslow. En este mismo momento mi secretaria está llamando al 911. Llámela a ella si necesita la dirección de Winslow. Yo estoy de camino. Me gustaría que nos encontráramos allí.

– Ahora mismo voy.

– Dese prisa, detective. -Colgó de golpe el teléfono e irrumpió en el aparcamiento-. Tengo el coche allí.

– Iremos con el mío. -Amy la asió del brazo y la obligó a cambiar de sentido-. No estás en condiciones de conducir.

Tardaron solo unos instantes en llegar hasta el Lexus de Amy, pero les parecieron siglos. Tess aún temblaba cuando esta salió del aparcamiento y se incorporó al tráfico.

Dio un respingo cuando su amiga le oprimió la mano con suavidad.

– Respira, Tess, respira. Me daré toda la prisa que pueda.


Lunes, 13 de marzo, 15.45 horas.

– ¿Ves alguna tarjetita de regalo? -preguntó Murphy.

Aidan se puso de pie, sostenía el Colt 45 del señor Avery Winslow entre dos dedos enguantados.

Al hombre ya no le hacía ninguna falta.

– No. -En el salón de casa del señor Winslow solo se observaban sesos y fragmentos de huesos del cráneo esparcidos por toda la estancia. La pared más cercana al ordenador había quedado cubierta de despojos, también la pantalla estaba llena, y el teclado aparecía pringoso y teñido de rojo y gris. Del impacto la pantalla se había inclinado y entre la sangre y los restos de tejido se veían iluminarse y oscurecerse mientras se sucedían las diapositivas de una presentación.

Murphy se acercó lo bastante para poder distinguir las imágenes entre el revoltijo.

– Son fotografías de un bebé. Es un niño.

Junto al cadáver de Winslow había una silla con ruedas volcada.

– Estaba sentado en la silla del despacho, de espaldas a la pantalla -dijo Aidan.

Murphy resopló.

– El impacto del disparo debió de empotrarlo en el monitor.

Aidan se agachó junto al cadáver.

– Sostiene un oso. -Se le hizo un nudo en la garganta. Tragó saliva y miró a Murphy-. Un oso de peluche con una tarjetita dorada. Igual que en el caso anterior. «Feliz cumpleaños, Avery, Jr.»

Murphy lo miró con resignación.

– Pero no hay flores -observó.

– Es obvio que no apretó el gatillo por voluntad propia.

– Aquí está la caja del oso de peluche. -Murphy la recogió de la mesita auxiliar junto con un bloc de notas-. Había quedado con Tess a las tres.

– Pues parece ser que se le olvidó -comentó Jack Unger desde la puerta-. Spinnelli me ha pedido que viniera, por si acaso. -Examinó el escenario con ojo clínico-. Avisaré a mi equipo y empezaremos.

Aidan señaló el cuarto de baño.

– Mira si hay medicamentos. Si es así, mételos en bolsas y ponles etiquetas de identificación a todas, incluso a las aspirinas.

Jack volvió la cabeza y lo miró un poco irritado.

– No te preocupes, lo cogeremos todo con pinzas.

Murphy se acercó a la mesa del ordenador y pulsó el botón del ratón con un dedo enguantado.

– El ordenador se ha quedado colgado en esta presentación. Aunque pulse el ratón, no desaparece.

– Tal vez se haya estropeado al ensuciarse.

– No lo dirás en serio, ¿no?

Aidan negó con la cabeza.

– No. Será mejor que nos llevemos también el disco duro.

¿Qué prefieres, el dormitorio o la cocina?

– Voy al dormitorio.

Aidan registró la cocina. Se veía sucia y los platos se amontonaban en el fregadero. Tocó el horno; estaba caliente y habían accionado el mando de la temperatura al máximo. Pero lo que no esperaba era el panorama que observó al abrir la portezuela. Al comprender de pronto la situación, le entraron arcadas y dio un gran paso atrás.

– ¡Murphy! ¡Ven a ver esto!

Murphy no tardó; al cabo de un instante se asomaba por encima de su hombro.

– ¿Qué coño…?

– No es de verdad -dijo Aidan en tono grave. Sacó su pañuelo y tiró de la parrilla hasta extraerla del horno-. Es solo un muñeco, pero tiene un aspecto muy real. -Los dedos y la nariz del muñeco se habían derretido y el fuerte olor del pelo quemado hizo que a Aidan le escocieran los ojos y la nariz-. Incluso el pelo parece de verdad.

– Cierra la puerta -le ordenó Jack desde detrás, y Aidan le obedeció de inmediato-. La única forma de saber cuánto tiempo lleva eso ahí es la temperatura interior. -Jack encendió la luz del horno y miró a través del cristal-. Es… -Sacudió la cabeza-. Inhumano. En fin, ¿cuál era el drama de este hombre?

– Tess nos lo explicará -dijo Murphy mientras abría un cajón-. Mira, Aidan.

Aidan miró con repugnancia el revólver colocado sobre una pila de manoplas de cocina.

– Alguien lo preparó todo para que al ver el muñeco en el horno se desquiciara y luego encontrara esto.

Se oyó una voz procedente del salón.

– ¿Detectives? -Aidan regresó al salón, donde el forense examinaba el cadáver de Winslow con el entrecejo fruncido-. Soy Johnson, del equipo de VanderBeck. Julia me ha avisado de que este hombre ha pasado a mejor vida. ¿Qué se supone que tengo que averiguar?

– De entrada, la hora de la muerte -respondió Aidan-. También habrá que realizar un análisis de tóxicos.

Johnson se agachó junto al cadáver.

– Aún está tibio, la sangre no ha empezado a coagularse. Diría que apretó el gatillo hace una hora como máximo. ¿Qué hace ahí ese oso? Anda, miren eso -prosiguió sin aguardar la respuesta. Levantó la cabeza, su semblante denotaba asombro-. Mi madre siempre nos decía que acabaría tirándose de los pelos de pura desesperación, pero nunca había visto a nadie que de verdad llegara a hacerlo.

Aidan se inclinó para observar el cadáver de cerca. Con la mano izquierda, Winslow aferraba un manojo de pelo castaño oscuro con algunas canas, el mechón que le faltaba en el cuero cabelludo y que, en parte, aún le colgaba suelto por encima de la nuca.

Johnson retiró con suavidad el oso que sostenía Winslow, lo alzó y le dio la vuelta lentamente para examinarlo.

– En el oso también hay pelo. Debió de arrancárselo con las dos manos antes de asir el peluche.

– ¿Qué le han hecho a usted, Winslow? -masculló Aidan.

– Lo siento, detective, necesito un poco de espacio libre. ¿Puede retirarse?

Cuidadosamente, Aidan se hizo a un lado. Tenía todos los sentidos puestos en los movimientos del forense hasta que un grito ahogado lo obligó a volverse de golpe hacia la puerta abierta.

Allí estaba Tess Ciccotelli, sin abrigo, con el pelo y la chaqueta empapados de sudor y el rostro blanco como el papel. Con una mano se cubría la boca y tenía los ojos oscuros abiertos como platos del horror. Vacilante, puso un pie en el salón y se detuvo en seco.

– ¡Oh, no! -musitó-. ¡Avery!

Un agente que estaba apostado en el rellano la tomó por el brazo.

– Lo siento, detective, se me ha escapado.

Tiró de ella, pero Tess forcejeó sin apartar la vista del cadáver de Avery Winslow. El policía volvió a tirar de ella, esta vez con más fuerza.

– Vamos, «doctora». -Pronunció la palabra sin ningún respeto, y eso, junto con el hecho de que le tirara del brazo, hizo que a Aidan le hirviera la sangre.

– Suéltela, agente. -A pesar de los esfuerzos por mantener la calma, sonó como un gruñido.

El policía parpadeó, muy sorprendido.

– Es Tess Ciccotelli, detective. Es…

– Ya sé quién es -repuso Aidan con acritud-. Déjela.

Con el rostro ensombrecido, el agente le obedeció y se hizo atrás a la vez que miraba a Ciccotelli con absoluto desdén, pero ella ni se dio cuenta. Murphy se quitó un guante, le puso la mano en el hombro y la atrajo hacia sí.

– Vamos, Tess -susurró-. Ya no puedes hacer nada. Llamaré a alguien para que te acompañe a casa.

Ella se liberó del abrazo de Murphy.

– Perdió a su hijo -soltó, como si no hubiera oído a nadie pronunciar palabra-. Solo era un bebé. -Posó los ojos en los de Aidan y en ese momento todo vestigio de duda acerca de su inocencia… desapareció. Su mirada era angustiada. Y sincera.

– ¿Cómo murió? -preguntó Aidan en voz baja. A través de la vistosa bufanda de seda de Tess, notó el movimiento de su garganta al tragar saliva. La había juzgado mal, ahora se daba cuenta.

– Ocurrió el verano pasado -susurró ella-. Hacía mucho calor, ¿se acuerda? Salía de casa a toda pastilla para ir a trabajar cuando su esposa le recordó que ese día le tocaba a él dejar al niño en la guardería. -Sus ojos se posaron en el cadáver de Winslow y al notar que le temblaban los labios, se los mordió.

Con el rabillo del ojo, Aidan vio que Johnson no movía un dedo y que Jack observaba la escena desde la puerta de la cocina. Ciccotelli prosiguió, ajena a todos ellos. Su voz adoptó un tono etéreo que hizo que a él se le erizara el vello de la nuca.

– Él no quería llevarlo, tenía mucho que hacer y llegaba tarde. Tenía la mente ocupada con reuniones, pero hizo lo que le pedía su esposa porque ambos compartían las obligaciones en igual medida y… -Volvió a tragar saliva-. Y porque amaba a su hijo. Sentó al niño en el coche, le colocó el cinturón de seguridad y se puso en marcha. Había mucho tráfico y eso aún lo retrasó más. Para tranquilizarse, puso un CD. Al fin llegó a la oficina y entró a toda prisa. Los clientes lo estaban esperando. En algún punto del trayecto se había olvidado de su hijo, y no volvió a acordarse de él hasta que al cabo de unas cuantas horas oyó alboroto en la calle. En el aparcamiento había un coche de la policía, y también una ambulancia. Un agente se disponía a romper el cristal de la ventanilla.

Tess cerró los ojos.

– Era su monovolumen, y el niño estaba dentro. Dijeron que la temperatura del habitáculo había ascendido hasta los cuarenta y cuatro grados. El cerebro de su hijo estaba… -Se interrumpió a la vez que sacudía la cabeza, incapaz de continuar. De hecho, no hizo falta. La escena que describía era lo bastante vivida. Aidan se lo figuró todo: la frenética desesperación del padre, allí plantado, consciente de haber cometido un terrible error. Y la imagen de aquel padre al descubrir que había un muñeco derritiéndose en el horno se le antojó aún más espantosa.

– Trataron de reanimar al bebé mientras Avery lo presenciaba todo, pero era demasiado tarde -terminó de forma brusca-: Su hijo ya llevaba al menos dos horas muerto.

Aidan exhaló un suspiro. No era el momento de ponerse a pensar en todos sus sobrinos, ni en lo ocupados que solían estar sus hermanos, ni en cómo una tragedia semejante podía ocurrirles incluso a los mejores padres. Sin embargo, no pudo evitarlo; por eso tuvo que carraspear con brusquedad.

– ¿Cuándo acudió a la consulta?

– Después de tratar de suicidarse por primera vez. Para entonces, su mujer ya lo había dejado. Él… se odiaba. Todo el mundo le echaba la culpa de lo ocurrido. -Tess abrió los ojos y cruzó la mirada con la de Aidan-. Fue un accidente, detective. No fue más que un horrible accidente.

Johnson, en silencio, se había puesto a trabajar de nuevo.

– Detectives, debajo del cadáver hay algo -observó mientras tiraba de una caja plana del tamaño de un plato de postre.

Murphy tomó la caja y levantó la tapa. Alzó la cabeza con expresión de desconcierto a la vez que inclinaba la caja para que todos pudieran ver el contenido.

– Hay un CD. Es la banda sonora de El fantasma de la ópera. ¿Por qué?

Tess reaccionó igual que si acabara de recibir una descarga de cuarenta voltios. Se presionó los labios con los dedos mientras miraba fijamente el CD que la caja contenía.

– Es la música que Winslow iba escuchando en el coche. Dijo que se había distraído cantando «Música en la noche». -Volvió a tragar saliva-. Después de ese día no pudo quitarse nunca esa pieza de la cabeza, ni el llanto de su bebé. No podía dormir; no podía hacer nada de nada. Perdió el trabajo y a su mujer, y el remordimiento lo llevó al borde de la desesperación.

– Pues alguien le ha dado un empujón para que acabara de desesperarse -dijo Aidan, y ella asintió con un gesto rígido.

– Sí.

Murphy tapó la caja y se la entregó a Jack.

– Métela en una bolsa, por favor.

– Detectives. -Johnson colocó el cadáver de lado y dejó al descubierto una fotografía en color: veintiuno por veintisiete, brillo. Aún era más horrible que la de Melanie colgando de la soga. A Aidan se le revolvió el estómago; quería apartar la mirada de la imagen pero algo se lo impedía. Era la fotografía de un bebé en una sillita de coche; llevaba puesto un pelele azul y tenía el rostro enrojecido y abotargado, sus facciones apenas resultaban reconocibles.

Con movimientos yertos, Tess Ciccotelli avanzó desde la puerta hasta situarse al lado de Aidan y una vez allí miró al suelo.

– Es su hijo. -Tenía la voz enronquecida y temblaba de furia-. Así es como la policía lo encontró aquella mañana. -Cerró los ojos y frunció los labios con amargura-. ¿Quiere saber lo mejor? Quienquiera que haya enviado esto no tenía necesidad de hacerlo. Esa imagen es la que veía Avery Winslow cada vez que cerraba los ojos.

Durante unos instantes, nadie pronunció palabra. Al final Murphy suspiró.

– En el escritorio hay un sobre del mismo tamaño de la foto. -Con una mueca lo asió por el único extremo que no estaba manchado de sangre y sesos. Entre dientes, leyó el remite-: «Dra. T. Ciccotelli, psiquiatra». Está timbrado, Tess. Es uno de tus sobres.

Tess se quedó boquiabierta, paralizada. Miró horrorizada el sobre, la fotografía y el cadáver de Avery Winslow hasta encolerizarse.

– Lo siento, tengo que marcharme. -Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta a toda prisa.

Murphy se dispuso a salir tras ella pero Aidan negó con la cabeza mientras se quitaba los guantes.

– Ya voy yo.

Tess se dirigió a la puerta de la escalera.

– Espere, doctora Ciccotelli.

Ella siguió su camino con paso decidido y sin volver la cabeza.

Aidan atravesó la puerta mientras ella desaparecía en el primer tramo de la escalera.

– Aguarde, doctora.

Ella vaciló un brevísimo instante y luego aceleró, asiéndose a la barandilla para guardar el equilibrio cuando dio la vuelta al rellano y emprendió el siguiente tramo.


Tess corría, y la escalera se desdibujaba bajo sus pies. Reagan aún la seguía, oía retumbar sus pasos detrás de ella, cada vez más cercanos. Pero no podía parar, no podía siquiera respirar. Necesitaba un momento, solo un momento para recobrar el aliento y la serenidad.

«Esa foto… Santo Dios. ¿Quién habrá hecho una cosa así? ¿Quién ha podido ser tan cruel?» Esa foto… Esa imagen espantosa había salido de uno de sus sobres. «Y mi nombre aparecía estampado en una esquina.» Avery había abierto el sobre porque confiaba en ella. Se le atrancó la garganta. Qué debía de haber pensado… qué debía de haber sentido. «Un gran sufrimiento al ver a su hijo en ese estado… y al pensar que la foto la había enviado yo.» Luego se había llevado la pistola a la boca y había apretado el gatillo.

Estaba muerto. Avery estaba muerto. Y por malo que eso fuera, el motivo de su muerte era incluso peor. Una hora antes aún era capaz de decirse a sí misma que no tenía la culpa de nada, que alguien que deseaba la muerte de Cynthia Adams la había utilizado.

Ahora sabía que eso no era cierto. La verdad era que alguien había utilizado a Cynthia y a Avery. El verdadero objetivo… «soy yo.» Dos personas inocentes habían muerto. «Por mi culpa.»

Exhaló un suspiro entrecortado y se detuvo de golpe, aferrada a la barandilla mientras el latido del corazón le aporreaba los oídos y las rodillas le flaqueaban. Se agachó para sentarse en un peldaño; cada vez que inspiraba tenía que hacerlo con más fuerza.

El sonido de los pasos de Reagan se volvió más espaciado y al fin cesó. Lo tenía justo detrás. Ahora lo único que se oía en la escalera era su propia respiración acelerada.

– Tess -dijo. Nada más. Solo eso.

Pero el monosílabo pareció envolverlos y adquirir vida propia. Ella fijó la vista en la pared que tenía enfrente.

– No saldré de la ciudad -dijo, y se puso en pie-. Le doy mi palabra. Colaboraré en todo lo que pueda. -Con paso envarado, se puso en marcha de nuevo, y ya había bajado medio tramo más cuando Aidan la adelantó por la izquierda. Él se plantó en medio del rellano y le bloqueó el paso con su figura corpulenta. Tess se detuvo en el último escalón, le temblaban las rodillas.

«No puede arrestarte -se dijo-. No has hecho nada.»

Pero sabía que si quería, podía hacerlo, y que en cambio no había nada en absoluto que ella pudiera hacer para evitarlo.

– Lo siento, detective. -Su voz se quebró y se odió por ser tan débil y tener miedo. Podría haberse dicho que aquello iba dirigido a Avery y a Cynthia, pero era lo bastante realista para admitir que no era así. Iba dirigido a ella-. Llevaba toda la tarde tratando de localizarme. ¿Qué ha descubierto?

Estaban tan cerca que Tess notaba el aliento de él en la mejilla. Era fuerte y robusto; su mirada, penetrante y orgullosa, pero en ella también podía ver compasión. Compasión por Cynthia, por Avery. Y por un instante se preguntó cómo se sentiría si en lugar de acusarla la protegiera. Fue un pensamiento fugaz.

– Hemos encontrado tres floristerías donde el sábado vendieron lirios a una joven -dijo en tono grave-. Las pagó todas con una tarjeta de crédito.

Tess no tuvo que preguntar nada, sabía la respuesta de antemano. Hizo acopio de valor y lo miró a los ojos. Su mirada era seria pero no acusatoria.

– Con la mía -dijo ella con voz inexpresiva.

Él inclinó una vez la cabeza en señal de asentimiento.

– Sí.

Tess apretó los labios.

– Yo no fui, detective. Yo no he hecho nada. -Apartó la mirada-. Imagino que no me cree.

– Yo también pensaba que no podría creerla.

Atónita, Tess posó de inmediato la vista en el serio semblante de él y volvió a notar el pulso alterado.

– ¿Me cree?

Él arqueó las cejas como si desconociera por completo qué razones lo habían llevado hasta aquella conclusión.

– Sí.

– Entonces… -Casi tenía miedo de pronunciar las palabras en voz alta-. Entonces, ¿no piensa arrestarme?

– No. -Él se asió al final de la barandilla y retrocedió un paso hasta el rellano; su intensa mirada expresaba tribulación-. Pero necesito saber por qué la han implicado en esto.

– No lo sé. Pensaba que me habían utilizado como mero instrumento, pero no es así.

– Esta mañana se me ha ocurrido que tal vez el verdadero objetivo fuera usted, ahora tengo la certeza.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Qué ha ocurrido esta mañana? ¿Qué lo ha hecho cambiar de opinión?

Él desvió la mirada unos instantes. Cuando volvió a ponerla en ella, se había apagado.

– Ayer por la tarde pedí una lista de los casos en los que ha declarado como testigo de cargo. Es muy larga. Hay muchas personas que se beneficiarían si resultara inculpada. Le debo una disculpa, doctora Ciccotelli. Me he equivocado con usted.

El hecho de llamarla «doctora» sirvió para volver a marcar las distancias entre ambos. En cualquier caso, siempre era mejor el trato formal que una mirada acusatoria.

– Gracias.

– Ahora tenemos que decidir cómo continuar. -Miró el reloj-. Me he entretenido demasiado, debo volver arriba y acabar de revisar el escenario del crimen. Vamos, la ayudaré a subir hasta la siguiente planta; luego ya tomará el ascensor para bajar.

Tess negó con la cabeza, la idea le revolvía el estómago.

– No se preocupe, iré por la escalera.

Él la miró como si estuviera loca.

– Son nueve pisos.

A Tess le daba igual que fueran nueve o diecinueve. Solo tomaba el ascensor cuando no tenía más remedio, y eso implicaba como mínimo tener que subir veinte plantas. En su estado actual, no quería ni siquiera pensar en quedarse encerrada en una cabina de dos metros cuadrados, y menos tratándose solo de nueve pisos.

– Ya he bajado un piso y medio, así que solo quedan siete y medio más. Suba y termine su trabajo, detective. Es lo mínimo que podemos hacer por Avery Winslow. No se preocupe por mí, llámeme cuando podamos hablar. Yo me dedicaré a revisar las notas de mis exámenes psiquiátricos para los juicios, tal vez eso me ayude a señalar algún nombre de los que aparecen en su lista. -Bajó la vista al suelo y luego volvió a mirarlo a los ojos-. Gracias por creerme, detective.

Él asintió con una inclinación de cabeza y subió dos peldaños a la vez que ella bajaba otros dos. Un escalofrío recorrió la nuca de Tess y se volvió para descubrir que él se había detenido y la estaba mirando. Sus labios dibujaban una línea adusta y sus brillantes ojos azules estaban fijos en el rostro de ella, que ante el escrutinio, se sonrojó. La mirada no tenía nada que ver con el anterior gesto acusatorio, pero resultaba exactamente igual de intensa. Tess notó que se le aceleraba el pulso.

– De nada, doctora -respondió él al fin, muy serio. Luego, empezó a subir los escalones de dos en dos y en menos de un minuto ella oyó que una puerta se abría y se cerraba; el sonido retumbó en la escalera.

Tess exhaló un profundo suspiro, se sentía un poco aturdida. El detective Aidan Reagan emanaba fuerza. Aún tenía la piel de gallina debido a la larga mirada que ni siquiera se atrevía a calificar. «Puedes darte por satisfecha de que no te haya arrestado, Tess», se dijo. Se dispuso a bajar la escalera sintiéndose aliviada y culpable al mismo tiempo. No iban a arrestarla.

Pero dos personas habían muerto, y eso no cambiaría.

Las piernas le flaqueaban y se sentía aturdida, aun así consiguió bajar los siete pisos y medio y alcanzar el rellano de la planta baja en el instante en que Amy salía del ascensor con su abrigo marrón en el brazo. Su amiga la miró con los ojos entornados.

– ¿Qué ha pasado ahí arriba? He encontrado aparcamiento y he subido a buscarte pero un policía me ha impedido que saliera del ascensor. El mocoso me ha dicho que el detective Reagan había bajado a por ti. Ya creía que tendría que ir a buscarte otra vez a la comisaría.

– No es eso. Avery Winslow ha muerto.

– Me lo temía -repuso Amy-. Hay agentes y policía científica por todas partes.

– Han encontrado otra fotografía. -Al recordarlo se le revolvió el estómago-. Llegó dentro de un sobre con mi membrete, Amy.

La abogada arrugó la frente.

– Bueno, no resulta muy agradable, pero cualquiera podría robar un sobre; no es el fin del mundo.

– Iba dirigido a Avery Winslow.

– No ha sido culpa tuya y no puedes hacer nada por cambiar las cosas. Ponte el abrigo, te acompañaré a casa.

Tess cogió el abrigo y esbozó una sonrisa de agradecimiento. Había salido disparada del coche de Amy media manzana antes de llegar y se había olvidado el abrigo en el asiento de atrás.

– Gracias. Lo único bueno es que Reagan está convencido de que no lo he hecho yo.

– ¿De verdad? ¿El superdetective te lo ha confesado?

Tess se removió incómoda ante el tono de burla de su amiga.

– Sí.

La risa de Amy denotaba cierto desdén.

– ¿Y tú te lo has creído?

Tess asintió.

– Sí.

– Caray, no seas idiota, Tess.

Tess se irguió, ofendida.

– No soy idiota.

Amy empujó la puerta y salió a la calle.

– Si te crees todo lo que te diga la policía es que eres idiota. Tengo el coche aparcado a dos manzanas. -Escrutó el rostro de Tess con ojo crítico-. Estás pálida. Si quieres espérame aquí mientras voy a buscarlo.

Tess negó con la cabeza, seguía dolida por el insulto.

– Me sentará bien caminar.

Amy se encogió de hombros y empezó a andar.

– Muy bien. Mira, siento haberte llamado idiota, pero me estás asustando. La policía quiere que te confíes, forma parte de su estrategia. Estoy segura de que, con esos ojazos azules, Reagan parece absolutamente sincero, pero el hecho es que es policía. Lo único que quieren es que te confíes. -La miró con ojos penetrantes-. Habéis hablado en la escalera, ¿verdad?

Tess mantuvo la mirada fija hacia el frente.

– Solo le he dicho que yo no he sido.

– Y te ha pedido que os reunáis más tarde para hablar.

Ella alzó la barbilla, el tono agresivo de Amy la confundía.

– De hecho, se lo he pedido yo.

La despectiva carcajada de su amiga le puso los pelos de punta.

– ¿Cuánto te dije que te cobraría? Voy a tener que duplicar el precio.

Tess apretó los dientes y no dijo nada.

Amy resopló impaciente.

– Estás enfadada conmigo porque soy la única persona que te habla con franqueza. Tess, no te fíes de la policía. Reagan utilizará su pestañeo seductor y su sonrisa de estrella de cine para conseguir que se lo cuentes todo; pero ¿sabes qué, querida? Que todo lo que digas será utilizado en tu contra. No me hagas trabajar más de la cuenta, caray. Cierra la boca y todo irá bien. No hables con ningún policía sin que tu abogada esté presente, es decir, sin que esté yo. ¿Me das tu palabra?

Tess embutió las frías manos en los bolsillos. No sabía qué le molestaba más, si la amonestación de Amy o lo poco que esta confiaba en su capacidad para juzgar a las personas.

«Resulta que la psiquiatra soy yo», pensó con ironía. Colaborar con la policía no tenía nada de malo. De hecho, era posible que constituyera el único medio de terminar con todo aquello antes de que muriera alguien más.

– ¿Y qué pasa si me niego, abogada?

Amy se detuvo en medio de la acera y obligó a Tess a hacer lo mismo. Su amiga hablaba totalmente en serio, su mirada era tan cortante como una cuchilla de afeitar y tenía las mejillas enrojecidas de ira.

– Pues que tendrá que buscarse quien la defienda, doctora, porque yo no pienso representarla. -Y dicho eso, echó a andar y dejó a Tess plantada en la acera, mirándola boquiabierta. Mientras su amiga desaparecía entre la multitud, Tess cayó en la cuenta de que era la segunda vez en tan solo una hora que alguien la llamaba «doctora» en aquel tono tan desagradable.

La primera persona había sido el policía apostado en la puerta del piso de Avery Winslow, que probablemente al asirla por el brazo le había dejado un moretón. Por suerte Aidan Reagan le había parado los pies, le había ordenado que la soltara y no precisamente en un tono amable. Reagan la había respaldado, pero Tess se dijo que él era así; lo había hecho porque formaba parte de su carácter.

Daba qué pensar, aunque también tenía que pensar en un modo de volver a casa. Amy se había marchado hacía rato, no podría alcanzarla por mucho que corriera y tampoco pensaba hacerlo. No obstante, había salido del despacho sin maletín y sin monedero. En el bolsillo llevaba un dólar y medio, un poco de pelusilla y el móvil. «Si estuviera en casa, avisaría a Vito y vendría a buscarme en menos que canta un gallo.»

El pensamiento la sorprendió tanto que la obligó a pestañear. Y a apretar los dientes. Ahora su hogar estaba en Chicago, no en el sur de Filadelfia. Y su hermano Vito se encontraba a cientos de kilómetros de distancia. «Lo echo de menos.» Era capaz de admitirlo. «Los echo de menos a todos.» Sabía que Vito acudiría a su lado si lo llamara, pero eso le crearía problemas con su padre y no quería que eso sucediera. Pero si la hubieran arrestado… «Sí, entonces lo habría llamado.» No era ese el caso, así que descartó la idea.

En ese momento Jon debía de estar en el quirófano y Denise se habría marchado a casa. Levantó la vista hasta el piso de Avery. Murphy y Reagan seguían allí.

Y también los restos de Avery Winslow. Cerró los ojos para apartar de la memoria aquella escena, pero los abrió de inmediato ante las imágenes que se proyectaban en sus párpados. Avery yacía con la cabeza medio reventada y Cynthia tenía el cuerpo abierto en canal. También acudió a su mente su propia voz incitando a Cynthia a suicidarse. El recuerdo la perseguiría siempre.

No podía volver a subir, volver a enfrentarse a todo ello.

El hecho le daba rabia, y además la advertencia de Amy no cesaba de rondarle por la cabeza. Reagan era una buena persona y un buen policía. Murphy se lo había dicho. Por otra parte, Murphy había permitido que la arrestaran y la interrogaran. La razón le decía que lo había hecho para cumplir con su deber, pero aun así se sentía dolida. Además eso demostraba que la confianza depositada en un policía podía esfumarse de la noche a la mañana.

Ayudaría a Reagan y a Murphy, pero se andaría con cuidado. De momento lo que necesitaba era encontrar un lugar donde descansar y resguardarse del frío. Echó un vistazo alrededor para tratar de orientarse. Estaba a solo unas manzanas del Lemon, el local donde sabía que la acogerían aunque no llevara un centavo encima.


Lunes, 13 de marzo, 16.45 horas.

Joanna dio sin querer un empujón a una dama que paseaba a un lento basset y masculló una disculpa sin dejar de correr. Tess Ciccotelli, igual que todo el mundo, caminaba con la cabeza gacha para protegerse del viento y de la lluvia, lo cual le venía de perlas para pisarle los talones. Llevaba toda la tarde siguiendo a Ciccotelli y sabía que otro de sus pacientes había muerto. La noticia volvería a aparecer en portada.

Y volvería a firmarla Cy Bremin. «Antes tendrá que pasar por encima de mi cadáver», pensó sin intención de hacer ningún juego de palabras.

Entrecerró los ojos que mantenía fijos en la persona que acababa de doblar la esquina y se dirigía hacia el oeste. Le hacía falta una exclusiva para asegurarse de que el cabrón de Schmidt no le cedería la noticia a Bremin.

Necesitaba hablar con Tess Ciccotelli sin trabas y parecía que sus deseos iban a hacerse realidad pues, en un arrebato que había dejado a Joanna estupefacta, la joven había despedido a su abogada; nada más y nada menos. Allí mismo, en plena calle. Y todo porque a la medicucha se le había metido en la cabeza, cooperar con la policía.

Personalmente, ella estaba de acuerdo con la abogada. Ciccotelli era idiota. O tal vez -y no era más que una simple suposición- fuera cierto que no había hecho nada malo y todo formara parte de un plan verdaderamente enrevesado. Francamente, eso era lo de menos; lo importante era que la firma del artículo rezara «Joanna Carmichael».

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