Viernes, 17 de marzo, 17.00 horas.
Estaba oscuro. Y seguía sin poder moverse. «Estoy paralizada.» Pero si estaba paralizada, no debería sentir dolor. No debería sentir nada de nada. Pero le dolía todo el cuerpo, de los pies a la cabeza. Poco a poco fue recobrando los sentidos. No estaba oscuro: tenía los ojos vendados. «Y no estoy paralizada.» Tenía las manos y los pies atados, y una mordaza en la boca.
Atada. Amordazada. «Me ha atrapado.» Estaba aterrorizada. «Y sola.»
Le dolía la espalda por culpa de la incómoda y forzada posición. A su derecha, oyó un débil gemido. «No estoy sola.» Aun así, estaba aterrorizada.
La cabeza estaba a punto de estallarle y el corazón le latía con tanta fuerza que incluso le dolía. Aspiró por la nariz y notó un asqueroso olor de tierra húmeda. ¿Estaba al aire libre? No, no hacía frío. ¿Qué había ocurrido? Lo último que recordaba era que se encontraba en el coche con Amy. ¿Dónde estaba Amy? ¿La habrían herido también? Aquel gemido, ¿sería de ella?
Se abrió una puerta y Tess se puso tensa. Aguardó. Un débil ruido de pasos en el duro pavimento. Volvió a oír el gemido a su derecha y, procedente de arriba, un chasquido.
– Así que estás despierto, viejo.
Ante la familiar voz el acelerado corazón de Tess se paró y la estupefacción hizo que un estremecimiento sacudiera su cuerpo.
La invadió la incredulidad. No. No era posible. Sería otra imitación. O una pesadilla. «Por favor, que sea una pesadilla.» Una pesadilla horrorosa. Pero el puntapié que recibió en la espalda era real, y le arrancó un verdadero gemido.
– Tú también estás despierta. Parece que nuestra pequeña reunión familiar está a punto de empezar.
La venda de los ojos se le clavó en la piel al tensarse, luego se destensó de golpe y Tess se encontró mirando los ojos en los que durante tantos años había confiado. Ahora emitían un centelleo intensísimo. Malvado. Enfermizo. El horror se apoderó de ella y fue incapaz de desviar la mirada. «Santo Dios.»
La sonrisa de Amy hizo que se le helara la sangre.
– Ya te he dicho que cuando te despertaras todo se habría arreglado. ¿Lo ves? Papá está aquí.
Aturdida, Tess volvió la cabeza hacia un lado. Su padre yacía encogido junto a ella, con los ojos cerrados; tenía la cabeza a menos de un palmo de distancia. Su mirada recorrió la habitación. Era un cubículo no mucho mayor que un armario. Un armario diminuto. Un sudor frío le invadió el cuerpo y empezó a sentir náuseas. Lo que en su garganta empezó como un gemido acabó como un gimoteo y Amy volvió a sonreír.
– Es una pequeña habitación. Probablemente te estás preguntando qué va a ocurrirte a continuación.
Tess solo podía mirarla.
– Debes de pensar: «Está loca.» -Amy la agarró por el pelo y de un tirón le levantó la cabeza; ahora su mirada era fría e inexpresiva. La sacudió con fuerza-. ¿Verdad? -Le echó la cabeza hacia atrás y esta dio un fuerte golpe en el suelo que Tess oyó más que sintió. Se sentía… alienada. Como si flotara.
– Se te está pasando el efecto del tranquilizante -siguió Amy-. Ya ves; tanto preocuparte por tu corazón, tanto ejercicio, la aspirina y el vaso de vino diario… No hacía falta. Eres más fuerte que un roble. Si ese tranquilizante no te ha matado, nada lo hará. -Abrió la puerta y se echó a reír-. No, espera. Lo haré yo. Pero cuando lo haga te quiero totalmente consciente; quiero que lo notes todo. -Cerró la puerta y dejó a Tess anonadada. Indefensa. Aterrorizada.
Su padre gimió. «Tengo que sacarlo de aquí o morirá.» Entonces, una risotada de puro horror vibró en su garganta. «Pues claro que morirá. Y yo también.»
Viernes, 17 de marzo, 17.15 horas.
Aidan miró la pizarra blanca de la sala de reuniones, con la conciencia puesta en todas y cada una de las cinco horas que Tess llevaba desaparecida. La pizarra estaba llena de nombres de clientes que había encontrado en el libro de contabilidad de Lawe. Todos eran empresas sin actividad, solo servían para vincularlas con otras empresas también sin actividad. Las flechas señalaban hacia todas las direcciones.
En el centro estaba Deering, que estaba vinculada con Davis, que estaba vinculada con Turner, que a su vez estaba vinculada con Deering. El intrincado laberinto de corporaciones olía a blanqueo de dinero, a alguien con bienes o actividades que ocultar. ¿Quién sería el cliente de Lawe?
El intrincado laberinto no les aclaraba dónde podían encontrar a Tess. Vito, Jon y Amy estaban frenéticos y llamaban a todas horas, y cada vez tenía que decirles lo mismo. «Aún no ha aparecido. Seguimos trabajando en ello.» No se había sentido tan terriblemente impotente en toda su vida.
– ¿Qué coño es esto? -preguntó Murphy desde atrás. Había entrado en la sala de reuniones y miraba la pizarra. Su rostro, habitualmente sosegado, aparecía severo y encolerizado.
– Seguro que no puedes encontrar a Swanson.
Murphy crispó la mandíbula.
– Ni rastro. En la aduana no consta que haya salido del país. He consultado a un filatelista y me ha dicho que venden paquetes para coleccionistas de sellos de Chad en eBay. El matasellos es falso. Nadie ha vuelto a ver a Swanson. O está muerto o se esconde en alguna parte. -Cerró los ojos-. Lo siento; es que ya hace cinco horas.
Aidan apartó de sí el miedo que empezaba a invadirlo y que le atenazaba la garganta.
– Ya lo sé.
– ¿Y qué coño es eso? Parece el análisis de las mejores jugadas del fin de semana.
– Son las empresas que aparecen como clientes de Lawe. He comprobado los casos de su libro de contabilidad y la mayoría corresponden a divorcios, así que he supuesto que Lawe se dedicaba a buscar bienes o a vigilar en disputas sobre custodia. Esas empresas son sospechosas porque son la manera perfecta de que una persona pueda operar bajo mano.
– El fraude de las empresas fantasma -dijo Murphy.
– Exacto. A y B se unen para formar la empresa C, que es quien contrata y paga a Lawe. No he podido encontrar un solo nombre en la lista de directivos, pero la principal entidad es Deering.
Spinnelli y Jack entraron y se quedaron mirando la pizarra con gestos de interrogación.
– ¿Nada? -preguntó Spinnelli.
– Nada -confirmó Aidan con amargura-. Me estoy volviendo loco.
– Bueno, aquí tienes una novedad -dijo Jack-. He examinado el abrigo del doctor Carter, el que llevaba ayer en el tanatorio. -Extendió la mano y en la palma había otro micrófono del tamaño de una aguja de coser-. He ido a su casa y he examinado el resto de las prendas de su armario y del de Archer. No he encontrado más micrófonos.
– Entonces quienquiera que sea ayer estuvo allí -observó Murphy-, en el tanatorio.
– Hay unas cuantas cosas más que deberíais ver. Uno de mis hombres encontró esto en el piso de Parks. -Era una pequeña bolsa de plástico que contenía un pelo-. No es de la novia de Parks, ya lo he comprobado. Podría ser de la asistenta. Vamos a verificarlo. Parece pelo de mujer. Muestra indicios de color artificial. Reflejos.
Aidan se quedó mirando el pelo; la mente le iba a cien por hora.
– Pero eso no cuadra con los zapatos.
– Hemos examinado los moldes de escayola de las huellas que había en la parte trasera de tu casa, Aidan. El contorno se corresponde exactamente con el de las huellas que encontramos en el suelo del baño de Bacon. Sin embargo, el dibujo de la suela es distinto. La profundidad de la huella cambia en sentido vertical y horizontal con cada paso, como si el pie de dentro del zapato se desplazara. Y la persona que dejó las huellas pesa entre cincuenta y cinco y sesenta kilos.
– Entonces no es un hombre -dedujo Spinnelli-. Es una mujer. ¿Masterson?
– Denise Masterson encaja con esa descripción, pero no estuvo en el tanatorio anoche; por lo menos nosotros no la vimos -explicó Murphy mientras Aidan pensaba en la gente que habían visto la noche anterior. De pronto, se acordó de un fragmento de una conversación.
– Es una persona difícil de manejar -recordó Aidan.
Jack lo miró extrañado.
– ¿Qué?
– Amy Miller dijo eso de Tess anoche en el tanatorio. Yo creí que se refería a que no se dejaba cuidar fácilmente. -Se resistía a creer lo que su mente le indicaba.
– Tiene la altura y el peso adecuados -observó Murphy en tono tranquilo, expresando en voz alta el pensamiento de Aidan-. Y lleva mechas rubias.
– Pero son amigas desde hace veinte años. Se ocupó de Tess cuando estuvo enferma y la defendió cuando nosotros sospechábamos de ella. Son casi como hermanas. Por otro lado, tiene llave del piso de Tess, y también puede acceder a la consulta. -Se frotó las sienes-. Me ha estado llamando cada hora para preguntarme si teníamos noticias suyas. ¿Por qué? ¿Por qué haría una cosa así? No tiene sentido.
– ¿Podemos establecer alguna conexión entre ella y Rivera o Bacon? -preguntó Spinnelli con gravedad-. ¿O Lawe? Para conseguir una orden de registro tenemos que poder relacionarla con alguien más aparte de Tess.
Aidan se puso en pie, tenía todos los músculos en tensión.
– Si la relación existe la descubriremos. De momento podemos ir a su casa, tal vez tenga a Tess allí. Es lo primero que voy a hacer.
Spinnelli lo retuvo.
– No, tú no irás.
La desesperación lo invadía, pero consiguió dominarla.
– No cometeré ninguna estupidez.
– A sabiendas no, pero si se trata de Miller, es muy lista. Si cree que sospechamos de ella es posible que desaparezca y entonces será imposible encontrar a Tess. Al menos vamos a hacer que venga para poder vigilarla mientras conseguimos una orden y registramos su casa. La llamaré y con la excusa de que tenemos una pista le pediré que venga a ver unas fotos. Tú te encargas de buscar la conexión.
– ¿Y qué hay de Swanson? -preguntó Murphy-. ¿Dejamos de buscarlo?
Spinnelli frunció los labios.
– ¿Seguro que Swanson no estuvo ayer en el tanatorio?
– He revisado la grabación que hicimos -dijo Murphy-. No estuvo allí.
Spinnelli asintió.
– Entonces centrémonos en Miller. Encontrad ese vínculo.
– Bacon era un ex presidiario -observó Aidan-. El hermano de Rivera está en la cárcel, esperando el juicio. Y Miller es abogada defensora.
– No está mal para empezar -convino Spinnelli-. Llamadme cuando hayáis encontrado algo más.
Al cabo de treinta minutos Spinnelli estaba de vuelta.
– He llamado a Miller a casa y al despacho y no contesta. ¿Tenéis su número de móvil?
– No. Tess lo tiene grabado en su teléfono. Los que sí tengo son los números de Jon Carter. -Aidan extrajo de su cartera la lista de teléfonos de urgencias que Jon le había entregado el día que Malcolm Seward había estado a punto de matar a Tess-. A estas horas es probable que esté en el hospital.
Spinnelli vaciló.
– No me gustaría que avisara a Miller.
– No creo que lo haga, Marc -dijo Murphy con aire pensativo.
Aidan se quedó mirando el papel que tenía en la mano y recordó la tarde en que Carter había anotado los teléfonos.
– Estoy de acuerdo. De hecho, creo que será mejor que venga. El conoce bien a Amy, sabe qué costumbres tiene. Tenemos que ser capaces de ponernos en su lugar para adivinar qué es lo siguiente que hará.
Spinnelli asintió con frialdad.
– Muy bien. Llamadle. Pero pedidle que venga; se lo diremos cuando esté aquí. Y, puesto que pensamos hablar con las personas que mejor conocen a Miller, haremos venir a Vito Ciccotelli y a su madre. Vito se va a volver loco sentado de brazos cruzados.
Viernes, 17 de marzo, 18.00 horas.
El escenario estaba a punto. Todos los actores ocupaban sus lugares. Sin embargo, se respiraba cierto descontento. El desenlace estaba demasiado próximo. Tanta planificación, tantas expectativas requerían una recompensa mayor, más importante. Podría poner fin a la vida de Ciccotelli con un simple balazo en su cabeza. De hecho, podría hacerlo con cualquiera de los Ciccotelli. Probablemente, sería lo menos arriesgado.
Pero también mucho menos satisfactorio. «Jugaré con ella un poco más. Lo haré durar un poco más porque, cuando todo termine, no me quedará nada.» El futuro gravitaba, vacuo y desolador. Y todo por culpa de ella, de Tess Ciccotelli. Menuda cabrona.
La furia se desató y con ella las imágenes del cuerpo mutilado y descuartizado de Ciccotelli. Tentadoras, fascinantes. Todavía no. «Recobra el autocontrol. Siéntate y recobra el autocontrol.»
El único sitio donde podía sentarse era la silla que había frente al ordenador, desde allí la pantalla ejercería su atracción. Era mejor que la magia. Era el libre acceso, total y absoluto, a cualquier persona a cualquier hora. Y el acceso significaba información. Y la información era poder. Y el poder lo era todo.
Todavía quedaban micrófonos. Aunque ahora que habían limpiado el piso y el despacho de Ciccotelli, había menos. Sin embargo, la parte positiva era que Ciccotelli ya no estaba en ninguno de los dos sitios. Básicamente, se había quedado sin hogar, sin trabajo. Merecía la pena el no tener ya que espiarla.
Sabía que la policía encontraría los aparatos. Lo que no esperaba era que Ciccotelli descubriera el micrófono en el collar de la gata. Qué mala suerte.
La calidad de la grabación era mala, el ronroneo del animal causaba interferencias. No obstante, la información obtenida había resultado valiosísima; lo más útil tal vez fue descubrir que la pequeña Rachel era la chivata anónima y que Reagan estaba preocupado por encontrar al asesino de un niño. Solo habían hecho falta unas discretas llamadas para averiguar quién era el niño y cómo se llamaba su padre. Un telefonazo a una clienta con algo que ocultar garantizaba unas cuantas llamadas que atraerían a Reagan a los distintos puntos aleatorios de la ciudad donde presuntamente se encontraba el hombre.
Pronto se daría cuenta del engaño, pero no podría de dejar de acudir a ninguno de los lugares por si acaso. Las personas con escrúpulos resultaban muy fáciles de manipular.
Joanna Carmichael era harina de otro costal. Su micrófono era uno de los pocos que quedaban por descubrir y funcionaba a la perfección. La chica había hecho un buen trabajo al perseguir a Ciccotelli. Al principio su amenaza de revelar información confidencial sobre los amigos de Ciccotelli había resultado un peligro, pero hasta el momento solo había redactado un artículo muy poco profesional acerca de Jon Carter. Por desgracia, lo único que había conseguido con ello había sido aumentar la clientela de la taberna de Robin.
Y, pensando en Jon y Robin, era probable que la policía hubiera encontrado el vídeo del piso de Parks y a esas horas sospechara de la pareja. Parks era un cabo suelto que necesitaba un tijeretazo imperioso y no había tiempo de atraerlo hacia un lugar menos arriesgado. Lo de los zapatos había sido un truco muy ingenioso, y eso combinado con las llamadas anónimas que guiarían a Reagan a puntos muy alejados de la ciudad mantendría apartada a la policía un tiempo. Para cuando todo hubiera acabado, la mayoría de los cabrones de azul no habrían sido capaces ni de encontrarse la polla al ir a mear. Aunque Reagan y Murphy eran un poco más listos que la mayoría y, por si fuera poco, leales.
Ese tipo de lealtad era realmente sorprendente. Eran todos unos pobres diablos. El archivo conectado a la línea telefónica de casa de Joanna se había abierto. El aparato había emitido y recibido seis llamadas en total desde el miércoles. Un simple clic en el ratón hizo que se pusiera en marcha la cinta. Las primeras cinco llamadas no tenían importancia, pero la sexta…
– Joanna Carmichael, soy Kelsey Chin.
Notó una sacudida de pura impresión. Había dado con Chin. Chin, que sabía tantas cosas. Cosas personales. Joanna se había encontrado con Chin… esa mañana. Como Bacon, Joanna poseía información que no debería poseer. Y, como Bacon, tenía que desaparecer.
Viernes, 17 de marzo, 18.10 horas.
Murphy colgó el teléfono.
– Adivina quién defendió a David Bacon.
Aidan no levantó la cabeza, de la lista de personas que habían ido a visitar al hermano de Rivera a la cárcel. Amy Miller no aparecía por ninguna parte.
– Arthur no sé qué, un abogado de oficio; ya lo he mirado.
– Pero adivina a qué abogada relevó Arthur al haberse excusado en mitad del caso alegando un conflicto de intereses.
Ahora sí que levantó la vista del papel.
– ¿A Amy Miller?
– Ni más ni menos. Arthur dice que solo había llegado a presentar las peticiones cuando asignaron el caso a Eleanor Brigham. Como Miller conocía a Eleanor por Tess, le pidió al juez que la excusara. En aquel momento Arthur pensó que se debía a la carga de trabajo.
Aidan notaba el fuerte golpeteo del pulso. Por fin encontraban algo que podían utilizar.
– Es un vínculo fuerte. Conocía las dotes de Bacon y tomó nota de su nombre para contar con él en un futuro.
Murphy descolgó el teléfono.
– Voy a llamar a Patrick.
– Entonces, ¿habéis encontrado algo?
Sin levantarse de la silla, Aidan se giró hacia la puerta, donde estaban Vito Ciccotelli y su madre. Spinnelli se encontraba justo detrás. Vito tenía un aspecto horroroso y el corazón de Aidan se llenó de compasión. Había pasado unos momentos incómodos con Gina Ciccotelli. La noche anterior, de camino al tanatorio, Tess le había contado lo de la reconciliación con su padre. También le había explicado el papel que había desempeñado su madre en el terrible malentendido. Aidan en su lugar no se habría mostrado tan dispuesto a perdonarla. Aun así, su madre le había enseñado a ser respetuoso y se puso en pie.
– Es posible -confirmó Aidan-. Sentaos, por favor. Queríamos avisaros al mismo tiempo que a Jon Carter, pero aún queda una hora para que salga del quirófano. -Aidan le ofreció una silla a la madre de Tess, luego se irguió y miró fijamente los oscuros ojos de Vito; se parecían tanto a los de Tess que tuvo que volver a esforzarse por apartar de sí el miedo-. Se trata de una mujer -dijo sin rodeos-. Creemos que es Amy Miller.
Gina dio un grito ahogado y se llevó la mano al corazón.
– No. No es posible. Es como una hija para mí. Ella nunca le haría daño a Tess.
Pero Vito permanecía callado.
– No lo sé, mamá. Yo no lo veo tan descabellado.
– ¿Por qué lo dices, Vito? -preguntó Murphy-. ¿Qué es lo que sabes?
– Nada en particular -masculló-. Es una impresión que tengo desde hace años. No quería creerlo y no hacía más que intentar convencerme de que estaba equivocado. -Torció la boca-. Tendría que haber hecho más caso de mi intuición. Ya sabéis que Amy estuvo viviendo con nosotros cuando tenía quince años.
– Tess me explicó que son como hermanas -dijo Aidan-, pero no sabía que hubiera estado viviendo en vuestra casa. ¿Cómo fue eso?
– Porque asesinaron a su padre. Su padre y el mío eran socios y buenos amigos. La madre de Amy había muerto… hacía mucho tiempo.
– Cuando Amy tenía dos años -susurró Gina-. Se suicidó.
Vito hizo una mueca.
– Nunca nos lo contaste.
– El padre de Amy no quería que ella lo supiera, así que no se lo dijimos. La acogimos en casa y la tratamos como si fuera de la familia. Te equivocas, Vito. Ella no puede estar implicada en esto.
– ¿Cómo asesinaron a su padre? -preguntó Aidan con gravedad.
– Su novia y él fueron apuñalados durante un robo en su casa. -Vito bajó la cabeza-. Atacaron también a Amy; la violaron. -Vito hizo una pausa elocuente-. Eso es lo que dijo. Detuvieron a un vecino.
– Leon Vanneti -dijo Gina con voz trémula-. Era un endemoniado. Siempre andaba zumbando como un salvaje con esos motoristas. -Tragó saliva-. Tú siempre has dicho que era inocente.
– Porque es lo que me parecía.
– Has dicho «es lo que dijo» -observó Murphy-. ¿Por qué?
– Conocía a Leon. Era un bestia, pero no era malo. Sin embargo, en el hospital examinaron a Amy y encontraron restos de semen y unos cuantos moratones. Salió a la luz en el juicio.
– Junto con lo del cuchillo ensangrentado que habían encontrado debajo de su almohada -espetó Gina-. Vito, ¿cómo puedes decir esas cosas?
– Porque todo era absurdo. Leon no era estúpido. Si hubiera alguna prueba la habría ocultado. Él dijo que nunca había tocado a Amy pero el jurado no lo creyó. Era un motero con mala pinta contra una linda jovencita. No se analizó el ADN porque en aquella época todavía no se hacía. Ahora Leon cumple cadena perpetua.
– Y Amy se hizo abogada defensora -musitó Murphy-. Lo normal sería que, como víctima, se hubiera decantado por la acusación.
Los motivos profesionales de Amy eran dignos de analizarse. Aidan apartó de sí ese pensamiento.
– ¿Por qué crees que Amy podría querer hacer daño a Tess?
Vito se encogió de hombros con incomodidad.
– Es solo una impresión. En casa, Tess era la única que tenía habitación propia puesto que no había más chicas, pero cuando Amy vino a vivir con nosotros Tess se moría de ganas por compartirla con ella. Amy quería una habitación para ella sola y armó un buen escándalo. Siempre quería recibir un trato especial.
– Había perdido a sus padres -protestó Gina.
– Eso es lo que siempre decíais -respondió Vito-. No parabais de repetirlo. Luego empezaron a desaparecer objetos. Eran pequeñas cosas, nada importante. Después pasó lo del sótano.
Gina movió la cabeza con un gesto de desesperación:
– Fue un accidente. Vito, por favor.
– ¿Qué es lo del sótano? -preguntó Aidan, aunque creía saberlo.
– Cuando tenía dieciséis años, Tess se quedó encerrada en el cuarto de contadores que había debajo de la casa donde crecimos -explicó Vito-. Es pequeño, oscuro y…
– Y por eso Tess nunca quiere coger el ascensor -masculló Aidan, y Vito asintió.
– Habíamos salido a pasar fuera un fin de semana largo. Tess y Amy se habían ido a casa de una amiga, pero al final Amy cambió de idea y se vino con nosotros. Al parecer, Tess la siguió pero se quedó encerrada en el sótano de casa. Se pasó allí tres días, sin agua ni comida. Aporreó y arañó la puerta hasta dejarse las manos hechas cisco y quedarse sin uñas.
Aidan se estremeció.
– Santo Dios.
– Amy se excusó diciendo que no sabía que Tess había decidido volver a casa y venirse con nosotros. Nadie se atrevió a echarle la culpa. Se sentía fatal y estuvo cuidando de Tess días enteros.
Gina se apartó de la mesa.
– Vito, esto está muy mal. -Se levantó, se cruzó de brazos y empezó a andar de un lado a otro, furiosa. Pero cuando llegó frente a la pizarra, se detuvo en seco con el semblante paralizado de pura estupefacción-. ¿Qué es esto? -preguntó sin apenas voz.
Aidan se levantó y se dirigió a la pizarra. A Gina le temblaba la mano al tratar de señalar el nombre de una de las empresas. Deering. La entidad clave.
– He visto este nombre antes. -Se volvió a mirar a Vito; por la expresión horrorizada de sus ojos se veía que lo había comprendido todo-. Es la empresa que contrató los servicios de aquella mujer.
«Aquella mujer.» A Aidan la verdad lo golpeó como un ladrillo y Vito se puso en pie de un salto. Otra vez Amy. El distanciamiento entre Tess y su padre no se debía a ningún malentendido. No había sido accidental. La ira bullía en lo más profundo de su ser.
– ¿Qué mujer? -preguntó Murphy.
Aidan le narró la historia con rapidez y serenidad.
– La que ha tenido a la familia dividida durante cinco jodidos años -soltó Vito hecho una furia-. La puta misteriosa. Amy quería que Tess desapareciera del mapa y le tendió una trampa a papá.
– Mientras ella ocupaba su silla cada año el día de Acción de Gracias. -Los ojos de Gina se llenaron de lágrimas.
– Y durante cinco años se ha salido con la suya. -Aidan se frotó la cabeza con desaliento.
– Phillip Parks -dijo Murphy tras él en voz muy baja, y Aidan supo enseguida a qué se refería.
– Amy era la otra mujer.
Murphy asintió.
– Si hubiéramos interrogado a Parks, él nos lo habría dicho y la habríamos descubierto.
Aidan se dejó caer en la silla.
– Se ha pasado año tras año destrozándole la vida a Tess.
– ¿Por qué se suicidó la madre de Amy? -preguntó Spinnelli.
– Padecía esquizofrenia paranoide. -Gina temblaba sin poder controlarse-. Estuvimos observando de cerca a Amy porque sabíamos que a veces la enfermedad se hereda, pero siempre nos pareció la mar de normal. La mar de feliz. No se lo dijimos porque no queríamos asustarla.
Vito cerró los ojos.
– Santo Dios.
– ¿Lo sabe Tess? -preguntó Aidan, y Gina negó con la cabeza.
– La voluntad del padre de Amy era que nadie lo supiera, así que lo mantuvimos en secreto.
El teléfono de la sala de reuniones sonó y Murphy lo descolgó enseguida.
– Gracias -dijo, y colgó-. Patrick dice que nos esperará en casa de Miller con la orden de registro. Vamos.
Viernes, 17 de marzo, 18.45 horas.
A veces la mejor manera de esconderse es actuar a plena luz. Unos enérgicos golpes en la puerta hicieron que un hombre saliera a abrir. Era el novio. ¿Cómo se llamaba…? Keith. Tenía que recordar los detalles. Pero no era al novio a quien deseaba ver, sino a Joanna Carmichael.
– ¿Qué se le ofrece? -preguntó con voz grave y cansina.
– He venido a ver a la señorita Carmichael por lo del artículo de investigación que está escribiendo.
Keith tensó la mandíbula.
– Ah -dijo en tono inexpresivo-. Es eso. Pues ahora no está, tendrá que volver más tarde. -Se disponía a cerrar la puerta cuando abrió los ojos como platos al ver la pistola; llevaba silenciador.
– ¿Dónde está la hospitalidad de la gente del sur de la que tanto he oído hablar? Invítame a entrar.
Él se apoyó sospechosamente en un ángulo del escritorio situado justo detrás de la puerta, con las manos en la espalda. Sus movimientos fueron rápidos, pero no lo bastante. Sus rodillas golpearon el suelo antes de que pudiera empuñar la pistola que acababa de sacar del cajón. Una mancha roja se extendió rápidamente por la pechera de su almidonada camisa blanca. Daba igual. Desde el momento en que había abierto la puerta era hombre muerto. Al sacar la pistola lo único que había conseguido era adelantar los acontecimientos. Una tontería, realmente.
De todas formas, era probable que no hubiera tenido agallas para utilizarla. Cayó de bruces y la pistola le resbaló de la mano y fue a parar a la alfombra sin causar daños. Sería un bonito recuerdo. La distribución del piso era muy parecida a la del de Cynthia Adams, diez plantas por encima. Pronto Carmichael llegaría a casa. El armario era un buen lugar…
El disparo de la pistola de Keith retronó al mismo tiempo que el dolor, intenso y abrasador, se abría paso. Y después del dolor vino la estupefacción. «Me ha disparado. En el brazo.» Keith estaba apoyado sobre los codos y sostenía precariamente la pistola con las dos manos. Una lúgubre sonrisa se dibujaba en su rostro. El hijo de puta sí que tenía agallas, después de todo.
– Jódete -le espetó. Y a continuación se derrumbó y la pistola quedó atrapada bajo su cuerpo.
La estupefacción dio paso al miedo. «Corre.» Pasó un segundo antes de que los pies le obedecieran. La escalera estaba cerca. «Corre. Ya has bajado un piso. Dos. Respira.» La manga del abrigo de color tabaco tenía un claro agujero cuyo borde aparecía ya empapado de sangre.
Se despojó de él con cuidado y caminó por el rellano de la décima planta con la prenda en el brazo de tal modo que le tapaba la herida. El ascensor llegó enseguida y, sin más, bajó hasta el vestíbulo. Desde allí, salir a la calle como si no hubiera pasado nada no representaba ningún problema.
Viernes, 17 de marzo, 19.00 horas.
«No estaba allí.» Aidan estaba plantado en medio del salón de casa de Amy Miller observando cómo el equipo de Jack buscaba cualquier cosa que indicara que Tess había estado allí. Por desgracia, no encontraban nada. Nada. Y le entró verdadero miedo. La sensación era fría. Debilitante. Paralizante de tan intensa.
Tess y su padre no estaban allí. Ni Amy tampoco. La furia crecía en su interior y apretó los puños en silencio. Se esforzó por respirar hondo. Perder los nervios no le devolvería a Tess sana y salva. Para recuperarla lo que hacía falta era ponerse en la piel de Amy, adivinar cuál sería su próximo paso antes de que lo diera.
«No soy adivina», le había dicho Tess. De pronto Aidan deseó con todas sus fuerzas poder serlo. Tenía que serlo. Tenía que entrar en la mente de Amy.
«No quieras hacer de adivino. Haz de policía. Haz tu trabajo igual que cada día.» El dolor que le atenazaba el estómago aminoró lo bastante para permitirle concentrarse de nuevo. «Entra en la mente de Amy.» Aidan dio una vuelta por la sala y observó los pósteres de películas colgados en las paredes.
– Es coleccionista -murmuró, ligeramente sorprendido. Era una colección más bien ecléctica que abarcaba desde la década de 1930 hasta la de 1990. Algunas de las películas eran clásicos; otras, más complejas.
Todas tenían un punto en común. El corazón empezó a latirle con fuerza.
– ¡Murphy! Ven aquí.
Murphy salió de la cocina con dos jarras, una en cada mano.
– ¿Qué?
Levantó la cabeza y dio un silbido.
– Deben de ser valiosísimos.
– Sí, pero no por el dinero, sino por lo que significan. Mira. -Empezó por un extremo y fue señalando los pósteres-. Perdición, con Barbara Stanwyck.
– No la he visto -dijo Murphy.
– Una mujer utiliza a un hombre para matar a su marido y se fuga con él. Eva al desnudo.
A Murphy le brillaron los ojos.
– Anne Baxter hace el papel de otra lagarta manipuladora. Son películas en las que siempre ganan las mujeres.
Aidan se quedó mirando el póster que ocupaba el centro de una pared y la última pieza del rompecabezas se colocó en su sitio. El corazón le iba a toda pastilla.
– Escucha, Murphy. -Leyó los nombres de las actrices-. Stanwyck, Turner, Davis, Baxter.
Murphy abrió los ojos como platos.
– Son los nombres de las empresas de la pizarra. -Echó un vistazo a los pósteres-. Pero en el centro estaba Deering, y no lo veo por ninguna parte.
Aidan golpeó con la mano el póster del centro.
– Es de Canción de cuna para un cadáver. Olivia De Havilland vuelve loca a su «amiga», Bette Davis. El nombre del personaje que interpreta De Havilland es Miriam Deering. Todas las películas son sobre mujeres que manipulan a hombres o a otras mujeres. Está más claro que el agua. Seguro que se cree muy lista, porque Tess debe de haber visto estos pósteres un millón de veces.
– Y nunca ha sospechado lo más mínimo. Amy se burlaba de ella poniéndole la información en las narices y ella no sospechó nada. ¿Cuánto deben de valer estos pósteres, Aidan?
– Si son originales, unos doscientos mil dólares.
– Seguro que hiciste una asignatura sobre cine cuando te estabas sacando la carrera, ¿verdad?
– Sí -respondió Aidan en tono inexpresivo. La emoción de haber descubierto la clave se había disipado enseguida-. Ya me dirás de qué coño me sirve. ¿Qué tiene que ver todo esto con el lugar donde Miller está ahora?
Murphy le estrechó el hombro para darle ánimos.
– Trata de relajarte, Aidan. Piensa en lo que sabemos, no en lo que no sabemos. Piensa en lo siguiente: doscientos mil dólares es mucho dinero para gastárselo en decorar las paredes. He comprobado su declaración de renta del año pasado y solo ingresó sesenta. Eso cuadra con el alquiler de un piso como este, pero no con el precio de los pósteres.
Aidan arqueó las cejas.
– Antes has dicho que te sorprendía que no hubiera optado por la acusación. Pero si lo que quisiera fuera dar con personas sin escrúpulos que actuaran a órdenes…
– El hecho de ser abogada defensora le permite entrar en contacto con todos los depravados que necesita para que hagan lo que ella les pide. -Murphy dio un vistazo alrededor del salón-. ¿Sabes qué es lo que esperaba encontrar? Un gran sistema informático. Cuando Rick nos enseñó todas las cámaras, me imaginé una consola como la de James Bond, con diez monitores ocupando una pared entera. Pero aquí no hay ningún ordenador. Ni un triste monitor.
– Es probable que tenga un portátil.
– Puede ser, pero tenía que controlar las imágenes de un montón de cámaras. Las del piso de Tess, las de la consulta, las de Cynthia Adams… No me la imagino visionándolas secuencia a secuencia, sobre todo teniendo en cuenta el tiempo que dedica al trabajo. Por lo menos debería tener dos o tres monitores, Aidan. Si no la logística no cuadra.
Aidan asintió con gravedad.
– Entonces es que las ve en otro sitio. Investigaré en los polígonos en los que en teoría están sus empresas, empezando por Deering.
– Aidan, Murphy. -Jack los llamó urgentemente desde el dormitorio-. Venid a ver esto.
Al verlo, Aidan se quedó de piedra. Las puertas correderas del armario estaban abiertas y dejaban a la vista un montón de fotografías. Había una cara que aparecía en todas.
– Swanson -masculló Aidan.
Vito se encontraba a los pies de la cama de Amy con la cabeza inclinada bajo el dosel con volantes de color rosa.
– Aquí hay más -dijo en tono monótono.
Aidan y Murphy se acercaron a mirar las fotografías del armario. La mayoría eran fotos de grupo.
– Esta está tomada en la taberna de Robin Archer. Tess tiene una igual. -Pero al mirarla mejor se le volvió a poner un nudo en el estómago-. Ha recortado la imagen de Tess de esta foto.
– De todas -musitó Murphy-. Parece que, siempre que podía, Swanson se sentaba al lado de Tess. Miller está obsesionada con ese tipo.
Aidan miró a Vito.
– Swanson desapareció hace tres meses.
– Estaba pensando que tal vez hubiera muerto, pero si Miller andaba acechándolo y se sentía amenazado, puede que utilizara la excusa de Médicos Sin Fronteras para desaparecer del mapa -apuntó Murphy.
– Mirad esto -fueron las únicas palabras de Vito, y se apartó de la cama.
Aidan introdujo la cabeza bajo el dosel y se quedó de piedra.
– Mierda.
Toda la superficie de debajo del dosel estaba tapizada con más fotos de Swanson desnudo.
– Da la impresión de que él estaba en el dormitorio de su casa y lo fotografió a través de la ventana.
– Ayer estuve en el último piso donde se cree que vivió -dijo Murphy, frunciendo el entrecejo-. El dormitorio daba a la calle.
Las fotos tienen que haber sido tomadas desde un piso de enfrente. -Arqueó una ceja-. Tal vez es donde tiene lugar la acción.
Aidan empezaba a albergar ciertas esperanzas.
– Vamos.
– Llamaré a Spinnelli. Así podrá empezar a buscar la dirección exacta y conseguirnos una orden de registro.
– Esperad. Antes de marcharos… -Jack estaba de pie frente al ropero con un par de zapatos de cordones en la mano-. Son del tamaño apropiado y tienen sangre en los cordones. -Les dio la vuelta-. En las suelas no hay barro. Analizaremos la sangre para ver si es de Bacon.
– Eso quiere decir que tiene dos pares -musitó Murphy-. Estos y los que llevaba esta tarde cuando ha agredido a Vito.
– Si solo fueran dos… -Jack retrocedió-. Mirad.
En el suelo había dos grandes maletas abiertas; estaban llenas de ropa de hombre.
– En la etiqueta pone «Jim Swanson» -observó Jack-. Ahí está su cartera, con su carnet de conducir, un billete de avión para Chad y su pasaporte. Y esto estaba envuelto con una camisa. -Era un cuchillo de carnicero, cubierto por una capa de color marrón oscuro.
A Aidan se le heló la sangre.
– Entonces está muerto. Lo mató ella.
– Pero ¿por qué? -preguntó Murphy-. ¿Por qué ha tenido que hacer una cosa así?
– Estaba obsesionada con Swanson -dijo Aidan, con el estómago aún revuelto-. La noche anterior a su partida se emborrachó, ¿recuerdas? Fue a casa de Jon Carter y se desahogó. -Se volvió hacia Vito-. Swanson amaba a Tess pero ella no le correspondía. Por eso decidió marcharse a África.
Vito abrió los ojos como platos.
– ¿Es él? Tess me contó la historia, pero no me dijo cómo se llamaba su amigo. Al parecer solo me lo había contado a mí. Se sentía muy culpable.
– Vamos a reproducir la escena. -Aidan se señaló a sí mismo-. Yo soy Amy. Murphy, tú eres Swanson. Acabas de llegar de casa de Carter y estás borracho y abatido. No te tienes en pie. Mientras, yo suspiro por ti; tengo todas esas fotos tuyas. Tú te vas mañana y es posible que no vuelva a verte nunca más. Voy a tu casa y… ¿Qué? ¿Te declaro mi amor?
– Es posible. -Murphy asintió-. Pero yo te digo: «Ni hablar. Estoy enamorado de Tess». Tú te pones hecha una fiera. ¿Qué hacía Amy cuando se enfadaba mucho, Vito?
Vito palideció.
– Solo la vi realmente furiosa una vez. Quien tenía que ser su pareja en un baile de la escuela le dio plantón. Parece ser que otra chica más popular también le había pedido que fuera su pareja. Amy dejó su habitación destrozada, empezó a tirarlo todo… -Tragó saliva-. Rajó el vestido que tendría que haber llevado al baile y, de paso, el colchón. Me pidió que la ayudara a sacarlo de allí antes de que mamá y papá lo descubrieran. Me dijo que lo había hecho sin darse cuenta, pero estaba lleno de agujeros, como si se hubiera liado a cuchillada limpia. Si mis padres nos hubieran contado lo de su madre… Habría sospechado algo y no le habría guardado el secreto.
– Debió de quedarse horrorizada al ver lo que había hecho. Lo amaba y lo había matado -dijo Murphy despacio-. Y seguro que ella cree que todo es culpa de Tess.
– Ese debió de ser el detonante para que pasara del hostigamiento generalizado a una venganza totalmente planificada. -Aidan dio un hondo suspiro-. Quería acabar con todo, con su carrera, con su reputación. -«Con su vida.» No fue capaz de pronunciar las últimas palabras.
– Con vuestra relación -añadió Murphy-. No habría sido extraño que la hubieras dejado cuando amenazaron a Rachel.
– Pero no lo hiciste -dijo Vito con voz trémula-. Gracias.
Aidan recordó la mirada que había observado en Tess cuando ella pensaba que iba a hacerlo. Él creía que ella sabía lo que pasaba por su mente; creía que lo deduciría fácilmente porque a eso era a lo que se dedicaba. Se dedicaba a analizar y diagnosticar. Ayudaba a los suicidas cuando se sentían más vulnerables. Evitaba que asesinos y violadores utilizaran la enfermedad mental como excusa para librarse de la justicia. Y lo hacía muy bien.
Él creía que tenía tan arraigada la práctica que la aplicaba a todo el mundo. Pero parecía ser que la gente que de verdad le importaba no era objeto de su escrutinio. Ella se entregaba abiertamente y sin reservas, y esperaba que los demás hicieran lo mismo. Pero eso la desarmaba ante aquellos que se comportaban de forma egoísta o cruel: Phillip Parks, Denise Masterson, Amy Miller.
– Jack. -Un miembro del equipo de la policía científica se acercó con un sobre marrón en la mano. Jack extrajo de él un montón de tarjetas y una hoja de sellos de Chad.
– Están escritas -dijo Jack-. Debía de tener previsto enviarlas cada pocos meses.
– Debió de ser ella quien escribió la carta al director del hospital -añadió Murphy-, para ocultar lo que había hecho. Vamos a registrar los pisos que están enfrente del de Swanson.
– Y los bienes inmuebles propiedad de Deering. -Aidan estaba a punto de salir por la puerta cuando sonó su móvil.
– Reagan, soy Jon Carter. Acabo de salir del quirófano y he visto los mensajes. Tengo uno suyo y uno de Amy Miller.
Aidan se detuvo en seco.
– ¿Qué dice?
– Es muy extraño. Dice que necesita que la ayude, que tiene un problema urgente. Se ve que estaba con un cliente, un joven, y que al parecer se ha puesto nervioso y le ha disparado. Me pide que nos veamos para que le dé unos puntos porque no quiere arruinar la vida del chico solo porque haya cometido un error.
– ¿Dónde tienen que encontrarse?
– Le he pedido que esté en mi casa dentro de media hora. Quería hablar con usted porque mientras estaba en el quirófano no he dejado de darle vueltas a una cosa que ocurrió anoche. Amy me sujetó el abrigo mientras yo iba a darle el pésame a Flo Ernst. Espero estar equivocado, pero no voy a jugármela tratándose de la vida de Tess.
– Estamos de camino, Jon. Llegaremos a su casa dentro de quince minutos.
– Entonces estaba en lo cierto -dijo con voz abatida.
– Sí. -Aidan exhaló un suspiro-. Estaba en lo cierto.
Viernes, 17 de marzo, 19.30 horas.
– ¿Tess? -Era un débil gemido, apenas perceptible.
Tess levantó la cabeza y aguzó la vista en la oscuridad; se sentía muy aliviada. Su padre estaba consciente. Estaba vivo. Poco a poco, se colocó de lado y lo miró a los ojos. Él también tenía las manos y los pies atados, pero por algún motivo Amy no lo había amordazado.
«Amy.» Le había parecido increíble. Hasta que empezó a relacionar ideas. «El sótano.» En aquel momento se había puesto tan frenética y Amy se había mostrado tan atenta. Igual que después de lo del estrangulador de la cadena. Le había llevado sopa. Una sopa asquerosa. Tess siempre había pensado que Amy era muy mala cocinera. Ahora entendía por qué se había pasado seis semanas vomitando y hecha un trapo. «Me envenenó.» Qué bruja. Pero ¿por qué?
«Porque está loca, Tess.» Y Tess había aprendido que a veces esa era la única razón por la cual la gente se comportaba de cierta manera. No obstante, la ira de Amy había cambiado. Antes de lo de Cynthia Adams, su ira nunca había resultado letal; solo… mezquina. ¿Qué había cambiado?
A tientas, tocó la rodilla de su padre con la suya.
– Tess -susurró el hombre-. Estás viva.
«¿Por cuánto tiempo?» Volvió a tocarle la rodilla para tranquilizarlo, y también para tranquilizarse.
– Tengo una navaja en el bolsillo -musitó él-. La de tallar. ¿Puedes sacarla?
«La navaja de tallar.» De pequeña, su padre siempre estaba a punto para tallarle alguna chuchería con la navaja que llevaba en el bolsillo de su mono de carpintero. Tenía la imagen grabada en la mente. Ojalá fuera capaz de sacarla con las manos atadas.
Viernes, 17 de marzo, 19.30 horas.
Joanna se dirigió a su casa con paso saltarín. Su viaje a Lexington había resultado una verdadera revelación. La doctora Chin le había proporcionado cierta información que sería la plataforma de lanzamiento de un artículo periodístico de los serios. No había conseguido la exclusiva de Ciccotelli, pero lo que había descubierto de la mejor amiga de la doctora era incluso mejor. No veía la hora de contárselo a Keith.
Lo había conseguido. Por fin lo había conseguido. Un artículo firmado por ella. Y no tenía nada que ver con la trivialidad que había escrito sobre el peculiar modo de vida de Jon Carter y que aparecería en las páginas de sociedad. Esta vez se trataba de un artículo de los de verdad. De portada. Titular principal.
«Por fin.» Y Cyrus Bremin no le pasaría por delante; el director se lo había prometido. Aunque también otras veces se lo había prometido y había acabado arrebatándole el artículo, así que sería mejor mantenerse a la expectativa. De todos modos, al doblar la esquina una sonrisa se dibujaba en su rostro.
Pero la sonrisa se desvaneció y su paso se ralentizó en cuanto vislumbró la puerta del edificio. Por segunda vez en esa semana había una ambulancia aparcada frente a su casa. En el último tramo, echó a correr. Al principio se había mostrado muy entusiasmada ante la perspectiva de informar sobre el suicidio de Cynthia Adams; sin embargo ahora la idea la horrorizaba.
Se acercó a un policía.
– Vivo en este edificio. ¿Qué ha ocurrido?
Ella miró a la cara con los ojos entrecerrados.
– ¿Cómo se llama?
– Joanna Carmichael.
La mirada del policía se tornó inexpresiva.
– La estábamos buscando. Acompáñeme.
«No.» El horror aumentó cuando el policía la guió hasta el ascensor y juntos subieron al piso donde ella vivía. «No.» La puerta de su casa estaba abierta. Dentro había gente. Bueno, más que gente eran policías. «Keith.»
Un hombre alto y moreno y una mujer rubia le interceptaron el paso a menos de un metro de la puerta. El hombre le puso una mano en el hombro. Y la mujer le preguntó:
– ¿Señorita Carmichael? -Ella asintió, aturdida.
– Soy la detective Mitchell y este es mi compañero, el detective Reagan -se presentó- ¿Puede decirnos dónde estaba hace una hora?
El corazón casi se le paró. El alto y moreno era hermano del novio de Ciccotelli.
– Con el director del Bulletin. ¿Por qué?
La mujer la miró directamente a los ojos.
– Tenemos que darle una mala noticia.
Las palabras de la mujer quedaron ahogadas por el chirrido de las ruedas de una camilla. Encima había una bolsa con un cadáver.
– ¿Keith?
Se quedó mirando la camilla y el pánico hizo que todos los demás pensamientos fueran a parar a los confines de su mente. El grito que oyó procedía de su boca. «Keith.»