Chicago, sábado, 11 de marzo, 23.45 horas.
– Cynthia.
Era un susurro apenas perceptible, pero lo oyó.
«No.» Cynthia Adams cerró los ojos con fuerza y apretó la cabeza contra la almohada, cuya suavidad parecía un insulto a la rigidez de su tenso cuerpo. Clavó los dedos en las sábanas y las retorció hasta hacer una mueca de dolor. «Otra vez no.» Un sollozo afluyó a su garganta, incontrolable y desesperado. «Por favor, no puedo volver a hacerlo.»
– Vete -musitó con aspereza-. Por favor, vete y déjame en paz.
Sin embargo, sabía que estaba hablando sola. Si abría los ojos no vería nada excepto la oscuridad de su dormitorio. Allí no había nadie. Aun así el espantoso susurro la mortificaba desde hacía semanas. Cada noche se acostaba… y aguardaba, aguardaba la voz que era su peor pesadilla. Algunas noches se dejaba oír; otras, acostada en la cama, nerviosa, Cynthia se limitaba a esperarla. Eran el viento y las sombras. No era nada.
Pero era real. Sabía que era real.
– ¿Cynthia? Ayúdame. -Era la voz de una niña que pedía cobijo en plena noche. Una pequeña asustada, que estaba muerta.
«Está muerta, sé que está muerta.» Llevaba lirios a la tumba de Melanie cada domingo. Melanie estaba muerta.
Sin embargo, allí la tenía. «Viene a por mí.» Buscó a tientas el bote en la mesilla de noche y se tomó dos píldoras sin agua. «Vete. Por favor, vete.»
– ¿Cynthia?
Era real, muy real. «Ayúdame. Dios mío, por favor. Voy a perder la cabeza.»
– ¿Por qué lo hiciste? -El susurro se volvió más quedo-. Necesito saber por qué.
¿Por qué? Cynthia no sabía por qué. Caray, no lo sabía. Se dio la vuelta y enterró el rostro en la almohada mientras encogía el cuerpo para ocupar el menor espacio posible. Contuvo la respiración y aguardó.
Silencio. Melanie se había ido. Cynthia se atrevió a respirar de nuevo, pero enseguida se incorporó de un salto al notar aquel olor que lo invadía todo. Eran lirios. «No.» Retrocedió sin poder apartar la vista de la almohada, de la cual asomaba un único lirio.
– Tendrías que haber muerto tú, Cynthia. -Ahora el susurro era más áspero-. Tendría que ser yo quien llevara lirios a tu tumba.
Cynthia respiró hondo. Se obligó a repetirse lo que su psiquiatra le había recomendado que dijera cuando estuviera asustada:
No es real. Esto no es real.
– Sí que es real, Cynthia. Yo soy real. -Melanie ya no era una niña. Ahora la voz correspondía a la de una adulta furiosa. «Fui una cobarde.»
– Aquella vez huiste, Cynthia. Te escondiste. Pero no volverás a esconderte. Nunca, nunca más me dejarás sola.
Cynthia retrocedió poco a poco hasta topar con la puerta del dormitorio. Cerró los ojos con fuerza a la vez que asía la manilla, cuya rigidez y materialidad le resultaban tranquilizadoras.
– No eres real, no lo eres.
– Tendrías que haber muerto tú, Cynthia. ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué me dejaste con él? ¿Cómo fuiste capaz de hacerlo? Decías que me querías, pero me dejaste allí, con él. Nunca me quisiste. -Un sollozo hizo temblar la voz de Melanie y las lágrimas anegaron los ojos de Cynthia.
– No es cierto. Yo te quería -musitó desesperada-. Te quería mucho.
– Nunca me quisiste. -Ahora Melanie volvía a ser una niña, una niña inocente-. Me hizo daño, Cyn, y tú se lo permitiste. Le permitiste que me hiciera daño… una y otra vez. ¿Por qué?
Cynthia tiró de la manilla de la puerta y, tambaleándose, salió de espaldas al distribuidor en el que estaba encendida una única luz. Se detuvo en seco. Más lirios. Estaban por todas partes. Se dio media vuelta despacio y sus ojos se clavaron en las flores. Se burlaban de ella, de su cordura.
– Ven conmigo, Cyn -la coaccionaba Melanie-. Ven. No es tan malo como parece. Estaremos juntas y podrás cuidar de mí, tal como me prometiste.
– No. -Cynthia se tapó los oídos y corrió hacia la puerta-. «No.»
– No te escondas, Cyn. Ven conmigo. Sabes que en el fondo lo deseas.
Ahora la voz era dulce, muy dulce. Melanie tenía un carácter dulce, pero eso era cuando vivía. Ahora estaba muerta. «Por mi culpa.»
Cynthia abrió rápidamente la puerta de la entrada y ahogó un grito. Entonces se inclinó despacio y recogió del suelo una fotografía. Observó horrorizada el cuerpo sin vida que colgaba de la soga y recordó el día en que la había encontrado. Melanie estaba… allí colgada, dando vueltas…
– Tú me impulsaste a hacerlo -dijo Melanie con frialdad-. No mereces vivir.
A Cynthia le temblaban las manos al observar la imagen.
– No merezco vivir -susurró.
– Pues ven conmigo. Por favor, Cyn.
Cynthia retrocedió de nuevo y buscó a tientas el teléfono.
– Llama a la doctora Ciccotelli, llámala -se dijo. «Ella me dirá que no estoy loca.» Pero en ese momento sonó el teléfono y Cynthia, sobresaltada, soltó el auricular. Se quedó mirando el aparato como si estuviera vivo, esperaba que de un momento a otro le enseñara los dientes y empezara a gruñir; pero solo sonaba.
– Responde, Cynthia -dijo Melanie con frialdad-. Responde ya.
Con manos temblorosas, Cynthia se inclinó y cogió el teléfono.
– ¿Di… diga?
– Cynthia, soy la doctora Ciccotelli.
Cynthia relajó los hombros a la vez que exhalaba un suspiro de alivio ante la voz firme, familiar y… ¡real!
– La oigo, doctora Ciccotelli. Es Melanie. Está aquí, la estoy oyendo.
– Pues claro. Te está llamando, Cynthia. Es lo que te mereces. Ve con ella y acaba ya con todo esto.
– Pero… -Las lágrimas asomaron a los ojos de Cynthia y empezaron a rodar por sus mejillas-. Pero… -musitó.
– Hazlo, Cynthia. Melanie está muerta y la culpa es tuya. Ve con ella. Haz lo que deberías haber hecho hace años: cuidarla.
– Ven -le ordenó Melanie; su voz era de nuevo adulta y denotaba autoridad-. Ven.
Cynthia soltó el teléfono y retrocedió, esta vez con desaliento.
«Estoy cansada, muy cansada.»
– Déjame descansar -susurró-. Por favor, déjame descansar.
– Ven conmigo y podrás descansar -le respondió Melanie.
Se lo había prometido muchas veces, muchas noches. Cynthia se dio media vuelta y miró el cristal del balcón. Al otro lado reinaba la oscuridad, pero también el descanso, la paz.
«Paz.»
El salón estaba vacío. Cynthia Adams había desaparecido del ángulo de la cámara. En la pantalla del portátil ya no se veía a la mujer andando de un lado a otro, desesperada. Iba a hacerlo. La emoción crecía por momentos. Cynthia Adams iba a hacerlo por fin, después de cuatro semanas, cuatro semanas de intensos esfuerzos que la habían llevado al borde de la locura. Un empujoncito más y se vendría literalmente abajo.
– Está junto a la ventana. -La joven que ocupaba el asiento del acompañante palideció al musitar las palabras. Las manos le temblaron al depositar despacio el micrófono en su regazo-. No puedo seguir.
– Seguirás hasta que yo te ordene lo contrario.
La mujer se estremeció.
– Va a saltar. Déjeme que la detenga.
¿Detenerla? Aquella joven estaba tan loca como Cynthia Adams.
– Dile que vaya contigo.
La joven no hizo nada, tenía los nervios destrozados.
– Dile que vaya contigo o tu hermano morirá. A estas alturas ya tendrías que saber que no bromeo. Dile que vaya. Dile que la necesitas, que la echas de menos, que te lo debe. Dile que cuando estéis juntas todo irá mejor. Díselo ahora mismo y pon sentimiento.
La joven permaneció allí sentada, inmóvil.
«¡Ahora!»
La joven asió el micrófono con las manos temblorosas.
– Cyn -susurró-, te necesito. Estoy asustada. -Y de verdad lo estaba. No había nada como sentir realmente miedo para imprimir dramatismo a sus palabras-. Ven, por favor. -La voz se le quebró-. Es mejor así. Por favor. -Acabó con una queda súplica.
El asiento del conductor ofrecía una magnífica vista del balcón de Adams. La hoja se deslizó poco a poco hasta que en la abertura apareció Cynthia Adams; el frío viento de marzo agitaba su ligero camisón. Tenía una bonita figura, se parecía a Gloria Swanson. Sunset Boulevard, qué gran película. Hollywood ya no producía películas así. Sería una buena manera de celebrarlo: una película antigua y palomitas. Pero mientras Adams siguiera en el balcón no habría nada que celebrar. «Tírate ya, caray.»
– Dile que vaya contigo. Haz que se tire. Vamos, cariño, muéstrame tu talento.
La joven tragó saliva ante la ironía de las amables palabras; no obstante, obedeció.
– Un paso más, Cynthia. Solo uno más. Te estoy esperando.
– Ahora pon voz de niña, de niña pequeña.
– Por favor, Cynthia, tengo miedo. -La muchacha imitaba muy bien las voces; pasaba de niña a adulta: de la difunta Melanie a la doctora Ciccotelli, en un abrir y cerrar de ojos-. Ven, por favor. -Exhaló un hondo y trémulo suspiro-. Te necesito.
Y entonces… lo consiguió. Un horrible grito brotó de su garganta cuando Adams se arrojó al vacío. Veintidós pisos. Oyeron el ruido sordo del cuerpo contra el pavimento a pesar de que las ventanillas del coche estaban cerradas. A buen seguro, su figura ya no resultaba tan atractiva; pero la belleza reside en los ojos de quien la contempla y ver a Cynthia Adams tendida en el suelo, muerta, era… espectacular. La joven que ocupaba el asiento del acompañante estaba histérica.
– Haz el favor de calmarte, tienes que hacer otra llamada.
– Dios mío, Dios mío. -Apartó el rostro de la ventanilla cuando el coche pasó a escasa distancia del cadáver de Adams-. No puedo creerlo… Dios, voy a vomitar.
– En el coche no. Coge el teléfono, cógelo.
La joven obedeció con estremecimiento.
– No puedo.
– Sí que puedes. Pulsa el uno. Tengo grabado el teléfono particular de Ciccotelli. Cuando te responda, dile que eres una vecina de Cynthia Adams y que estás preocupada porque está de pie en la barandilla del balcón y amenaza con arrojarse al vacío. Hazlo.
La joven pulsó la tecla y esperó.
– No contesta. Estará durmiendo.
– Prueba otra vez. Deja que el teléfono suene hasta que la princesa responda. Ah, y conecta el altavoz. Quiero oír la conversación.
El tercer intento dio resultado.
– ¿Diga?
Estaba durmiendo sola en casa un sábado por la noche. Resultaba agradable tener controlado también aquel aspecto de la vida de Ciccotelli. Dio un codazo a la joven y eso hizo que pronunciara su frase tartamudeando.
– ¿Doctora Ciccotelli? ¿Es la doctora Tess Ciccotelli?
– ¿Quién es?
– Soy… la vecina de una de sus pacientes, de Cynthia Adams. Algo le pasa. Está de pie en la barandilla del balcón y amenaza con arrojarse al vacío. -La joven, con los ojos cerrados, colgó y soltó el teléfono sobre su regazo-. He terminado.
– Por hoy.
– Pero… -Se volvió con brusquedad, atónita-. Me había dicho…
– Te dije que tu hermano seguiría con vida si me ayudabas, aún necesito tu ayuda. Sigue practicando la voz de Ciccotelli. Tendrás que volver a imitarla dentro de unos días. Por hoy, hemos terminado. Atrévete a abrir la boca y tu hermano morirá.
Ciccotelli estaba de camino. «Que empiece la función.»