Domingo, 12 de marzo, 00.30 horas.
Un suicidio solía atraer a más gente, incluso en un barrio tan caro como aquel, pensó el detective Aidan Reagan con gravedad mientras cerraba de golpe la puerta del coche y se estremecía ante el frío y penetrante viento procedente del lago. Pero cualquiera con un poco de sentido común se mantendría a buen recaudo en una noche así. Aidan, en cambio, no podía permitírselo. Había habido un aviso y a su compañero y a él les tocaba acudir. Todo por un jodido suicidio.
Aquello lo distraía del infanticidio en el que llevaba trabajando dos días enteros. Detestaba los infanticidios, pero aún detestaba más los suicidios. Solo esperaba poder quitarse de encima el caso cuanto antes y centrarse en investigar quién le había partido el cuello a un niño de seis años como si de una rama seca se tratara.
La multitud que presenciaba la escena pegada al bordillo estaba formada por veinteañeros con pinta de regresar a casa después de haber salido de noche. Guardaban silencio y mantenían los ojos pegados al escenario con una morbosa mezcla de horror, fascinación y compasión. Aidan comprendía el horror. Ningún cadáver resultaba agradable a la vista, y una caída desde un vigésimo segundo piso superaba la truculencia habitual. En cuanto a la compasión… Aidan reservaba la suya para las verdaderas víctimas. Era obvio que quienes decían que un suicidio era un crimen sin víctimas no habían tenido que comunicar nunca la muerte a los familiares.
Él sí.
Ojalá aquellos fisgones morbosos cayeran en la cuenta, tal vez así la escena dejaría de parecerles tan fascinante. Aunque por lo menos se comportaban bien y permanecían calladitos detrás de la cinta amarilla que los primeros agentes en llegar al lugar de los hechos habían atado a dos farolas. De vez en cuando, alguien daba patadas en el suelo para calentarse los pies y el extraño silencio se rompía. Un agente se apostaba junto a la cinta amarilla por el lado de la calzada y otro, por el de la acera, de espaldas al cadáver.
Aidan se aproximó con la placa en la mano. Después de cuatro meses aún se sentía extraño al acercarse a los policías de uniforme vestido de paisano.
– Reagan, de homicidios -dijo con concisión, y se detuvo en seco, primero al notar el hedor y luego al ver el panorama. Después de trabajar doce años en el cuerpo habría jurado que estaba curado de espanto, pero el estómago se le revolvió-. Santo Dios.
El policía de uniforme asintió con la mandíbula tensa.
– Eso mismo hemos dicho nosotros.
Aidan desplazó rápidamente la vista por la hilera de balcones idénticos y luego volvió a bajarla hasta el hierro que atravesaba lo que había sido el pecho de una mujer, el pecho que había quedado abierto en canal y dejaba al descubierto los huesos hechos añicos y… las entrañas. Clavó en ella la mirada solo un momento, recordando la vez anterior que había presenciado una escena semejante. Hizo de tripas corazón; la situación presente no tenía nada que ver con aquella. La otra víctima era inocente, en cambio la mujer que allí yacía… había perecido por voluntad propia. «Nada de compasión», se dijo.
Aquella mujer se había arrojado desde un vigésimo segundo piso… y había caído sobre una decorativa valla de hierro forjado. La valla no tenía más de treinta centímetros de altura y consistía en una hilera de «úes» invertidas entre las que de vez en cuando sobresalía un hierro más largo acabado en punta. El impacto la había partido literalmente por la mitad y un surtidor de sangre había teñido el sucio montículo de nieve que se encontraba a casi un metro de distancia.
– Ha dado en el clavo -masculló.
El policía de uniforme se estremeció.
– Nunca mejor dicho.
Aidan posó la mirada en el demacrado rostro del agente.
– ¿Cómo se llama?
– Forbes, y ese de ahí es mi compañero, DiBello; está controlando a la gente. -Forbes hizo una mueca-. Nos lo hemos jugado a cara o cruz y yo he perdido.
Aidan escrutó los rostros de la multitud silenciosa que no necesitaba ningún control, pero un pacto era un pacto. A él le había tocado perder más de una vez durante sus años de uniforme.
– ¿Alguien ha visto algo?
– Hay una pareja de adolescentes que dice haberla visto tirarse del vigésimo segundo piso a medianoche más o menos. -Forbes extendió hacia arriba un dedo enfundado en un guante negro-. Es ese balcón de ahí, donde el viento agita las cortinas, el tercero empezando por la izquierda.
– ¿No le han empujado?
– Los chicos no han visto a nadie. Dicen que daba la impresión de que estaba levitando cuando se ha subido a la barandilla. Aidan frunció el entrecejo.
– ¿Levitando? ¿Como un fantasma?
Forbes se encogió de hombros.
– Eso dicen. No paran de repetirlo, una y otra vez. Los he hecho subir al coche patrulla hasta que ustedes llegaran. Están bastante afectados.
– Pobrecillos. -Ellos sí que merecían compasión. El recuerdo los perseguiría durante mucho tiempo. Solo tenían diecisiete años, uno más que su hermana. La mera idea de que Rachel pudiera presenciar un horror semejante lo hizo estremecerse. Pero al momento señaló a la multitud con un movimiento de cabeza-. ¿Alguien la conocía?
– DiBello lo ha preguntado y parece ser que no.
Aidan observó el rostro de la mujer, fofo y deslavazado. Le salía sangre de los oídos, de la nariz y de la boca abierta. La valla de hierro había amortiguado un poco la caída, pero era imposible que un impacto desde semejante altura no le hubiera pulverizado el cráneo, así que lo que quedaba unido por el cuero cabelludo era una pura carnicería. Los rasgos se habían desdibujado y conferían a su rostro un macabro aspecto de figura de cera derretida.
– Nadie podría identificarla aunque la conociera. Tendremos que entrar en el piso desde el que saltó. ¿Vive cerca el portero?
– Me he acercado hasta su casa pero no estaba. Un vecino me ha dicho que había ido a ver jugar a los Bulls.
– Pero si el partido terminó hace dos horas. ¿Dónde está ahora?
– He hecho que lo llamaran por megafonía. Veré si puedo averiguar dónde anda.
– Gracias. ¿Podrían trasladar a la gente a la otra acera? Y asegúrense de que nadie haga fotografías. Dígale a su compañero que esté atento a las cámaras de los móviles. -Aidan sacó el suyo y llamó para pedir una orden de registro y un forense. Luego se puso en cuclillas para observar el cadáver de cerca. Llevaba un vestido negro de seda y encaje, y Aidan se preguntó si se habría arreglado expresamente para la ocasión. De todos modos el hierro había estropeado el efecto; y también las vísceras esparcidas por el pavimento. Tragó saliva. Qué mierda para quien tuviera que limpiarlo. Ese era el problema de los suicidios, pensó con amargura. Los suicidas querían desaparecer con mucho efectismo pero no se paraban a pensar en los demás, en las personas a quienes dejaban, en quienes tenían que limpiar los restos.
Qué egoístas, pudiendo evitarlo. «Cabrones.»
Se dio cuenta de que tenía los puños apretados y se esforzó por relajarse. «Contrólate, Reagan.» Al respirar hondo, su olfato percibió el olor férreo de la sangre caliente y el asqueroso hedor de las vísceras reventadas, pero también notó un ligero aroma a canela a la vez que tras de sí unos pasos hacían crujir la nieve. Había llegado su compañero.
– Qué mierda acabar así -opinó Murphy con su habitual tono tranquilo.
Aidan se volvió y le lanzó una dura mirada.
– Qué mierda para la familia, querrás decir. Imagínate las ganas que tengo de ir a decírselo.
– Cada cosa a su tiempo, Aidan -dijo Murphy sin alterarse, pero su mirada era amable y comprensiva e hizo que Aidan se sintiera insignificante-. ¿Qué sabemos?
– Que se tiró del vigésimo segundo piso. Hay dos testigos que dicen que «levitó» hasta la barandilla, pero no sé a qué demonios se refieren; todavía no he hablado con ellos. En cuanto a la víctima, era joven. Tenía los brazos firmes. -Se fijó en las extremidades, las únicas partes del cuerpo que habían quedado relativamente intactas-. Debía de tener veintitantos años, treinta como mucho. -Señaló la mano que había ido a parar encima de una de las «úes» de la valla ornamental-. Lleva un buen pedrusco en la mano derecha, en cambio en la izquierda no hay rastros de ninguna alianza; lo más probable es que no estuviera casada. Tenía que tener dinero porque ese anillo cuesta un buen pico. No parece que haya estado forcejeando porque no le veo señales en los brazos ni en las piernas.
Murphy se acuclilló a su lado.
– Menudo colorido.
Llevaba las uñas pintadas de un rojo intenso.
– Ya lo he notado. El rojo combinado con el encaje negro resulta muy llamativo.
Murphy se encogió de hombros.
– No sería la primera vez que alguien se suicida para dejar huella. ¿No hay nadie que la conozca?
Aidan se puso en pie.
– No. Espero que el piso desde donde se tiró fuera el suyo. He pedido una orden de registro y el forense está en camino. Vamos a hablar con la pareja que…
– Déjenme pasar. -La voz se abrió paso en medio de la noche; era suave pero denotaba autoridad.
– Señora, usted no puede pasar ahí. Por favor, manténgase detrás de la cinta.
Aidan levantó la cabeza y vio que el agente DiBello impedía con el brazo el paso a una mujer que llevaba un abrigo de lana de color tabaco; el oscuro cabello agitado por el viento le cubría el rostro.
La mujer volvió a hablar con voz queda y tranquila, pero firme.
– Soy su doctora. Déjeme pasar, agente.
– Déjela pasar -repitió Murphy, y DiBello le hizo caso, pero Aidan se interpuso en su camino y le impidió el paso antes de que pudiera contaminarle la escena.
La mujer se puso de puntillas, pero aun así no alcanzaba a ver por encima del hombro de Aidan. Él le puso la mano en el hombro y la empujó hacia atrás con suavidad. Ella dio un respingo, pero cooperó.
– Señora, estamos esperando al forense. No hay nada que usted pueda hacer.
Ella retrocedió un paso en completo silencio.
– ¿Se ha arrojado por el balcón?
Aidan asintió.
– Lo siento, doctora. Tal vez usted pueda explicarnos… -Pero la frase quedó en el aire cuando la mujer se retiró el pelo de la cara; Aidan la reconoció al instante y una oleada de ira le hizo hervir la sangre-. Pero si es Ciccotelli. -Se trataba de Tess Ciccotelli. Valiente doctora; esa mujer no era más que una loquera. Eso en sí ya era malo, pero encima la señorita Ciccotelli se había ganado a pulso la pésima fama que tenía.
No era una simple loquera de esas que andan por ahí preguntándole a la gente si odia a su madre. Se trataba de una de esas «almas caritativas» que tiran alegremente por la borda semanas enteras de duro trabajo policial al subir al estrado y declarar con una tranquilidad pasmosa que un conocido asesino que ha «confesado» haber matado a tres niñas y a un policía no está en su sano juicio y, por tanto, no puede ser juzgado. Cuatro familias destrozadas no habían podido ver que se hiciera justicia porque una medicucha había dicho que el asesino estaba loco.
Pues claro que aquel hijo de puta estaba loco. Confesó que había asesinado brutalmente a tres niñas pequeñas, casi unos bebés. Había estrangulado con sus propias manos a un veterano policía cuando este trataba de detenerlo. El hecho de que estuviera loco no lo hacía menos culpable. Ahora el muy cabrón estaba tan tranquilo en un hospital psiquiátrico de Chicago pintando macetas en lugar de pudrirse en una celda de dos metros cuadrados hasta que le clavaran una aguja en el brazo. No era justo ni estaba bien. Pero eso era lo que había ocurrido y aquella mujer era quien lo había permitido.
Aidan había asistido al juicio junto con otros policías, y esperaba en vano que Ciccotelli cambiara de idea, que hiciera lo que debía hacer. Recordaba cómo los padres de las niñas lloraban en silencio, conscientes de que no se haría justicia; cómo la esposa del agente muerto escuchaba sentada en primera fila, rodeada y apoyada por una multitud de policías uniformados. Ciccotelli no pestañeó, mantuvo fija la mirada de sus fríos ojos castaños.
Una mirada como la que ahora le dirigía a él.
– ¿Y usted quién es? -le preguntó.
– Soy el detective Aidan Reagan. Este es mi compañero, el detective Todd Murphy.
La mujer aguzó la vista para examinar su rostro y él hizo todo lo que pudo para no desviar la mirada. Desde el asiento que había ocupado durante el juicio le había parecido elegante, sofisticada. Inaccesible. Aidan también aguzó la vista cuando ella se volvió hacia Murphy.
– Todd, por favor, pídele a tu compañero que se aparte. Por lo menos identificaré a la víctima.
Murphy la tomó suavemente por el brazo.
– Tess, no lo hagas. Está… Está destrozada.
Aidan se apartó y la invitó a pasar con un ademán exagerado.
– Si ella quiere verlo…
Murphy lanzó a su compañero una mirada de advertencia.
– Aidan.
– Tranquilo, Todd -susurró ella dando un paso hacia delante sin inmutarse. La mujer miró el cadáver durante más de un minuto y luego se volvió hacia ellos con el rostro perfectamente compuesto y la mirada igual de fría que antes.
– Se llamaba Cynthia Adams. No tiene parientes cercanos.
Extrajo una tarjeta de visita del bolsillo de su abrigo y se la tendió a Murphy sin el menor titubeo.
– Llámame si tenéis alguna pregunta -se brindó-. Responderé a todo lo que pueda.
Y, sin más, se volvió y se dirigió a un Mercedes de color plata aparcado detrás del sencillo Ford de Murphy. Aidan se subía por las paredes.
– ¿Eso es todo?
– Aidan -le advirtió Murphy-. No es el momento.
– ¿Pues cuándo, sino ahora? -Controló su tono de voz, consciente de la multitud que se había instalado allí cerca-. Se presenta aquí, identifica a la víctima y se queda más fresca que una lechuga. Y luego se marcha tan campante. ¿Por qué se ha tirado por el balcón, «doctora»? Usted debería saberlo, ¿no le parece? -«Y debería preocuparle, joder», pensó furioso. «Debería preocuparse por algo.»- ¿Qué clase de doctora es? -masculló para terminar. Y observó que ella se detenía, con las manos hundidas en los bolsillos.
De uno de ellos extrajo un guante y se lo puso sin dejar de darles la espalda.
– Si me necesitas, llámame, Todd -fue todo cuanto dijo antes de alejarse.
Murphy se mordió la parte interior de las mejillas; estaba que echaba chispas.
– Te he dicho que ahora no, Aidan.
Aidan se dio media vuelta, despreciando a Ciccotelli.
– ¿Y qué más da? Total, le importa un carajo.
– No sabes lo que dices, no la conoces.
Aidan volvió la cabeza. Murphy observaba a Ciccotelli cruzar la calle con una expresión ceñuda nada propia de él.
– ¿Y tú sí? -No se lo esperaba; el venerable Todd Murphy había sucumbido a los esculturales encantos de una tiparraca como Ciccotelli. «No seré yo quien caiga en sus garras.»
Murphy exhaló un suspiro de enojo que se transformó en vaho y formó una barrera que se interpuso entre ambos un instante. Luego tanto la barrera como la expresión ceñuda se desvanecieron y Murphy se quedó mirando a Ciccotelli con tal tristeza que a Aidan le dio en qué pensar.
– Pues sí, mira por dónde. Ve a hablar con los chicos, Aidan. Yo iré enseguida.
Aidan se encogió de hombros y dejó de hacer cábalas. Que se las entendiera Murphy con el carámbano; él tenía cosas mejores que hacer, como por ejemplo ocuparse del escenario del crimen para que el forense recogiera los restos de Cynthia Adams y todos pudieran marcharse a sus casas. Tomaría declaración a los adolescentes, registraría el piso en busca de algún documento de identificación y se largaría de allí cuanto antes.
«Un minuto más, aguanta un minuto más.» Tess Ciccotelli se repetía las palabras a modo de mantra para conservar la calma hasta que estuviera a solas. Cynthia había muerto. Santo Dios. Yacía en plena calle, abierta en canal…
«No pienses en ella. No pienses en ella muerta y reventada. Limítate a salir corriendo, muy rápido. Aguanta un minuto más; luego podrás desmoronarte, Tess, pero no antes.»
Trató de introducir a tientas la llave en la cerradura del coche, consciente de que Todd Murphy y su compañero la observaban desde la retaguardia. Todd y su airado compañero, quienquiera que fuera. Había dicho que se llamaba Aidan Reagan, recordó; por fin logró hacer coincidir la llave con la cerradura y abrir la puerta. Se concentró en la imagen de los fríos ojos azules del hombre. Estaba enfadadísimo, hecho una furia. «Aguanta un…»
– ¿Tess?
«Mierda.» Del respingo que dio las llaves cayeron al suelo y fueron a parar debajo del coche. Respiró hondo. Murphy estaba muy cerca.
– Estoy bien, Todd. Ve a hacer tu trabajo.
– Ya lo hago. Tess, estás temblando.
– Todd, por favor. -Su voz sonó entrecortada. Era humillante-. Tengo que alejarme de aquí.
Él la asió por el brazo y la ayudó a acomodarse en el asiento del conductor.
– No deberías conducir, Tess. Deja que alguien te acompañe a casa.
– Nadie puede -respondió ella como en una nube-. Por eso he tardado tanto en venir. He llamado a mis compañeros, a mis amigos. Nunca voy sola a casa de un paciente; no está bien, no es ético. -Se estaba yendo por las ramas, pero no era capaz de controlarse-. No he encontrado a nadie en casa, así que he venido de todos modos. -Cerró los ojos y volvió a abrirlos enseguida porque solo veía la imagen de Cynthia… muerta-. Pero he llegado tarde.
– No es culpa tuya, y lo sabes, Tess -dijo Murphy en tono amable.
Tess notó que estaba a punto de echarse a llorar, pero se contuvo.
– Está muerta, Todd. -Qué sinsentido: Cynthia Adams estaba espachurrada en la calle, con la cabeza tan blanda como una gominola y las tripas a la vista de todo el mundo. Sí, estaba bien muerta.
– Ya lo sé. -Le tomó la mano y se la apretó-. ¿Por qué has venido, Tess? ¿Te ha llamado ella? Tess negó con la cabeza.
– No. He recibido una llamada anónima, de una vecina.
– ¿Por qué se ha tirado del balcón?
Él hablaba con una voz tranquila, dulce, que iba socavando el muro que contenía las lágrimas de Tess.
– Joder, Todd, deja que me marche. Por favor. Hablaremos mañana, te lo prometo.
– No dejaré que te vayas sin asegurarme de que estás bien.
Tess volvió a respirar hondo y luego exhaló lentamente. Aferró el volante con ambas manos y miró por encima del hombro de Murphy a su compañero, que estaba apostado junto a un coche patrulla, con el duro semblante iluminado por los potentes faros. Los estaba mirando; la observaba. Incluso desde la distancia que los separaba sentía la penetrante mirada del hombre, su animadversión. Tenía los intensos ojos azules entrecerrados y la mandíbula tensa.
– Veo que has cambiado de compañero -murmuró sin dejar de mirar fijamente a Reagan, igual que hacía él.
– Sí. Es Aidan Reagan.
Aidan Reagan.
– ¿Tiene algo que ver con Abe? -Conocía a Abe Reagan y le merecía confianza. También confiaba en su esposa, Kristen. Ambos eran buenas personas.
– Aidan y Abe son hermanos.
– Ahora lo entiendo. -Aidan Reagan se parecía a su hermano. Tenían el mismo pelo castaño oscuro y los mismos ojos azules, aunque la mirada de Aidan resultaba más dura, más seria que la de su hermano. Su rostro era más anguloso y su mandíbula un poco más cuadrada. En cuanto a su boca… era más dulce hasta que se dio cuenta de quién era ella. Demostraba que era compasivo. «Pero no conmigo.»
– No le caigo bien -aseguró en tono ecuánime-. No te preocupes, Todd. La mayoría piensa como él.
Él exhaló un profundo y triste suspiro.
– Estuvo en el juicio, Tess.
No hizo falta que especificara en cuál, ambos lo sabían bien. Harold Green había asesinado brutalmente a tres niñas. Pero el hombre no veía en ellas a criaturas de seis años con coletas rubias y sonrisas melladas. En su lugar veía a demonios de dientes ensangrentados que acudían a devorarlo. Al principio Tess se había mostrado escéptica, pero tras observarlo durante horas enteras y consultar con los médicos de la clínica donde llevaban años tratando su grave esquizofrenia, acabó creyéndolo. Estaba verdaderamente loco. Y por tanto, según la ley, no era responsable de sus actos. Y eso era lo que ella había declarado, consiguiendo a duras penas mantener la mirada y la voz serenas a pesar de la cantidad de rostros que la observaban con desdén.
Todos los policías que aquel día llenaban la sala la consideraban fría. Pensaban que se había dejado engañar fácilmente por un asesino y se limitaba a permanecer allí sentada, indiferente, mientras las madres de las niñas lloraban desconsoladas.
Se equivocaban de medio a medio.
El hecho de que el detective Aidan Reagan se contara entre ellos lo explicaba todo. El hombre seguía apostado al otro lado de la calle mirándola con una expresión desdeñosa que no se esforzaba por disimular. Tess fue la primera en apartar la vista para posarla en el rostro preocupado de Murphy.
– Lo entiendo.
– No, no lo entiendes; por lo menos no del todo. Él fue quien encontró a la tercera niña.
Tess aferró el volante con más fuerza. Aquel día ella estaba con Green, intentando sonsacarle en qué lugar se encontraba la tercera niña. El hombre decía que estaba viva, pero cuando la policía llegó descubrieron que no era así. Ella no sabía quién la había encontrado; de hecho, no quería saberlo. Resultaba demasiado amargo aceptar que no había llegado a tiempo de salvarla.
Y si para ella resultaba amargo, mucho más debía de serlo para el hombre que había hallado el cuerpecito sin vida de la criatura.
– Eso sí que lo explica todo. Tiene todo el derecho del mundo a sentirse furioso.
– Es un buen hombre, Tess. Y un buen policía.
Ella asintió.
– No te apures, Todd, de verdad que lo entiendo. -Y así era, lo comprendía mucho mejor de lo que nadie creía-. ¿Me alcanzas las llaves? Se han caído debajo del coche.
Murphy suspiró.
– Muy bien. Te llamaré mañana. Me hará falta consultar el historial de Cynthia Adams. -El hombre palpó el suelo por debajo del coche y se alzó con el llavero de Tess en la mano.
Tess asintió, y en cierta medida se sintió aliviada al oír que el motor del coche se ponía en marcha a la primera. Se dispuso a cerrar la puerta, pero se detuvo antes de hacerlo.
– Dile a tu compañero… -Dijera lo que dijese, no cambiaría las cosas-. No importa. Te estoy muy agradecida, Todd, como siempre.
Al apartarse del bordillo, le temblaban las manos. Se alejó tres manzanas y luego aparcó en un callejón, apoyó la cabeza en el volante y dejó que brotaran las lágrimas. «Mierda, Cynthia. ¿Por qué no me has llamado? ¿Por qué te has hecho a ti misma una cosa así?»
Sin embargo, ya sabía cuál era la respuesta. Y también sabía que no podría haber hecho nada para disuadirla. Ella solo era capaz de ayudar a los pacientes que así lo deseaban; el resto acababa haciendo lo que quería hacer. Lo sabía muy bien. Aun así, no podía evitar lamentarlo.
Cynthia Adams había vivido con mucho dolor y un terrible sentimiento de culpa por motivos que escapaban a su control. En cambio sí que había controlado su propia muerte, lo cual resultaba muy irónico.
Desanimada y exhausta, Tess salió del callejón y se dirigió a su casa. Esa noche no iba a poder descansar. El historial de Cynthia Adams era extensísimo. Le llevaría muchas horas seleccionar la información importante para Todd Murphy y su airado compañero. Era lo menos que podía hacer por Aidan Reagan y por Cynthia Adams.
Y tal vez también por sí misma.
Domingo, 12 de marzo, 1.15 horas.
Aidan había observado a Murphy seguir con la mirada el coche de Ciccotelli antes de volver a ponerse manos a la obra con la mayor profesionalidad. Murphy había hablado con el forense y la unidad de la policía científica mientras Aidan interrogaba a los adolescentes.
Estos no aportaron nada nuevo; solo le explicaron que habían visto levitar a Adams hasta la barandilla, luego se había quedado quieta un momento y se había dado media vuelta, y con los brazos extendidos se había arrojado al vacío. Aidan envió a los chicos a sus casas, con sus padres; sabía que tras presenciar una escena así nunca volverían a ser los mismos.
Ahora Murphy y él delante de la puerta del piso de Cynthia Adams observaban cómo el portero, borracho, hacía cuanto podía por introducir la llave maestra en la cerradura. Parecía ser que Jim McNulty había celebrado la victoria de los Bulls bebiendo como un cosaco en su bar favorito. Ya daban por hecho que esa noche no regresaría cuando apareció tambaleándose, llave maestra en mano, justo en el momento en que los forenses colocaban el cuerpo de Cynthia Adams sobre una camilla. No habían conseguido desclavarla de la verja, por lo que habían tenido que llevarse medio metro de hierro forjado. El portero, al ver que faltaba un tramo de verja, la emprendió a gritos hasta que reparó en el cadáver de Adams.
Desde ese instante no había vuelto a pronunciar palabra.
– ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a la señorita Adams? -le preguntó Aidan, frunciendo el rostro ante el hediondo aliento del hombre. Por suerte, no había fuego cerca. McNulty estaba borracho como una cuba.
– Tres años. Se mudó aquí hace tres años. -Abrió la puerta y Aidan enseguida reparó en dos cosas. En primer lugar, en el piso hacía un frío polar, lo cual era previsible; la puerta del balcón llevaba abierta más de una hora. Lo segundo, sin embargo, un penetrante olor a flores, lo dejó perplejo. El suelo del piso de Cynthia Adams estaba cubierto por más flores de las que jamás había visto en ninguna floristería.
Murphy frunció el entrecejo.
– ¿Qué coño es esto?
– Son lirios. -Aidan entró en el piso de Adams y tomó con cuidado una de las flores-. Las flores de los muertos.
– Santo Dios -dijo Murphy mientras escrutaba el salón-. Todas estas flores deben de costar por lo menos cien dólares.
Aidan arqueó una ceja.
– Y trescientos también. -Cuando Murphy le dirigió una mirada inquisitiva, Aidan se encogió de hombros-. Hice una asignatura de horticultura cuando me estaba sacando la carrera. -Tomó el primer sobre de un montón de correo desordenado de varios centímetros de altura que cubría el mueble del recibidor.
– Qué cantidad de correo. -Se volvió hacia el portero-. ¿Ha estado fuera de la ciudad?
El portero negó con la cabeza. Un hilo de sudor perlaba su labio superior y su mirada se paseaba de un lado a otro.
– No, pero debía un mes de alquiler. Era la primera vez que se retrasaba en el pago en los tres años que llevaba viviendo aquí. El administrador me había pedido que vigilara el piso para estar seguro de que no pensaba largarse sin decir nada.
Aidan hizo cuanto pudo por sortear las flores y salió al balcón.
– Hay una pequeña escalera de mano -le gritó a Murphy-. Los chicos me han contado que parecía que levitara, pero lo que ha hecho ha sido subirse a la escalera.
– Qué oportuna.
El portero se dirigió tambaleándose a la vidriera.
– Antes no estaba. Vine hace una semana para reparar un grifo que goteaba y ahí no había ninguna escalera.
– Si vino para reparar un grifo, ¿cómo es que se fijó en lo que había en el balcón? -preguntó Murphy sin acritud.
El portero palideció.
– Salí a fumar.
– Debió de ponerla expresamente para la ocasión -masculló Murphy, y de repente levantó la voz-. Aidan.
Este volvió la cabeza al instante. Murphy sostenía entre dos dedos enguantados una hoja impresa y sus labios dibujaban una mueca. Era una fotografía en papel brillante. En ella se veía a una chica colgada de una soga, con los pies a una distancia considerable del suelo. Su semblante resultaba grotesco, tenía los ojos fuera de las órbitas y la boca muy abierta, como si tratara por todos los medios de tomar aire.
– ¿Quién es? -preguntó Murphy al portero.
El hombre dio un paso atrás y su rostro palideció aún más.
– No lo sé, no la había visto nunca. Tengo que irme.
– Enseguida, señor McNulty. -Aidan le interceptó el paso-. Por favor. Dice que ha estado vigilando el piso a petición del administrador. ¿Sabe quién trajo todas estas flores? ¿Fue la propia señorita Adams?
– No lo sé. Lo siento -dijo entre dientes.
– No importa. Revisaremos las grabaciones de las cámaras de seguridad. -Había reparado en la cámara dirigida hacia el ascensor en cuanto se habían abierto las puertas.
McNulty sacudió la cabeza.
– No, no es posible. La cámara está estropeada.
– Qué casualidad -masculló Murphy-. ¿Cuánto tiempo lleva sin funcionar?
McNulty se removió en el sitio.
– Unas cuantas semanas.
Aidan lo miró fijamente.
– ¿Semanas?
McNulty apartó la vista, a sus pálidas mejillas asomaron unas manchas de rubor.
– Bueno, más bien meses.
Aidan estaba seguro de que McNulty sabía bastante más de lo que decía.
– ¿Había recibido la señorita Adams alguna visita últimamente?
McNulty parecía abatido.
– Siempre tenía muchas visitas.
Aidan aguzó el oído. Con el rabillo del ojo vio que Murphy también había captado el sentido de la frase.
– ¿A qué tipo de visitas se refiere, señor?
El intento de McNulty por hacerse el desentendido no surtió efecto.
– Cynthia le gustaba a mucha gente.
– ¿A muchos hombres, quiere decir? -preguntó Aidan con aspereza.
McNulty cerró los ojos, la culpabilidad se hizo patente en su rostro. Aidan pensó que si hubiera estado sobrio, no habría sido ni mucho menos tan transparente. Ni habría colaborado tanto. Bien por los Bulls.
– Sí, a unos cuantos.
– ¿Sí o a unos cuantos?
El hombre abrió los ojos, preso de pánico.
– Escuchen, si mi esposa lo descubre… me matará.
Murphy lo miró perplejo.
– ¿Está diciendo que tenía una aventura con la señorita Adams?
– No. -McNulty sacudió la cabeza con fuerza-. No teníamos ninguna aventura, pasó solo una vez. Aidan arqueó una ceja.
– Una vez.
McNulty dio otro paso atrás.
– O dos. Tres como máximo.
– ¿Le… cobraba, señor McNulty? -preguntó Murphy con delicadeza.
Aidan no creía que la mirada de puro horror que observó en el rostro del hombre pudiera fingirse.
– ¡No! Por Dios, no. Lo hizo porque me estaba… agradecida. Eso es todo.
La cosa se ponía interesante, pensó Aidan.
– ¿Agradecida? ¿Por qué?
– Porque desconecté la cámara de su planta, ¿de acuerdo? Algunos de sus amiguitos no querían que los vieran. No sé sus nombres, nunca me ha interesado saberlos. Ella hacía su vida y yo hacía la vista gorda, lo juro por Dios. Por favor, dejen que me vaya.
Aidan dirigió una mirada a Murphy.
– ¿Hemos terminado con él?
– Por ahora sí -se limitó a responder Murphy, y ambos observaron cómo McNulty se marchaba caminando con torpeza entre las flores que tapizaban el suelo, ansioso por alejarse cuanto antes-. Estaremos en contacto, señor McNulty -añadió. Este asintió una vez más con gesto trémulo y desapareció.
Aidan cerró la puerta.
– Me pregunto qué tipo de amigos eran esos.
– Y yo me pregunto si esto fue un obsequio de alguno de ellos. -Murphy alzó la fotografía de la muerta pendiente de la soga-. ¿Asfixia autoerótica?
Aidan hizo una mueca.
– No lo sé, hasta ahora no me he encontrado con ningún caso.
– Yo sí -respondió Murphy, y entró en el dormitorio-. Cuando las cosas se tuercen, no es nada agradable. Mira a ver si encuentras alguna foto de Adams, por lo menos veremos qué cara tenía; yo entretanto echaré un vistazo por aquí.
Aidan oyó cómo Murphy abría los cajones del dormitorio de Adams mientras él rebuscaba en el bolso y extraía el carnet de conducir del monedero. La compasión que le inspiró el melancólico rostro de la fotografía lo sorprendió ingratamente. La mujer parecía muy íntegra. Muy escrupulosa, muy comedida.
Minutos antes, en cambio, yacía en mitad de la acera, veintidós pisos más abajo. Estaba bien muerta. ¿Por qué lo habría hecho? ¿Qué habría ocurrido durante el último mes para que se retrasara en el pago del alquiler y, en definitiva, se deprimiera tanto que creyera que quitarse la vida era la única solución a sus problemas? Ahora los problemas los tenían los demás, pensó con amargura. Una vez muertos los suicidas no podían responder a las preguntas que se hacían sus seres queridos.
– Tenía treinta y cuatro años, Murphy. Llevaba lentillas y era donante de órganos.
Murphy se asomó a la puerta del dormitorio, con unas esposas forradas en una mano y un pequeño látigo de cuero en la otra.
– Y estaba metida en algún asuntillo poco decoroso. En la esquina hay una polea. Parece que se ha colgado más de una vez.
Aidan miró perplejo la parafernalia que Murphy llevaba en las manos y luego volvió a observar a la digna mujer del carnet de conducir.
– Por su aspecto, nadie lo diría.
– A veces las apariencias engañan. ¿Qué hay en el bolso?
Aidan echó un vistazo rápido al contenido.
– Cuatro tarjetas de crédito, un móvil, varios pintalabios distintos y unas llaves. -Las alzó-. La llave de un Honda, la del piso y otra muy pequeña.
– ¿De una caja fuerte?
Aidan introdujo las llaves en una bolsa de plástico mientras Murphy hacía lo propio con el látigo y las esposas.
– Es posible. ¿Hay alguna carta del banco entre la correspondencia?
Murphy se acercó a la mesa y hurgó entre el montón de cartas.
– No parece que haya abierto ninguna. Aquí hay una del banco. Vamos a echarle un vistazo… Caray. -Murphy frunció el entrecejo ante el sobre que tenía en la mano-. Esta sí que está abierta. No tiene sello, ni tampoco remitente. -Del sobre extrajo una fotografía, y su expresión se tornó lúgubre-. Otra mujer muerta. Esta está dentro de un ataúd. -Le entregó la foto a Aidan-. Mira lo que tiene en las manos.
Aidan sintió que un ligero escalofrío le recorría la espalda.
– Un lirio. Parece la chica de la soga. -Cogió la mitad del correo y empezó a rebuscar. Al cabo de diez minutos habían encontrado diez fotografías, todas igual de truculentas. Y todas de la misma chica. En ninguna aparecía el nombre ni la dirección del remitente-. Alguien ha estado jugando con los sentimientos de Cynthia.
Murphy tomó una fotografía enmarcada de encima del escritorio de Adams. Tras el cristal había una joven con el pelo cubriéndole los ojos.
– Esta es la chica. Es obvio que Adams la conocía. -Extrajo la fotografía del marco-. En el reverso no aparece ningún nombre.
– En esa foto era más joven que en estas. Debía de tener… ¿unos dieciséis años? Me da la impresión de que se la hicieron en la escuela. Las que mi hermana Rachel trae a casa tienen el mismo fondo grisáceo. -Se inclinó y sacó una caja estrecha y alargada de debajo de la mesa. Tenía la medida correspondiente a una docena de rosas, aunque no era eso lo que esperaba encontrar dentro.
– Ábrela -lo instó Murphy.
Aidan levantó la tapa con cautela.
– Mierda. -Una cuerda con un nudo corredizo se encontraba dispuesta sobre un grueso de papel de seda blanco, y una tarjetita dorada colgaba del extremo que formaba el lazo-. «Ven conmigo. Encontrarás la paz» -leyó, y al levantar la cabeza vio la sombría mirada de Murphy-. Tenemos que avisar a la científica.
Murphy los llamó por teléfono, y al guardarse el aparato en el bolsillo exhaló un suspiro.
– Me parece que mañana Tess va a tener que contestar a unas cuantas preguntas.
Aidan tensó la mandíbula ante la idea.
– Creo que tienes razón.