Capítulo 7

Lunes, 13 de marzo, 16.45 horas.

Aidan llegó justo en el momento en que Johnson, el forense, cerraba la cremallera de la bolsa que contenía el cadáver de Winslow. Se apartó para que pasaran con la camilla y se situó al lado de Murphy.

– Tess está bien -anunció Aidan en voz baja-. Le he contado lo de las tarjetas de crédito. No ha hecho falta decirle que eran suyas, ya se lo imaginaba.

– Mientras estabas con ella me ha llamado Spinnelli. -Murphy le mostró el cuaderno donde había apuntado la dirección de una oficina bancaria del otro extremo de la ciudad-. Ha averiguado que la cuenta donde se efectuaron los cargos de la tarjeta de crédito es de esa oficina. Está abierta hasta las seis.

Aidan miró el reloj.

– Tenemos el tiempo justo.

– Spinnelli también me ha dicho que tiene noticias de Patrick. Hay cinco abogados que están preparando recursos de apelación.

– Se va a armar.

– La gorda -añadió Murphy-. ¿Dónde está Tess?

– Se ha marchado a su casa a revisar los informes psiquiátricos de los juicios. Le he dicho que la llamaría más tarde.

– ¡Murphy! -Jack apareció en el vestíbulo donde confluían los dormitorios y les hizo señales para que se aproximaran-. Ven tú también, Aidan. Te gustará ver esto.

Siguieron a Jack hasta la habitación que había sido el dormitorio del bebé. La cuna seguía estando en una esquina y en el cambiador se apilaban pañales desechables y polvos de talco, todo cubierto por una gruesa capa de polvo. Uno de los ayudantes de Jack se encontraba de pie sobre un taburete con el rostro contra un conducto de ventilación destapado cuya rejilla estaba apoyada en la pared.

– Este es Rick Simms. Muéstrales lo que has encontrado, Rick.

Rick se volvió; entre el índice y el pulgar sostenía un pequeño receptáculo negro, de dos centímetros y medio de ancho por uno veinticinco de largo.

Aidan se subió a un extremo del taburete para verlo mejor. Un cable de dos centímetros y medio de largo sobresalía de una de las esquinas del receptáculo y Aidan supo de inmediato qué era lo que había encontrado Rick Simms. Miró a Murphy; ambos estaban atónitos y enojados. Le sorprendía que todavía les afectara algo después de todo lo que habían visto esa tarde.

– Es una cámara.

– Tienes buena vista -comentó Rick-. Es una cámara inalámbrica de alta resolución. -Inclinó ligeramente el receptáculo-. Y además puede reproducir sonidos. Aquí está el micrófono.

– Al muy hijo de puta le gusta mirar -masculló Murphy-. ¿Cómo habéis sabido que estaba ahí?

– Rick se ha fijado en que no había polvo en la rejilla -dijo Jack con cierto orgullo en la voz-. Buen trabajo.

En el rostro de Rick se dibujó una sonrisa deslumbrante.

– Gracias.

– ¿Cuántas cámaras más hay? -preguntó Aidan, bajándose del taburete.

– Eso mismo nos preguntamos. -Jack los condujo de nuevo al salón-. Seguro que no han querido perderse el gran final -dijo, y señaló la rejilla de ventilación que había sobre el escritorio, cuya superficie había quedado despejada al trasladar el ordenador al laboratorio.

– Prueba con esa.

Rick hizo una mueca al esforzarse por alcanzar el conducto de ventilación salpicado de sangre y sesos.

– Qué asco, Jack -exclamó.

Jack soltó una risita sardónica.

– No te irá mal mancharte las manos para variar. Rick es uno de los expertos en electrónica del equipo -explicó dirigiéndose a Aidan-. No suele salir del laboratorio, pero esta vez he pedido que vinieran todos.

Rick entregó la rejilla a Jack, quien la depositó en el suelo con cuidado.

– Tenías razón -dijo Rick-. Hay otra cámara con micrófono y… -Enfocó el oscuro hueco con la linterna y luego se volvió, turbado-. Y un altavoz instalado en la pared. -Lo descolgó para que todos pudieran verlo. Consistía en una cajita del tamaño de una ciruela-. ¿Para qué le hacía falta un altavoz?

– Mientras estabas con Tess ha venido un vecino, Aidan -explicó Murphy-. Nos ha dicho que llevaba todo el día oyendo llorar a un bebé. Yo creía que el hombre había estado viendo algún vídeo, pero ahora ya sabemos de dónde salía el llanto.

Rick miró con repugnancia el altavoz que sostenía.

– Nos enfrentamos a un gran hijo de puta.

– ¿Adónde va a parar la señal del vídeo? -preguntó Aidan.

– Aún no lo sé -respondió Rick-. Pero de entrada sospecho que al receptor Ethernet. Y luego… -Hizo una señal con la mano-. Sale por ahí.

Murphy pestañeó extrañado.

– ¿Al receptor Ethernet?

– Es un medio de conectarse a internet -dijo Aidan; la mente le bullía, las repercusiones eran demasiado abrumadoras.

Rick asintió.

– Es un vídeo de esos a los que se puede acceder sin necesidad de descargárselos; el último grito, chicos. Las cámaras que normalmente encuentro están situadas en el suelo o en los zapatos de alguna mujer, hay pervertidos que las utilizan para verlas en ropa interior. Esa la han colocado para vigilar al tipo.

Murphy sacudía la cabeza.

– Así, ¿las imágenes aparecen en internet? -repitió-. ¿En una página web o algo similar? ¿Nos estás diciendo que cualquiera podría haber visto a Winslow volarse los sesos?

– Es posible. -Rick encogió un hombro-. Depende de lo que pretenda el autor de todo esto. Si el espectáculo es privado, no aparecerá en una búsqueda de Google. -Arqueó las cejas-. Si no…

A Aidan se le revolvió el estómago al captar el significado de las palabras de Rick.

– Santo Dios. ¿Podría ser una de esas páginas en que la gente paga por entrar? -Miró a Murphy y vio que ambos habían llegado a la misma conclusión.

– Es el snuff del siglo veintiuno. -A Murphy empezó a temblarle un músculo de la tensa mandíbula-. Parece increíble.

– ¿Tenéis idea del tiempo que lleva eso ahí? -preguntó Aidan.

Jack se acuclilló para examinar la rejilla.

– En las rendijas se ve suciedad, pero en los tornillos no hay apenas polvo. Tal vez una semana o dos.

– Tenemos que averiguar quién ha accedido a este piso durante las últimas dos semanas -concluyó Murphy-. ¿Qué tipo de persona buscamos? ¿Hace falta tener conocimientos de algún programa en especial?

Rick se bajó del taburete.

– En realidad podría haberlo hecho cualquier adolescente ducho en piratería informática.

Aidan dio un resoplido cansino.

– Jack, tendremos que volver a registrar el piso de Cynthia Adams para ver si hay algún aparato semejante.

Jack miró a Rick.

– ¿Puedes hacerlo hoy?

Rick asintió.

– ¿Agarrar a ese tío? Claro.

– Primero tenemos que seguir la pista de las flores del piso de Adams -explicó Murphy-. ¿Puedes encargarte de terminar con esto, Jack?

Jack agitó la mano para indicarles que podían irse.

– Marchaos. Nos encontraremos en el despacho de Spinnelli a las ocho. Decidle que encargue comida china, la noche será larga.


Lunes, 13 de marzo, 20.30 horas.

Seguía allí. Sentada en el comedor de su casa con una bata de seda roja y gruesos calcetines blancos. A su lado, encima de la mesa, había medio vaso de vino tinto. Consultaba ficheros y más ficheros.

Seguía allí. No estaba donde tenía que estar, encerrada en una celda, muerta de miedo, rodeada de chusma, aguardando a que uno de esos tipos a quienes llamaba «amigos» pagara la fianza; o bien delante de un juez.

Pero la paciencia era una virtud, y el rostro de Ciccotelli empezaba a denotar estrés. La mano le temblaba cada vez que asía el vaso de vino y de vez en cuando en su rostro se dibujaba una expresión de puro horror que le tornaba las mejillas pálidas y los ojos vidriosos. Estaba recordando el aspecto de los cadáveres, imaginando cómo debían de haberse sentido las víctimas justo antes de morir al creer que las había traicionado, preguntándose cuál sería la siguiente.

Era suficiente por el momento.

En cuanto a la policía, de momento podían darse por satisfechos si al ir a mear se encontraban la polla. Con el tiempo, acabarían consultando las cuentas corrientes de las víctimas y paso a paso irían acortando la distancia que separaba a Ciccotelli de su bonita fosa. Mientras tanto, quedaba por ver cuál era la decisión del consejo de cualificaciones profesionales. Habían entrado en acción antes de lo esperado, y todo gracias a Cy Bremin y la noticia que había ocupado una portada entera. Se lo había pasado en grande.

Tenía ganas de volver a oírlo. Un simple clic del ratón sobre el archivo de sonido sería suficiente para que la áspera voz del doctor Fenwick cobrara vida. «El consejo considera que las imputaciones son graves e inaceptables.»

No. «¿En serio?» Las imputaciones no eran graves e inaceptables. Aquel era uno de los comentarios más necios que su micrófono había recogido durante las semanas que llevaba oculto tras uno de los archivadores del despacho de Ciccotelli. El consejo no tenía ninguna prueba en su contra y todos los presentes en la sala lo sabían: Fenwick, Ciccotelli y su abogada, que rápidamente había despachado el asunto con amenazas farragosas.

Sin embargo, la visita había sentado las bases sobre las que podría construir algo interesante. Era probable que el imperioso doctor Fenwick considerara la muerte de Avery Winslow más inaceptable aún. Segundo delito grave. El tercer ataque iría dirigido al consejo de cualificaciones profesionales, no a la policía. No sería el toque final, pero le serviría para matar el aburrimiento mientras la policía daba palos de ciego.

Y sobre todo sería muy divertido verlo.


Lunes, 13 de marzo, 20.30 horas.

– ¿Y bien?

Spinnelli ocupaba un extremo de la mesa y fruncía la cara mientras masticaba. Los otros asientos estaban ocupados por Aidan, Murphy, Jack, Rick y Patrick, quien acababa de informarles de que el número de recursos de apelación había ascendido a ocho.

– Déjanos cenar tranquilos, Marc -protestó Jack-. No he tomado nada desde la hora de comer.

– Nosotros ni siquiera hemos comido -agregó Aidan. Habían empleado mucho tiempo en las floristerías-. Si queréis mientras cenamos podemos mostraros un vídeo. -Se puso en pie y tomó el disco que habían extraído de la cámara de seguridad de la oficina bancaria; luego aferró la bandeja de General Tso's al ver que Murphy le dirigía una mirada voraz a su comida-. No tendremos que rebobinar mucho. -Insertó el disco, oprimió el play y se apartó para que el grupo pudiera ver la pantalla del televisor-. Ocurrió el jueves pasado por la tarde. -En la pantalla apareció una mujer con un abrigo de color tabaco. El ondulado pelo moreno le caía suelto por encima de los hombros. Era más o menos de la misma estatura que Tess Ciccotelli y el grueso abrigo ocultaba sus formas.

La mujer parecía latina. Su rostro, aunque algo más delgado que el de Ciccotelli, tenía unas facciones lo bastante parecidas a las de esta como para pasar por italiana ante los ojos del atribulado empleado del mostrador, o en el vídeo de pésima calidad grabado por la cámara de seguridad.

– El abrigo de Tess es del mismo color -dijo Murphy-. Esta parte me ha puesto los nervios de punta -añadió-. Mirad cómo se desabrocha el abrigo, lo justo y necesario para mostrar la bufanda enrollada al cuello. Quería asegurarse de que el empleado del mostrador la viera porque Tess siempre lleva bufanda.

«Excepto cuando lleva un jersey negro de cuello alto tan ceñido que parece una segunda piel», pensó Aidan, pero borró de inmediato aquella imagen de su mente.

Spinnelli apretó la mandíbula.

– Es por la marca que le dejó la agresión que sufrió el año pasado.

Ahora la imagen que Aidan trataba de borrar de su mente era la de él rodeando con las manos el cuello del desgraciado que había estado a punto de matarla.

– Hostia -masculló Patrick mientras observaba las imágenes-. Se parece mucho a Tess.

– ¿Estás ciego o qué? No se le parece en nada -le espetó Murphy.

Patrick negó con la cabeza.

– No, no estoy ciego. Seguro que un juez opina que se le parece lo bastante como para aceptar los recursos de apelación, sobre todo teniendo en cuenta que cada vez hay más indicios que la acusan. Sin tener pruebas no es posible imputarle ningún delito -añadió-, pero las aguas están revueltas, y eso no la ayuda en nada. Mierda.

Aidan observó a la mujer dirigirse al casillero, inclinarse e introducir la llave en la cerradura.

– Ninguna persona en su sano juicio las confundiría, los movimientos de esa mujer no se parecen a los de Tess Ciccotelli.

– No me imagino alegando eso ante un juez, Aidan -dijo Patrick en tono irónico-. Aunque pienso lo mismo; seguro que hay muy pocas mujeres que se muevan como Tess.

Aidan se volvió para mirar a Patrick, en cuyo rostro se dibujaba lo más parecido a una sonrisa que le había visto esbozar jamás. Murphy, de pronto, estaba enfrascadísimo rebañando la bandeja de filete de cerdo recalentado. Jack sonreía abiertamente y Rick parecía estar a punto de hacer lo mismo. Al notar que se sonrojaba, Aidan alzó los ojos en señal de exasperación.

– Quiero decir que… Da igual.

Spinnelli frunció el bigote.

– Todos sabemos lo que quieres decir, Aidan. -Carraspeó y se puso serio-. Si dejamos a un lado la forma de moverse, Patrick tiene razón. Tendremos que demostrar que no se trata de Tess. ¿Es posible obtener alguna huella del casillero?

– Enviaré allí a un equipo, Marc -se ofreció Jack-. Pero parece que no se ha quitado los guantes en todo el rato.

La mujer del vídeo introdujo el correo del casillero en el bolsillo lateral de su maletín.

– ¿Es posible que sea el cerebro de la operación? -preguntó Patrick.

– No lo sé -respondió Aidan-. A mí me da la impresión de que está… demasiado nerviosa. Parece muy alterada.

Patrick se encogió de hombros.

– Yo también estaría nervioso si planeara asesinar a dos personas. Pero tienes razón, hay algo que no cuadra. Se deja ver demasiado. Sabe que la están grabando y representa su papel. Tenemos que averiguar quién es.

Murphy se cruzó de brazos y arrugó la frente.

– También aparece en la grabación del vestíbulo de casa de Adams. El portero desconectó la cámara que enfoca el ascensor en el piso en el que ella vivía, pero no en la planta baja. Veremos si alguien vio a la mujer entrar en casa de Winslow.

Spinnelli se presionó la barbilla con los dedos.

– ¿Qué hay de las cámaras del interior de los pisos?

Rick apartó los restos de comida de su bandeja.

– En el apartamento de Adams había instalado un sistema similar. He encontrado una cámara encima de la cama y otra en el salón. También había una en el baño -añadió, perplejo.

– En el primer intento de suicidio trató de cortarse las venas -dijo Aidan, extrayendo el disco del reproductor. Se sentó junto a Rick-. La gente suele hacerlo en la bañera. Tal vez nuestro hombre creyera que volvería a utilizar el mismo método.

– Tal vez. De todas formas, he descubierto que hay una relación entre los dos escenarios. En ambos había cámaras inalámbricas y altavoces. Todo estaba limpísimo y quienquiera que instalara los aparatos ni siquiera dejó huellas en las rejillas de ventilación. Antes de que me lo preguntéis, os diré que será casi imposible saber dónde compraron los dispositivos; se trata de un sistema de vigilancia de buena calidad, muy corriente. Puede adquirirse en cualquier tienda de material eléctrico o por internet. Se venden a montones. Sería como buscar una aguja en un pajar.

– ¿Qué hay de las transmisiones? -preguntó Aidan-. ¿Podemos seguirles la pista?

– Podemos intentarlo mientras el sistema de alimentación esté activado. El de Adams ya no funciona, pero las cámaras del piso de Winslow siguen conectadas. He encontrado el router al que está conectada la cámara inalámbrica. Puedo instalar un rastreador en la red y ver a qué dirección IP está dirigida.

Patrick pestañeó perplejo.

– Habla en nuestro idioma, Rick.

Rick soltó una risita.

– Lo siento. Las transmisiones de internet se dividen en paquetes y se envían a un destino donde vuelven a reunirse. Los rastreadores dividen cada paquete en sus componentes. Uno de ellos es la dirección IP, es decir, el destino. Yo puedo detectar las direcciones IP en la pantalla a medida que los mensajes son enviados a través de la red. Con todo, hay dos problemas. El primero tiene que ver con vosotros -dijo dirigiéndose a Patrick-. Es como intervenir un teléfono. Para empezar, necesito una orden judicial.

– Ya me lo imaginaba. -Patrick tamborileó con los dedos en la mesa-. ¿Qué más?

– El segundo problema es el mayor. Una vez obtenga la dirección IP, no tendré ninguna garantía de que sea la verdadera. Ningún hacker con dos dedos de frente se enviaría un vídeo así a sí mismo. Lo lógico sería que lo enviara a un ordenador zombi, y si es listo el primero debería enviarlo a un segundo. -Se encogió de hombros-. Y una vez llegue al destino final, aún me quedará relacionar la dirección IP con una persona, y los proveedores de internet no suelen colaborar. Para eso me hará falta otra orden judicial.

– Rastreadores y zombis -masculló Spinnelli-. ¿Cuánto tiempo te llevará, Rick?

– Puede que unos cuantos días. También tenéis que saber que muchos proveedores de internet dependen de holdings extranjeros, sobre todo los más importantes.

– Y seguro que este es uno de esos -gruñó Patrick-. Si depende de un holding extranjero, el esfuerzo habrá sido en balde.

Aidan se frotó las sienes.

– Tú has hecho eso muchas veces, Rick.

– Sí, por desgracia. Una de las mayores áreas que estamos investigando son los delitos a través de la red, y el que encabeza la lista es la pornografía infantil. Los pederastas conocen el sistema y te hacen dar vueltas y más vueltas hasta que pierdes el norte. Y cuando consigues llegar al final te encuentras con que han desaparecido y han vuelto a empezar en otra parte. Haré todo lo que pueda, de eso podéis estar seguros.

– Pero no tienes muchas esperanzas -adivinó Aidan.

Rick sacudió la cabeza.

– No. Me gustaría poder deciros otra cosa.

Patrick exhaló un suspiro.

– Para empezar, es todo cuanto tenemos. Te conseguiré la orden judicial en menos de una hora, Rick. Vuelve al piso de Winslow y espera allí.

Rick recogió sus cosas y se despidió.

– Gracias por la cena, teniente. Ah, otra cosa. Ese tipo desconectó la señal de las cámaras de Adams y supongo que pronto hará lo mismo con las de Winslow. Si eso ocurre, no tendremos nada de nada.

Spinnelli soltó un bufido de desesperación en cuanto Rick abandonó la sala.

– ¿Siempre es tan optimista?

Jack se encogió de hombros.

– Se pasa casi todo el día investigando el tráfico de pornografía infantil. ¿Cómo quieres que sea optimista?

Patrick se retiró de la mesa.

– Tengo que conseguir la orden judicial -dijo-. Mantenme informado, Marc. Llámame en cuanto sepas algo que pueda servirme para rebatir los argumentos y quitarme de encima las putas apelaciones.

Cuando el fiscal se hubo marchado, Spinnelli miró a Aidan, Murphy y Jack con hastío.

– Tenemos dos posibilidades: tratar de demostrar que Tess no lo ha hecho o descubrir quién está detrás de todo esto. Hasta ahora no nos ha ido muy bien con la primera opción, así que será mejor que nos centremos en la segunda. ¿Quién podría ser?

Murphy se volvió hacia Aidan.

– Creíamos que podría tratarse de uno de los indignados amantes de Adams, pero después de lo de Winslow me parece que no tiene sentido reclamar como prueba los informes del Departamento de Sanidad.

– No -convino Aidan-. Tienes razón. Podemos enfocar esto desde dos ángulos. Opción A: alguien trata de desacreditar a Tess Ciccotelli.

– ¿Por qué? -preguntó Spinnelli-. ¿Cuál es el motivo? El plan está muy bien trazado. Se necesita guardarle mucho rencor a Tess y ser muy inteligente para poner en práctica una cosa así.

– Una apelación es motivo suficiente -opinó Murphy-. Esa gente tiene familia.

Aidan extrajo de entre las hojas de su cuaderno la lista de procesados.

– Tendremos que empezar por uno de los nombres de esta lista. No he tenido tiempo de revisarla, pero Tess me ha dicho que esta noche revisaría sus archivos. Tal vez haya encontrado algo. -Miró el listado y sacudió la cabeza por la que aún rondaban las palabras de Rick Simms-. De todos modos, no puedo dejar de darle vueltas a la opción B. ¿Qué pasa si no se trata de algo personal? Es posible que alguien la haya elegido por tener contacto con personas lo bastante influenciables como para suicidarse. Su especialidad es precisamente los suicidas. Es posible que alguien se haya dedicado a seleccionar víctimas de su lista de pacientes y luego utilizar su propio sentimiento de culpa para atormentarlas hasta que se suicidan.

– Y a grabarlo todo en un vídeo para colgarlo en internet -concluyó Jack con gravedad.

Spinnelli no estaba convencido.

– Me parecen demasiadas molestias.

– A lo mejor el tipo disfruta con lo que hace, Marc -le espetó Aidan-. Y si encuentra clientes dispuestos a pagar lo que pide… el motivo podría ser tan simple como la avaricia.

– Esto no tiene nada de simple -repuso Spinnelli-. Pero lo que dices tiene sentido, Aidan. Todos hemos topado alguna vez con un sociópata que no dudaría un instante en aprovecharse de otra persona. ¿De quién estaríamos hablando en ese caso?

– Si Tess no es más que un medio y lo que verdaderamente importa son sus pacientes… -Aidan se encogió de hombros-. No tenemos ninguna pista. Podría tratarse de cualquiera.

Spinnelli dejó escapar un suspiro.

– Veo que eres igual de optimista que Rick Simms. Haced el favor de darme alguna buena noticia o el que acabará suicidándose seré yo.

Jack lanzó una hoja de papel al centro de la mesa.

– De camino hacia aquí, he pasado a ver a Julia y me ha dicho que tenía el informe de tóxicos de Winslow. -Julia VanderBeck además de forense era la esposa de Jack-. Ha encontrado fenciclidina en la sangre, igual que con Adams -prosiguió Jack.

– ¿La sustancia de las píldoras cambiadas? -preguntó Murphy, y Jack asintió.

– Sí. En el bote de Xanax aparece el nombre de Tess, ella prescribió el medicamento, y también tiene sus huellas dactilares, como en el caso de Adams.

Spinnelli puso mala cara.

– Había dicho que quería buenas noticias, Jack.

– Ten paciencia, Marc. Lo que hemos encontrado dentro del bote es más interesante que lo de fuera. He pedido que hagan un análisis espectral de los residuos del fondo, un poco de polvo acumulado en la hendidura imposible de distinguir a simple vista. La buena noticia, Marc, es que la sustancia no es ni Xanax ni fenciclidina sino Soma, un relajante muscular según Julia. Ambos botes contienen lo mismo.

Spinnelli asintió despacio.

– Eso quiere decir que los botes han sido reutilizados.

– Y, puesto que tienen las huellas de Tess, es posible que inicialmente fueran suyos -observó Murphy-. Pero eso no sirve para exculparla, Jack. De hecho es incluso peor.

Jack arqueó las cejas.

– A menos que los hayan robado.

Spinnelli sacudió la cabeza.

– Demasiadas conjeturas, chicos. Averiguad si Tess ha tomado Soma y cuándo. Lo tendremos en cuenta, igual que el resto de suposiciones. ¿Qué más sabes, Jack?

– Estamos tratando de averiguar cuánto tiempo permaneció el muñeco en el horno basándonos en la parte derretida, y también hemos aspirado los dos pisos. Queremos saber si en ambos pisos hay restos del mismo material, y así, podríamos relacionar al autor con los dos escenarios.

– Si es que es el mismo -observó Aidan-. Tess ha dicho que la voz de la persona que la ha llamado hoy sonaba distinta a la del sábado; parecía mayor.

– ¿Habéis hecho un rastreo de las llamadas? -preguntó Spinnelli.

– De las del teléfono de su casa, sí. Parece que la llamada del sábado por la noche corresponde a un móvil desechable. Hoy le han telefoneado a la consulta, así que también he pedido que rastreen las llamadas de ese teléfono. El informe aún no está listo. Cuando esté terminado, te lo diré. ¿Qué hay de los números de serie de las pistolas, Jack?

– Mi equipo no ha podido descifrar el número de la pistola de Adams, así que lo he enviado al laboratorio central. Tienen mejores herramientas, pero tardarán unos días. El de Winslow también está borrado; la historia se repite. Lo siento… -Jack deslizó otra hoja de papel y un montón de fotografías hacia Spinnelli-. Aquí está el inventario de lo que nos hemos llevado de los dos pisos. El oso de peluche de Winslow es un modelo estándar, no tiene nada de especial. Lo venden en Wal-Mart y en Toys"R"Us. Según parece, estamos en un callejón sin salida.

Aidan se inclinó hacia la mesa, inquieto al recordar cómo el muerto aferraba el oso de peluche.

– Déjame ver la foto del oso. -Cuando Spinnelli se la entregó, Aidan abrió la carpeta que había recogido en archivos de camino a la reunión.

– Mierda, está muy bien buscado. Este es el informe que la policía hizo de la muerte del hijo de Winslow. -Extrajo una fotografía de la carpeta y la colocó junto a la del oso para que todos pudieran verla. Era una vista general del escenario de la muerte, en ella aparecía todo el asiento del monovolumen. En el lado izquierdo había un paquete de pañales y en el derecho, un oso de peluche-. Es el que encontraron junto al bebé el día en que murió.

– Ese cabrón no se pierde una -masculló Murphy. Levantó la vista de las fotografías con expresión indignada-. ¿Tienes el informe de Melanie Adams?

– Sí, he traído los dos. -Aidan deslizó hasta el centro de la mesa la foto que la policía tomó de la muerte de Melanie mientras Murphy buscaba en el montón de Jack una copia de la que había encontrado en el piso de Cynthia Adams.

– Son iguales -observó Murphy-. La misma posición, la misma ropa, los mismos zapatos. Solo cambia el fondo. El de la foto que tomó la policía parece más neutro; en cambio, este -dijo, señalando la otra foto- es más llamativo, destaca más.

– Puede que lo hayan retocado con el Photoshop -sugirió Aidan, y miró el rostro perplejo de Murphy-. Hice una asignatura de diseño gráfico cuando me estaba sacando la carrera. El Photoshop es un programa para retocar fotografías; puedes recortarlas, incluso cambiar los colores. Alguien con suficientes conocimientos podría hacer ver que Melanie se colgó de la Torre Eiffel.

– Así que quien sea tiene acceso a nuestros archivos -musitó Spinnelli-. Qué hijo de puta. -Se recostó en la silla con el semblante tenso, era obvio que la deducción no le hacía ninguna gracia.

Durante un buen rato reinó un silencio absoluto en la sala. Al final, las palabras que nadie más se atrevía a pronunciar salieron de la boca de Aidan.

– Hay otro gran colectivo que tiene sus razones para detestar a Tess Ciccotelli.

Spinnelli miró a Aidan a los ojos y este supo que su jefe había llegado a la misma conclusión que él.

Aidan asintió.

– Nosotros.

Spinnelli apartó la vista y cerró los ojos mientras sacudía ligeramente la cabeza.

– Murphy, ve a Archivos y, con el pretexto de que Aidan y tú tenéis problemas de comunicación, pídeles que te dejen examinar los informes. Diles que te dejen ver el listado de control de las consultas. Tenemos que descubrir quién ha consultado esos informes. -Miró a los tres con expresión penetrante-. De momento, no le contaremos nada de esto a nadie. Ya avisaré a los de Asuntos Internos cuando llegue el momento.

– Puede que la cosa no termine aquí -aventuró Murphy en voz baja-. Independientemente de quién sea el autor, el resto de pacientes de Tess corre peligro. Tendremos que saber quiénes son.

Jack puso mala cara.

– No querrá decírnoslo, es secreto profesional.

– Por cortesía, primero se lo preguntaremos -decidió Spinnelli-. Si se niega, obtendremos una orden judicial. De momento sabemos que la persona a quien buscamos tiene conocimientos de medicina y de informática; puede que sea la mujer del vídeo o puede que no. Ahora marchaos y volved con algo sobre lo que podamos trabajar. Nos encontraremos aquí mañana a las ocho en punto.

Y sin más, se despidieron. Murphy miró a Aidan de reojo cuando ambos se dirigían a sus respectivas mesas de trabajo.

– Avísame cuando hayas terminado de hablar con ella.

– ¿Cómo que cuando haya terminado de hablar con ella? Tú te vienes conmigo.

Murphy negó con la cabeza.

– Ya has oído a Spinnelli, tengo que ir a Archivos.

– Eres un cobarde asqueroso -gruñó Aidan-. Lo que pasa es que no te atreves a enfrentarte a ella.

– No querrá hablar conmigo, aún está dolida. Además, a ti te gusta ver cómo se mueve.

– Cierra la boca, Murphy. -Llegaron a sus mesas y Aidan recogió el abrigo que estaba sobre la silla-. No he tocado el caso de Danny Morris en todo el día, y el asqueroso de su padre sigue libre mientras él está en la morgue.

– Pues, de camino a casa de Tess, déjate caer por su bar favorito. A lo mejor tienes suerte y lo encuentras tomándose una cerveza.

– Mientras tú vas Archivos, ¿no? No es justo, Murphy.

– De algo tiene que servirme la antigüedad, Reagan. Hasta mañana.


Lunes, 13 de marzo, 23.15 horas.

Tess estaba inclinada sobre la pila de carpetas de la mesa del comedor sirviendo a Jon un buen merlot.

– Ya sabes que no hace falta que vengas cada dos por tres a ver cómo estoy. Sé cuidarme.

Aunque después de pasarse horas revisando los informes solicitados por el tribunal sabiendo que uno de los nombres que aparecían podía corresponder al responsable de la muerte de dos de sus pacientes… agradecía tanto el descanso como la compañía de Jon. En su piso había demasiado silencio. Habitualmente se sentía cómoda en silencio, a veces incluso lo disfrutaba. Esa noche, sin embargo, cualquier pequeño crujido o golpe, o el traqueteo del cristal debido al viento la sobresaltaban.

Jon la miró por encima de la copa de vino con el ceño fruncido.

– Pues claro que sabes cuidarte, lo que pasa es que no quieres. Has recorrido a pie las diez manzanas hasta el Lemon bajo una lluvia helada. Mierda, Tess. Robin me ha dicho que cuando has llegado estabas congelada. No llevabas sombrero, ni paraguas.

Se había dirigido a la taberna Blue Lemon de Robin después de que Amy desapareciera, y tal como esperaba allí la habían recibido con los brazos abiertos.

– Me había dejado el paraguas y el bolso en el despacho. Mira, llevo todo el invierno soportando días peores. En la calle hacía frío, pero allí he entrado en calor. Robin me ha arropado y me ha dado sopa. Me ha ido bien. -Dirigió a Jon una pícara sonrisa con la esperanza de que sirviera para borrar el ceño de su rostro-. Y luego Thomas me ha dado un masaje en los hombros. Robin está desperdiciando el talento de ese hombre en la cocina. Tiene unas manos increíbles.

Jon frunció los labios.

– Eso dicen. -Sacudió la cabeza a la vez que exhalaba un suspiro de resignación-. La próxima vez que te encuentres en la calle sin dinero, llámame, ¿entendido? Tengo derecho a preocuparme por ti.

– Bueno, por esta noche ya lo has hecho bastante. Robin me ha prestado dinero para el taxi y he vuelto al despacho a por mis cosas. Luego he venido hasta casa en coche. Me he dado un baño fantástico y me he puesto cómoda. ¿Lo ves? -Le mostró los pies, abrigados con unos gruesos calcetines.

Jon se echó a reír.

– Solo tú eres capaz de combinar con acierto un pijama de seda y unos calcetines de lana. -Pero la expresión risueña pronto se desvaneció de sus ojos-. ¿En qué lío andas metida, Tess? Llevo todo el día pensando en ti. Cuando he oído la noticia del segundo suicidio… Han hablado de ello en todos los telediarios y no hay ni un periodista que no haya mencionado tu nombre.

Tess tragó saliva; el tono frívolo de la conversación se esfumó y ocupó su lugar el horror vivido durante la tarde.

– La policía ya no me considera sospechosa.

– Eso está muy bien. ¿Y?

– Ha sido horrible. Estaba allí, tendido, aferrado al oso de peluche. Se había volado media cabeza, Jon.

Él posó la mano sobre la de ella.

– No es culpa tuya, Tess.

Ella bajó la vista a la mano.

– Todos aquellos que formaban parte de su vida habían desaparecido. Su esposa no era capaz de perdonarlo. Ni él mismo podía perdonarse. La mayoría de sus amigos ni siquiera lo miraba a la cara. Yo era la única persona con quien podía hablar. -La mano de Jon empezó a desdibujarse a medida que sus ojos se llenaban de lágrimas; era la primera vez en todo el día que se permitía desahogarse. No podía dejar de pensar cómo se habría sentido el hombre al ver la fotografía-. Es repugnante -concluyó, sin apenas voz-. Espantoso.

– Tess, mírame. -El tono de Jon resultaba tan extrañamente imperioso que lo obedeció. En su semblante se mezclaban la lealtad incondicional, la ira y la preocupación. Le enjugó suavemente los ojos con el dedo pulgar-. No puedes hacerte a ti misma una cosa así, cariño. ¿Cuántas veces hemos hablado de que te implicas demasiado en los problemas de tus pacientes?

Ella recobró un poco el ánimo, lo justo y necesario para hablar con cierta crispación.

– Para ti es muy fácil. Te relacionas con tus pacientes de una forma muy fría; lo mismo da que sean personas o filetes de ternera.

Jon encajó la crítica con ecuanimidad.

– Porque es lo que quiero. No puedo pensar en ellos tal como lo haces tú, Tess. Acabaría destrozado. La siguiente vez que tuviera en las manos un bisturí, vacilaría, y eso podría costarle la vida al paciente.

Tess suspiró.

– Ya; distancia profesional. Tú eres capaz de marcarla, yo no lo he logrado nunca. Has ganado.

Él sonrió con tristeza.

– Hay mucha gente que consideraría que quien ha ganado eres tú. Lo que quiero decir es que cada uno tiene que saber cuáles son sus límites, querida. Eres una buena doctora porque te preocupas por tus pacientes, pero ¿a cambio de qué? En mi opinión, el coste es demasiado elevado. Tal vez deberías plantearte a qué tipo de pacientes debes tratar, los suicidas te acarrean demasiados disgustos. -Tess pensó que, de repente, el rostro de Jon se había iluminado de una forma encantadora; hasta que prosiguió-: ¿Qué te parecería tratar algunas fobias para variar?

Ella lo miró con los ojos entornados. Él era una de las pocas personas que conocía su fastidiosa fobia.

– ¿Como la claustrofobia, por ejemplo?

Él esbozó una sonrisa ladeada y Tess se dio cuenta de que no se atrevía a sonreír más abiertamente.

– Por ejemplo. Necesitas unas vacaciones, caray. ¿Cuánto tiempo hace que no te tomas unos días libres?

La mandíbula de ella se tensó de inmediato.

– Desde mi luna de miel. -Se refería al crucero que había hecho con Amy, porque habría sido capaz de llegar andando hasta la China antes de permitir que el cabrón de Phillip llevara de viaje a su fulana y porque, evidentemente, no podía pedir que le devolvieran el dinero de los billetes.

Jon hizo una mueca.

– Lo siento. Robin y yo iremos a Cancún el mes que viene. Vente con nosotros.

Ella soltó una carcajada.

– No, gracias. Solo hay una cosa peor que un viaje de luna de miel con tu mejor amiga: un trío amoroso.

Jon sonrió y elevó las cejas.

– Vamos, Tess, cede un poco. A Robin no le importará, y siempre podemos buscarte compañía.

Ella le devolvió la sonrisa compadeciéndose de sí misma.

– Vete a casa, Jon. Estoy agotada.

Él dejó la copa en la mesa y se levantó, obligando a Tess a hacer lo mismo.

– Acompáñame a la puerta y…

– Echa el pestillo. -Ella abrió la puerta-. Eres mucho peor que Vito.

Jon se detuvo en el zaguán y la miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Has llamado a tu familia?

La sonrisa de Tess se desvaneció.

– No.

– Tess…

– Vete a casa, Jon -repitió, esta vez en tono serio.

Él bajó la vista al suelo, vacilante.

– Hay otro motivo por el cual he venido a verte, aparte de la preocupación de Robin.

Ella suspiró y lo miró a través de aquellas largas pestañas que muchas mujeres darían cualquier cosa por tener. Las de Aidan Reagan eran más largas aún. Y más oscuras. Y sus ojos, mucho más azules.

Tess pestañeó varias veces y volvió a centrarse en el rostro de Jon. «Ya estaba bien. ¿A qué venía eso?» Pocas horas de sueño y demasiado estrés, concluyó. Y demasiadas noches sola, con la única compañía y el único calor del gato.

Jon se le acercó.

– Tess, ¿qué te ocurre? Te has quedado pálida.

– No es nada. Es que estoy más cansada de lo que creía. ¿Qué ibas a decirme?

– Hace unas horas me ha llamado Amy.

Los labios de Tess dibujaron una fina línea.

– Ah, ¿y te ha dicho que ya no quiere ser mi abogada?

– Me ha contado que te había dicho cosas que preferiría no haberte dicho. Le preocupaba tanto que ese detective te metiera entre rejas que era incapaz de pensar con claridad. Me ha pedido que averiguara si seguías enfadada con ella.

Tess sacudió la cabeza. Parecía que tuvieran dieciséis años y aún vivieran con sus padres.

– ¿Y por qué no me llama ella?

– Pensaba que le colgarías el teléfono.

– Es posible.

– También me ha dicho que te había llamado para asegurarse de que habías llegado bien a casa y no le habías respondido. No quiero ser el tercero en discordia, así que llámala, ¿de acuerdo? Dile que quieres darle un beso y hacer las paces. Y escúchala, Tess. Ella sabe más de todo esto que tú y, aunque se comporte como una imbécil, lo hace con buena intención porque no quiere verte entre rejas.

Jon tenía razón. Amy lo hacía por su bien. Ella había llegado a la misma conclusión mientras recorría las diez manzanas que la separaban de la taberna de Robin.

– De acuerdo, haremos las paces y te dejaremos tranquilo. -Pero no pensaba comprometerse a hacer lo que Amy le pedía. Lo había pensado mucho durante las horas que habían transcurrido desde que saliera del piso de Winslow y estaba más convencida que nunca de que colaborar con la policía era esencial. Aunque a Jon le preocuparía que lo hiciera. En un impulso, se puso de puntillas y lo besó en la mejilla-. Gracias.

Justo en el instante en que los labios de Tess rozaron su mejilla, Jon se irguió y le rodeó los hombros con el brazo en un gesto protector. Ella siguió su mirada y su corazón omitió un latido.

El detective Reagan se encontraba de pie en el rellano, frente al ascensor. No parecía muy contento. Ella se llevó las manos a los bordes de la bata de seda y tiró de ambos extremos para cubrirse el cuello. Lo hacía de manera instintiva. Jon era una de las pocas personas que habían visto su cicatriz.

Poco a poco, Reagan se acercó. Tenía la vista fija en el hombro de ella, justo en el lugar en que Jon aún tenía la mano; hundió las suyas en los bolsillos del abrigo. Se detuvo a una distancia prudencial para ser respetuoso, lo bastante cerca para que ella notara la fragancia de su aftershave. Se había, afeitado antes de acudir, las mejillas en las que esa misma tarde se observaba una barba incipiente aparecían ahora suaves y satinadas.

– Doctora Ciccotelli.

– Detective Reagan. Este es Jonathan Carter, el colega del que le hablé.

Saludó a Jon con una brusca inclinación de cabeza.

– Me gustaría intercambiar unas palabras con usted, doctora.

Jon clavó los dedos en el brazo de Tess; su gesto de advertencia resultó tan sutil como feroz su ceño.

– No sin que esté presente su abogada.

Reagan posó los ojos en los de ella, su expresión era indescifrable.

– Podemos avisarla si así lo quiere, doctora.

Habló con la suficiente frialdad como para que un escalofrío de temor recorriera la espalda de Tess.

– Pero necesito que responda a algunas preguntas esta misma noche.

Tess le dio unas palmadas en el pecho a Jon.

– No te preocupes, Jon. Llamaré a Amy, te lo prometo. Vete a casa.

– No sé…

– Te llamaré en cuanto el detective se marche para que sepas que sigo vivita y coleando -lo interrumpió, quitándole importancia al asunto expresamente-. No diré nada que pueda ser utilizado en mi contra en un juicio. -Se libró de la mano de Jon y le dio un codazo sin dejar de sujetarse fuertemente la bata alrededor del cuello-. Vete a casa, Jon.

La mirada con que Jon la obsequió al marcharse resultó tan cortante como uno de sus bisturís. Sin embargo no dijo nada, y al cabo de un momento ya se encontraba en el ascensor.

Se había quedado sola con Aidan Reagan y sus largas pestañas.

– ¿Dónde está Todd?

– Está siguiendo otras pistas.

– Ya. Bueno, ¿le parece bien que hablemos dentro de casa o prefiere quedarse en la escalera?

– Como usted prefiera, señora.

«Así que ahora soy una señora.» El tratamiento en boca de Reagan sonaba a insulto.

– Entonces entremos. Prefiero no andar en bata por la escalera.

Aidan entró y cerró la puerta.

– Disculpe por la hora -dijo en tono formal-. Tenía la esperanza de que aún estuviera despierta.

Ella señaló con la mano libre el montón de carpetas apiladas sobre la mesa del comedor.

– Estaba repasando los informes. Si no le importa, me cambiaré. Solo me llevará unos minutos.

Tardó menos de tres; en lugar de la bata llevaba puesto un ajustado jersey de cuello alto y unos tejanos, pero los calcetines eran los mismos. Encontró a Aidan de pie en el salón, examinando los dibujos a pluma colgados en la pared.

– ¿Quiere quitarse el abrigo, detective?

Él negó con la cabeza.

– No, gracias.

– Entonces le serviré un vaso de vino. ¿O aún está de servicio?

Él se dio media vuelta y sus ojos se posaron en los dos vasos vacíos de la mesa del comedor antes de hacerlo en el rostro de Tess.

– No, gracias. -Su tono era amable, pero la frialdad de su voz marcaba las distancias-. ¿Quiere llamar a su abogada? Me gustaría terminar cuanto antes.

– No. Adelante, detective, formule sus preguntas. Si puedo responder, lo haré.

La expresión de sorpresa de sus ojos duró tan poco que Tess se preguntó si habrían sido imaginaciones suyas.

– Le ha dicho a su novio que la llamaría.

– Y lo haré. En cuanto se marche. Mi abogada y yo no compartimos el mismo punto de vista sobre la colaboración con la policía, detective. -Sus labios se curvaron en una triste sonrisa-. Además, no creo que quiera seguir siendo mi abogada. Hemos tenido una especie de disputa. -Arqueó las cejas mientras observaba fijamente el semblante de Aidan-. Ah, y el doctor Carter no es mi novio.

Esa vez, lo que emitieron sus azules ojos fue un destello inconfundible, intensísimo. Su mirada atrapó la de Tess y durante un prolongado instante le pareció que volvían a encontrarse en la escalera. Pero el instante se desvaneció enseguida.

Él apartó la mirada y la posó en las carpetas apiladas sobre la mesa.

– ¿Ha encontrado algo? -preguntó con la voz algo quebrada.

Tess respiró hondo y el oxígeno sirvió para que volviera a funcionarle el cerebro. Le vino otra vez a la cabeza la advertencia de Amy: «Reagan utilizará sus miradas para que bajes la guardia». Era cierto que por un momento había bajado por completo la guardia, y la idea la hizo estremecerse.

– Antes de responder, detective, yo también tengo que hacerle una pregunta. -Esperó a que la mirara de nuevo a los ojos; él arqueó las cejas, a la espera de la cuestión-. ¿Necesito un abogado?

Él contestó sin inmutarse.

– No.

Tess evaluó el riesgo y decidió seguir con su plan original.

– Muy bien. He repasado los informes. En primer lugar, he revisado los juicios en los que la condena dependía de mi declaración. Son cinco de un total de treinta y uno. Todos los inculpados son hombres. Cuatro fueron acusados de homicidio y uno de violación. -Sacudió la cabeza con pragmático escepticismo-. Pero ninguno me dio la impresión de ser capaz de organizar algo así. Esos tipos son criminales, pero por mucha imaginación que le ponga al asunto no los considero unos ases del crimen. Además, los cinco están en prisión, a menos que alguna junta de libertad condicional haya jod… estropeado las cosas.

Le pareció que Aidan reprimía una sonrisa ante el desliz.

– Hablaremos con sus familiares -dijo-. Así veremos si realmente alguno está moviéndose para que se repita el juicio.

A Tess se le encogió el estómago.

– ¿Se espera que haya apelaciones?

– Sí.

Tess suspiró.

– Me apostaría cualquier cosa a que Patrick Hurst no está precisamente contento esta noche.

– Pues ganaría la apuesta, doctora. ¿Ha oído hablar del Soma?

El repentino cambio de tema la dejó perpleja.

– Sí, es un relajante muscular.

– ¿Lo ha tomado alguna vez?

Ella asintió lentamente.

– Sí; el año pasado tuve un accidente. -Un desgraciado la había herido con una cadena y el mero recuerdo aún le revolvía las tripas. Se concentró en los ojos de Reagan mientras trataba con todas sus fuerzas de alejar de sí el pánico que sentía-. Me lastimé la espalda y el médico me lo recetó.

– ¿Cuánto tiempo lo estuvo tomando?

La expresión de Aidan volvía a ser indescifrable, y de nuevo la voz de Amy se dejó oír en la mente de Tess. «No seas idiota, Tess.»

– Unos seis meses, con interrupciones. ¿Por qué?

– ¿Guarda todavía la receta?

– No. No quería tomarlo más, iba a trabajar medio grogui. -A pesar del insoportable dolor que a veces aún sentía-. ¿Qué tiene que ver el Soma con todo esto?

El vaciló y acabó encogiéndose de hombros.

– Hay huellas dactilares en los botes que encontramos en casa de las dos víctimas.

A Tess le flaquearon las rodillas. Se aferró al borde de la mesa del comedor y se dejó caer despacio en la silla, incapaz de apartar la mirada del rostro de Aidan.

– Mis huellas dactilares.

– ¿Han entrado alguna vez a robar en su casa?

Ella negó con la cabeza al mismo tiempo que abría los ojos como platos ante la mera idea de que aquel sádico pudiera haber entrado en su casa, en su espacio privado.

– No, no. Lo habría denunciado.

– ¿Qué hizo con los botes?

Tess se puso en pie, de pronto se sentía inquieta y tenía frío. Paseó de la mesa a la ventana frotándose los brazos y se quedó mirando, aunque sin verlo, el tráfico que circulaba por la calle.

– No lo recuerdo, supongo que los tiré.

Lo oyó moverse y, de pronto, lo tenía detrás; le había puesto las manos en los hombros, sentía su calor, su fuerza. El calor le recorrió los brazos y la espalda, y en un momento de debilidad deseó volverse y que él la abrazara. Deseó poder reposar la cabeza en su ancho hombro. Pero los deseos no eran más que deseos, y la realidad era… una pesadilla que empeoraba con cada nueva noticia.

– Siéntese -musitó él-. Está pálida. -La empujó suavemente hasta la silla y se acuclilló enfrente, con los ojos azules entornados-. ¿Se encuentra bien?

Ella asintió, aturdida.

– Con esto se refuerza la idea de que lo haya hecho yo.

Él se levantó sin pronunciar palabra.

Ella tragó saliva y lo miró a los ojos.

– No he sido yo.

Él no pestañeó siquiera.

– ¿Ha recibido alguna amenaza, doctora?

– ¿Cuándo? ¿En general, quiere decir?

– Durante el último… año.

La frase le cayó a Tess como un jarro de agua fría.

– Quiere decir desde el juicio de Green. Se refiere… a la policía. -La idea le revolvió las tripas-. Santo Dios.

Aidan tampoco respondió esta vez, lo que en sí resultaba más elocuente que si hubiera asentido.

– He recibido algunas cartas -confesó-. Ninguna está firmada. La mayoría contienen ofensas, insultos: «asesina de bebés», «asesina de policías». -En su momento, las injurias le habían dolido; aún le dolían-. Hay una persona que me envió varias. Primero decía que me arrepentiría. Un mes más tarde recibí una carta explicando que no iban a renovarme el contrato en la fiscalía. Pensaba que se refería a eso, pero luego me rompieron la ventanilla del coche mientras estaba de compras en el centro comercial. Nunca llegué a saber quién lo hizo. Pensaba que todo formaba parte de lo mismo.

Reagan parecía enojado.

– ¿Denunció algo de eso?

– El cristal roto. De las cartas no dije nada. No contenían ninguna amenaza física.

– ¿Las guarda todavía?

– En algún sitio, sí. Lo siento, ahora mismo me cuesta demasiado trabajo pensar.

– No se preocupe -dijo él en tono quedo-. Tómese su tiempo. -Alcanzó la botella de vino-. ¿Quiere un poco?

– No. -Estaba enfrascada en sus pensamientos, trataba de reflexionar con tranquilidad. Recordó cuando recibió las cartas y que las había guardado en el archivador del despacho-. Espere aquí, ya sé lo que hice con ellas.

Aidan la observó abandonar la sala. Cerró los puños con fuerza sabiendo que el aroma de ella impregnaría las palmas de sus manos si daba rienda suelta al impulso de acariciarle el rostro. Tras el último cuarto de hora no le cabía duda alguna acerca de su autocontrol. Al salir del ascensor y verla vestida con la bata de seda roja lo había asaltado una repentina punzada de puro deseo en la entrepierna. Al verla ponerse de puntillas y besar al rubio doctor en la mejilla lo había invadido una corrosiva oleada de celos que le había dejado el cerebro paralizado durante fracciones de segundo.

Al oírla decir que el rubiales no era su novio le habían entrado ganas de atraerla hacia sí y averiguar si la prolongada mirada de la escalera le había calado tan hondo como a él.

Al ponerle las manos en los hombros había sentido deseos de continuar. Si la hubiera tocado tal como quería…

Pero no lo había hecho, y nunca lo haría. Dio un vistazo al piso. Estaba situado en uno de los barrios más lujosos de Michigan Avenue. Solo el piso ya valía una millonada, sin contar los muebles y las obras de arte que harían las delicias de Annie, su hermana interiorista. Una mujer acostumbrada a llevar una vida así querría más de lo que Aidan podía ofrecerle. Lo sabía por amarga experiencia; y con una vez bastaba.

El pensamiento se esfumó junto con el deleite que sentía.

– Las he encontrado. -Ciccotelli apareció lamiendo la tira adhesiva de un gran sobre y los impulsos fisiológicos de Aidan se dispararon.

Tratando con todas sus fuerzas de tocar solo el sobre, extendió la mano… pero algo lo detuvo.

La exclamación de Tess lo sorprendió tanto como el hecho de que le hubiera asido la mano.

– ¿Qué le ha pasado?

Aidan exhaló un suspiro. Tenía los nudillos pelados y llenos de rasguños por gentileza de uno de los barriobajeros amigos del padre de Danny Morris, el hombre de quien sospechaban que había asfixiado a su hijo y luego lo había echado escalera abajo. Al salir de la comisaría, Aidan se había detenido en uno de los locales que el hombre frecuentaba. El amigo estaba borracho y le propinó un puñetazo a Aidan, en ese momento recluido en una celda. Morris había desaparecido del mapa. Su esposa lucía un ojo morado pero seguía negando que su marido tuviera implicación alguna en la muerte de su hijo.

Y Tess Ciccotelli seguía asiéndole la mano.

– Le he dado un puñetazo a una pared -explicó, sorprendido de que no se le hubiera quebrado la voz. No podía decir lo mismo de su corazón. Trató de liberarse pero ella lo sujetaba con fuerza. Tess levantó la vista; sus ojos oscuros expresaban preocupación.

– ¿No tendría esa pared forma de rostro humano?

– No, era una pared de verdad. Un sospechoso se ha resistido y me he herido la mano al tratar de ponerle las esposas.

Aidan volvió a retirar la mano y Tess lo soltó.

– ¿Tiene el sospechoso algo que ver con este caso?

– No, también estoy trabajando en otro caso.

Ella asintió, más tranquila.

– El niño del informe de autopsia que he visto esta mañana.

– Sí. -Aidan consiguió que la palabra atravesara el nudo que se le había formado en la garganta.

Los labios de Tess se curvaron hacia abajo y Aidan apretó los dientes. Los labios de aquella mujer parecían suplicarle que descubriera si eran tan suaves como parecía.

– Lo siento -dijo con voz queda-. ¿Me permite que lo cure? Ese corte tiene mal aspecto. -Al ver que Aidan vacilaba, Tess se esforzó porque sus labios carnosos esbozaran una sonrisa-. Ya sabe que soy médico.

Tenía que marcharse de allí en ese mismo instante. Sin embargo, sus pies no le obedecían.

– Claro. Siempre olvido que los psiquiatras son médicos.

– Le pasa a la mayoría de la gente. -Entró en la cocina y salió con un botiquín-. Estudié en la facultad de medicina, como el resto de médicos. De hecho, allí fue donde conocí a Jonathan Carter. Somos amigos desde hace mucho tiempo. -Se había inclinado sobre la mano de Aidan y su melena formaba una ondulada cortina que le ocultaba el rostro. En la zona de la nuca donde se dividía, el pelo aún se veía húmedo, y la fragancia que despedía el champú lo atormentaba. No hacía falta tener la perspicacia de un detective para darse cuenta de que se había duchado, lo que significaba que probablemente la bata de seda roja cubría su cuerpo desnudo. Apretó los dientes al imaginarse sus curvas húmedas y cubiertas de jabón.

»Jon me protege mucho -prosiguió, y al alzar la cabeza el pelo cayó hacia atrás y le descubrió el rostro. Sus mejillas se sonrojaron y se le olvidó por completo lo que iba a decir. Al instante, bajó de golpe la cabeza y se aclaró la garganta-. Bueno… -Sus hombros ascendieron y descendieron con una honda respiración-. Por lo menos la herida no se ve sucia. Es posible que esto le escueza un poco.

Aidan notó una punzada, pero en otra parte.

– Ese tipo me ha arrojado una cerveza a la cara, así que después de arrestarlo he tenido que darme una ducha. Por eso está limpia.

La risa sofocada de Tess hizo que Aidan se estremeciera y su mano se movió en un acto reflejo. Ella se quedó callada y continuó frotándole los nudillos.

– Bueno, dicen que la cerveza es buena para la piel. -Le enrolló una venda en la mano y pegó el extremo con esparadrapo. Luego retrocedió y levantó la cabeza. Su mirada era serena. Hacía dos días que Aidan había confundido aquella serenidad con insensibilidad. Ahora sabía que era una coraza, y la idea de que la necesitara despertó en él ganas de hacer todo lo que no debía-. No se la moje -musitó-. Creo que saldrá de esta.

Aidan alzó el sobre que tenía en la mano.

– Examinaré las cartas. ¿Ha recibido más llamadas?

– No.

– ¿Nos permitiría que le interviniéramos el teléfono para poder escuchar en caso de que reciba alguna otra?

Tess se quedó callada unos instantes.

– De acuerdo, hagan lo que tengan que hacer. Le firmaré un permiso, pero solo para la línea de casa, la de la consulta no.

Era más de lo que Aidan esperaba.

– También nos hará falta una grabación de su voz para compararla con el mensaje del contestador de Adams.

– Pasaré por la comisaría mañana por la mañana. Han cancelado las dos primeras visitas.

– Lo siento.

Ella se encogió de hombros.

– Es normal después del artículo que apareció en el Bulletin.

Ya había dejado pasar bastante tiempo sin pedirle la lista de pacientes. Con un suspiro volvió a mandar mentalmente al cuerno a Todd Murphy.

– Es posible que vuelva a ocurrir, ya lo sabe.

Ella levantó la barbilla pero mantuvo la mirada serena.

– Lo sé.

– Tenemos que adelantarnos a la siguiente acción. Me veo obligado a pedirle la lista de pacientes.

Ella no titubeó.

– Ya sabe que no puedo dársela. El secreto profesional no es una simple cuestión de cortesía. Su incumplimiento está penado, detective.

Su tono de voz no era airado, pensó Aidan. De hecho, sonaba a resignación, como si llevara todo el tiempo esperando a que se la pidiera.

– Pero nos ha contado cosas de Adams y Winslow.

– Está permitido violar la confidencialidad cuando es estrictamente necesario para investigar un crimen o cuando el paciente se encuentra en una situación de riesgo y no está en condiciones de dar su consentimiento. Me ha parecido que ambos casos cumplían los requisitos. Además, tampoco les he contado nada que no pudieran deducir de los informes policiales si investigan a fondo.

– Me contó que Cynthia Adams había contraído una enfermedad de transmisión sexual.

A sus ojos asomó cierta expresión de sentimiento, breve y difícil de captar.

– Porque creía que ella era el objetivo y que el saberlo les ayudaría a dar con el móvil. De todos modos, lo habrían sabido por el informe de la autopsia. -Exhaló un suspiro-. Hoy he recibido una visita del consejo de cualificaciones profesionales. No están de acuerdo con mi criterio.

Aidan frunció el entrecejo.

– ¿Cómo saben que ha hablado conmigo?

– La empleada del Departamento de Sanidad los avisó. No hace falta que se disculpe, detective -dijo en tono brusco justo en el momento en que Aidan se disponía a hacerlo-. Ya sabía a qué me arriesgaba.

Pero era otro duro golpe, Aidan lo percibía. No estaba seguro de qué tipo de sanción podía imponerle el consejo por una cosa así.

– ¿Han… hecho algo?

– Por esta vez no. Mi abogada estaba conmigo y eso sirvió para disuadirlos un poco.

– Pero mañana volverán a la carga, en cuanto las noticias sobre Winslow lleguen a sus oídos.

– Es probable. Y también los periodistas que estaban acampados en la puerta cuando he llegado a casa esta noche. -Su voz disminuyó ligeramente de volumen-. No se preocupe por mí, detective Reagan. Sé cuidarme.

Él se preguntaba si sería cierto, y también cómo encajaría la noticia de que alguien había grabado la muerte de sus pacientes, probablemente por dinero. Recordó la expresión de sus ojos al ver el cadáver de Winslow y deseó con todas sus fuerzas que no llegara a saber lo de las cámaras; por desgracia, tarde o temprano lo sabría, aunque no tenía por qué ser esa noche.

– Entonces dejaré que se vaya a dormir, doctora Ciccotelli. -Alzó la mano vendada-. Gracias.

Ella sonrió con tristeza.

– Gracias por no arrastrarme otra vez hasta esa puta comisaría. -Hizo una mueca-. Lo siento, cuando estoy cansada mi vocabulario degenera.

Había muchos otros lugares adónde la arrastraría, y mucho mejores que la comisaría. Aidan se dio media vuelta antes de que el impulso libidinoso convirtiera su deseo en realidad y se descubrió observando de nuevo los dibujos a pluma para evitar pensar que Tess se había estado cambiando de ropa en el dormitorio. En el extremo inferior de todos ellos se leía «T. Ciccotelli».

– ¿Los ha hecho usted?

– No, mi hermano Tino.

Sorprendido, se volvió a mirarla.

– ¿De verdad tiene un hermano que se llama Tino?

Esta vez la sonrisa de Tess denotaba verdadero regocijo.

– Tengo cuatro hermanos mayores: Tino, Gino, Diño y Vito. Y antes de que me lo pregunte le diré que ninguno de ellos es de los Soprano.

Cuatro hermanos mayores que a buen seguro se desvivían por protegerla. La noticia más bien lo desalentó, pero la bata de seda roja lo había impactado demasiado para darse por vencido.

– ¿Viven cerca?

Su sonrisa volvió a ensombrecerse.

– No, han vuelto a casa.

– A Filadelfia.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿Cómo sabe…? Ha estado haciendo averiguaciones sobre mi vida.

Él asintió con serenidad.

– Por eso estamos charlando cómodamente en su casa y no en la puta comisaría.

Lo miró fijamente un instante, y entonces lo sorprendió con una carcajada que llenó todos y cada uno de los rincones de la sala e hizo que su pulso se disparara de nuevo.

Touchée, detective. Buenas noches.

Él se permitió sonreír.

– Buenas noches, doctora.

Aguardó hasta oír cómo corría el pestillo antes de dirigirse al ascensor. Se iría a casa y dormiría un poco. Pero primero le hacía falta tomar otra ducha, esta vez muy fría.

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