Miércoles, 15 de marzo, 21.45 horas.
– ¿Qué pasa aquí? -La mirada de la madre de Aidan se iluminó cuando él entró en la cocina, y su vista se aguzó al observar con curiosidad que detrás entraba Tess. Becca y Rachel estaban sentadas a la mesa. Becca grapaba cupones en una cartilla mientras Rachel estudiaba química. Aidan depositó los raviolis en la encimera y besó a su madre en la mejilla.
– Tess ha preparado algo de cena.
Becca miró a la joven con una sonrisa.
– Qué detalle que hayas pensado en nosotros, Tess.
Esta le tendió una caja envuelta en papel plateado con un bonito lazo.
– Para usted, señora Reagan. Le estoy muy agradecida por haberme echado una mano ayer.
– ¡No tenías por qué traerme nada! -Pero sus dedos se encargaron rápidamente de desgarrar el envoltorio. Al terminar, suspiró encantada-. ¡Dios mío! -De la caja sacó un suave jersey de cachemir, pero volvió a guardarlo enseguida-. Es demasiado caro. No puedo aceptarlo.
– Pues claro que sí -se apresuró a responder Tess-. Estaba rebajado -añadió con un guiño de complicidad-. Es del color que más le favorece, señora Reagan. Corra, pruébeselo. He guardado el recibo de compra por si no le queda bien.
Becca salió a toda prisa dejando a Aidan perplejo.
– No sabía que le gustaran las prendas de cachemir.
Tess chascó la lengua.
– Seguro que para el día de la madre siempre le regalas cacharros de cocina, ¿verdad? -Sacudió la cabeza-. Ya veo que sí. Debería darte vergüenza, Aidan.
Entonces sonó su móvil y Tess se irguió de golpe.
– No, otra vez no. Si es otro periodista juro por Dios… -Pero al mirar la pantalla se relajó-. Es Vito. Debe de haberse despertado y al no encontrarnos en casa se habrá extrañado. Discúlpame un momento. -Al retirarse al lavadero y desaparecer de la vista, Rachel aprovechó para dirigirse a Aidan con interés.
– ¿Los ha preparado en tu casa?
– Sí. También ha hecho cannoli; es todo casero.
Rachel se mostró entusiasmada.
– ¿Cannoli? ¿Dónde están?
– En mi casa. No pensarías que iba a invitarte.
Ella lo miró haciendo una mueca.
– Eres un cerdo. ¿Es verdad que ese jersey cuesta lo mismo que los que venden en Wal-Mart?
Aidan negó con la cabeza.
– Ni mucho menos, pero no se lo digas a mamá. Qué contenta se ha puesto.
Aidan se sentó junto a Rachel y le escrutó el rostro. Parecía muy cansada.
– ¿Has tenido un mal día?
– Sí. No paro de pensar que saben que soy yo quien lo ha contado, aunque nadie me ha dicho nada. La poli ha aparecido durante la quinta hora de clase y se ha llevado a tres de los chicos.
– ¿Marie le ha contado a la policía quién la violó?
Rachel cerró los ojos.
– Imagino que sí. No ha vuelto a la escuela, pero se rumorea que su padre ha aparecido a primera hora y ha armado la gorda en el despacho del director, así que sus padres deben de saber lo que pasó. -Abrió los ojos. Su mirada denotaba preocupación-. ¿He hecho bien, Aidan?
Él la abrazó.
– Sí, cariño, has hecho bien.
Esperaba que fuera cierto.
Tess regresó con el teléfono en la mano.
– Vito quiere hablar contigo.
– ¿Quién es Vito? -oyó que Rachel preguntaba a Tess cuando esta se sentó a su lado.
– Mi hermano mayor -respondió ella. Dio unos golpecitos sobre el libro de Rachel-. ¿Qué es esto?
– Sistemas de ecuaciones. -Rachel hizo una mueca-. Esta no sé resolverla.
Tess inclinó la cabeza sobre el libro.
– En algún momento de mi vida yo sabía hacer esto. A ver si aún me acuerdo…
Aidan cerró la puerta del lavadero.
– ¿Vito? Dime, ¿qué ocurre?
– Me ha despertado tu vecinito.
– ¿El que tiene doce años? ¿Freckles? Saca a pasear a la perra cuando yo no estoy.
– No ha venido por eso. Ha estado a punto de llamar a la policía al ver que le abría yo la puerta. No se creía que era un invitado.
– De mayor quiere ser policía -explicó Aidan con cariño-. Es un buen chico.
– Si tú lo dices… -respondió Vito con una risita irónica-. No me ha querido contar nada hasta que no le he mostrado toda la documentación que llevaba encima. Dice que hay un coche que lleva toda la tarde aparcado delante de la puerta de una casa cercana, y dentro hay un tiparraco enorme con la cabeza rapada.
A Aidan se le erizaron los pelos del cogote. Clayborn.
– Mierda. ¿Cómo sabía que Tess estaba en mi casa? ¿Cómo ha conseguido mi dirección?
– Ni idea. El chico dice que estaba esperando a que llegaras a casa para contártelo, pero se ha puesto a jugar con la videoconsola y ha perdido la noción del tiempo.
– Y el coche ya no está, ¿no?
– He dado dos vueltas a la manzana y no he visto nada. Escucha, tengo que hacer unos cuantos recados. ¿Le harás compañía a mi hermana mientras tanto?
– Tranquilo, no la perderé de vista.
– ¿Habéis atrapado al asqueroso que le envió el CD?
– Más o menos. Está muerto. Parece que se ha suicidado.
Vito se quedó callado un momento.
– ¿Cómo que parece?
– De momento no sé más. Digamos que me falta la respuesta a unas cuantas preguntas. ¿Qué harás esta noche? Me refiero a dónde dormirás.
– En el hotel. -El tono de Vito se tornó ligeramente amenazador-. Dile a Tess que pasaré a buscarla dentro de unas horas. Le he reservado una habitación en el hotel, así estaremos juntos.
Aidan frunció los labios ante la velada advertencia de que no le pusiera un dedo encima a su hermana pequeña.
– Se lo diré. -Otra cosa sería que ella le hiciera caso.
Cuando regresó a la cocina, Tess y Rachel estaban enfrascadas conversando. Tess tenía el lápiz de Rachel en la mano y le estaba ayudando a hacer los deberes.
Su madre volvió a aparecer jugueteando con el cuello del jersey de cachemir.
– ¿Y bien?
Aidan le sonrió.
– Tess tiene razón. Ese color te sienta de maravilla, mamá.
Fuera se oyó cerrarse la puerta de un coche.
– Ha llegado tu padre -dijo Becca, frunciendo el entrecejo. Aidan captó la mirada que la mujer dirigía a Tess justo en el momento en que su padre irrumpía en la casa.
A Tess tampoco se le escapó el gesto. La miró con recelo justo en el momento en que entraba un hombre tan alto como Aidan, con el pelo entrecano y los ojos del mismo color azul intenso. De pronto la tensión se hizo patente en la cocina.
– Hola, papá -saludó Aidan-. Esta es Tess Ciccotelli. Tess, este es mi padre, Kyle Reagan.
Kyle Reagan, el policía retirado. Kyle Reagan, quien en esos momentos la escrutaba con un ceño de sus pobladas cejas grises. Tess exhaló un suspiro.
– Encantada de conocerlo, señor.
Él se quedó quieto un instante, luego se volvió hacia Aidan.
– ¿Qué hace aquí esta mujer?
– ¡Kyle! -lo reprendió Becca-. Ya está bien.
Él, con un gruñido, pasó de largo y se dirigió airado al salón.
– No te preocupes -dijo Rachel sin darle importancia-. Al principio tampoco le emocionaba tener a Kristen en casa. -Miró a Aidan arqueando una ceja-. Y tú eras de su misma opinión.
Aidan no respondió. Tenía las mejillas encendidas y la mandíbula tensa.
– Vuelvo enseguida.
Pero Tess se levantó y le puso una mano en el pecho.
– No vayas, Aidan. No pasa nada. No quiero interponerme entre tu padre y tú.
– Sí que pasa.
Entró en el salón con expresión resuelta.
– Santo Dios -masculló Becca-. Siéntate, Rachel -añadió cuando la chica se dispuso a escuchar desde la puerta. Rachel alzó los ojos en señal de exasperación pero le obedeció. Aunque Aidan y su padre hablaban en voz baja, Tess oyó unas cuantas palabras sueltas, y lo comprendió casi todo.
Por encima de todo comprendía que Aidan y su padre estaban discutiendo y que ella era la causa. Y a pesar de lo atraída que se sentía por Aidan Reagan, no la seducía nada la idea de provocar otra ruptura familiar. Ya tenía bastante con ser motivo de refriegas en su propia familia. Por eso se puso el abrigo en silencio.
– Gracias por todo, señora Reagan. -Le dio un apretoncito en el hombro a Rachel-. Tu hermano está muy orgulloso de ti -susurró-. Has hecho bien, jovencita. -Se dirigió al salón, donde el padre de Aidan se encontraba sentado en un viejo sillón reclinable con los brazos cruzados y una expresión de rebeldía en el rostro. Aidan se hallaba de pie frente a él, con las piernas muy separadas y los brazos en jarras. Tenían el semblante idéntico y sus voces resultaban imposibles de distinguir.
Se aclaró la garganta.
– Señores.
Los dos hombres se callaron de golpe y se volvieron a mirarla.
– Señor Reagan, no sé qué sabe usted de mí, pero yo sé que sus hijos son honrados, y me imagino que lo han aprendido de usted. No soy tal como cree, usted mismo lo descubrirá si me da la oportunidad de demostrárselo. Pero en ningún caso quiero ser motivo de disputa en su familia. Aidan, créeme, no vale la pena. Cuando acabes, te estaré esperando fuera.
Y dicho eso se dio media vuelta y se alejó temblando por dentro pero con el firme propósito de que no se notara. Se despidió de Becca con un gesto de la mano antes de dirigirse al lavadero y salir al exterior, donde el frío viento le agitó la melena. El coche de Aidan estaba aparcado en la calle. Unos pasos más y…
Una mano la agarró por el pelo y la obligó a ponerse de puntillas antes de que otra le cubriera la boca y una pistola le apuntara la cabeza.
– No diga ni una palabra, doctora.
«Clayborn. Joder.» Era la segunda vez en dos días que la apuntaban con una pistola en la cabeza y eso la hizo explotar. Le clavó las uñas en la cara al hombre y con un violento gesto se libró de la mano que le cubría el rostro. El tirón que notó en el pelo hizo que las lágrimas asomaran a sus ojos, pero, ignorándolas, se separó de él y dio un paso atrás. El hombre, sorprendido, soltó un gruñido, y al aferrarla por el hombro como si sus dedos fueran tenazas Tess reaccionó como una autómata. Le golpeó con fuerza la nariz con la base de la mano y antes de que el agudo grito de dolor brotara de sus labios le propinó un rodillazo en la entrepierna.
Resollando como un fuelle, lo vio desplomarse tras cubrirse sus partes con la mano izquierda mientras con la derecha seguía empuñando la pistola. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Tess le clavó el tacón de su bota nueva en la muñeca.
Luego le arrancó la pistola de la mano y al hacerlo se cayó de culo, pero la fría humedad de la tierra le caló los téjanos y la obligó a moverse. Retrocedió dando culadas, usando los tacones como puntos de apoyo. Sus dedos helados buscaron a tientas la pistola, y luego el gatillo. Se puso en pie de golpe y, tambaleándose, dio otro paso atrás.
Clayborn consiguió arrodillarse con esfuerzo. Le salía sangre de la nariz y le rodaba por la chaqueta de vinilo. Lanzó un escupitajo ensangrentado a la tierra mojada.
– Eres una hija de puta -gruñó-. Me has roto la nariz, pero yo voy a matarte.
«Respira, Tess. Respira.» Se esforzó por recobrar la firmeza del pulso y empuñó la pistola con ambas manos tal como Vito le había enseñado hacía muchos años. Luego, trató de hablar con voz serena, sosegada, a pesar de que el pulso le martilleaba en los oídos y la ensordecía.
– Si das un solo paso, juro por Dios que te volaré los sesos. -Se apartó el pelo de los ojos, y al recuperar el control recuperó también el frío tono resuelto-. Pensándolo mejor, ven, anda. Te dejaré seco en el acto, mamón. Se lo debo a Harrison. Corre, acércate; tengo unas ganas locas de matarte.
– No te atreverás -dijo él, entrecerrando los ojos. Se limpió el rostro con la manga pero la nariz no paraba de sangrarle-. No serás capaz. -Volvió a escupir y se dispuso a ponerse en pie, y entonces Tess apretó el gatillo.
El hombre se quedó helado mirando el agujero que la bala había hecho en el suelo, a un par de centímetros de su pie.
– No me crees capaz, ¿eh? -El corazón le aporreaba el pecho; con la pistola le apuntó al tórax-. ¿Qué te apuestas? ¿La vida? He tenido un día de mierda, Clayborn. Me parece muy bien que quieras jugártela, pero te advierto que juegas contra la banca. Llevas todas las de perder.
– ¿Tess? Santo Dios. ¡Papá! -Aidan salió corriendo de casa de sus padres y al momento se situó al lado de ella empuñando la pistola. En cuestión de segundos Clayborn se encontraba de rodillas con las manos esposadas a la espalda, y aun así la mirada que dirigió a Tess hizo que a esta el miedo le calara hasta los huesos. De haber tenido las manos libres, ella estaría muerta. Era así de sencillo.
– Tess -dijo Aidan con suavidad-. Baja la pistola.
Ella miró el arma que aún empuñaba y luego a Clayborn.
– Ha matado a Harrison.
– Ya lo sé, cariño. Y tú lo has atrapado. Ya no puede hacerte ningún daño.
– Ha matado a Harrison -repitió Tess sin soltar la pistola. Ahora que Clayborn se encontraba de rodillas, le apuntaba a la cabeza.
La puerta de casa de los padres de Aidan volvió a abrirse y oyó una voz grave ordenarle a Becca que llamara al 911. Al cabo de un minuto, una mano le quitaba suavemente de las manos la pistola de Clayborn y un brazo la rodeaba por los hombros.
– Entra en casa -dijo Kyle Reagan en tono quedo-. Todo ha terminado.
Tess levantó la vista de la cabeza de Clayborn y cruzó una mirada con Aidan.
– Llama a Abe y a Mia. Diles que ya tenemos a Clayborn.
Aidan asintió.
– Ahora mismo.
Miércoles 15 de marzo, 22.45 horas.
Aidan aún tenía el corazón acelerado cuando aparcó el Camaro en su garaje. A pesar de que Tess se encontraba sentada a su lado sana y salva, no podía dejar de imaginarla enfrente de casa de sus padres, apuntando al cabrón de Clayborn en la cabeza con la pistola de este, con el pulso firme y un semblante de fría determinación.
Después habían llegado Abe y Mia y se habían llevado a Clayborn, y Tess había respondido a sus preguntas con un tono lacónico muy impropio de ella. Estaba enfadada; y el enfado aún le duraba. De camino a casa de Aidan no pronunció palabra. No obstante él percibía la rabia que aún bullía en su interior. Paró el motor del coche y ella se apeó enseguida y entró en la casa.
Aidan exhaló un quedo suspiro y la siguió. La alcanzó en el dormitorio, donde la encontró de pie junto a la cama, dándole la espalda mientras se desabrochaba el botón de los tejanos. Ya se había despojado del jersey, que yacía en el suelo, y su espalda estaba al desnudo salvo por el sujetador de encaje que ya le había quitado una vez. Reprimió el súbito deseo que lo invadía y recogió el jersey, y al notar la sangre seca en la manga tragó saliva. Era sangre de Clayborn, había chorreado de su nariz. Era la segunda vez en dos días que Tess se manchaba de sangre ajena. Había faltado un pelo para que fuera la propia.
Dando patadas se quitó los tejanos llenos de barro y se dirigió al baño. Pero antes de entrar se detuvo en seco y, cabizbaja, exhaló un gran suspiro entrecortado.
– Sé que debo agradecerte que me hayas parado los pies. Si no, lo habría matado.
Él lo comprendió.
– No lo habrías hecho, Tess. Por lo menos, no lo habrías hecho a sangre fría.
Ella volvió a levantar la cabeza y rió amargamente.
– Me gustaría creer que tienes razón. Lo he provocado, le he dicho que tratara de cogerme. Quería matarlo.
A Aidan se le heló la sangre al imaginársela provocando a un asesino fuera de sí, pero mantuvo el tono tranquilo mientras depositaba el jersey sobre los téjanos.
– Pero no lo has hecho. Tess, ¿crees que no sé cómo te sientes? A veces, cuando detengo a un criminal, me entran ganas de arrancarle la cabeza, pero no lo hago y por eso soy un buen policía. El hecho de que me muera de ganas de hacerlo es normal. Soy humano. Te has encontrado cara a cara con el hombre que mató a tu amigo. No sería lógico que no estuvieras furiosa.
– Parece que el psiquiatra seas tú. -Sacudió la cabeza despacio-. Lo tenía allí enfrente… y de pronto no solo quería vengar a Harrison. Quería vengarme de todo. De lo de Cynthia, de lo de Avery y también de lo de Gwen y Malcolm. -Se le quebró la voz-. De lo del señor Hughes. Santo Dios, Aidan, ha muerto. Y todo por…
Él la tomó por los hombros y le dio la vuelta para que lo mirara.
– Déjalo ya. No te atrevas a decir que todo es por tu culpa.
Los ojos de Tess centelleaban de furia.
– Pero lo es -susurró.
Aidan, irritado, la aferró con más fuerza.
– Mierda, Tess. Esta noche podrías haber muerto.
La furia se desvaneció y la mirada de Tess quedó teñida de fragilidad y angustia, lo que a su vez hizo desaparecer la irritación que Aidan sentía.
– ¿Te crees que no lo sé? -susurró ella.
La reacción se debía al descenso de la adrenalina tras haber visto la muerte de cerca. Aidan lo había observado cientos de veces en muchas víctimas durante los años de servicio. Pero esa vez era distinto. Se trataba de Tess. Sus ojos denotaban miedo y él quería hacerlo desaparecer.
– Estás viva -musitó, y se lo demostró de la mejor manera que se le ocurría: cubriéndole los labios con los suyos.
Al ver que ella no se echaba atrás penetró en su boca, y su pulso se aceleró cuando tras un momento de simple aceptación ella empezó a moverse. Le rodeó el cuello con los brazos, se puso de puntillas y apretó su cuerpo contra él. Tras el primer beso vino el segundo, y luego el tercero a la vez que Aidan recorría con las manos la suave piel de su espalda y se colaba por debajo de la prenda de encaje que cubría sus curvas. Le rodeó el trasero con las palmas y la elevó un poco más, y al notar que ella se contoneaba la aferró con más fuerza y se hundió en su boca.
Ella retrocedió lo justo y necesario para mirarlo a los ojos con una pasión casi desesperada.
– Esta noche sí, Aidan, por favor.
Él no trató de hacerse el desentendido.
– No creo que…
Pero se quedó sin palabras y sin poder pensar en nada al ver que ella daba un paso atrás y, diestramente, se desabrochaba el sujetador y se despojaba de las braguitas. Estaba desnuda. Lo había dejado sin respiración. Tenía la piel de un tono dorado y… el cuerpo lleno de curvas. Por todas partes. En el silencio de la habitación se le oyó tragar saliva.
– Santo Dios, Tess.
Sin romper el contacto visual, ella le sacó la camisa de los pantalones y empezó a desabrocharle los botones con unos gestos intencionados que casi lo hipnotizaron. Cuando ya llevaba la mitad, la conciencia de Aidan irrumpió con el apremio de una tormenta. Con movimientos rápidos, se quitó el cinturón, los pantalones, los calzoncillos y los zapatos mientras ella proseguía con lentitud. El último botón se lo desabrochó él mismo; luego, con una silenciosa sonrisa, se despojó de la camisa y se dejó caer en la cama en el mismo instante que ella. La tendió de espaldas, se acomodó entre sus muslos y el placer anticipatorio hizo que el latido de su corazón replicara en su garganta.
– Estate tranquila -dijo en voz baja.
– Estate callado. -Ella se dio impulso contra su cuerpo con un movimiento de caderas y, entrelazando los dedos con su pelo, lo atrajo hacia sí y le dio el beso más ardiente que él había experimentado jamás. Luego, alzó los muslos para asirle con ellos las caderas y él, con una queda exclamación, la penetró obligándola a gemir y a arquear la espalda.
Se detuvo en seco, tenía el cuerpo tenso.
– ¿Te he hecho daño?
– No. -Ella tenía los ojos cerrados y aspiró con fuerza-. Hace mucho tiempo de la última vez. -Se aferró a su espalda y se acomodó debajo de él haciendo que la penetrara más-. No se te ocurra parar.
El alivio lo hizo estremecerse y el súbito impulso de las caderas de ella lo puso en movimiento. La miró a los ojos; observó que crispaba el rostro y removía la cabeza posada en su almohada. Observó que se mordía el labio mientras sus caderas se alzaban con más fuerza en respuesta a cada uno de los movimientos descendentes de él. Lo ponía a cien, pero al verla excitarse más y más… Dios, no había visto nada más erótico en toda su vida, ninguna mujer más bella. Entonces ella abrió los ojos y en la profundidad de su parda mirada él observó un apremio y un temor que lo turbaron, y en ese instante supo que iba a llevarla a un lugar en el que nunca había estado.
– Aidan. -Era una queda súplica que denotaba que estaba al límite. Dispuesto a concedérselo todo, él deslizó las manos por debajo de sus muslos, le abrió más las piernas y hundió en ella su cuerpo con un único objetivo. Darle placer. «Dármelo a mí.» Pero no podría aguantar mucho. Un poco más. Se mordió el labio con fuerza y reprimió el impulso. Y, al fin, cuando ya creía que no podría soportarlo más, ella arqueó la espalda y alcanzó el orgasmo, excitándolo más y haciendo que se derramara. Él, musitando su nombre, se dejó caer.
Miércoles, 15 de marzo, 23.35 horas.
Se despertó con la boca de él contra uno de sus pechos y ovillada como un gato tras haberse removido hasta adaptar la forma de su cuerpo al de él. Él descansaba entre sus piernas abiertas, con el pecho apoyado en su pelvis. Resultaba muy agradable; no tanto como notarlo dentro pero agradable al fin y al cabo. Indiscutiblemente mucho más que el sueño del que la había arrancado.
– Estaba soñando.
Él levantó la cabeza.
– Ya lo sé. Estabas gritando. Me has dado un susto de muerte. -Sus labios esbozaron una sonrisa irónica-. Parece que lo has tomado como una costumbre.
Ella le levantó suavemente el pelo de la nuca.
– Lo siento.
– ¿Qué soñabas, Tess?
– Lo mismo de cada noche, solo que hoy aparecía más gente. -Cynthia, Avery Winslow. Los Seward. Y hoy también Harrison y el señor Hughes-. ¿Recuerdas el videoclip de «Thriller», con todos aquellos zombis? Bueno, los de mi sueño no bailaban. -Se retiró el pelo de la cara con una mano-. Todo empezó el domingo por la noche. Soñé con Cynthia… y tú también aparecías. Cynthia estaba allí tendida… -Hizo una mueca al recordarlo-. Estaba destrozada, y el corazón le latía con fuerza. Entonces tú te abalanzabas sobre ella y le arrancabas el corazón, y luego me lo dabas a mí. -Tragó saliva-. Me decías que lo cogiera.
Él la miró horrorizado.
– Santo Dios.
– Sí. Creo que entonces también chillé, porque Jon me despertó.
– ¿Estaba en tu casa?
Ella asintió.
– Tiene llave.
Él frunció el entrecejo.
– ¿Quién más tiene llave de tu casa, Tess?
– Amy, Robin. Es posible que Phillip aún la conserve. -Levantó la cabeza de la almohada para mirarlo; no le había gustado el tono de la pregunta-. No puede ser. No es posible que ninguno tenga que ver con todo esto.
– Yo no he dicho nada.
– Lo has pensado.
– Hago mi trabajo, Tess. -Tensó la mandíbula-. Se supone que tengo que protegerte. Aunque esta noche no me he dedicado a eso precisamente.
Ella volvió a posar la cabeza en la almohada, incapaz de discutir con él sobre sus amigos. Con el tiempo se daría cuenta de que estaba equivocado.
– Bueno, has evitado que matara a ese hijo de puta. Supongo que debo estarte agradecida.
– Tómate tu tiempo. ¿Por qué hay tantas personas que tienen llave de tu casa, Tess? No es muy prudente que haya tantas copias dando vueltas por ahí. Alguien ha accedido libremente a tu casa durante el tiempo suficiente para instalar ese montón de cámaras.
El miedo volvió a encogerle el corazón.
– David Bacon.
– Es posible que él instalara las primeras cámaras, pero ¿quién puso los micrófonos en las chaquetas? ¿Cuánto tiempo llevan en tu armario? Me refiero a las chaquetas.
– Depende. -Tragó saliva-. Según cuándo haya asaltado cada tienda. ¿Encontrasteis algún micrófono en la chaqueta roja que llevaba el domingo?
– Sí.
– Pues la compré hace solo un mes. Hacían descuentos por San Valentín. -Cerró los ojos-. Alguien ha estado en mi casa durante las últimas semanas.
– O no. ¿Has llevado las chaquetas a la tintorería?
– Todas excepto la roja. Estaba sin estrenar. Santo Dios, Aidan.
Él le besó el canal de sus senos.
– Chis. No vamos a preocuparnos de eso ahora. Háblame de tus amigos.
Ella abrió los ojos como platos.
– No, no es posible. ¿No te parece que si fuera alguno de ellos lo sabría? -Pero él no dijo nada, lo cual la exasperó-. Conozco a Jon desde que estudiábamos juntos en la facultad, y a Robin también. Amy y yo somos amigas desde que empezamos el instituto. Por el amor de Dios.
– Tal vez alguien les robara la llave e hiciera una copia.
Ella lo pensó.
– Es posible.
– ¿Por qué tienen llave?
– Se las dio Phillip cuando yo estaba enferma.
– ¿Te refieres al año pasado, cuando te hirieron?
Ella negó con la cabeza. Detestaba recordarlo.
– No, eso fue después de lo del estrangulador de la cadena. Me pasé unos cuantos días en el hospital. Phillip estaba en un congreso fuera de la ciudad, pero regresó pronto. Me llevó a casa y me ayudó a acostarme. -Tess miró fijamente el techo-. Se quedó a mi lado vigilándome como si fuera a reventar o algo así. No tiene buena mano con los enfermos.
– ¿Qué hace? Profesionalmente quiero decir.
– También es médico. Lo conocí en la facultad, igual que a Jon.
Él frunció el ceño.
– ¿Es médico y no tiene buena mano con los enfermos? ¿No es imprescindible tenerla para ejercer?
– Por eso decidió dedicarse a la investigación.
– ¿Y por qué estabas enferma? ¿Es a eso a lo que Vito se refería cuando te dijo que estabas demasiado flaca?
– Vito siempre me encuentra demasiado flaca.
– Estás saliendo por peteneras, Tess.
Ella suspiró.
– Estoy aquí tumbada tal como mi madre me trajo al mundo y tú quieres hablar de mi enfermedad. No es muy normal, Aidan.
Él le acarició el pecho con la nariz y la besó lo bastante cerca del pezón para hacerla ahogar un grito y lo bastante lejos para hacerla arquear la espalda.
– Dime lo que quiero saber y pasaré a otros temas.
Ella se echó a reír.
– ¿Sueles utilizar esta técnica en los interrogatorios?
– Tess -le dijo en tono de advertencia-, hablo en serio.
Ella volvió a suspirar.
– Me resulta violento, ¿sabes? Por eso no me gusta hablar de ello. Después de que Phillip fuera a recogerme al hospital debería haber hecho reposo durante una semana y luego haber estado en condiciones de volver al trabajo, pero cada vez que me levantaba de la cama me entraban náuseas y me sentía muy débil. Si hubiera vuelto al trabajo me habría pasado las tres cuartas partes del día en el lavabo, echando los hígados.
– ¿Cuál era el problema?
Ella le dirigió una mirada sombría.
– Ninguno. Me miraron por todas partes y no encontraron ningún desarreglo físico.
– Entonces tu enfermedad era psicosomática.
Ella alzó los ojos.
– Al final el médico dijo que lo que tenía se llamaba estrés postraumático. Qué vergüenza, una psiquiatra con problemas mentales. No me atrevía a hacer mi trabajo. -Se encogió de hombros-. Pero no importó mucho porque tres semanas después me rescindieron el contrato con la fiscalía. Ya no tenía que preocuparme más porque algún chiflado quisiera estrangularme con una cadena.
– ¿Mejoraste?
Ella volvió a mirar el techo.
– Empeoré, y mucho. Phillip estaba empezando a perder la paciencia. Se había mostrado tan atento como había podido pero solo pensaba en verme recuperada. Quería… sexo, y yo no era capaz. No tenía fuerzas, no comía nada. A duras penas podía vestirme, ¿cómo iba a ser la reina de la cama? -Cambió de tema-. Él viajaba mucho, por eso les dio una llave a Jon y Robin. Amy ya tenía una copia. Venían a verme cuando no me sentía con fuerzas para ir a trabajar y me cuidaban. -Hizo una mueca-. Me hacían tomar sopa. Yo detesto la sopa, pero la que hace Robin es soportable; en cambio la de Amy es repugnante. No se le da nada bien la cocina.
– Ya. Pues para ti no habrá sopa -añadió en tono jovial, y ella se echó a reír-. ¿Qué pasó con don Cabrón?
– Después de unos meses de abstinencia forzosa decidió buscarse la vida. -El sufrimiento se dejó sentir de nuevo, pero con menor intensidad-. Se acostó con otra en mi cama.
Aidan se quedó mudo y la miró muy serio.
– Qué poca delicadeza.
Ella soltó otra risita.
– Sí, sobre todo ella tuvo muy poca al dejarse un pendiente debajo de la almohada y las bragas enredadas con la sábana a los pies de la cama. Ocurrió mientras yo estaba en la consulta de don Cabrón. Cuando llegué a casa él ya se había ido, pero el olor del perfume de ella no.
– ¿Le dijiste algo?
– Sí. No se molestó en negarlo, recogió sus cosas y se marchó esa misma noche. No ha vuelto a dar señales de vida y yo tampoco he vuelto a ponerme en contacto con él. Eso es todo.
– ¿Y cuándo empezaste a sentirte mejor?
– Después de la luna de miel.
Él alzó las cejas de golpe.
– ¿Cómo?
– No me devolvían el dinero del crucero, así que Amy y yo nos lanzamos de cabeza a recorrer la costa de México. En algún momento durante el viaje las náuseas desaparecieron y cuando regresé volví al trabajo. Todos mis amigos saben lo que ocurrió, no puedes cancelar una boda dos semanas antes de la ceremonia sin dar explicaciones. Phillip se convirtió en persona no grata dentro de mi pequeño grupo. Lo último que he oído de él es que tiene novia, una ricachona de North Shore.
Él sonrió.
– Tú también eres rica, Tess.
– Ni hablar, yo solo llevo una vida holgada. Eleanor sí que era rica. Espera al verano que viene, el contrato de alquiler del piso vence y ya me veo viviendo en un barrio mucho menos agradable y teniendo que patearme toda la ciudad después del trabajo para volver casa.
Él volvía a fruncir el entrecejo.
– ¿Alquiler?
– Sí. A Eleanor le gustaba pagar las cosas por adelantado. Había pagado de golpe el alquiler de muchos años y cuando murió me dejó a mí el derecho a disfrutar de los meses que quedaban, tanto del piso como del Mercedes. El treinta de junio a medianoche la carroza volverá a convertirse en una calabaza.
Él parecía sorprendido, lo cual la satisfizo.
– Ya te dije que no era ninguna esnob. Más bien soy una ocupa, pero me defiendo bien.
Él soltó una súbita risotada.
– Sí, me di cuenta anoche. Por cierto, ¿cómo le rompiste la nariz? No ha querido contarlo.
Ella le hizo una demostración, y le dio un suave golpe en la nariz con la base de la mano.
– Así.
Él le besó la muñeca.
– ¿Te lo ha enseñado Vito? -masculló.
Ella vaciló.
– No, Vito me enseñó a usar la pistola.
Él le rozó la barbilla con los labios.
– Estás volviendo a salir por peteneras.
– Me lo enseñó mi padre -explicó, molesta por su insistencia-. Vivíamos en un barrio peligroso y mi padre no me dejó salir con chicos hasta que no aprendí unas cuantas medidas de defensa personal. De todos modos, los chicos no eran estúpidos y teniendo cuatro hermanos mayores ninguno se atrevía a intentar nada conmigo.
– ¿Todos son tan corpulentos como Vito?
– Más o menos. -Ella suspiró-. Los echo mucho de menos. Vito quiere que vuelva a casa para siempre. -Vio que él hacía un gesto-. Mi padre está muy enfermo. No quiero dejar que eso me influya, pero no puedo evitarlo. Al verte esta noche con tus padres… -Cerró los ojos-. Hace mucho tiempo que no veo a mi familia.
– ¿Cuánto?
– Cinco años.
– ¿Por qué?
– Decidimos separarnos.
– Tess…
Ella alzó un hombro con desaliento.
– Mi padre siempre ha sido un hombre muy estricto, además de muy católico. Íbamos a misa todos los domingos. Si dejamos de lado a Papá Noel y al ratoncito Pérez, diría que nunca me había mentido.
– Y llegó un día en que lo hizo, ¿no?
– Le mintió a mi madre.
– ¿La engañó?
– Sí. Habían venido los dos a Chicago de visita. Entonces no vivía en casa de Eleanor. Amy y yo compartíamos un pequeño estudio cerca del hospital donde hacía prácticas, así que ellos se alojaron en un hotel. Mi madre y yo fuimos de compras. -Esbozó una triste sonrisa ladeada-. Era nuestro pasatiempo común. Estábamos llegando a la tienda cuando mi madre se dio cuenta de que había olvidado la tarjeta de crédito de mi padre, así que fui al hotel a buscarla.
– Y él estaba con otra mujer.
– Con una niñata de poca chicha que podría haber sido su hija -confirmó con amargura-. Creo que ese día perdí la inocencia. Hasta entonces siempre había sido la niña de sus ojos y ahora no tengo ni idea de quién es ese hombre. Negó haber hecho nada malo, dijo que todo había sido un malentendido.
– ¿Y no es posible que estuviera diciendo la verdad?
Tess tensó la mandíbula.
– Ella estaba desnuda encima de él. La cosa me pareció lo bastante evidente. Al principio no le dije nada a mi madre, pero, cuando me decidí a contárselo, ella se puso de su parte. Hubo una crisis familiar. Cuando mi padre supo que se lo había contado se puso furiosísimo, empezó a chillarme y a decir que iba a darle un ataque. Y al final le dio un ataque, al corazón. -Tragó saliva-. Yo pensaba que fingía y en vez de ayudarle me marché.
– Pero no fingía.
– No. Le había dado un infarto. No fue mortal, pero su vida cambió para siempre. Y la mía también. Desde entonces no me habla. Imagínate, su hija médico lo había abandonado al borde de la muerte.
– Qué dramático.
Ella asintió.
– Sabe serlo. En fin. Vito me ha dicho que ahora está muy mal. Tendrá que vender el negocio y toda la maquinaria. Es ebanista, uno de los pocos artesanos que quedan en Filadelfia. Ha elaborado los muebles de las mejores familias de la ciudad; de la gente «de sangre azul», tal como él los llama. Le parecía irónico que le pagaran miles de dólares por una estantería y que no fueran capaces de dirigirle la palabra al cruzarse con él por la calle. Cuando me hice mayor aprendí a detestarlos.
La mirada de Aidan se iluminó al captar el significado de sus palabras.
– Porque eran unos esnobs.
– No cuesta mucho llegar a conocerme, detective.
– Un poco más de lo que creía -dijo él en voz baja-. Pero merece la pena. -La besó con ternura-. Antes he ido muy deprisa, me he dejado unos cuantos rincones.
Ella arqueó la espalda y fingió quedarse pensativa, lo cual hizo sonreír a Aidan.
– No me ha importado mucho.
– Me parece que podemos mejorarlo. -La besó en la garganta, justo donde la cicatriz le marcaba la piel, y ella se apartó conscientemente. Él la miró con mala cara-. No vuelvas a hacer eso, Tess -le ordenó en tono suave pero con firmeza-. No te escondas de mí.
A Phillip le repelía. Y eso que más de la mitad de las cicatrices que Tess tenía se las había hecho él durante el mes que había transcurrido entre que la llevara a casa y llevara allí a otra mujer.
– Es horrible.
– Tú eres muy bella. -Le besó la garganta, de punta a punta, y ella suspiró-. Bastantes rincones. -Deslizó la boca hasta volver a posarla en su pecho-. Unos más que otros. Te lo demostraré.
Y así lo hizo. Y a Tess le gustó más que la vez anterior. Rindió homenaje a todos y cada uno de los rincones de su cuerpo con los ojos, las manos y la boca. Tess cerró los ojos y lo dejó hacer. Dejó que le succionara el pecho; primero uno, luego el otro; hasta que cada tirón de sus labios provocaba una pulsación en su interior. Dejó que la recorriera beso a beso, hacia abajo por el abdomen y hacia arriba por el interior de los muslos, y de nuevo él volvió a demostrarle lo sensible que podía llegar a ser, arrancándole súplicas desesperadas hasta dejarla sin apenas voz. Rodeó con las manos sus nalgas y la inclinó hacia atrás para poder hundir en ella la lengua y hacerla enloquecer. La llevó hasta el clímax con la boca, y antes de que su pulso se hubiera sosegado sus ágiles dedos la estimularon de nuevo hasta el final, dejándola anhelante y húmeda.
Y al fin, donde antes se había zambullido con fuerza y rapidez ahora procedía con lentitud, y entró en ella con tal reverencia que los ojos de Tess se llenaron de lágrimas a la vez que el inmenso placer de sentirse llena después de tantos meses de soledad la hacía gemir. Él la llenaba con un grosor, una dureza y una profundidad que no había experimentado nunca hasta entonces. Ella pestañeó y las lágrimas le resbalaron por las sienes y le empaparon el pelo.
Él dejó de moverse y se contuvo con un control admirable.
– ¿Te hago daño? -Su voz emergió como un grave y tenso murmullo.
– No, no. No pares. -Ella flexionó las rodillas y le sujetó las caderas con los muslos, e hizo que la penetrara más mientras oía sus rápidas inspiraciones-. Es que me gusta mucho.
Él no paró. Mantuvo el ritmo hasta que notó cómo se convulsionaba su cuerpo pegado a él, hasta que ella oyó su propio grito de placer. Entonces, con expresión resuelta y una vehemencia salvaje, entró hasta el fondo una vez más y contuvo la tensión en su interior mientras se derramaba, con los brazos trémulos y los dientes apretados.
Luego se derrumbó sobre ella obligándola a expulsar de golpe el aire de los pulmones. Su suspiro azotó el pelo que le cubría el rostro. Estaba sudoroso y pesaba muchísimo, pero cuando trató de levantarse ella le rodeó la espalda con los brazos y lo mantuvo allí. Notaba los fuertes latidos de su corazón contra el pecho.
– No te muevas, quédate así un poco más.
Él tomó aire con fuerza por la nariz.
– Peso demasiado.
Aidan oyó gruñir a Dolly en el recibidor y levantó la cabeza. Al cabo de un minuto sonó el timbre de la puerta y la perra empezó a ladrar con desesperación.
– ¡Reagan! Abre la puerta.
Tess abrió los ojos como platos.
– Es Vito. ¿Qué narices está haciendo aquí?
Con la agilidad de un pez, Aidan se deslizó entre sus brazos y se tumbó de espaldas en la cama.
– Probablemente quiere asegurarse de que no haga lo que acabo de hacer. No tengo fuerzas para levantarme.
Pero Vito continuó aporreando la puerta y los ladridos de Dolly se volvieron más frenéticos.
– Va a despertar a todo el vecindario -susurró Tess. Se levantó de la cama; al ir a ponerse en pie tanteó la firmeza de sus piernas y se echó a reír al notar que parecían de goma. Se colocó rápidamente unos tejanos y la sudadera de Aidan y se dispuso a abrir la puerta.
Por la forma de comportarse, cualquiera habría dicho que Vito estaba loco. Cuando se dispuso a entrar, Dolly empezó a gruñir enseñándole los dientes.
– Dolly, siéntate -le ordenó Aidan en tono suave-. No le gustan las visitas de extraños por la noche.
Vito no le hizo caso y posó las manos en los hombros de Tess.
– ¿Te ha hecho daño?
Ella lo miró perpleja.
– ¿Quién? ¿Aidan?
– No -respondió él, frenético-. Wallace Clayborn. Te he estado llamando al móvil pero no contestabas. Me has dado un susto de muerte. -Le escrutó el rostro-. Estás roja. -Le acarició la mejilla con el pulgar y luego miró el rostro desaliñado de Aidan, y su mirada se ensombreció. Aidan no se inmutó, lo cual decía mucho en su favor.
Tess le dio unos golpecitos en el brazo a Vito.
– Anda, entra. Te contaré lo de Clayborn. Seguro que estarás orgulloso de mí.