Capítulo 9

Martes 14 de marzo, 12.35 horas.

– No he terminado -advirtió Burkhardt antes de que Aidan y Murphy pudieran pronunciar palabra.

– No hemos venido a presionarte -dijo Aidan, y se sacó una bolsa de papel blanco del bolsillo del abrigo-. Hemos venido a sobornarte.

Burkhardt arqueó las cejas.

– ¿Qué llevas ahí?

Aidan la sostuvo fuera de su alcance.

Baklava. Está buenísimo. -Aidan lo había llevado con la intención de guardárselo para merendar, pero Burkhardt parecía decepcionado; cada vez que trataba de alcanzarlo sin conseguirlo se le ponían los pelos de punta. La madre de Aidan siempre le decía que la mejor manera de cazar moscas era atraerlas con miel, y el baklava estaba cubierto de ella.

Burkhardt lo miró con mala cara.

– Juegas sucio, Reagan. Vamos, dame eso. -Atrapó la bolsa, la abrió y husmeó el contenido-. Hay diferencias de matiz.

– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó Murphy.

– Que he encontrado sonidos distintos, pero en la cinta no se repiten lo suficiente para estar seguro. La imitación es muy, muy buena. -Vaciló un momento y miró primero a Aidan y luego a Murphy-. ¿Estáis seguros de que la psiquiatra es inocente?

Aidan oyó que Murphy rechinaba los dientes.

– Segurísimos -gruñó Murphy.

Burkhardt se encogió de hombros.

– Pues quienquiera que haya sido la tiene bien estudiada.

A Aidan la situación le recordó a las escuchas clandestinas de Richard Nixon.

– ¿Crees que podría tratarse de una profesional?

Burkhardt se encogió de hombros.

– Es posible; como mínimo vale la pena tenerlo en cuenta. Los mejores imitadores suelen ser humoristas. Algunos ponen voz a los dibujos animados, pero en Chicago no hay muchas personas que se dediquen a eso.

– Las actrices de teatro también suelen imitar voces -aventuró Murphy. Extrajo del bolsillo de su camisa el sobre con los microcasetes y se lo tendió a Burkhardt-. En realidad, no solo hemos venido a sobornarte. ¿Puedes dejarnos oír esto?

Burkhardt vació el sobre en la palma de su mano.

– En este equipo no. -Se dirigió a un armario y estuvo revolviéndolo todo. Cuando se incorporó sostenía una pequeña grabadora en la mano-. De momento, es lo mejor que tengo. -Introdujo una de las cintas en el aparato y pulsó el play.

Aidan frunció el entrecejo al oír el estridente lamento.

– ¿Qué coño es eso?

Burkhardt se llevó el aparato al oído.

– Parece que digan: «Cynthia, Cynthia, ¿por qué lo hiciste?»

Le entregó la grabadora a Aidan con semblante inquieto.

– Es escalofriante. Parece una voz infantil, pero resulta difícil distinguir bien los sonidos. Estos aparatos no ofrecen una calidad muy buena.

Aidan escuchó la cinta; luego la rebobinó y volvió a escucharla.

– Cynthia Adams guardó las cintas en su caja de seguridad dos días antes de morir. -Miró a Murphy a los ojos-. Los altavoces.

– Tienes razón -respondió Murphy en tono grave-. Alguien trató de hacer creer a Adams que su hermana la llamaba desde la tumba. Pero ¿por qué lo grabó?

– Tal vez pensara que se estaba volviendo loca y no se atreviera a contárselo a nadie. Tess dijo que Adams solía negar lo que no quería creer. No quería creer que oía voces, y el hecho de grabarlas le servía para demostrar que no eran imaginaciones suyas.

Murphy miró a Burkhardt.

– Si es la misma persona la que imita esa voz, podrías compararla también con la de Tess Ciccotelli.

Burkhardt asintió.

– La grabación es muy mala pero haré lo que pueda.

Aidan se quedó mirando las cintas.

– Hay otro mensaje grabado. El que apremia a Adams para que mire el correo electrónico. ¿Lo has analizado?

Burkhardt arrugó la frente.

– No sabía nada de ese mensaje.

– Estábamos tan pendientes del de Tess que nos olvidamos de decírtelo -dijo Murphy disgustado al caer en la cuenta.

– Bueno, ahora que lo sé le pediré a Jack que me deje escucharlo. Tal vez entre todos saquemos algo en claro.


Martes, 14 de marzo, 15.15 horas.

La señora Lister lloraba a lágrima viva, sus desesperados sollozos expresaban ira y aflicción. Sin embargo su llanto era música para los oídos de Tess. La mujer llevaba tres meses acudiendo a la consulta con variados síntomas que iban desde la opresión en el pecho hasta el insomnio. En realidad lo que le ocurría era que no era capaz de afrontar el suicidio inesperado de su hijo de treinta años. Había cumplido con las formalidades, enterrándolo y guardando el correspondiente luto, pero la rabia que sentía era demasiado profunda.

De algún modo, las muertes de Cynthia Adams y Avery Winslow habían servido para que esa rabia emergiera y finalmente la señora Lister era capaz de admitir cuan enfadada estaba con su hijo, cuánto lo detestaba por haberla dejado así. Cuánto lo amaba. Habría dado cualquier cosa por que aquel día hubiera acudido a ella. De haberlo sabido, ella lo habría protegido; pero no sabía nada. Ni siquiera lo sospechaba. Ahora era demasiado tarde; no disponía de una segunda oportunidad.

Era habitual que los que perdían a un ser querido se sintieran así, pero eso no impedía que cada vez la emoción llenara de lágrimas los ojos de Tess y le atenazara la garganta. Le tendió un paquete de pañuelos de papel a la señora Lister y la dejó llorar. Sabía que eso le serviría para desahogarse, aunque no implicaba que estuviera preparada para dar el siguiente paso. Cada paciente era distinto y tenía sus propias necesidades.

Mientras Tess aguardaba en silencio, notó que vibraba el busca que llevaba en el bolsillo de los pantalones. Tenía que ser Denise, nadie más conocía el número. Era una forma discreta de ponerse en contacto con ella mientras estaba con un paciente. «Ahora no, Denise.» Al cabo de treinta segundos el busca volvió a vibrar. Tess se puso en pie y lo extrajo disimuladamente de su bolsillo mientras fingía mirar por la ventana de la consulta.

El corazón le dio un vuelco. Una serie de «911» llenaba la pequeña pantalla. El 911 era el código para las urgencias. Con las manos temblorosas, se guardó el aparato en el bolsillo y, esforzándose por aparentar tranquilidad, se volvió hacia la mujer que lloraba en el diván.

– Señora Lister, voy a salir un momento para darle tiempo.

Tess abandonó la sala y al ver a Denise se le cayó el alma a los pies. Estaba sentada detrás de su escritorio con el rostro más blanco que el papel.

– Lo siento, pero tiene otra llamada. Por la línea dos. Es una mujer; dice que solo piensa hablar con usted, y que se alegrará de que la haya llamado.

Tess descolgó el teléfono, se irguió y asintió con un gesto brusco. Denise pulsó la tecla de la línea dos y Tess oyó las interferencias de un teléfono móvil con mucho ruido de fondo. Sonó un pitido estridente y después otro similar. En ese momento deseó con todas sus fuerzas haber permitido que Reagan interviniera el teléfono de su consulta, aunque sabía que en realidad nunca haría una cosa así.

– Soy la doctora Ciccotelli. ¿En qué puedo ayudarla?

– Doctora Ciccotelli, soy vecina de un paciente suyo.

«Deja de decir gilipolleces y ve al grano», estuvo a punto de soltar Tess, pero se mordió la lengua, no fuera a ser que la mujer le colgara el teléfono.

– ¿Qué paciente, señora?

– Malcolm Seward.

Tess respiró hondo y le hizo señas a Denise para que le alcanzara un bolígrafo. Anotó el nombre en un cuaderno y Denise lo tecleó en el ordenador.

La cosa pintaba muy mal.

– ¿Qué le ocurre al señor Seward?

– Se está peleando con su esposa -dijo la mujer en tono vacilante-. Parece que… Sí, acaba de tirarla al suelo. Dice que va a acabar con ella de una puta vez -añadió como si estuviera dando el parte meteorológico-. Lo dejo en sus manos, doctora.

La mujer colgó el teléfono. Tess miró la puerta de la consulta donde aguardaba la señora Lister, sabía lo que tenía que hacer.

– Avisa a Harrison y dile que haga algo con la señora Lister.

– ¿El qué?

– ¡Joder, y yo qué sé! -A Tess le temblaban las manos-. Que termine de visitarla, o que le dé hora para mañana. Él sabrá. Pásame la dirección de Seward. -Tomó el cuaderno donde Denise había anotado dos direcciones-. ¿Qué significa esto?

– Tiene dos casas -dijo con expresión de impotencia-. Una en la ciudad y otra cerca de North Shore. ¿Dónde cree que estará?

– Se oía ruido de tráfico de fondo -observó Tess-. Debe de estar en la ciudad. -A menos de tres manzanas-. Llama al 911, diles que se den prisa.

Salió de la consulta y bajó corriendo la escalera con la esperanza de que los periodistas se hubieran marchado, aunque sabía que eso no cambiaría mucho las cosas.

Malcolm Seward sería noticia, una noticia bomba. Aunque los medios de comunicación aún no supieran nada, no tardarían en averiguarlo. Salió a la calle y echó a correr a toda velocidad sin hacer caso del grito del peatón al que estuvo a punto de atropellar. «Reagan.» El rostro del detective se dibujó en su mente. «Llama a Reagan.»


Martes, 14 de marzo, 15.30 horas.

Por suerte, la esposa de Spinnelli se dedicaba a patrocinar diversas formas de arte. Por suerte, la semana anterior había arrastrado al teniente a una representación improvisada que le había gustado lo suficiente para mantenerse despierto, lo que no ocurría con la mayoría de las sesiones a las que lo llevaba. Así, la señora Spinnelli le había proporcionado una lista de contactos en el Chicago Studio Theater, un renombrado centro de estudios teatrales. Murphy y Aidan accedían en esos momentos al centro tras mostrar su placa identificativa. Todas las miradas de los asistentes al ensayo se fijaron en ellos.

– Soy el detective Murphy. Este es mi compañero, el detective Reagan.

– ¿Qué quieren? -preguntó un hombre mayor desde el escenario.

– Tenemos que hacerles unas preguntas -respondió Aidan-. Estamos buscando a una mujer que imita voces y nos han enviado aquí.

El hombre se sentó en el borde del escenario y saltó al suelo.

– Soy el director de escena, me llamo Grant Oldham.

– Muy bien. Tal como le decía, señor Oldham, estamos buscando a una mujer que imita voces. Es muy buena. Se nos ha ocurrido que podría pertenecer al mundo del teatro.

Oldham se irguió cuan alto era: un metro setenta.

– No voy a facilitarles ninguna lista de nuestros actores para su caza de brujas.

– No buscamos a ninguna bruja, señor Oldham, sino a un criminal -le respondió Aidan en tono levemente irónico-. Claro que no están obligados a decirnos nada, ¿verdad, Murphy?

– No. Pero tengo entendido que los actores y actrices son muy bohemios. Quién sabe lo que podemos descubrir si venimos con una orden judicial.

Costaba afirmarlo en la sala medio a oscuras, pero Oldham pareció palidecer.

– No pueden pedir una orden judicial sin motivo, es anticonstitucional.

Aidan suspiró. De repente todo el mundo se sabía la Constitución al dedillo.

– Le estamos siguiendo la pista a un asesino que ya ha matado a dos personas y no da la impresión de que vaya a dejarlo ahí. Nos gustaría que nos ayudaran, pero la cuestión es tan importante que si no lo hacen y los detenemos para interrogarlos, nadie nos lo echará en cara. Por favor, compórtense como deben y colaboren con nosotros.

Oldham dio un resoplido.

– ¿Qué quieren que hagamos?

– Ayudarnos a encontrar a imitadoras de voces -explicó Murphy-. Con talento.

Oldham se frotó la calva de la coronilla.

– A ver, tenemos a Jen Rivers, Lani Swenson, Nicole Rivera… -Volvió la cabeza para mirar a los actores del escenario-. ¿Alguien más? -preguntó.

– Mary Anne Gibbs -apuntó un hombre con una incipiente perilla que le confería un aspecto descuidado-. Imita muy bien a Liza Minnelli.

Los otros se limitaron a negar con la cabeza, con el entrecejo fruncido.

Aidan anotó todos los nombres mientras Murphy se sacaba del bolsillo una fotografía de la mujer que aparecía en la grabación de la oficina de correos.

– ¿La conoce?-preguntó Murphy.

Oldham entrecerró los ojos.

– Eh, tú, guaperas, dale a la luz, ¿quieres?

El actor de la perilla atravesó tranquilamente el escenario y de súbito una luz cegadora inundó el teatro obligándolos a cerrar los ojos. Oldham tomó la fotografía y la examinó atentamente.

– Por el pelo no lo parece, pero… podría ser Nicole. De todas formas, tiene demasiado grano. Lo siento, detectives.

Un hormigueo recorrió la columna vertebral de Aidan. Habían dado un paso más.

– ¿Sabe dónde podemos encontrar a Nicole?

Oldham se volvió de nuevo hacia los actores.

– ¿Alguno sabe por dónde anda Nicole?

– Trabajaba de camarera en un café, cerca de la torre Sears -dijo el hombre de la perilla-. No sé si sigue allí, hace unos cuantos meses que no veo a Nikki.

De pronto sonó el móvil de Aidan.

– Discúlpenme, será solo un momento. -Se apartó un poco mientras miraba la pantalla. Tess Ciccotelli.

– ¿Qué hay? -le preguntó, saltándose el saludo.

– Tenemos que vernos. -Estaba sin aliento, su voz era incapaz de expresar su desesperación-. He recibido otra llamada.

– Murphy -lo llamó Aidan en tono imperioso-. Tenemos que irnos. ¿De quién se trata esta vez, Tess?

– De Malcolm Seward.

Aidan se detuvo en seco en el vestíbulo del teatro y, tras él, Murphy hizo lo propio.

– ¿El futbolista? -El hombre no era cualquier jugador, era un auténtico mito. ¿Malcolm Seward era paciente suyo?

– Sí. Por favor, detective, dese prisa. Esta es la dirección.

Aidan sujetó el teléfono entre el hombro y la cabeza y garabateó la dirección en su cuaderno, debajo de los nombres de las cuatro mujeres. Se trataba de un barrio caro, no lejos de donde vivía Ciccotelli.

– ¿Dónde está ahora? -Oyó un bocinazo seguido de un chirrido de neumáticos y le pareció que Ciccotelli decía algo como «gilipollas»-. ¿Tess? ¿Va todo bien?

– Sí, sí, todo bien, todo bien. Voy de camino a su casa, el piso es el séptimo. Dese prisa.

– Espere, Tess; espérenos. -Pero ya no lo escuchaba-. Vamos, Murphy -lo apremió, y echó a correr.


El corazón le latía con fuerza, con mucha fuerza; su ritmo se acompasaba al de sus pasos al atravesar a toda prisa la puerta de cristal del bloque de pisos donde vivía Seward.

El portero, estupefacto, no llegó a detenerla por pocos segundos.

– ¡Espere! ¡No puede subir!

– Soy médico -dijo entre jadeos volviendo la cabeza-. Hay una urgencia. -La puerta de un ascensor se abría en ese momento y, tras vacilar durante fracciones de segundo, se coló dentro y apretó el botón del séptimo piso. Un penetrante sonido de sirenas lejanas se mezcló con el martilleo de su cabeza mientras la puerta se cerraba. La policía estaba a punto de llegar; se encontraban tan solo a una manzana de distancia.

«Son solo siete pisos. Seis.» Clavó la mirada en la pantalla digital y contó los latidos de su corazón mientras el ascensor se elevaba.

Malcolm Seward, un futbolista con mucha rabia contenida. Respiró hondo, le ardían los pulmones. El médico del equipo lo envió a su consulta por haber pegado un puñetazo en la cara a otro jugador durante una riña que había tenido lugar fuera del campo y, por suerte, lejos de las cámaras. Ella había captado cuál era el problema enseguida, semanas antes de que él fuera capaz de verbalizarlo.

La puerta del ascensor se abrió y Tess salió tambaleándose al descansillo. Le resultó fácil adivinar cuál era el piso de Seward al oír los violentos insultos solo interrumpidos por gritos de terror que le helaban la sangre.

– No, Dios, no. Malcolm, por favor. -Eran los gritos de una mujer. «Dice que va a acabar con ella de una puta vez.» Pero aún no estaba muerta. «No es demasiado tarde.»

La puerta blindada, llena de abolladuras, colgaba de un lado del marco. La observó un momento mientras se estrujaba los sesos. Había echado la puerta abajo. «¿Dónde está la policía? Tendría que haber llegado antes que yo.» Pero los agentes no habían llegado todavía y los gritos habían cesado. Ya solo se oían gemidos aterrados, lo cual era aún peor.

– Por favor, Malcolm. -El susurro de la mujer resultó tenso, ronco-. Por favor, no voy a dejarte. No diré nada.

– Mientes. Cerda asquerosa, a mí no me mientas.

– No estoy mintiendo, no… -Un grito ahogado.

Incapaz de esperar más tiempo, Tess empujó la puerta y se quedó petrificada. A escasa distancia, Malcolm Seward, casi dos metros de puro músculo y violenta furia, levantaba a su menuda esposa del suelo sujetándola por la garganta con el antebrazo y le apuntaba la cabeza con una pistola. «Su nombre -pensó Tess desesperada-. Cómo se llama… Gwen. Se llama Gwen.» Se esforzó por tomar aire y serenarse, lo cual no resultaba fácil teniendo en cuenta que a Gwen se le salían los ojos de las órbitas de puro terror. Sus pequeñas manos se clavaban en vano en el brazo de su marido. Miraba fijamente a Tess, sus frenéticas súplicas eran totalmente inaudibles.

– Malcolm. -Tess pronunció su nombre con calma-. Suéltala. Si lo haces, te ayudaré.

Ahora a Gwen le costaba respirar y agitaba las piernas en el aire golpeando las de él. No obstante, el hombre era una roca capaz de avanzar con el esférico aun arrastrando a dos jugadores de más de cien kilos. Su diminuta esposa representaba una amenaza tan grande como un insecto.

Seward levantó la mirada enajenada, acusatoria. El sudor que rezumaba de su cuerpo le había empapado la camisa.

– Usted se lo «dijo». Me prometió que no lo haría, pero sí que lo hizo.

Tess levantó las manos con las palmas hacia el frente.

El corazón volvía a latirle con violencia, esta vez a causa del miedo. Otra vez la mujer. La misma mujer que había dejado el mensaje en el contestador de Cynthia Adams había vuelto a imitar su voz.

– Suelta a Gwen, Malcolm.

– No. -El sacudió la cabeza, sus movimientos eran frenéticos-. No. Va a dejarme. Se lo dirá a todo el mundo. -La sujetó con más fuerza y, con un gesto brusco, la levantó todavía más del suelo-. A mí no me deja nadie.

– Nadie va a dejarte, Malcolm. -Tess trató de hablar en tono tranquilizador, melodioso, y vio que el hombre empezaba a estremecerse-. Nadie va a decir nada.

Ahora el hombre estaba temblando y las lágrimas le rodaban por las mejillas.

– Usted se lo dijo. La llamó y se lo dijo. Me prometió que no contaría nada, pero no lo ha cumplido. -Emitió un sollozo y de un tirón levantó más a su esposa y le empotró la espalda contra su pecho. Gwen había dejado de forcejear y colgaba flácida como una muñeca de trapo.

– No, Malcolm. Yo no he dicho nada.

– Ella lo sabía, lo sabía.

A Tess se le paralizó el corazón. No había dicho «lo sabe» sino «lo sabía».

– No le hagas daño, por favor.

– Me ha dicho que iba a dejarme y a contárselo a todo el mundo. Lo he perdido todo. -Se tranquilizó-. A mí no me deja nadie. Nadie va a contar nada -pronunció las palabras cuidadosamente, con precisión.

Entonces apretó el gatillo. El grito de Tess se heló en su garganta a la vez que el cuerpo de Gwen Seward sufría un espasmo y luego quedaba inmóvil. Malcolm arrojó a su esposa al suelo y Tess, estupefacta, la siguió con la mirada. De su cabeza manaba sangre que empapaba la alfombra beréber color vainilla. Gwen Seward no se movía. Estaba muerta. El hombre había disparado a su esposa y ahora estaba muerta.

Tess recobró la cordura de golpe. «Sal de aquí. Corre.» Giró sobre sus talones para echar a correr, pero él fue más rápido y al cabo de un instante la había atrapado. Tess se revolvió y pataleó, pero el hombre le rodeó la garganta con el brazo y le clavó la pistola en la sien. Oía la voz de él junto a su oído, ahora tranquila.

– Nadie va a contar nada -aseguró-. Ni ella, ni tú.


Aidan apretó los puños. El jodido ascensor era más lento que una tortuga y él tenía el corazón desbocado. Murphy no decía nada; sus manos aparecían relajadas pero sus ojos traslucían otra cosa. Disparos. Rehenes. Tess Ciccotelli.

«¿Y si llegamos demasiado tarde? -pensó Aidan-. Santo Dios, que no sea demasiado tarde.»

Al fin la puerta del ascensor se abrió y Aidan hizo cuanto pudo por aproximarse al escenario con calma y prudencia. Por su distribución el edificio parecía un hotel, tenía los pasillos casi igual de largos. Había seis policías de uniforme alineados en el pasillo, junto a la puerta abierta, empuñando el arma. Uno de ellos se dirigió hacia Aidan y Murphy con expresión desalentadora.

– Soy Ripley. Mi compañero y yo hemos sido los primeros en llegar al escenario.

– ¿Cuál es la situación? -preguntó Murphy en voz baja y tono apremiante.

– Le ha disparado a su esposa en la cabeza y no permite que ninguno de los médicos de urgencias entre a ver cómo está. De todos modos, no nos ha parecido que respire.

– ¿Y la doctora? -preguntó Aidan, y contuvo la respiración.

Ripley lo miró con vacilación.

– La tiene sujeta por la garganta y le apunta con una pistola en la cabeza.

Aidan se estremeció. Por desgracia, la imagen que acudió a su mente resultaba demasiado real.

Murphy tragó saliva.

– Igual que la otra vez.

Ripley ladeó la cabeza.

– ¿Cómo dice, detective?

– Ya la atacaron una vez -explicó Murphy muy serio-. Fue un preso al que estaba examinando. -Empezaron a dirigirse al piso de Seward-. ¿Han avisado a un experto en negociación con rehenes?

– Le hemos avisado pero está a media hora de distancia. -Ripley se detuvo a más de un metro de la puerta y bajó la voz-. Detrás de él hay una ventana enorme. Si conseguimos que un francotirador se sitúe en uno de los pisos de enfrente, podría efectuar un buen disparo. Hemos evacuado a todos los vecinos de esta planta y también de la superior y la inferior.

– Voy a llamar a Spinnelli -dijo Murphy, y se dirigió al extremo opuesto de la planta para que no lo oyeran.

Aidan se quitó el abrigo.

– Permítanme que trate de hablar con él.

El agente sacudió la cabeza.

– No creo que sea buena idea. Está fuera de sí.

– No podemos esperar media hora a que llegue el experto. Ya ha matado a su esposa y no tiene ningún motivo para mantener con vida a la doctora. ¿Alguien sabe por qué lo hace?

– Al salir del ascensor lo hemos oído quejarse de que la doctora había telefoneado a su esposa para decirle algo que había prometido no contar. Su esposa lo había amenazado con dejarlo y por eso le ha disparado. -Ripley apretó la mandíbula-. La doctora se ha quedado de piedra. Estaba a punto de salir corriendo pero él… la ha atrapado. No hemos podido hacer nada.

Aidan volvió la cabeza hacia donde Murphy se encontraba hablando por el móvil. Su compañero levantó la cabeza y le dirigió una mirada de cautela. Al fin asintió y Aidan se desplazó hasta la puerta blindada que colgaba del marco. Hacían falta dos hombres para derribar una puerta así.

O un futbolista fuera de sus casillas, que en ese momento tenía a Tess Ciccotelli agarrada por el cuello y le apuntaba en la cabeza con una pistola. Era un arma del calibre 45 pero en la enorme mano del hombre parecía un revólver de juguete. Ella tenía los ojos cerrados y estaba completamente quieta, aunque el pecho le subía y le bajaba al ritmo del aire que tomaba regularmente por la nariz. Con las manos aferraba el brazo de Seward y se sostenía a suficiente distancia para poder respirar. Sus pies apenas rozaban el suelo. Uno de sus zapatos había ido a parar al pasillo y el otro se encontraba junto al cadáver de la señora Seward.

Ella también había luchado por librarse de él, sin embargo ahora su cuerpo yacía rígido.

Seward tenía los ojos fijos en él, pero no lo veía. El hombre se mecía suavemente al ritmo de algo que solo él podía oír.

– Seward -lo llamó Aidan en tono tranquilo, y el hombre centró la mirada de inmediato-. Suéltela.

Tess abrió los ojos de golpe y Aidan observó en ellos un terror controlado. Y súplica. Y confianza. Él mismo tuvo que ponerse muy derecho para que no le temblaran las rodillas. La vida de ella estaba en sus manos.

– No -se negó Seward-. Lo ha contado. Ha faltado a su palabra.

Algo en el semblante de Seward varió y Aidan se formó un juicio instantáneo. Malcolm Seward conservaba la coherencia suficiente para escuchar los hechos, pero estaba demasiado ido para emplear con él frases tópicas o promesas.

– Ella no ha dicho nada. Ha sido otra persona quien ha llamado a su mujer, Seward, haciéndose pasar por la doctora.

Él bajó un instante la vista a su esposa muerta antes de volver a cruzarla con la de Aidan.

– Miente -dijo en tono vacilante. Empezaba a reparar en la barbaridad que había hecho.

– ¿Ha leído los periódicos, Seward? ¿Ha visto el telediario? ¿Ha oído hablar de los dos suicidios de esta semana?

Algo en el hombre cambió más allá de su mirada.

– Sí. ¿Y qué?

– También eran pacientes de la doctora. Recibieron llamadas de una persona que sabemos que no era la doctora Ciccotelli, sino alguien que imitaba su voz. -No era del todo cierto, pero dada la situación a Aidan eso le traía sin cuidado.

Seward volvió a bajar la mirada al suelo, hacia su diminuta esposa que yacía en un charco de su propia sangre. La mano con que sujetaba el gatillo le tembló y Aidan vio que Tess respiraba muy hondo. Sus oscuros ojos permanecían fijos en él, igual que esa mañana, en la cabina de sonido, mientras repetía las palabras del asesino.

– Ella lo sabía -soltó Seward con voz áspera-. Iba a dejarme.

– Lo siento, Malcolm -dijo Aidan sin abandonar el tono tranquilo-. Pero la doctora Ciccotelli no ha contado nada. Suéltela, ande. Sea justo y suéltela.

El hombre cerró los ojos.

– La he matado. Mi Gwen.

Aidan no dijo nada y el hombre prorrumpió en sollozos entrecortados. Tensó el brazo con que sujetaba a Tess y ella hizo una mueca de dolor al notar que la pistola se le clavaba más en la sien.

– La he matado, y todo por tu culpa. -Apretó más su garganta y Tess empezó a boquear para tomar aire mientras se esforzaba por ponerse de puntillas y distanciarse así un poco más del brazo. No podía. Seward no paraba de sollozar y las lágrimas atravesaban la capa de sangre y suciedad que cubría su rostro.

Aidan luchó contra el pánico que le oprimía la garganta.

– Ya ha muerto una mujer inocente, Seward -dijo en tono severo-. No haga que sean dos. -Vio que había logrado captar la atención del hombre y suavizó el tono-. Su Gwen no lo habría querido así. Por favor, Malcolm, suéltela antes de que sea demasiado tarde.

Seward se irguió de golpe y con un movimiento sincronizado empujó a Tess y se dejó caer de rodillas junto a su esposa. Tess se tambaleó, jadeante, y Aidan le asió la mano y la apartó del alcance de Seward. Ella se abalanzó contra su pecho entre escalofríos y temblores; parecía que las sacudidas fueran a hacerla estallar en mil pedazos.

O tal vez fueran las sacudidas del cuerpo de él. Aidan la envolvió con sus brazos y la estrechó mientras ella trataba de recobrar el aliento, a la vez que Seward tomaba a su mujer en sus enormes brazos y la mecía como a un bebé. Los sollozos habían cesado pero las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas.

Los agentes situados detrás de Aidan habían ocupado sus puestos. Las armas apuntaban a Seward, quien permanecía arrodillado, meciendo a su Gwen, con la pistola aún en su mano.

Murphy se colocó al lado de Aidan y este, tácitamente, le pasó el testigo. Aidan se apartó llevándose consigo a Tess y Murphy ocupó su lugar junto a la puerta con el arma empuñada.

– Suelte la pistola, señor Seward -lo apremió Murphy con voz serena. Aidan no estaba seguro de poder recobrar ese tono jamás.

Malcolm Seward depositó a su mujer en el suelo y con una mano le colocó bien los brazos a ambos lados del cuerpo. Entonces se apuntó con la pistola en la boca y apretó el gatillo.

Tess se estremeció en los brazos de Aidan, se aferró a la pechera de su camisa y permaneció inmóvil.

Durante unos instantes nadie dijo nada. Luego Murphy enfundó lentamente la pistola y exhaló un suspiro.

– Joder. Qué mierda.

De súbito el pasillo se llenó de movimiento. Los médicos de urgencias entraron rápidamente en el piso, pero enseguida cesaron su actividad y sacudieron la cabeza en señal negativa.

– Están los dos muertos -dijo uno-. Llamen al forense.

Tess se apartó y, apoyándose en una pared del pasillo, se dejó caer al suelo sin tono muscular alguno. Miró dentro del piso hacia Seward y luego levantó la vista hacia Aidan; el color de su rostro se había desvaído. Notaba el pulso acelerado en el hueco de la garganta, justo por encima de la ancha cicatriz roja.

– Gracias -susurró.

Aidan, que no se fiaba de su propia voz, se limitó a asentir.

Murphy se inclinó para recoger algo que brillaba en el suelo. Era la bufanda de Tess, que volvió a caer con movimiento ondulante en cuanto él la soltó.

– Está… -empezó con mala cara-. Seguro que ya no la quieres, Tess.

La voz de ella resultaba forzada.

– ¿Me necesitan o puedo marcharme?

Aidan no la creía capaz de tenerse en pie por sí sola, y mucho menos de llegar a su casa.

– Iremos a verla a su casa, pero antes necesitamos que conteste a unas preguntas.

No hacía ninguna falta, por lo menos de momento, pero Aidan lo hizo para retenerla hasta que su rostro hubiera recobrado parte del color.

Ella se puso en pie, sorprendiéndolo.

– Pues acabemos cuanto antes, así podré irme a casa y asearme un poco. -Asió de un tirón su chaqueta, manchada de la sangre de Gwen Seward y del sudor de Malcolm Seward. Tragó saliva y se tambaleó-. Me parece que llevo sangre en el pelo. -Bajó la vista a sus pies descalzos-. Y en los pies. Dios mío. -Se estremeció y estaba a punto de cubrirse la boca con la mano cuando la retiró de golpe y se quedó mirando la palma ensangrentada-. Dios mío. -Levantó enseguida la vista y la puso en la camisa blanca de Aidan, cuyo delantero, al que ella se había asido temiendo por su vida, aparecía ahora manchado de rojo.

Aidan notó que se le cerraba la garganta al recordar la forma en que ella se había aferrado a él como si fuera su única esperanza de salvación.

– No se preocupe, me han pasado cosas peores. -Se acercó con la intención de ayudarla a sentarse de nuevo en el suelo antes de que se cayera, pero uno de los médicos de urgencias se le adelantó.

– Antes de ir a ninguna parte, déjeme examinarla.

– Estoy bien -protestó débilmente.

– Ya -respondió el médico de urgencias en tono poco comprometido, y se dispuso a hacer su trabajo. Ella le permitió que le tomara el pulso v la presión sanguínea, incluso que le examinara los ojos con una linterna. No obstante, retrocedió de inmediato en cuanto el médico le puso las manos en la garganta.

– Es una vieja herida -dijo con voz inexpresiva-. Si quiere rellenaré un impreso para eximirlos de toda responsabilidad, pero estoy bien y tengo ganas de marcharme a casa.


Había dos personas con la cabeza volada. Tendrían que haber sido tres. Sin embargo, cual gata con muchas vidas, Ciccotelli se había salvado. Todavía estaba viva. No era justo. Aunque tal vez fuera mejor así. «Cuando por fin muera, quiero estar presente.» Para saborear cada momento, cada detalle.

Pero el día aún le reservaba otro sinsabor. El detective Reagan le había dicho a Seward que tenían pruebas de que alguien había imitado la voz de Ciccotelli. Mentía. No cabía duda de que Reagan había mentido descaradamente. El parecido con la voz original era absoluto, lo había confirmado uno de los mejores estudios de sonido de Alemania. Nicole lo hacía tan bien que habría podido engañar incluso a la madre de Ciccotelli.

Tal vez hubiera sido un error de cálculo dejar el mensaje en el contestador de Cynthia Adams, pero de otro modo la policía habría tardado días en comparar las huellas dactilares de la caja con las de Ciccotelli, suponiendo que lo hubieran hecho.

No. El error era que Ciccotelli tuviera a tanta policía de su parte. Resultaba obvio que el odio que en el departamento sentían por ella no era tan profundo ni estaba tan extendido como decían. El hecho de que el detective Reagan se hubiera convertido en uno de sus principales defensores era… una gran decepción. «Esperaba más de él.»

Sin embargo, a juzgar por la forma en que se esforzaba por que ella conservara la libertad no la odiaba, en absoluto. Más bien todo lo contrario. A juzgar por la forma en que la había abrazado mientras Seward se suicidaba, le importaba bastante más incluso de lo que probablemente estaba dispuesto a admitir.

Era vergonzoso. ¿Qué tenía aquella mujer para que los hombres cayeran rendidos a sus pies? Unos hombres que se suponía que eran capaces de ver más allá de un rostro bonito y un culo garboso. La mayoría eran unos debiluchos.

«Pero yo no.»

Tenía dos opciones. La primera, eliminar a la atractiva Nicole. Si la policía sospechaba que alguien había imitado la voz de Ciccotelli, tarde o temprano acabarían dando con Nicole. Por suerte, podía prescindir de ella. Por suerte, ya no le servía puesto que tenía que cambiar de planes. Ciccotelli no acabaría en prisión, por lo menos en su sentido literal, con muros y barrotes.

Eso suponía una gran decepción. Lo había planeado todo cuidadosamente. Había empleado mucho tiempo en todos y cada uno de los pasos con el objetivo expreso de que Ciccotelli acabara entre rejas. Sola y aislada. Sin carrera y sin amigos. Y, al fin, sin vida.

Pero había muchos tipos de prisión, muchas formas de inducir a alguien al aislamiento. El miedo. La angustia. En la prisión de Ciccotelli estarían todas presentes.

Porque ella se las merecía.


Martes, 14 de marzo, 16.45 horas.

No le habían preguntado por el secreto de Seward, pensó Tess aturdida mientras observaba a Murphy y a Reagan dirigir la acción dentro del piso. Media docena de miembros de la policía científica habían acudido al lugar bajo el mando de Jack Unger. También había llegado el forense, con camillas y bolsas para los cadáveres. Y, a excepción del médico de urgencias, por fortuna todos la habían dejado tranquila. Ni una sola persona le había preguntado acerca de lo que Malcolm Seward tanto repetía que había contado. Por lo menos, de momento. Pero sabía que lo harían. Tenían que hacerlo. Y ella les respondería.

Total, ahora daba lo mismo. Malcolm Seward estaba muerto, y Gwen también. No tenían hijos. No quedaba nadie a quien la verdad pudiera herir.

Tess se sentó en el suelo del rellano, un agente uniformado se apostaba junto al ascensor y otro, junto a la escalera para prohibir el paso a las personas no autorizadas. Y suponía que también para evitar que ella se marchara antes de contar lo que la policía quería saber. Como si pudiera hacerlo. Después de oír cómo Seward apretaba el gatillo del arma dirigida a su propia persona, una oleada de pura adrenalina la había impulsado a moverse. En cambio ahora no tenía claro si podría hacerlo ni… Tragó saliva a la vez que la frase hecha le daba vueltas por la cabeza. «Ni a punta de pistola.»

Ya tenía las manos y los pies limpios, y un médico de urgencias le había quitado las medias manchadas de sangre con gestos suaves y una sonrisa alentadora. Estaba descalza. El médico le había dado un par de calcetines de deporte con suela antideslizante, pero de momento no se sentía con fuerzas para inclinarse y ponérselos.

Uno de los zapatos había quedado inservible, cubierto de sangre y sesos tanto de Malcolm como de Gwen Seward. El otro había ido a parar al rellano y permanecía en el suelo, cerca de donde estaba sentada. De todos modos, no pensaba volver a ponérselos. En cuanto llegara a casa, tiraría a la basura absolutamente todas las prendas que llevaba puestas. En cuanto llegara a casa, se daría una buena ducha con agua hirviendo y luego se frotaría el pelo y la piel sin dejar un solo rincón. Pero ni así se sentiría limpia. En cuanto llegara a casa, se terminaría la botella de vino de la noche anterior. Necesitaba caer en una inconsciencia que borrara todo lo sucedido durante la última hora.

De todos modos, no serviría de nada. Cuando despertara volvería a encontrarse en medio de aquella pesadilla. Malcolm y Gwen seguirían estando muertos, igual que Cynthia y Avery.

«Por mi culpa.» La razón le decía que no era cierto, pero la misma razón le decía que eso sería lo de menos cuando al día siguiente la ciudad entera leyera la noticia en los periódicos, o cuando esa noche tratara de conciliar el sueño. Lo cierto era que esas personas confiaban en que ella las ayudaría. Lo cierto era que cuatro inocentes habían muerto. «Por mi culpa.»

Los forenses estaban retirando los cadáveres y pasaban cerca de ella. Había una bolsa más grande y otra más pequeña. Recostó la cabeza en la pared y cerró los ojos. No quería que ese recuerdo se sumara a los demás, pero sabía que, por mucho que deseara lo contrario, la imagen perduraría en su mente mucho, mucho tiempo. Lo haría por mucho que ella le ordenara a su cerebro que la olvidara.

– ¿Tess?

Abrió los ojos y vio que Aidan Reagan se acercaba. La miraba con ojos atentos, como si temiera que fuera a desmoronarse. Ella se presionó con las frías puntas de los dedos las mejillas, más frías aún.

– Quiere mi versión de los hechos.

– Si se siente capaz.

– Sí.

Hizo acopio de todas sus fuerzas para ponerse en pie, y se quedó atónita al ver que él se ponía en cuclillas y le embutía los calcetines en los pies como si fuera una criatura. Luego se dio media vuelta y se dejó caer hacia atrás hasta apoyarse en la pared y sentarse junto a ella. Su cuerpo irradiaba calor y Tess se estremeció mientras trataba por todos los medios de no pensar en cómo se había sentido en sus brazos, en lo fuerte que la había abrazado, en lo bien que le había sentado y en la seguridad que había experimentado. En los latidos de su corazón, que le aporreaba el pecho bajo su oído. Él también había tenido miedo. Sin embargo, había hecho su trabajo con confianza y aplomo. Le debía la vida. El pensar en que las cosas podían haber terminado de otra manera hizo que volviera a estremecerse.

– Tiene frío -dijo él en tono monótono-. Por Dios, mujer, ¿cómo se le ocurre venir desde la consulta sin abrigo? -Se quitó el suyo y se lo echó por encima de los hombros antes de que ella pudiera pronunciar una sola palabra de protesta-. No me lleve la contraria, Tess -le advirtió cuando ella trató de devolverle la prenda-. Con el aspecto que tiene, hasta un niño de cinco años podría con usted.

– Se manchará de sangre -masculló, pero él le tomó la mano entre las suyas y empezó a frotarla con energía para que volviera a circularle la sangre.

– Da igual. Santo Dios, tiene las manos heladas. ¿Por qué no nos ha dicho nada?

Ella se recostó en la pared, de pronto se sentía cansadísima.

– Tenían trabajo. -Todo lo que sucedía a su alrededor parecía desdibujarse en un lejano rumor que ella identificó como puro agotamiento-. ¿Le he dado las gracias?

Él le tomó la otra mano y se la calentó.

– Sí -respondió en tono más suave-. Ya me las ha dado. Explíqueme lo de la llamada.

– Estaba visitando a una paciente. -¿Quién era? «Ah, sí. La señora Lister»-. Denise respondió al teléfono. La mujer dijo que sólo hablaría conmigo. Esta vez parecía hastiada.

– ¿Cree que se trata de la misma mujer?

– No. No tenía voz de joven ni de mayor, solo de hastío. Dijo que Malcolm Seward y su mujer estaban discutiendo.

Él había terminado de frotarle las manos y le asía la derecha sin apretársela. Ella podría haberla retirado, pero no lo hizo. No era capaz.

– Dijo que Malcolm acababa de tirar a su mujer al suelo.

– ¿Cuándo fue eso?

– Poco antes de avisarlo a usted. Mientras salía corriendo, le he pedido a Denise que llamara al 911. -Frunció el entrecejo-. Han tardado mucho en llegar, pensaba que estarían aquí bastante antes que yo. -Levantó la cabeza y vio que él miraba fijamente su rostro. «Tiene ojos de policía», pensó. Prudentemente inexpresivos-. No pensaba hacerme la heroína, detective, pero no había nadie más para ayudarme. Él había derribado la puerta y yo sabía muy bien lo violento que podía llegar a ponerse cuando estaba enfadado. Sabía cuánto temía que algún día llegara a utilizar su fuerza contra su esposa. La tenía aferrada por el cuello… -Su voz se quebró y él le estrechó la mano.

– Tómese su tiempo, Tess.

Ella irguió la espalda y se obligó a terminar.

– Él decía a voz en grito que yo había llamado a su esposa y le había contado su secreto, que ella lo había amenazado con dejarlo y que a él no lo dejaba nadie. Entonces le disparó. -Un escalofrío le recorrió el cuerpo y al notarlo se aferró con más fuerza a la mano de él-. Luego, la arrojó al suelo. Yo quise echar a correr, pero él era demasiado rápido. Entonces… -Su respiración se entrecortó pero, gracias a su perseverancia, acabó controlándola-, me puso la pistola en la sien. Justo en ese momento apareció la policía.

– ¿Por qué estaba en tratamiento?

Ella soltó una risita triste.

– El motivo inicial era el control de la ira. Lo habían sancionado por romperle la nariz a otro jugador en una pelea durante un partido.

– Ya me acuerdo.

– Pues según parece la dirección del equipo también se acordaba. Insistieron en que recibiera ayuda psicológica.

– Y por eso acudió a su consulta.

– No. Primero acudió al médico del equipo, para cubrir las apariencias. Luego acudió a mí para que lo ayudara. -Lo miró a los ojos-. Era gay, detective. Llevaba años ocultándolo y negándolo delante de todo el mundo; se lo negaba incluso a sí mismo. Pero cada vez le costaba más controlar los impulsos. Tenía una esposa, una carrera. Le aterrorizaba perderlo todo si alguien llegaba a descubrirlo. Además, al ser Malcolm Seward no podía liarse con cualquiera. Lo habrían reconocido y se habrían aprovechado de ello. Así que no hacía nada, y cada día estaba más amargado.

Al principio la mirada de Aidan reveló cierta sorpresa, pero de nuevo se había vuelto inexpresiva.

– ¿Lo chantajeaban?

– No creo, pero de ser así dudo que lo hubiera admitido delante de mí. Francamente, con la terapia no íbamos a ninguna parte. Él seguía empeñado en negárselo a sí mismo. Al principio era capaz de… satisfacer a su esposa con suficiente frecuencia para que ella no sospechara nada, pero las cosas estaban cambiando. Ella quería tener un hijo y Malcolm no. Empezó a acusarlo de tener una aventura.

– Qué ironía -dijo Reagan en tono quedo.

– Sí. Él estaba cada vez más amargado, se metía con cualquier desconocido. -Tess suspiró con tristeza-. Y también con Gwen. Eso estaba acabando con él, realmente quería a su esposa. No quería herirla ni faltarle al respeto. Eran novios desde que iban a la escuela. Ella era más bien conservadora y no habría entendido su homosexualidad. -Tragó saliva-. Supongo que ahora todo da igual.

Él volvió a estrecharle la mano pero no hizo la mínima intención de confortarla con frases vanas, y ella se lo agradeció.

– ¿Cómo fue a parar Seward a su consulta?

– Me encontró en las páginas amarillas. Malcolm no tenía bastante confianza con ninguno de sus amigos para pedirles referencias. No quería que supieran que había otro motivo aparte del control de la ira, en eso tenía el apoyo de la mayor parte de sus compañeros. Y, desde luego, no quería que Gwen lo descubriera.

Tess cerró los ojos. El atontamiento estaba empezando a desaparecer y su mente empezaba a ponerse de nuevo en marcha. Recordó la conversación que había mantenido con Harrison durante la comida. Tres horas antes creía que el asesino podía haber dado con sus pacientes a través de la unidad psiquiátrica del hospital. Ahora tenía que enfrentarse a la realidad.

– La única forma de dar con los tres pacientes es plantarse en la puerta de la consulta las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Eso, o registrar mi archivo.

La mera idea la ponía tan enferma que era incapaz de plantearse esa posibilidad. Todos los informes de sus pacientes… corrían peligro. Apretó los dientes y contuvo las náuseas que le habían entrado.

– Por cómo han ido las cosas, creo que es más probable lo segundo.

Él guardó silencio unos instantes.

– ¿Dónde guárdalos informes?

– En una cámara de seguridad, junto con los de Harrison. El doctor Harrison Ernst es mi…

– Su colega. ¿Quién tiene acceso a esa cámara durante las horas de trabajo y después?

– Solo Harrison y yo, y Denise, la recepcionista.

Él le soltó la mano y extrajo su cuaderno del bolsillo. Tess extendió los dedos, tenía la sensación de que le faltaba algo.

– Esa cámara, ¿es una especie de caja fuerte?

– No, es como un gran armario al que se puede entrar.

– ¿Guarda información electrónica?

Tess lo miró con recelo.

– A veces. No de todos los pacientes. -Hacía más o menos cinco años había tratado a un paciente del que no guardó información electrónica así que, estrictamente hablando, no estaba mintiendo.

Él le dirigió una mirada severa.

– No pienso meter las narices en su archivo, doctora. Ya lo hará Patrick con su orden judicial. ¿Dónde guarda los ficheros electrónicos?

– En el ordenador de la consulta. Yo misma tomo las notas, las imprimo y las guardo en el archivador, en…

– En la cámara de seguridad. Ya. Y luego ¿elimina los ficheros del disco duro?

Ella vaciló.

– No con la frecuencia recomendable. De todos modos, el sistema está protegido mediante contraseña.

– ¿Y guarda alguna copia de seguridad del disco duro?

De nuevo vaciló.

– Hago una todos los viernes por la tarde. La guardo en el lápiz de memoria.

Él arqueó las cejas con gesto interrogativo.

– Lo llevo en el llavero -añadió-, siempre lo llevo encima.

«Excepto ayer», pensó. Se había dejado las llaves en la consulta, dentro del bolso. De hecho, pensó con angustia creciente a cada segundo que pasaba, sus ficheros dejaban de estar protegidos en el momento en que no llevaba las llaves encima.

– Hay otra posibilidad, doctora -apuntó Reagan mirándola fijamente-. Alguien podría haber estado escuchando durante las visitas.

Tess abrió mucho los ojos.

– ¿Quiere decir…? ¿Quiere decir que cree que hay algún micrófono oculto? Dios mío. Eso cree. -Desplazó la mirada hasta la puerta del piso de Seward, de donde salían Murphy y Jack Unger. Murphy hizo a Reagan un gesto de asentimiento apenas perceptible-. ¿Qué pasa? -Al ver que Reagan no le contestaba, lo aferró por el brazo-. Dígame qué pasa.

Reagan suspiró.

– Hemos encontrado cámaras ocultas en los tres pisos. Y también, micrófonos.

Tess se dejó caer contra la pared y se dio un pequeño golpe en la cabeza que apenas percibió.

– ¿Cámaras?

Él asintió.

– Conectadas a internet.

La comida que Tess a duras penas había conseguido mantener en el estómago empezó a producirle náuseas, por lo que se puso en pie tambaleándose.

– No, no puede ser.

Aidan se limitó a levantarse y mirarla con triste resignación.

– Santo Dios. ¿Por qué? -preguntó con gran pesar.

– Aún no lo sabemos. Pensábamos que habían instalado las cámaras para grabar los suicidios, pero ya no estamos seguros. De camino hacia aquí, se nos ha ocurrido que también podrían haber utilizado las cámaras para elegir a las víctimas. Si el asesino espía a sus pacientes, también podría estar espiándola a usted. ¿Permitiría que Jack registrara su consulta?

Tess asintió temblorosa.

– Sí, sí, claro. Vamos.

– Ahora no -dijo Reagan en tono amable-. Antes vaya a casa a asearse. Luego iremos a la consulta. -Le deslizó la mano por la espalda y la guió hacia el ascensor. Su tacto le dejó una sensación cálida a pesar de llevar todavía puesto su abrigo, que arrastraba por el suelo. Tendría que habérselo devuelto, pero no lo hizo. Él le levantó la barbilla y, una vez más, observó su rostro.

– Está temblando. ¿Soportará el ascensor o prefiere que bajemos por la escalera?

Ella bajó la vista al suelo, avergonzada de que le hablara tan abiertamente de su miedo.

– Qué tontería, ¿verdad? Una psiquiatra con fobia. El típico caso del médico que es el primero en necesitar tratamiento, y toda esa mierda.

Él le oprimió ligeramente el brazo y le dio un suave zarandeo.

– Eso no es ninguna tontería, Tess. Demuestra que es humana.

Ella levantó la mirada y la posó en la de él. Sus ojos azules expresaban solo comprensión y apoyo, no resultaban condescendientes ni acusatorios. De forma inesperada, los de Tess se llenaron de lágrimas.

– Gracias -susurró-. Gracias por todo.

Él le sonrió.

– De nada. Le debía una.

Ella exhaló un suspiro entrecortado y recobró el control.

– Pues entonces estamos en paz, detective.

Una sombra empañó la sonrisa de él.

– Muy bien. Abajo hay un montón de periodistas. ¿Quiere salir sola o necesita ayuda?

Tess irguió la espalda.

– Saldré sola, pero prefiero bajar por la escalera.

Él guardó silencio mientras bajaban por la escalera. Se detuvieron varias veces para que ella descansara, lo cual le resultó más necesario de lo que creía. Varios policías se apostaban en el vestíbulo del edificio para mantener a raya a los periodistas. Aidan hizo una señal con la cabeza a uno de los agentes.

– Ya pueden dar permiso a los vecinos para que vuelvan a sus casas -dijo. Luego, abrió la puerta-. No haga ningún comentario, no pronuncie una sola palabra.

«Habla igual que Amy», pensó Tess. Se le ocurrió que ni a Reagan ni a Amy les habría hecho ninguna gracia la comparación, pero su reflexión se perdió en el mar de rostros y destellos que formaba la multitud de periodistas. Allí había por lo menos treinta personas, algunas con micrófonos, otras con cámaras al hombro.

Cámaras. Al verlas recordó que la policía había encontrado cámaras ocultas en los pisos de las víctimas. Cámaras para captar sus últimos momentos. Micrófonos. Tal vez en su consulta hubiera alguno. «Santo Dios.» Eso bastó para que volviera a sentirse mareada. Lo único que le faltaba era vomitar delante de las cámaras que, probablemente, emitían en directo, así que se armó de valor para afrontar la avalancha.

Alguien le plantó un micrófono en la cara.

– ¿Es cierto que Malcolm Seward ha muerto? ¿Y que le ha apuntado a usted con la pistola?

Con una mano se ciñó el abrigo de Reagan al cuello y con la otra apartó el micrófono mientras seguía andando. Reagan avanzaba a su lado. Miró hacia la calle, donde Todd Murphy los esperaba en el coche. «Solo un minuto más.»

– ¿Le ha disparado?

– ¿Ha visto morir a Gwen Seward?

– ¿Es verdad que Malcolm Seward se ha suicidado?

Todas las preguntas se iban mezclando en su cabeza, hasta que una morenaza maquillada a la perfección le salió al paso. Percibió un destello en sus ojos y una mordacidad en su sonrisa que despertaron la voz de alarma en su mente, aunque unos instantes demasiado tarde.

– Doctora Ciccotelli, soy Lynne Pope de Chicago On The Town. ¿Ha sido la homosexualidad que Malcolm Seward trataba de ocultar lo que ha causado hoy semejante tragedia?

Entre la multitud se oyeron gritos ahogados de asombro seguidos de murmullos incrédulos.

Lo único que la ayudó a avanzar en lugar de quedarse allí petrificada fue el hecho de notar que Aidan Reagan la sujetaba por el brazo. Al recuperarse, Tess adoptó con gran habilidad un semblante impasible, pero temía que Pope hubiera notado su sorpresa y su perplejidad.

– Por ahora no tengo nada que decir.

Lynne Pope la siguió, forzando la sonrisa.

– Pero Malcolm Seward era gay -insistió-. Usted misma lo ha confirmado esta tarde, doctora.

La máscara de impasibilidad de Tess se desvaneció a la vez que la sangre pareció dejar de circular por su cerebro.

– ¿Cómo dice?

Murphy abrió la puerta del coche.

– Entra, Tess.

Pope le impidió el paso.

– No sé a qué juega, doctora -dijo la reportera sin dejar de sonreír-, pero no pienso seguirle la corriente. Si cree que puede citarme aquí prometiéndome la noticia del siglo para luego saltar con que no tiene nada que decir y quedarse tan tranquila, está muy equivocada. Esta noche, a las ocho en punto, la noticia saldrá a la luz, incluida la grabación en la que explica que Malcolm Seward se había convertido en violento y peligroso por culpa de no aceptar su condición de homosexual.

Tess guardó silencio mientras las repercusiones de todo aquello se disparaban en su cabeza.

«Los periodistas.» El muy hijo de puta había revelado los secretos de sus pacientes a los periodistas. Los demás pacientes lo sabrían y se preguntarían si su secreto sería el siguiente en difundirse.

Al doctor Fenwick y al consejo no iba a gustarles ni un pelo.

«Me retirarán la licencia, mi carrera se irá al garete.» Ese parecía ser, de momento, el motivo principal de lo ocurrido.

Imágenes de sus pacientes muertos asaltaron su mente. Cuerpos mutilados, ojos sin vida. ¿Morirían más pacientes? «¿Han terminado? ¿Tienen bastante con acabar con mi carrera o piensan seguir?» ¿Quién sería el siguiente?

Pope escrutaba su rostro sin perder detalle, arqueando las cejas con gesto sardónico.

– ¿Le sorprende, doctora? No sé por qué. Siempre grabo las llamadas telefónicas que recibo. Las grabo para mi uso particular, por supuesto.

«Tenía que poner fin a todo aquello, en ese mismo momento.» Tenía que advertir a sus pacientes de lo que estaba ocurriendo, daba igual lo que le costara. Tess levantó la barbilla.

– No, yo no aparezco en ninguna grabación suya, señorita Pope. Lo que ha oído no es más que una buena imitación.

– Doctora -la previno Reagan en voz baja-, no haga comentarios.

Tess lo miró con el rabillo del ojo.

– No puedo permitir que me acusen así, detective.

Él inclinó la cabeza en señal de aprobación y ella se volvió hacia Pope, en cuyo favor había que decir que parecía más interesada por los acontecimientos que enfadada.

– Señorita Pope, no tengo nada que decir, aparte de que nunca me he puesto en contacto con usted para contarle nada. Soy psiquiatra, no tendría ningún sentido que hiciera lo que usted afirma. Me temo que la han engañado.

A Pope le brillaban los ojos, estaba satisfecha de haber provocado su reacción.

– ¿Y quién ha sido, doctora?

– No lo sé. -Tess se volvió hacia la cámara con los ojos entornados-. Pero pienso descubrirlo.

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