Jueves, 16 de marzo, 6.15 horas.
– Tess, tu gata está en el lavabo.
Tess se estiró con pereza y lo miró; estaba de pie enfrente del lavabo. Desnudo y aún mojado después de la ducha, Aidan Reagan constituía una visión muy agradable a primera hora de la mañana.
– Abre el grifo. Querrá beber del chorro.
– Pensaba que a los gatos no les gustaba el agua.
– A Bella sí. -Tess, todavía medio dormida, se dirigió al cuarto de baño y se sentó en el canto de la bañera. Esbozó una sonrisa cuando Aidan echó a la gata del lavabo y se enjabonó la cara. Bella, ofendida, cruzó de un salto la bañera y se colocó en su regazo-. Es culpa tuya que no nos dé tiempo de desayunar. Me has pedido que lo hiciéramos una vez más; un polvito rápido, sí, sí.
Él hizo una mueca.
– Hace un rato no te he oído quejarte.
Ella le devolvió el gesto burlón, lo cual le sentó la mar de bien.
– No.
Lo contempló unos instantes más mientras acariciaba a Bella, que ronroneaba. Se puso seria.
– ¿Qué harás hoy, Aidan?
– Tengo que ultimar unas cuantas cosas sobre Bacon y ver si la policía científica ha encontrado algo nuevo.
– Porque no crees que lo hiciera él.
– No. De todas formas, tengo más casos por cerrar.
Tess recordó el informe de la autopsia que había visto sobre su mesa de trabajo.
– El niño asesinado.
– Sí. Sigo sin dar con su padre, y creo que la madre sabe dónde está.
– Un padre que asesina a su propio hijo… -Exhaló un suspiro-. Nunca llegaré a acostumbrarme a cosas así.
– Ni yo. ¿Y tú? ¿Qué harás hoy?
– No lo sé. Bacon ha muerto, Clayborn está en la cárcel… Es probable que vaya a la consulta y empiece a poner orden. Y esta tarde exponen los restos de Harrison en el tanatorio. -La aflicción resurgió y volvió a torturarla-. El funeral es el sábado.
– Dime la hora y te acompañaré.
Un cálido sentimiento de gratitud suavizó el agudo dolor de la pérdida.
– Gracias. Tengo que ir a ver a Ethel Hughes. ¿Le diréis lo de la nota que le prendieron en el abrigo? «Dime con quién andas y te diré quién eres.»
– Lo comentaremos durante la mañana y ya te lo diré. -Se secó la cara y se volvió a mirarla con una mueca-. Hay una cosa de ayer que no te he contado. Ven aquí.
El temor la atenazó. Se puso en pie e hizo que Bella bajara al suelo.
– Dime.
– Rick está seguro de que Bacon debía de tener escondidos un montón de vídeos, pero no encontramos ninguno.
Tess tragó saliva. En el fondo sabía que aquello iba a ocurrir pero resultaba más fácil no pensar en ello.
– O sea que mi grabación sigue dando vueltas por ahí.
– Sí, no sabemos dónde está. Es posible que trasladara los vídeos a otro escondrijo. Hay varios lugares que tenemos que empezar a registrar pero la prioridad por posible homicidio ya no existe. A partir de ahora pasará a llevar el caso el Departamento de Delitos Informáticos. Se encargan del tráfico de pornografía por internet y cosas así.
Ella no pudo contener la mueca de disgusto.
– Si las imágenes salen a la luz… ¿Te importará?
La expresión de los ojos de Aidan adquirió solemnidad.
– Un poco. No me gusta engañar ni que me engañen, y tampoco me gusta compartir a una mujer; supongo que en el fondo soy un machista y no me hace gracia que otros hombres vean lo mismo que yo. ¿Qué harás tú?
Ella forzó una sonrisa.
– Un calendario y un viaje para firmar autógrafos.
Él se echó a reír y la besó en los labios.
– Vístete. Si no te dejo con Vito a las siete y media en punto llegaré tarde a la reunión por culpa de la paliza que me dará.
Jueves, 16 de marzo, 7.30 horas.
Aferrándola firmemente por la cintura, Aidan llamó a la puerta de la habitación de Vito y soportó en silencio la mirada de arriba abajo con que los obsequió el hermano de Tess.
– Reagan. Tess.
Tess alzó los ojos en señal de exasperación y besó a su hermano en la mejilla.
– Por el amor de Dios, Vito, ya basta. -Luego, rodeó con la mano el cuello de Aidan y lo hizo agacharse para darle un casto beso de despedida-. Vete o llegarás tarde.
– Él puede esperar unos minutos más.
Aidan gimió al notar que las uñas de Tess se le clavaban en la nuca. Ambos se volvieron a la vez al oír la voz de un hombre de cierta edad muy alto que aguardaba de pie con los brazos cruzados sobre su pecho robusto. Se le veía fuerte como un roble; su torso evidenciaba los años de duro trabajo manual. En su rostro se dibujaba una mueca feroz: la de un padre al enfrentarse al hombre que había pasado toda la noche retozando con su hija.
– Señor Ciccotelli. -Aidan le tendió la mano-. Soy Aidan Reagan.
El padre de Tess se limitó a mirar su mano extendida y la incomodidad crecía a cada instante que pasaba. Con un suspiro cansino, Tess tomó la mano de Aidan.
– Papá, no esperaba verte por aquí.
Él la escrutó con la fría mirada de sus oscuros ojos y Aidan se percató de que Tess había heredado de él esa facultad.
– Ya me lo imagino -respondió el hombre al fin-. ¿Podemos hablar en privado, Tess?
Ella, cautelosa, miró a Aidan con el rabillo del ojo.
– Vete. Te llamaré luego.
Aidan retrocedió y exhaló un suspiro cuando la puerta se cerró en sus narices. Luego se dirigió a la escalera. No quería llegar tarde dos días seguidos.
Jueves, 16 de marzo, 7.30 horas.
Joanna examinó con los ojos entornados el interior del cajón de su escritorio. Buscaba el papel fotográfico para imprimir unas cuantas de las fotos que quería utilizar en su artículo sobre el doctor Jonathan Carter y descubrió que faltaba la mitad del paquete.
– Keith, ¿has estado imprimiendo fotos?
Él estaba anudándose la corbata y ni siquiera la miró.
– No.
Cartera en mano, se dirigió a la puerta.
Su voz era más fría que un témpano y ella, aprovechando que le daba la espalda, torció el gesto.
– Ya te he dicho que lo sentía, Keith.
Él se detuvo con la mano en el tirador.
– No estoy seguro de que comprendas el significado de la palabra, Jo. Ni siquiera estoy seguro de saber quién eres en realidad. Nos veremos por la noche.
La puerta hizo un ruido seco al cerrarla despacio. Habría sido más apropiado dar un portazo, pero Keith no era de ese tipo de personas. Joanna se encogió de hombros. No tardaría en darle la razón, siempre acababa haciéndolo. Ya había caído uno de los amigos de Ciccotelli, y el insecticida estaba a punto para matar a la siguiente mosca. De hecho, ya había empezado a investigar un poco. Estaba metida en algo serio, lo presentía.
Jueves, 16 de marzo, 7.40 horas.
Michael Ciccotelli era un hombre severo. La madre de Tess salió de la habitación contigua. Parecía aturullada, cansada y… atrapada entre la espada y la pared.
Tess los miró con recelo.
– ¿Cuándo habéis llegado?
– Ayer por la noche -respondió su madre.
Tess tomó asiento. Ahora entendía la visita de Vito a medianoche.
– No sé qué decir.
Su madre agitó las manos.
– Como no volvías a casa…
– Siéntate, Gina. -Amablemente, su padre hizo que su madre se sentara en una silla y luego se apostó detrás y posó sus manazas en los menudos hombros de ella.
– ¿Qué está pasando, Tess?
Estaba pálido y tenía los labios completamente desprovistos de color. Sus grandes manos temblaban.
– Siéntate, papá.
– Me sentaré cuando me dé la gana. Te he preguntado que qué está pasando. Puedes empezar por Reagan.
– Es un buen hombre. Est… -No encontraba las palabras apropiadas. Él la estaba protegiendo, pero eso no la ayudaba a proyectar la imagen de autosuficiencia que deseaba-. Estamos saliendo juntos -dijo al fin.
Su padre arqueó las cejas.
– Eso ya lo veo.
Ella imitó su gesto.
– Ya me lo imagino -dijo en tono frío.
– Tess -la reprendió su madre y Tess se puso en pie de golpe.
– ¿Por qué habéis venido?
– No seas grosera -masculló Vito.
– Cállate. No permitiré que entre todos me tildéis de libertina. Tengo treinta y tres años, por el amor de Dios. Y Aidan es el primer hombre con quien salgo… desde hace un año.
– Desde Phillip. -Su padre hizo una mueca-. Menudo cabrón.
Tess tuvo que esforzarse por reprimir la risa que le entró de repente.
– Aidan lo llama «don Cabrón» -dijo, y le pareció que su padre se aguantaba también las ganas de reír. Una pequeña parte de su corazón se ablandó, y suavizó el tono.
– Papá, Vito me ha dicho que estás enfermo. ¿Por qué has hecho un viaje tan largo?
El hombre tragó saliva.
– Estás metida en un lío y tu madre quería venir a verte, así que hemos venido.
Su madre se volvió y sacudió la cabeza con tristeza.
– Me lo has prometido.
Él cerró los ojos.
– De acuerdo. Yo también quería venir. Tenía que asegurarme de que estabas bien, verlo con mis propios ojos. -El hombre abrió los ojos y Tess se sorprendió de verlos llenos de lágrimas. En toda su vida no había visto llorar a su padre. Nunca-. El año pasado te agredieron y no pudimos venir porque no supimos nada. No nos lo contaste. Y esta vez hemos tenido que enterarnos por las noticias. ¿Sabes qué mal sienta, Tess?
Su madre le dio unas palmaditas a su padre en la mano.
– En las noticias dicen que vas por ahí contando secretos de tus pacientes -explicó-. Dicen que no has respetado el código deontológico y que te han inhabilitado.
– Son todos unos embusteros -espetó su padre con la voz trémula debido a la rabia contenida. Alzó la barbilla-. Tú nunca harías una cosa así.
A Tess se le ablandó un poco más el corazón.
– El consejo de cualificaciones profesionales me ha retirado la licencia, papá. ¿Cómo estás tan seguro de que no tienen razón?
Él la miró con sus oscuros ojos penetrantes.
– Porque te conozco, y por encima de todo sé que tú no mientes. Por algo te eduqué yo.
– ¿Así de fácil? -Hablaba con acritud, con sarcasmo-. ¿Me crees?
– Siempre te hemos creído, Tess -dijo su madre con suavidad-. Te queremos.
Su padre exhaló un suspiro.
– Y yo sé muy bien que las cosas no siempre son lo que parecen.
Tess cerró los ojos, no quería que la manipularan.
– Yo sé muy bien lo que vi, papá.
– Y te pareció que estaba mal, Tess. Pero yo no hice nada malo. Esa mujer se hizo pasar por una empleada del hotel y antes de que me diera cuenta entró en la habitación y…
Tess irguió la espalda y cobró ánimo. Estaba más claro que el agua.
– Me acuerdo perfectamente, estaba allí.
El hombre extrajo una silla de debajo de la pequeña mesa.
– Será mejor que me siente. Escucha, Tessa, siempre fuiste una niña difícil, no parabas de hacerme preguntas que no tenía ni idea de cómo contestar. Siempre he sabido que acabarías siendo médico, o abogada… algo importante. -Respiró con esfuerzo-. Estoy bien, aunque a veces me siento un poco cansado. -El hombre se serenó y la miró a los ojos-. Pero, Tessa, nunca me preguntaste qué ocurrió aquel día. Esperaba que lo hicieras tarde o temprano, pero el momento no llegó. Esperé durante años. -Su madre le tomó la mano y la sostuvo.
– No hacía falta, ya lo vi -respondió Tess apretando los dientes; de pronto se sentía insegura, y odiaba ser tan débil como lo había sido su madre.
– Viste una parte -insistió él-. Aún me pregunto cómo después de tantos años juntos pudiste creerme capaz de hacer una cosa así, cómo un único instante pudo acabar con la confianza de toda una vida. -Apartó la mirada-. Y no sabía que algo pudiera doler tantísimo.
Tess miró a sus padres cogidos de la mano. Envidiaba su solidaridad, y a la vez la sacaba de quicio.
– Yo tampoco. Esperaba que admitieras que habías obrado mal, tal como siempre nos enseñaste, pero no lo hiciste. -El hombre tensó los labios pero no dijo nada-. Y tú… -Miró el rostro desolado de su madre-. Siempre decías que confiabas en mí, pero no era cierto. Me diste un sopapo por mentir y te arrastraste ante él.
Su padre volvió la cabeza y miró a su madre estupefacto.
– ¿Le pegaste?
– Estaba enfadada. -Exhaló un suspiro-. Hice mal en pegarte, Tess. Estaba enfadada, y dolida, y también asustada. Pero nunca me he arrastrado ante tu padre ni ante nadie. Le pregunté qué había pasado y le creí. -Sus labios se curvaron sin un ápice de humor-. Me consideras una tonta.
– Yo no he dicho eso. -Pero lo había pensado, y lo seguía pensando.
– ¿También ahora te parezco tonta por creerte a ti?
– No. -Tess sacudió la cabeza-. Porque yo digo la verdad, no he hecho nada malo.
La sonrisa de su padre denotaba tristeza.
– ¿No te parece curioso que nos haya tocado vivir situaciones paralelas? Yo tampoco hice nada malo. Si te dijera que nunca he mirado a otra mujer, mentiría. Pero te juro que no le he puesto un dedo encima a ninguna, ni ese día ni en toda mi vida.
La comparación tocó la fibra sensible de Tess, quien titubeó, insegura.
– La tenías encima, papá -musitó.
Él la miró directamente a los ojos.
– La tenía encima, pero no la toqué, Tess.
Su voz expresaba convicción y sinceridad. Había ido hasta allí… y no tendría por qué haberlo hecho. La creía cuando muy pocos lo hacían. ¿Era posible que todo fuera un malentendido? Pensó en aquel día, en lo que había visto. La niñata de poca chicha estaba pegada a él como una lapa. Pero ¿la estaba tocando su padre? Tess no lo recordaba.
Lo que sí recordaba era que hasta ese día nunca le había mentido, ni una sola vez. Se le veía aterrado, y Tess tomó conciencia de que lo que ocurriera en esos momentos serviría para superar el distanciamiento o alejarse para siempre.
– Tendría que habértelo preguntado entonces. Papá, ¿qué ocurrió ese día?
El hombre exhaló un suspiro entrecortado y sus hombros se relajaron del alivio, y Tess comprendió que su padre no quería que aceptara ciegamente sus actos, simplemente esperaba que confiara en él.
– Entró en la habitación, Tess, dijo que era un regalo. Traté de que se marchara, pero antes de que me diera cuenta estaba completamente desnuda y yo no sabía dónde poner las manos para echarla. Me pidió que no me hiciera tanto de rogar. Y cinco segundos después aparecías tú. Cuando te fuiste le dije que si no se marchaba llamaría a la policía. Ella se ofendió. Dijo que la habían avisado de que era un tipo duro pero que la fianza no estaba incluida en sus honorarios. Y se marchó. -Él se encogió de hombros-. Eso es todo.
«Eso es todo.» Tess se esforzó por librarse del nudo que se le había formado en la garganta mientras su padre aguardaba con la agonía de la incertidumbre plasmada en el semblante; y de pronto la verdad de aquel momento horrible quedó eclipsada por la del actual. La creía. El hombre que había sido su héroe la creía. Y lo hacía porque la amaba. ¿Cómo podía ella no corresponderle en igual medida? El rostro del hombre se desdibujó a medida que los ojos de Tess se llenaban de lágrimas.
– Lo siento, papá -musitó-. ¿Podrás perdonarme?
– Ven aquí. -La sentó sobre su rodilla y le presionó la mejilla contra su hombro-. ¿Podremos retomar las cosas y hacer que vuelvan a ser como antes?
Ella aspiró el olor a cedro que siempre impregnaba sus prendas. Las lágrimas de Tess fueron absorbidas por su sencilla camisa y desaparecieron.
– Suena bien.
El hombre apoyó la mejilla en la cabeza de Tess.
– Te he echado de menos, mi niña.
– Yo también, papá. Ha sido un año muy duro, y la última semana ha sido aún peor.
– Cuéntamelo todo, cariño.
Su madre le dio un apretoncito en el hombro a su padre.
– Antes tienes que acostarte un rato. Me lo has prometido.
– Enseguida, Gina -dijo con determinación mirando a su esposa.
Ella, sacudiendo la cabeza, atravesó la puerta que daba a la habitación contigua y regresó con una máscara de oxígeno y una pequeña bomba. Tess abrió los ojos como platos.
– ¿Necesitas oxígeno? ¿Y has venido en avión? ¿Estás loco o qué?
– Necesitaba verte -dijo, y alzó los ojos en señal de exasperación cuando su madre le colocó la máscara-. Ahora explícamelo todo, Tessa -dijo-. Y empieza por hablarme de Reagan.
– Me ha salvado la vida, papá -explicó, y a pesar de la máscara vio que el rostro de su padre palidecía-. Respira. -Le estampó un beso en la frente-. Y la próxima vez dale la mano, ¿de acuerdo?
Él se esforzó por tomar aire.
– De acuerdo.
Jueves, 16 de marzo, 8.00 horas.
– Así que el caso está cerrado. -Spinnelli miró alrededor de la mesa-. Hemos terminado.
Murphy y Aidan estaban sentados a un lado de la mesa. Enfrente se sentaban el fiscal del estado, Patrick Hurst, y Spinnelli. Rick y Jack ocupaban los otros dos extremos. Ninguno parecía satisfecho.
Spinnelli hizo una mueca.
– Bacon está muerto, tenemos las fotos y su confesión. A Clayborn van a procesarlo esta misma mañana. Tess puede retomar su vida habitual.
– Solo que la ciudad entera cree que es una tiparraca sin palabra -masculló Murphy-. No sé, Marc. Hay algo que me tiene intranquilo.
– Tal vez sea que no pillaste a Bacon por tu cuenta -respondió Patrick-. Arruinó tus propósitos.
– En parte, sí -convino Aidan recordando su propio sentimiento de impotencia al ver a Bacon flotando muerto en la bañera-. Pero es cierto que hay algo que no cuadra. He leído el informe psiquiátrico de Bacon. Por cierto, no todo el examen lo hizo Tess; ella solo lo entrevistó una vez. La parte principal de la evaluación la llevó a cabo Eleanor Brigham, pero murió antes de terminar.
Murphy parecía preocupado.
– No da la impresión de que pudiera odiarla tanto si solo se vieron una vez.
– Eso mismo pienso yo -dijo Aidan-. Bacon era un hombre sin oficio ni beneficio, pero con un vicio en particular: mirar a la gente a escondidas. Nunca tuvo un verdadero trabajo, así que no puede decirse que fuera una persona de firmes propósitos ni que tuviera más objetivo que espiar a mujeres desnudas.
– No encaja en el perfil -observó Jack con aire pensativo.
– ¿En qué perfil? -quiso saber Patrick.
– En uno que ha elaborado Tess -le explicó Aidan-. Es un voyeur antisocial, organizado, muy centrado en sus objetivos y acostumbrado a delegar. Bacon no encaja.
– Tal vez Tess se haya equivocado con el perfil -apuntó Patrick-. No estaba en su mejor momento.
Aidan se encogió de hombros.
– Aun así no se entiende por qué se ha suicidado justo ahora.
– Tal vez viera el coche patrulla en la puerta del despacho de Lynne Pope -dijo Spinnelli-. Sabía que íbamos a encerrarlo y le entró el pánico.
– La persona que buscamos es fría y calculadora, Marc -repuso Aidan-. Torturó a Adams durante más de tres semanas. No parece que vaya a desesperarse así como así.
– Has dicho «vaya» -observó Patrick-. No crees que lo hiciera Bacon.
– No. -Aidan se rindió ante la evidencia, incómodo-. Pero no es más que una impresión.
El semblante de Spinnelli era adusto.
– La cuestión, Aidan, es que tenemos una confesión firmada. Todas las pruebas apuntan a Bacon. Tenemos incluso fotografías de Hughes muerto en el callejón en la tarjeta de memoria donde encontrasteis el resto de las fotos. A menos que te bases en algo más que una impresión, cerraremos el caso y pasaremos a otra cosa.
– Bueno, a mí aún me preocupa que no hayamos encontrado dónde esconde los vídeos -observó Rick.
– Ni la cámara con la que tomó las fotografías de Hughes -añadió Jack. Todos se volvieron a mirarlo-. La tarjeta de memoria en la que estaban las fotos no es de la cámara que encontramos en el piso de Bacon. Utilizaron otra.
– Mierda -masculló Spinnelli, ahora muy contrariado.
– Y está lo del tipo que aparece en la foto con Connell -dijo Murphy-. Él es quien instaló la cámara en el piso de Seward. Hay demasiados cabos sueltos, Marc.
Spinnelli miró a Patrick.
– ¿Tienes todo lo que necesitas para denegar las apelaciones?
– Con las cintas de Tess que encontrasteis en el piso de Rivera ya había bastante. El abrigo y la peluca son un extra.
– Entonces de acuerdo -accedió Spinnelli levantando un dedo en señal de advertencia-. Un día más, a ver si dais con algo más concreto. Aidan, quédate un momento. -Todos se marcharon y dejaron a Aidan y a Spinnelli a solas-. Escucha, quiero asegurarme de que tu interés es profesional y no de otro tipo. Necesito que tengas la cabeza en su sitio.
Aidan, ofendido, saltó al instante.
– Ese comentario no viene al caso, Marc.
– Sí, forma parte de mi trabajo. Estás liado con Tess, duerme en tu casa. Como ya no es sospechosa, lo que hagas es asunto tuyo, y de ella. Pero no quiero malgastar recursos persiguiendo a un fantasma solo porque tú estás demasiado liado para poner fin a la cuestión.
Aidan dominó su genio.
– No soy el único que ve que hay cabos sueltos.
– Por eso os he concedido un día más. Tienes otros casos de los que ocuparte, Aidan. No lo olvides.
Aidan asintió con gesto brusco.
– Sí, señor.
Jueves, 16 de marzo, 8.15 horas.
Tess cerró la puerta que daba a la habitación de su padre.
– Está dormido.
Lo estaba, pero su sueño no era aquel de sonoros ronquidos que recordaba de su juventud. Era un sueño superficial; sus anchos pectorales se movían al ritmo de su respiración poco profunda. Durante los años de residencia, Tess había trabajado una temporada en cardiología. Recordaba la piel cenicienta, la dificultad para respirar y la desesperanza de los pacientes cuando el corazón les fallaba y no les quedaba más que aguardar la muerte.
Muy pronto su padre sería uno de esos enfermos. El pesar la invadió como una inmensa oleada y con él también la desesperanza.
– No me imaginaba que estuviera tan mal -susurró Tess, y se volvió hacia la ventana junto a la que su madre y Vito se encontraban sentados tomando café. Su madre conservaba el semblante sereno, pero su mirada atormentada revelaba la amarga verdad.
– No me dejaba que os lo contara. Bien sabe Dios que de alguien has heredado la testarudez.
Tess, agotada, se sentó en la cama de Vito.
– Me ha dicho que está en la lista para un trasplante.
– Es verdad. -Gina se encogió de hombros-. Pero a su edad… -Apartó la vista y se esforzó por contener las lágrimas.
Vito le estrechó la mano.
– Mamá, por favor, no llores.
Gina dirigió una mirada a Tess.
– Cuando te vio en las noticias… empezó a sentir dolor.
– Lo siento.
Gina sacudió la cabeza.
– A lo hecho, pecho. Últimamente le ha estado dando muchas vueltas a la cabeza, estaba muy preocupado por vosotros dos. A veces, cuando cree que nadie lo ve, llora.
Los ojos de Tess se llenaron de lágrimas; notaba la quemazón en la garganta.
– Ya basta -le espetó en voz baja.
– Lo siento. -Su madre dio un sorbo de café en silencio-. No quería hacerte sentir más culpable, solo quería que supieras cómo están las cosas. Los médicos dicen que le quedan entre seis meses y un año de vida. El doctor que lo trata se enfadaría mucho si supiera que ha venido hasta aquí.
– Es que no tendría que haber venido -musitó Tess.
– Por nada del mundo habría renunciado a subir a ese avión. Tess. Necesitaba arreglar las cosas, ya lo había dejado correr durante demasiado tiempo. -Dando un profundo suspiro, su madre dejó la taza y se levantó-. Lo que te ha contado hoy es la pura verdad.
Tess asintió.
– Ya lo sé. Tú le creíste desde el principio y yo no.
Gina soltó una carcajada.
– No, al principio no le creí.
Tess interrogó a su madre con la mirada.
– No lo entiendo, dijiste…
– Sí, ya se lo que dije, y también sé lo que hice. He tenido que vivir con ello durante cinco años. Sabía que ese día había ocurrido algo terrible. Cuando volviste a buscarme a la tienda estabas más blanca que el papel, pero en ese momento no me dijiste nada.
– No sabía qué hacer, no quería herir tus sentimientos.
– Ya lo sé. Lo que tú no sabes es que yo sabía lo de esa mujer antes de que te decidieras a contármelo un mes más tarde.
– No lo entiendo -repitió.
Su madre se acercó a la ventana.
– ¿Sabías que las prostitutas de categoría tienen tarjetas de visita? Encontré una en el bolsillo de los pantalones de tu padre. Quise convencerme de que no pasaba nada, de que era una clienta y que lo que te pasaba a ti es que, tal como decías, estabas enferma. Cuando al fin conseguí que me contaras lo que habías visto… No sé qué me pasó. Hice una cosa terrible y desde entonces no he dejado de lamentarlo.
»Te pegué y te llamé mentirosa, y le expliqué a tu padre lo que me habías contado. Sin embargo, él dijo que era cierto. Me explicó un cuento chino sobre una mujer que había aparecido en la habitación del hotel y se había quitado la ropa. Me dijo que no la había tocado. Y yo, como buena esposa, le dije que le creía.
– Pero no lo hiciste -dijo Tess.
Gina se volvió a mirarla.
– Ninguna mujer con amor propio lo haría.
– ¿Mamá? -Vito se había quedado estupefacto.
Ella suspiró.
– Ya lo sé. Después de enfrentarme a tu padre, Tess, él se enfrentó a ti.
– Ya me acuerdo. -Su madre le había pedido que fuera a casa porque tenían que hablar. Aquella petición ahora cobraba sentido-. Ese día tuvo su primer ataque al corazón.
El rostro de la mujer se crispó.
– Lo cuidé, pero cada momento me acordaba de cuánto lo detestaba, y de cuánto me detestaba a mí por detestarlo y por lo que te había hecho. Al fin, cuando se hubo recuperado lo suficiente, le dije que me iba unos días a casa de mi hermana para cambiar de aires, pero en vez de eso vine a verte a ti.
Tess abrió mucho los ojos.
– ¿Aquí? ¿A Chicago? Nunca me lo dijiste.
– No quería que nadie lo supiera. Aún guardaba la tarjeta de visita y fui a ver a esa mujer. -Gina apartó la vista de la ventana y la miró-. Se acordaba de tu padre y confirmó todo lo que él me había contado, palabra por palabra. Después de que tu padre la echara de la habitación del hotel, la chica había llamado a la agencia que la enviaba. Ellos llamaron al cliente que había solicitado el servicio, y él se disculpó y les explicó que el obsequio era para un hombre que se alojaba en la habitación que estaba justo encima de la nuestra. Fui a la agencia y me mostraron el recibo.
Tess exhaló un suspiro. Se sentía aliviada pero a la vez terriblemente triste.
– Todo fue un error; me he perdido cinco años de relación por un simple error. -Miró a su madre entornando los ojos llorosos-. Por el amor de Dios, ¿por qué no me lo contaste?
Gina guardó silencio un momento. Luego respondió con un hilo de voz.
– Porque para eso tendría que haber admitido que no lo creí. Y cada vez que lo miraba a los ojos me sentía incapaz de hacerlo. Para él significaba mucho creer que había confiado en su palabra.
– ¿Y por qué se lo estás contando ahora? -preguntó Vito con voz entrecortada.
– Porque no se habría perdonado no haberle creído, igual que me sucedió a mí -respondió, como si Tess no se encontrara presente-. Se habría dicho a sí misma que por su error y su tozudez había enviado a tu padre a la tumba. -Dirigió a Tess una triste sonrisa-. ¿A que sí?
Tess asintió; seguía notando un gran nudo en la garganta.
– Sí.
– Siempre has sentido más debilidad por tu padre que por mí, Tess. Estos cinco años sin hablaros… casi le matan, y no exagero. Pero el hecho de que seas más suya que mía no significa que no te comprenda o que te quiera menos. Al veros hacer las paces me he dado cuenta de que yo también necesitaba congraciarme contigo. A mí me cuesta más porque, a diferencia de tu padre, yo sí que obré mal. Lo siento, Tess.
Se hizo un largo silencio durante el cual Vito se mantuvo cabizbajo mientras Gina y Tess se miraban mutuamente.
– Supongo que ya te imaginas que no sé bien si agradecerte que me hagas sentir mejor o enfadarme contigo por haberme ocultado la verdad tanto tiempo -masculló Tess, y Vito levantó la cabeza y en silencio le dirigió una mirada cansina y apenada.
– Imagino que las dos cosas son lógicas -dijo su madre con voz serena.
– De todos modos, la verdad es que hasta hoy no lo habría creído y a partir de hoy no necesito creerlo, así que de algún modo eso lo soluciona todo.
Volvió la mirada hacia la puerta tras la cual descansaba su padre.
– Tengo la impresión de que debería quedarme aquí… observar cómo respira… hacer algo.
– A él eso no le haría ninguna gracia. Cuando vuelvas estará despierto.
Tess miró a Vito.
– Tengo que ordenar la consulta y pelearme para que me permitan volver a ejercer. Bacon ha muerto y Clayborn está detenido, así que no tienes por qué quedarte más tiempo aquí si no quieres. Ya has faltado bastantes días al trabajo, Vito.
Vito sacudió la cabeza.
– Reagan no cree que Bacon sea el responsable de las muertes. No me lo ha dicho, pero se le nota.
Tess notó una opresión en el pecho.
– No, ya sé que no lo cree. Hay una cosa que deberías saber. El hombre al que ayer encontraron muerto instaló cámaras en la consulta y en mi casa.
Gina asintió.
– Por eso sabía cosas de tus pacientes, ya nos lo has contado.
Tess miró al techo.
– Lo que no os he contado es que una de las cámaras estaba en el cuarto de baño. En… la ducha.
Gina dejó caer la taza sobre la mesa con estrépito.
– Santo Dios -dijo sin apenas voz.
– Sí. Bueno, ayer ese hombre me amenazó con vender… las imágenes a los medios de comunicación.
– Pues me alegro de que esté muerto -repuso su madre con saña.
– La cuestión es que la policía no encontró los vídeos, las grabaciones originales.
Vito frunció el entrecejo.
– Reagan me ha dicho que Bacon había destruido el disco duro.
– Sí, pero esperaban encontrar un montón de vídeos en alguna parte y no fue así. Las imágenes podrían salir a la luz. Tenemos que prevenir a papá por si eso ocurre; su corazón podría resentirse.
– Espera un poco, Tess -le aconsejó Vito-. Es posible que los encuentren.
Tess se puso en pie.
– Tienes razón. Bueno, me voy a ordenar la consulta y a comprar cuatro cosas para la cena de esta noche. ¿Me ayudarás a cocinar, mamá?
Gina asintió con cortesía. Comprendía que el gesto era una invitación para hacer las paces y la aceptó.
– No creo que te haga ninguna falta, Tess, pero te ayudaré de todos modos.
Jueves, 16 de marzo, 8.45 horas.
– Veo que sabéis tener entretenida a una chica -dijo Julia VanderBeck cuando Aidan y Murphy entraron en la morgue-, para que no se aburra nunca.
– ¿Te ha revelado algo la autopsia de Bacon? -preguntó Aidan impaciente.
Julia sonrió con ironía.
– El señor Bacon me ha contado muchas cosas interesantes. Si no hubierais venido, os habría llamado. Venid, vamos a dar un vistazo.
Retiró la sábana que cubría el cadáver de Bacon y Aidan sintió otra oleada de furia contra el hombre por haber muerto y escapado a su merecido castigo. No obstante, obvió la emoción y se concentró en la voz sosegada de Murphy.
– ¿Causa de la muerte?
– Digamos que Bacon podría apodarse Rasputín. -Tomó los brazos de Bacon y los colocó de forma que las rojas laceraciones de sus muñecas quedaran a la vista-. Le cortaron las venas, probablemente con el cúter que encontrasteis en un extremo de la bañera.
Aidan ladeó la cabeza.
– ¿Cómo que «le cortaron» las venas?
Ella asintió.
– No lo hizo él mismo, aunque eso es lo que se supone que teníais que creer. Miradle los brazos. Los cortes son verticales y rectos. Eso normalmente significa que la víctima quiere que el suicidio sea un éxito, si es que puede decirse tal cosa.
– ¿Y? -preguntó Murphy. Julia sonrió.
– Vuestro hombre era zurdo. -Le levantó la mano izquierda-. Tiene un callo en el dedo corazón de escribir. La herida del brazo derecho debería ser más profunda y regular que la del izquierdo. Lo normal es que primero hubiera utilizado el brazo dominante y luego el otro, es decir primero el izquierdo y luego el derecho, para conseguir un efecto mejor. Normalmente el corte del segundo brazo no es tan regular, suele ser discontinuo debido al dolor y a que el primer brazo está adormecido y además no es el dominante. La herida tendría que interrumpirse y ser menos profunda.
– Pero Bacon no sigue el patrón -adivinó Aidan.
– No. Los cortes tienen igual profundidad; nunca hasta ahora lo había visto. Me extraña que alguien haya podido hacer una cosa así a un hombre con plenas facultades físicas sin que este se rebelase, pero no he encontrado evidencia de que hubiera forcejeado.
– O sea que estaba inconsciente cuando le hicieron los cortes -musitó Murphy.
– No lo creo. ¿Recordáis el informe de tóxicos de Cynthia Adams?
– Setas venenosas -respondió Aidan-. ¿Psilo…?
– Psilocibina -terminó Julia-. En la sangre de Bacon no aparece esa sustancia, pero sí la de otra planta. Si se ingiere, provoca parálisis localizada en ciertas zonas. Si se inhala, el efecto es más rápido y más general. Creo que estuvo consciente mientras le hacían los cortes, y que lo notó todo.
– Fantástico -soltó Aidan sin vacilar, y Julia hizo un amago de sonreír.
– En eso estamos de acuerdo, Aidan. En algún momento del proceso ya había perdido tanta sangre que se quedó inconsciente y se hundió. Pero por la cantidad de agua que había en la bañera y el peso y la estatura de Bacon no sería lógico que la cabeza hubiera quedado sumergida. Sin embargo tenía los pulmones llenos de sangre y agua.
– Alguien lo hundió -apuntó Aidan despacio.
– Diría que sí, pero la cosa no termina ahí. Mirad. -Movió el brazo de Bacon para mostrarles el hombro-. En algún momento del día le hirieron con una bala.
– Le dispararon, le cortaron las venas, lo envenenaron y lo ahogaron. -Murphy sacudió la cabeza-. Tienes razón, igual que Rasputín. ¿Y qué fue lo que lo mató?
– ¿Oficialmente? Lo más probable es que muriera ahogado. De todos modos lo que está claro es que no fue un suicidio.