Capítulo 2

Domingo, 12 de marzo, 10.30 horas.

Joanna Carmichael aguardó a que el director editorial del Bulletin de Chicago examinara metódicamente sus fotografías y leyera con mucha atención el texto que había estado retocando hasta altas horas de la madrugada. Tras lo que le pareció una eternidad, el hombre levantó la cabeza.

– ¿Cómo las ha conseguido? -preguntó Reese Schmidt señalando las imágenes.

– Estando en el sitio adecuado en el momento adecuado -respondió Joanna, encogiéndose de hombros. «Es mi karma», pensó, pero le pareció que Schmidt no compartiría su parecer-. La víctima vivía en el mismo edificio que yo. Estaba doblando la esquina para entrar en casa justo cuando se tiró por el balcón. Oí un grito y entonces eché a correr junto con tres personas más. Una pareja vio la caída. -Posó el dedo en la esquina de la primera fotografía: la cruda imagen de una mujer abierta en canal, desangrándose, junto a la cual había dos jóvenes; el blanco y negro captaba por completo su estupefacción-. Empecé a hacer fotos aquí y allá.

El hombre la miraba con escepticismo.

– ¿Delante de la policía?

– Aún no habían llegado -respondió con calma-. Después seguí haciendo fotos, pero con más discreción.

– ¿No utilizó el flash?

– Tengo una buena cámara, no hace falta flash. -Arqueó una ceja-. Me gusta conservar las fotos que hago.

En el rostro del hombre se dibujó una sonrisa irónica.

– Claro. ¿Qué me dice del texto?

– Lo he escrito yo.

El hombre sacudió la cabeza.

– No me refiero a eso. ¿De dónde ha sacado la información? «Según una fuente anónima, la policía ha encontrado pruebas que indican que alguien coaccionó a la víctima para que se tirara desde un vigésimo segundo piso.» ¿Quién es esa fuente anónima?

Al ver que la chica no respondía, Schmidt entornó los ojos.

– No hay ninguna fuente anónima. O se lo ha inventado o bien oyó alguna conversación entre los policías. Dígame, ¿lo primero o lo segundo?

Joanna, contrariada, se mordió la parte interior de la mejilla.

– Lo segundo.

– Me lo imaginaba. -El hombre se sentó en su silla, tenía los dedos algo crispados-. Consiga que el Departamento de Policía de Chicago lo confirme, busque a alguien con quien pueda ponerme en contacto para comprobar los hechos y le publicaré el artículo.

«Por fin.» Eran las palabras que llevaba dos años enteros esperando oír.

– ¿Dónde?

La sonrisa de él fue breve y algo burlona.

– No sea codiciosa, señorita… Carmichael. Consiga una declaración que pueda comprobar y ya hablaremos.

A ella le pareció un trato justo. No era lo ideal, pero era justo. Por una fracción de segundo se planteó echar mano de su otra baza: su padre. Pero eso no sería justo, ni para Schmidt ni para ella. Se dispuso a recoger las fotografías y frunció el entrecejo cuando el hombre posó la mano sobre la primera, aquella en la que aparecían los adolescentes y el cadáver tan solo unos instantes después del impacto.

– No quiero que me demanden por difundir información falsa -dijo él en tono suave-, pero siempre puedo utilizar las fotos. Las imágenes no mienten.

Joanna apretó los dientes.

– Yo tampoco. Volveré. -Salió a la calle con paso brioso y se dirigió a la comisaría. No tenía ni idea de cómo hacer que le confirmaran la información, pero lo conseguiría. El destino le había servido un artículo en bandeja, por así decirlo. Ahora le tocaba sacarle partido.


Domingo, 12 de marzo, 12.30 horas.

Aidan detestaba la sala de autopsias. Incluso en los mejores días, solo el olor ya le revolvía el estómago, y ese día no era uno de los mejores para ninguno de los implicados.

Se detuvo nada más traspasar la puerta y miró el cuerpo tendido en la mesa. La que había salido peor parada era Cynthia Adams. Si se había suicidado, había sido con ayuda. Alguien la había estado torturando sistemáticamente con fotos y obsequios. En todas partes donde aparecía alguna firma, esta era «Melanie». Murphy pensó que probablemente se trataba de la chica del ataúd y Aidan era de la misma opinión.

La forense no lo oyó entrar de tan absorta como estaba examinando las manos de Cynthia Adams. Por suerte había cubierto el torso de la chica con una sábana. Aidan carraspeó y Julia VanderBeck levantó los ojos, protegidos con unas gafas de plástico. No entendía cómo la mujer podía soportar el olor, sobre todo ahora que estaba en avanzado estado de gestación. La admiración que sentía por Julia creció un poco más.

– ¿Me has llamado? -le preguntó, y los labios de ella dibujaron una mueca.

– Sí. ¿Dónde está Murphy?

– Escuchando los mensajes del contestador de la víctima y viendo la grabación de la cámara de seguridad del vestíbulo del edificio donde vivía. -Al parecer, la gratitud que sentía el portero, el señor McNulty, no implicaba haber desconectado todas las cámaras del edificio-. Trata de averiguar quién le llevó todos esos lirios.

Julia asintió con gesto enérgico.

– Recuérdame lo de los lirios antes de marcharte -dijo-. Pero antes seguro que querrás saber lo que he encontrado en el análisis de tóxicos.

– ¿Qué? -preguntó Aidan, y tomó la carpeta que ella le tendía por encima del cadáver de Adams. En el piso de la mujer habían encontrado diecisiete botes de medicamentos distintos. Cuatro de ellos se los había recetado la doctora Tess Ciccotelli. En los otros trece aparecían los nombres de otros médicos, las fechas se remontaban a más de cinco años atrás.

Julia se estiró y se llevó las manos a la parte baja de la espalda.

– Estás de suerte, le debo un favor a Murphy. No habría venido en plena noche por cualquiera. -Exhaló un suspiro y se sentó en un taburete, junto a la mesa donde llevaba a cabo las autopsias-. En el análisis de orina no ha aparecido ninguno de los medicamentos. La última receta la hizo Ciccotelli y era de Xanax. Se utiliza para tratar la ansiedad y la depresión. Eso es lo que debería haber encontrado en la orina, pero en su lugar han aparecido niveles altos de fenciclidina.

Aidan frunció el ceño.

– A lo mejor la consumía.

Julia se puso en pie.

– Ven aquí. Quiero enseñarte una cosa.

Salieron de la morgue y lo guió hasta el laboratorio. Allí olía mejor. Aidan respiró hondo sin hacer caso de la risita que soltó ella.

– Enséñame lo que tengas que enseñarme.

Ella vertió unas cuantas cápsulas procedentes de dos botes distintos en una hoja de papel blanco. Aidan recordaba haber visto uno de los botes en el piso de Adams. El otro llevaba una etiqueta del hospital.

– Lo de la izquierda es el Xanax del hospital y lo de la derecha, las cápsulas que encontrasteis en la mesilla de noche de Adams -explicó ella.

Aidan miró las cápsulas con suma atención.

– Parecen iguales.

– Eso es lo que querían que pensara ella. Alguien vació las cápsulas y las rellenó con fenciclidina.

Aidan posó los ojos en la mirada de preocupación de ella.

– Quienquiera que fuera se buscó un trabajo de la hostia.

– Quienquiera que fuera quería que perdiera la cabeza y se volviera completamente loca.

Aidan pensó en las fotografías; en la soga que contenía la caja de regalo; en la pistola cargada que habían encontrado en otra caja, dentro de un armario; en la escalera que la semana anterior no estaba en el balcón. En los lirios.

– Qué mierda.

– Bien expresado -soltó Julia-. Volvamos a la sala de autopsias, quiero enseñarte otra cosa. -Él la siguió y la observó alzar el brazo derecho de Adams. En la parte interior de sus muñecas había sendas cicatrices verticales, profundas e irregulares.

– Ya había intentado suicidarse antes -concluyó él.

– Por lo menos una vez.

– En su piso hemos encontrado una pistola cargada y una soga. Las dos cosas estaban guardadas en cajas de regalo y llevaban una etiqueta dorada. En las dos etiquetas ponía: «Ven conmigo».

Julia suspiró.

– Alguien quería de verdad que se quitara la vida.

– Eso parece. Me has dicho que te recordara lo de los lirios.

– Sí. Tenía polen en los orificios nasales.

– Encontramos una flor debajo de su almohada.

– Entonces es lógico. No he encontrado polen en las manos.

– ¿Es posible que desapareciera al lavárselas?

– Tal vez, pero con tantos lirios como dices que encontrasteis es poco probable que no se le quedara un poco de polen en las uñas si los hubiera tocado. Y más con esas uñas.

Aidan miró las largas uñas pintadas de rojo de Adams.

– Así que no tocó los lirios.

– Es lo más probable.

– Por lo tanto, quien los llevó al piso fue otra persona. -Sonó su móvil y lo sacó del bolsillo.

Era Murphy, y parecía… furioso.

– ¿Dónde estás, Aidan?

– En la morgue. ¿Qué ocurre?

– Ha venido Latent a decirme a quién pertenecen las huellas que la científica ha encontrado en el piso de Adams. Aidan aguardó pero Murphy no proseguía.

– ¿Y? Murphy, ¿qué es lo que ha descubierto Latent?

– Haz el favor de venir -le espetó Murphy-. Y date prisa, joder.


Domingo, 12 de marzo, 12.30 horas.

Tess examinó su rostro reflejado en el espejo que había junto a la puerta de entrada a su casa. Necesitaría un buen corrector para disimular las ojeras. Era el segundo domingo del mes, día en que solía comer con sus amigos en la taberna Blue Lemon. Después de pasarse horas enteras examinando el historial de Cynthia Adams y dormir poco y mal, se sentía tentada de telefonear a sus amigos y poner una excusa, pero se resistió. No podía permitir que la muerte de una paciente le desbaratara la vida, a esas alturas ya debería saberlo. Su amigo Jon, un cirujano acostumbrado a perder pacientes en el quirófano, siempre le repetía el mismo sermón. Con suerte, no tendría que aplicarse el cuento muy a menudo.

Decidió animarse y ponerse de punta en blanco. Dedicó más tiempo del habitual a arreglarse el pelo y maquillarse, e incluso decidió estrenar la chaqueta de cuero de color rojo que había estado reservando para una ocasión especial. Amy se quedaría sin habla cuando la viera, pensó. Le suplicaría que se la prestara y Tess, como siempre, acabaría cediendo. Y, como si fuera la hermana que nunca había tenido, Amy se la quedaría hasta que Tess decidiera asaltar su ropero en busca de las prendas perdidas. Así había sido siempre desde que Amy pasara una temporada viviendo con la familia Ciccotelli hacía casi veinte años.

Tess cerró los ojos. El mero hecho de pensar en su familia le causaba desazón, sobre todo siendo domingo. A esas horas debían de estar todos sentados a la mesa en la vieja casa que sus padres poseían al sur de Filadelfia. Debía de haber un ruido y un jaleo entrañables en la sala llena a rebosar, salvo por la silla de la esquina del comedor en la que siempre se sentaba ella. Según la tradición familiar en recuerdo de los parientes muertos, su asiento permanecería vacío. Y es que, según su padre, para la familia ella estaba muerta.

Normalmente era capaz de olvidar pronto su pesar, pero ese día parecía costarle más, tal vez porque durante la noche había estado dando vueltas en la cabeza a la solitaria existencia de Cynthia Adams. No tenía familia, ni salía con nadie en particular. Nadie la echaría de menos ahora que ya no estaba. Eso le recordó a Tess que, a excepción de su hermano Vito, que se había atrevido a desacatar la sentencia de su padre, ella tampoco tenía familia. Y Vito vivía muy lejos, en el sur de Filadelfia. Además, ella tampoco salía con nadie en particular, pues Phillip, el muy cabrón, era un cerdo traicionero.

Por suerte, tenía a sus amigos. Apartó la vista del espejo y miró la última foto que se habían hecho en el Lemon. Amy y Jon, Robin, a quien pertenecía el local, y Jim, que los había dejado hacía poco para realizar trabajos humanitarios en África. Se le encogió el corazón al observar su rostro; esperaba que se encontrara sano y salvo. También estaban Gen y Rhonda y todos los demás que, probablemente, debían de hallarse ya reunidos en la taberna, preguntándose dónde cono se había metido ella.

Enderezó la fotografía colgada en la pared, volvió a mirarse en el espejo y se dio un rápido retoque de Rojo Pasión en los labios. Hacía juego con la chaqueta y daba el toque final a la imagen que esperaba que atrajera unas cuantas miradas. A lo mejor salía algún hombre de debajo de las piedras. Su vida amorosa necesitaba cierta reanimación. Qué coño, lo que le hacía falta era una transfusión, o más bien un médium para resucitarla. Jon siempre se lo decía, era otro de sus clásicos sermones. Agradecía mucho los consejos de sus amigos, solo que a veces preferiría que se quedaran calladitos.

Pasó junto al ascensor y, como de costumbre, bajó a saltos los diez pisos hasta llegar al vestíbulo, donde el señor Hughes montaba guardia detrás del mostrador igual que siempre. Al verlo le pareció que todo había vuelto a la normalidad.

– Buenos días, doctora Ciccotelli.

Tess le sonrió.

– Buenos días, señor Hughes. ¿Qué tal está?

El anciano la obsequió con su risa cantarina.

– No puedo quejarme. Bueno, sí que podría pero Ethel dice que a nadie le gusta oír mis quejas. -El señor Hughes la observó con los ojos entrecerrados-. No tiene buen aspecto, doctora. ¿Se encuentra mal otra vez?

Ella se colocó bien el maletín que llevaba colgado al hombro. Ese día pesaba más de lo habitual, pues dentro guardaba el historial de Cynthia Adams.

– Es cansancio nada más.

– Riggin me ha dicho que anoche volvió tarde. Y que había estado llorando.

Riggin era el portero de noche. Le fastidiaba que hubieran estado hablando de ella. A nadie le importaba un carajo a qué hora volvía ni su estado de ánimo. Sin embargo, valía la pena perder un poco de intimidad a cambio de protección, lo sabía muy bien. En un abrir y cerrar de ojos, su enfado se disipó.

– Estoy bien, señor Hughes. ¿Puede pararme un taxi? Llego tarde.

Llegaría antes al Lemon en taxi que si cogía el coche y tenía que buscar aparcamiento.

El señor Hughes aún parecía preocupado.

– ¿Adónde va, doctora Ciccotelli? Espere, no me lo diga. Es el segundo domingo del mes, así que debe de ir a comer al Blue Lemon.

Ella frunció las cejas al atravesar la puerta que el hombre sostenía abierta.

– Pues sí que soy previsible.

– No siempre había sido así.

– Podría poner en hora el reloj con solo fijarme en usted -comentó Hughes en tono jovial mientras le hacía señas al taxi para que parara-. El segundo domingo del mes toca Blue Lemon; los lunes, hospital; los miércoles, cena con el doc… -Se interrumpió de golpe y se puso tenso. La miró a los ojos con cara de arrepentimiento-. Lo siento.

Ella se esforzó por esbozar una sonrisa.

– No se preocupe, señor Hughes.

Las cenas de los miércoles con el doctor habían pasado a la historia. De hecho el doctor en sí había pasado a la historia. Al pensar en Phillip aún se sentía herida, y eso la ponía de mal humor; sin embargo, se olvidó del dolor y del enfado en cuanto el taxi se detuvo junto al bordillo. Ninguno de los dos sentimientos le hacía bien, y tampoco servía para cambiar las cosas.

– No le hará falta ningún taxi -dijo una áspera voz tras ella. Tess se dio media vuelta y se encontró ante los mismos ojos azules de expresión fría que la noche anterior se habían mostrado tan desdeñosos. Unos ojos cuya mirada no suavizaba la luz del día.

– Detective Reagan -dijo, molesta por el hecho de que hubiera acudido allí, de que hubiera invadido su espacio como si fuera el amo del mundo, de que a plena luz del día resultara incluso más atractivo y de haber reparado en ello-. ¿En qué puedo ayudarle?

Murphy apareció al lado de Reagan. Los dos juntos formaban una barrera que le impedía ver la calle.

– Tenemos que hablar contigo de Cynthia Adams, Tess.

– Tengo aquí su historial -respondió ella en tono tranquilo, dando unos golpecitos en el maletín-. Tenía pensado avisarles hace horas, de veras. -Paseó la mirada del rostro de Reagan al semblante cautelosamente inexpresivo de Murphy y su enfado pronto se tornó temor. Estaba pasando algo grave. Con todo, consiguió mantener la voz serena-. En estos momentos tengo más bien prisa, caballeros. He quedado para comer. ¿Les parece bien que les llame en cuanto termine?

Con la mandíbula tensa, Reagan le tendió su móvil.

– Cancele la cita.

Los ojos de Tess se posaron en el rostro de Murphy, pero en su mirada no observó una pizca de confianza ni de amabilidad.

– ¿Qué ocurre, Todd?

– Necesitamos que nos acompañes, Tess -le explicó en voz baja-. Por favor.

Ella lo miró con la cabeza ladeada.

– ¿Vas a ponerme las esposas, Todd? -musitó.

Reagan abrió la boca pero, ante la severa mirada que le lanzó Murphy, la cerró de golpe.

– Tess, acabemos de una vez con esto, ¿de acuerdo? Luego todos podremos seguir haciendo nuestra vida. -Murphy la asió por el hombro y la condujo hasta su viejo y cochambroso Ford-. Por favor.

Ella entró en el vehículo, consciente de que el señor Hughes seguía plantado en la acera, boquiabierto. Sabía que la cosa llegaría a oídos de Ethel antes de que hubieran tenido tiempo de alcanzar la siguiente manzana.

– ¿Puedo llamar por teléfono? -preguntó con sequedad mientras Murphy se incorporaba a la circulación.

Él la miró a los ojos por el retrovisor.

– Llama a quien haigas de llamar, pero dime a quién.

«Será "a quien hayas de llamar"», pensó ella, pero se mordió la lengua, pues la corrección no venía al caso.

– Quiero cancelar la cita, tal como el detective Reagan me ha sugerido muy amablemente.

Reagan se volvió y clavó en ella sus ojos de mirada dura, más azules aún a plena luz del día.

– Que sea solo una llamada. -Arqueó una ceja con aire burlón-. Gracias por colaborar, doctora Ciccotelli.

Ella asió con fuerza el teléfono móvil para evitar la tentación de tirárselo a la cabeza, alterada como estaba por el arrebato de pura furia que le hacía hervir la sangre y la sacudía por dentro.

– A mandar, detective Reagan. -Trató de concentrarse mientras pulsaba con fuerza las teclas del teléfono, pero muy a su pesar no podía evitar imaginarse a sí misma golpeando el rostro de cemento armado de Reagan. La noche anterior había sentido compasión por el hombre a quien el hecho de encontrar a la última víctima de Harold Green había dejado tan afectado. Claro que eso había sido antes de que practicara con ella sus artes de policía malo. «Por mí, él y sus asuntos pueden irse al carajo.» Notó que la observaba mientras el tono de llamada empezaba a sonar.

Por suerte, Amy respondió al tercer tono.

– ¿Dónde te has metido? -le preguntó sin preámbulos-. Llegas tarde. -Tess oyó de fondo el bullicio del Blue Lemon además de la voz preocupada de Jon preguntando qué ocurría.

– No puedo reunirme con vosotros -dijo con fría formalidad-. Tengo que atender un asunto urgente.

– Tess. -Amy se interrumpió justo antes de la consabida reprimenda-. Prometimos que la comida de los domingos sería sagrada. Todos tenemos cosas urgentes que hacer.

Los ojos de Tess se cruzaron con los de Reagan en una mirada cargada de desafío.

– Tan urgentes como esta no -respondió ella-. Si puedo iré, pero no me esperéis.

– Un momento, Tess. -Jon se había puesto al teléfono-. Anoche recibí tu mensaje pero había salido y llegué a casa pasadas las tres. ¿Estás bien?

Tess lo había llamado para que la acompañara, para que fuera testigo de lo que esperaba que fuera una visita a una paciente con vida.

– Sí, estoy bien. El asunto de anoche ya está resuelto.

La misma Cynthia Adams le había puesto fin. La fría mirada de Reagan le ayudó a controlar el escalofrío que sintió al recordar el cadáver de Cynthia tendido en la acera. Ahora debía de estar en la morgue, sobre una plancha helada, con una etiqueta colgando de un dedo del pie. Por lo menos habría encontrado un poco de paz, Tess así lo esperaba.

– Escucha, Jon. Tengo que dejarte. Te llamaré más tarde, ¿de acuerdo? -Cerró el teléfono móvil-. Solo una llamada, detective, tal como me ha pedido.

Los ojos de él centellearon ante el tono sarcástico.

– Gracias.

– ¿Cuándo piensan contarme de qué va todo esto?

– Hablaremos en la comisaría, doctora. -Reagan se removió en el asiento con desprecio.

«En la comisaría.» Sonaba a mal presagio, lo cual era precisamente lo que él pretendía. Al policía malo le gustaban los juegos psicológicos. «Pues ha dado con la horma de su zapato.» Se dirigió al policía bueno.

– ¿Murphy?

Pero Murphy se limitó a mantener la vista fija hacia el frente, sin mirarla a los ojos, y por primera vez la asaltó la alarma.

– Tenemos que seguir el protocolo, Tess. Hablaremos en la comisaría.


Domingo, 12 de marzo, 13.25 horas.

Aidan escrutó a Ciccotelli a través del cristal de la sala de interrogatorios. Permanecía sentada, mirándolo fijamente, aunque él sabía que lo único que ella veía era su propia imagen reflejada. Tess había estado suficientes veces a ambos lados del cristal para saber que la observaban. Sabía qué ocurriría a continuación, pero no flaqueó. No apartó la mirada ni por un momento. Sin duda, tenía mucha sangre fría. Claro que hacía falta tenerla para hacer lo que había hecho.

Si es que lo había hecho ella. Todas las pruebas indicaban que así era.

Aunque, por otra parte, parecía muy improbable; muy poco factible. Prácticamente imposible.

Murphy estaba seguro de que no había sido ella. Pero el hombre no parecía ser muy objetivo en lo que a la doctora Tess Ciccotelli respectaba, y Aidan tenía que admitir que no se le podía culpar por ello. Al otro lado del cristal había un auténtico bombón, iba vestida de negro con unos téjanos ajustados de cintura baja y un jersey de cuello alto que se ceñía a sus curvas como un guante. Su pelo moreno lucía unos rizos rebeldes. Parecía una buscavidas moderna disfrazada de respetable doctora. Decía que había quedado para comer. «Vamos, anda. Nadie sale a comer vestido de esa manera.»

Qué coño; nadie que conociera vestía de esa manera, pero aunque se lo hubiera propuesto no habría conseguido tener ese aspecto. Apretó los dientes, enfadado consigo mismo por su reacción corporal al ver lo que Ciccotelli escondía bajo la chaqueta de cuero rojo sobre la que llevaba el clásico abrigo de color tabaco. Era sospechosa, daba igual cuan improbable resultara su culpabilidad. Y aunque no lo fuera, seguiría siendo una mujer fría y calculadora. El hecho de que fuera muy sexy no era más que una de esas ironías del destino a las que los hombres decentes tenían que enfrentarse.

Junto a él, Murphy se frotaba el rostro con las manos.

– Tiene ojeras, parece que se ha pasado la noche en blanco.

– Pues ya somos tres -le espetó Aidan sin alterarse. Se volvió hacia el fondo de la pequeña sala de observación; el teniente estaba allí apoyado en la pared con una mueca que curvaba hacia abajo el bigote salpicado de canas-. Sigues sin verlo claro.

El teniente Marc Spinnelli sacudió la cabeza.

– Hace años que conozco a Tess Ciccotelli. Es una buena persona y una buena psiquiatra. Sus diagnósticos no siempre resultan ser como nos gustaría, pero es incapaz de haber llevado a esa mujer al borde del abismo.

– Y empujarla -masculló Murphy-. Acabemos con esto de una vez.

Aidan observó a Murphy entrar en la sala de interrogatorios y tomar asiento lo más lejos posible de Ciccotelli. Ella le dirigió una breve mirada y volvió a mirar hacia el cristal. Su mirada ya no resultaba fría. Sus ojos de color marrón oscuro centelleaban de ira. Muy bien. Siempre era mejor verla furiosa que fría y serena.

– Es culpable -masculló Aidan, con la mano en el pomo de la puerta y los ojos puestos en el semblante hierático de Murphy.

– Todos lo somos -le espetó Spinnelli en tono frustrado-. Todos los policías de la ciudad lo son. Hay pocos que no sepan quién es Harold Green, pero la mayoría no conoce a Tess. Entra y haz tu trabajo, Aidan. Murphy también lo hará.

– ¿Y si no?

Spinnelli resopló.

– Entonces intervendré yo.

Ante la amenaza, Aidan entró en la sala de interrogatorios. Ella lo siguió con la mirada, entornada y… peligrosa.

– Aquí me tiene, detective Reagan, tal como quería. Lleva un cuarto de hora observándome. ¿Cuándo piensa decirme qué coño está pasando?

Él se sentó junto a ella, a un extremo de la mesa.

– Hábleme de Cynthia Adams.

Ella lo miró perpleja y exhaló un suspiro, era evidente que se esforzaba por recobrar el control. Y, poco a poco, lo consiguió mientras Aidan presenciaba la escena totalmente fascinado.

– Cynthia Adams era una mujer difícil -respondió al fin, mirando a Aidan fijamente y sin prestarle atención a Murphy-. Aunque si han estado en su casa ya deben de saberlo.

– ¿Y usted? -preguntó Aidan-. ¿Ha estado en su casa?

– No. No he pasado nunca de la puerta.

La mujer era capaz de mentir sin pestañear. Con el rabillo del ojo, Aidan vio que a Murphy le temblaba la mandíbula de tanto como apretaba los dientes. Aidan sintió lástima por él, y también por Spinnelli. Era obvio que a ambos les importaba Ciccotelli. Sabía que la cosa les resultaría difícil. «Bueno, pues lo haré yo», se dijo.

– Eso quiere decir que sí que ha estado allí, ¿no, doctora? -la presionó-. Ha estado en la puerta. Ella lo miró con recelo.

– Fui una vez. No acudió a la visita y estaba preocupada. La llamé por teléfono, pero todo el rato saltaba el contestador así que mi colega, el doctor Ernst, y yo fuimos a ver qué ocurría.

Llevaba cinco años trabajando con el doctor Harrison Ernst. El hombre, que estaba a punto de jubilarse, era muy respetado. Aidan lo sabía porque había estado buscando información sobre Ciccotelli antes de detenerla para interrogarla.

– ¿Suele hacerlo? ¿Suele llamar por teléfono a sus pacientes?

– No, normalmente no. Cynthia era un caso especial.

– ¿Por qué?

Ella ladeó ligeramente la boca y entrelazó las manos con fuerza sobre su regazo. Su expresión resultaba indescifrable.

– Me preocupaba.

– ¿Cuándo fue? A su casa -le aclaró, y la observó apretar la mandíbula con gesto de autocontrol. Eso de que primero formulara la pregunta y luego aclarara a qué se refería la sacaba de quicio. Bien.

– Hace más o menos tres semanas.

– ¿Le devolvió ella la llamada?

– Al final, sí.

– ¿Y?

– Concertamos otra visita. -Ahora era ella quien ponía a prueba su paciencia, y lo hacía muy bien. Respondía estrictamente a lo que le preguntaba sin añadir absolutamente nada más.

– ¿Acudió? A la siguiente visita.

– No. -Tess dejó de protegerse. La mirada de profunda tristeza que asomó a sus ojos durante una fracción de segundo obligó a Aidan a replantearse las cosas. Si era inocente, lo cierto era que la chica le preocupaba. Si era culpable, lo estaba haciendo muy bien-. No acudió a la visita -dijo-. Volví a telefonearla y le dejé otro mensaje en el contestador, pero esa vez no me devolvió la llamada. No volví a hablar con ella.

Aidan se sacó el cuaderno del bolsillo.

– ¿Por qué iba la señorita Adams a su consulta, doctora?

La mirada de preocupación volvió a asomar a sus ojos.

– Tenía una depresión.

– ¿Por qué?

Ciccotelli cerró los ojos.

– Si ella estuviera viva no podría contarle nada de todo esto. Lo entiende, ¿no? Es información confidencial.

– Pero no está viva -dijo Aidan en tono almibarado-. Está en la mesa de autopsias, destripada por obra suya.

Ella abrió los ojos como platos y en ellos Aidan observó una gran indignación que enseguida ocultó.

– Empecé a tratar a Cynthia hace un año. Había consultado a varios médicos, tal vez a una docena, antes de acudir a mí.

Aidan pensó en todos los medicamentos que habían encontrado en el botiquín de su casa. Tantos doctores, y aun así Cynthia Adams estaba muerta.

– Pues la ayudó tanto que se ha suicidado -soltó él con acritud. Ella lo miró echando chispas por los ojos, pero se calmó al ver que Murphy dirigía a su compañero una mirada de advertencia.

Tess extrajo de su maletín una carpeta y la depositó en la mesa, entre ambos.

– Cynthia tenía una grave depresión causada por los abusos que sufrió de niña. Su padre estuvo abusando sexualmente de ella desde los diez años hasta que abandonó el hogar a los diecisiete. -Lo miró fijamente-. Supongo que en su piso han encontrado pruebas de… su extravagante conducta sexual, detective.

– Hemos encontrado esposas y látigos, sí. Y también algunas fotos.

Ella siguió sin apartar la mirada.

– Cynthia se odiaba a sí misma, y también odiaba a su padre por haber abusado de ella. A veces las víctimas de abusos acaban volcándose en aquello que más odian, permiten que eso acabe marcando su conducta. Las víctimas de abusos sexuales a veces desarrollan una adicción al sexo. Ese fue el caso de Cynthia. Tenía relaciones con tantos hombres como podía en una sola noche y al día siguiente se despreciaba por ello. Se proponía cambiar, pero las cosas iban cada vez peor.

– Así que estaba en tratamiento por su adicción al sexo -dedujo Aidan, pero ella negó con la cabeza.

– No. Estaba en tratamiento por la depresión. Conocí a Cynthia hace casi un año. Estaba ingresada en un hospital, recuperándose de un intento de suicidio. Había tratado de cortarse las venas, tal como lo haría una persona que de verdad deseara morir. En sus muñecas podrán observar unas cicatrices muy profundas, si es que no las han visto ya.

Aidan se acordó de los cortes irregulares en las muñecas de Adams, curiosamente una de las únicas marcas que permitió su identificación tras la caída.

– ¿Por qué había tratado de suicidarse hace un año, doctora?

– Ya se lo he dicho. Se detestaba.

– Pero eso era así desde hacía tiempo. ¿Qué ocurrió para que decidiera cortarse las venas justo entonces?

– Sufrió otro trauma.

Aidan estaba empezando a perder la paciencia.

– ¿Cuál?

– Su hermana se ahorcó y Cynthia encontró el cadáver.

Él logró disimular la repentina curiosidad que lo invadía.

– ¿Por qué se ahorcó? La hermana.

– Era más joven que Cynthia. Cuando ella se marchó de casa, el padre empezó a abusar de la hermana, y esta al hacerse mayor no pudo soportarlo y se ahorcó. Cynthia se sentía muy culpable por haber dejado a su hermana sola con su padre. El hecho de que ella se suicidara fue lo que la llevó al borde del abismo.

– ¿Cómo se llamaba la hermana de Cynthia, doctora?

Ella abrió la carpeta y hojeó el contenido. La mayor parte eran papeles impresos, pero en unos cuantos se observaba una caligrafía pulcra y regular. Extrajo una de las hojas manuscritas y le echó un vistazo. Del revés, Aidan vio que la fecha del encabezamiento correspondía a abril del año anterior.

– Su nombre era Melanie. Se suicidó… -Tess se interrumpió; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el papel-. Hoy hace justo un año. Santo Dios. Tendría que haberlo previsto. -Aidan vio el movimiento de su garganta al esforzarse por tragar saliva y por un momento estuvo a punto de dar la razón a Murphy.

Murphy se frotó la boca con el dorso de la mano.

– En su casa encontramos medicamentos. Muchos. Ella alzó los ojos y posó en él la mirada, franca y desprovista por completo de ira o agresividad.

– Yo le receté Xanax.

– La forense encontró fenciclidina en el análisis de tóxicos, Tess.

Ciccotelli, desconcertada, sacudió enérgicamente la cabeza con los ojos entrecerrados.

– ¿Tomaba fenciclidina? No sabía que consumiera ninguna sustancia ilegal.

– Solo tomaba los fármacos que usted le recetaba -dijo Aidan en tono excesivamente amable.

Ella se volvió de golpe a mirarlo; dos manchas de rubor afluyeron a sus pómulos.

– ¿Qué coño está insinuando?

Aidan no respondió. En vez de eso, empezó a disponer sobre la mesa las fotografías que habían encontrado en casa de Adams la noche anterior.

Y la escrutó hasta que su rostro hubo perdido por completo el color.

– Santo Dios -musitó ella; las manos le temblaban al tomar una a una las fotografías y observarlas horrorizada. Cuando llegó a la última, aquella en la que Melanie aparecía colgada de la soga, muerta, sus labios, cuyo tono carmín desentonaba con la repentina palidez de su rostro, dejaron escapar un grito ahogado-. ¿De dónde las han sacado? -preguntó con voz entrecortada.

Murphy clavó sus ojos en los de Aidan; con la mirada le estaba diciendo claramente: «Te lo advertí». Puso el dedo en la esquina de la fotografía de la soga.

– Ésta la encontré anoche junto a la puerta del balcón. Algunas de su hermana en el ataúd le llegaron por correo, pero sin remitente.

Tess estaba concentrada en las fotografías y seguía hablando en tono quedo y angustiado.

– ¿Quién habrá sido capaz de hacer una cosa así?

Aidan arqueó una ceja. De nuevo pensó que si Tess era inocente, la chica le importaba de veras. Si era culpable, era la mejor impostora que había conocido jamás. Y puesto que Murphy estaba convencido de lo primero, a él le tocaba plantearse lo segundo.

– Otras le llegaron por correo electrónico. ¿Sabe qué dirección tenía Cynthia Adams, doctora?

Ella se volvió a mirarlo despacio, ahora sus ojos oscuros denotaban recelo.

– La tengo por ahí apuntada. Es una de las preguntas del nuevo cuestionario que pido a mis pacientes que rellenen. -Se volvió de nuevo hacia Murphy-. ¿A qué viene esa pregunta?

Murphy frunció los labios.

– Pon la cinta.

Aidan se ausentó de la habitación el tiempo necesario para recuperar el magnetofón que había dejado fuera, en el suelo. Lo situó al lado de Ciccotelli y esperó a que ella lo mirara a los ojos antes de pulsar el play.

– Cynthia. -Era una quejumbrosa voz infantil, extrañamente inquietante. Ciccotelli se estremeció mientras seguía escuchando el mensaje-. No regresaste. Me prometiste que no me dejarías sola. Mira el e-mail, Cynthia.

Aidan detuvo la cinta y separó una de las fotografías del ataúd de las del montón que había sobre la mesa.

– Esta foto estaba en su e-mail. Le llegó como un archivo adjunto. Ayer por la noche el suelo del piso de Cynthia estaba cubierto de flores iguales a la que el cadáver tiene entre las manos.

– Alguien la obligó a revivir la muerte de Melanie -dijo Ciccotelli despacio, y cerró los ojos-. Por efecto de la fenciclidina debió de creer que era cierto, que lo que oía era un fantasma. ¿Quién habrá sido capaz de hacer una cosa así? -repitió.

«¿Cómo que quién?» Aidan puso de nuevo la cinta, dispuesto a observar todos y cada uno de los matices de su semblante. No tuvo que esperar mucho. Ante las primeras palabras abrió los ojos como platos. Estaba… verdaderamente afectada. El horror hacía que sus ojos aparecieran vidriosos mientras escuchaba.

– Cynthia, soy la doctora Ciccotelli. Te echo de menos. Melanie también te echaba de menos. Hoy hace justo un año; es su aniversario, Cynthia. Melanie te ha traído unos cuantos regalos. ¿No crees que ya es hora de darle lo que pide? ¿No te parece que ha llegado el momento de cumplir tu palabra? Cumple tu palabra, Cynthia.

Aidan detuvo la cinta y la sala de interrogatorios quedó de pronto sumida en el silencio. Tess no dijo nada, se limitó a permanecer sentada mirando el magnetofón como si fuera una cobra a punto de atacarle. El dispuso dos fotografías más en la mesa, frente a ella, la de la soga y la de la pistola.

– Estos eran los regalos que Melanie tenía para Cynthia -dijo en tono inexpresivo.

La observó bajar la vista a las fotografías.

Y empezó a creer que verdaderamente Murphy tenía razón. Su absoluta estupefacción resultaba realmente convincente. Sin embargo la mujer conocía la mente humana y debía de saber muy bien cómo fingir en una situación como aquella, ¿no era así?

– Tess -empezó Murphy con voz ronca-, en las grabaciones de la cámara de seguridad del vestíbulo del edificio donde vivía Cynthia aparece una mujer morena con un abrigo de color tabaco que sube al ascensor con una bolsa enorme. -Vaciló un momento antes de añadir el resto-. Encontramos huellas en las cajas que contenían la soga y la pistola. Y también en el bote de Xanax.

Poco a poco ella levantó la mirada hasta posarla en el rostro de Murphy.

– ¿De quién son? -Pero la mirada de espanto que asomó a sus ojos indicaba que había adivinado la respuesta. Murphy tragó saliva.

– Tuyas, Tess. Son tus huellas las que aparecen en el medicamento, la soga y la pistola. Coinciden con las que extrajimos de la tarjeta que me diste.

Ella se recostó en el asiento despacio. Luego miró a Aidan con la misma serenidad que este había observado en ella la noche anterior, al volverse tras ver el cuerpo deshecho de Adams tendido en la calle.

– Creo que ha llegado el momento de llamar a mi abogado, detective. El interrogatorio ha terminado.

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