Capítulo 5

Lunes, 13 de marzo, 7.40 horas.

«Daniel Morris, seis años y dos meses de edad. Causa de la muerte: asfixia. En los pulmones se han encontrado restos de fibra correspondientes a una almohada de espuma.»

«Mierda.»

Aidan soltó el informe del forense sobre su mesa de trabajo y se tragó la bilis que se le había subido a la garganta. El cabrón del padre había ahogado a su hijo con una almohada, luego le había roto el cuello y lo había tirado por la escalera para ocultar el crimen. Aidan apretó los dientes. Encima, la madre del pequeño le había seguido la corriente, y eso aún empeoraba las cosas. Cerró los ojos y tomó aire por la nariz. «Cálmate. No conseguirás hacerle justicia al niño si pierdes los nervios.» Oía la voz de Murphy en su cabeza, firme y tranquilizadora, igual que cuando ambos, codo con codo, habían presenciado cómo el forense cerraba la cremallera de la bolsa que contenía el pequeño cadáver el viernes por la noche.

«Caray.» Tragó saliva y frunció los labios; detestaba notar que se le humedecían los ojos. «Piensa en otra cosa, en cualquier otra cosa.» Pensó en Cynthia Adams y en Tess Ciccotelli. Había cumplido la promesa que le había hecho a Kristen y se había centrado solo en Adams, en descubrir quién deseaba su muerte. Se había presentado en la asesoría financiera en la que trabajaba la chica para averiguar por dónde solía dejarse caer en su tiempo libre. Se estremeció al reparar en lo inapropiada que resultaba la expresión.

Decidió seguir la pista de los lirios. Seguro que en la tienda recordarían quién había comprado tantas flores, y…

– ¿Detective?

La voz que irrumpió sin previo aviso hizo que se levantara de un salto. Al alzar la mirada vio a Tess Ciccotelli de pie junto a su mesa con cara de preocupación. El pulso, que había empezado a recuperar su ritmo normal, volvió a acelerársele de golpe y por unos instantes todo cuanto pudo oír fue el bombeo de su propia sangre. El martilleo persistía mientras miraba a la chica de arriba abajo.

Ese día iba vestida como una profesional y llevaba un abrigo de color tabaco en el brazo. Había sustituido los vaqueros ajustados y la chaqueta roja de piel por un entallado traje pantalón gris marengo que le confería un aspecto más formal. Ya no lucía los rizos rebeldes; se había alisado el pelo y lo llevaba recogido en la nuca, aunque había dejado unos cuantos mechones sueltos para suavizar sus facciones. El maquillaje era más discreto, nada de pintalabios carmín. La única nota de color la proporcionaba una bufanda de seda roja anudada al cuello con holgura. En lugar de las botas de tacón de aguja lucía unos prácticos mocasines planos muy brillantes. Parecía una modelo de portada vestida de Empresaria del Año; de no haber visto el aspecto tan extremado del día anterior no creería posible tal transformación.

La cuestión era que llevara o no indumentaria formal, fuera o no una lagarta calculadora, resultara o no sospechosa… al mirarla se le hacía la boca agua, lo que la convertía en una mujer peligrosa, de las que se miran pero no se tocan, daba igual quiénes fueran sus devotos. Aidan volvió a levantar la vista hasta cruzarla con la de ella.

– Doctora Ciccotelli, no he oído el timbre del ascensor.

Ella había soportado el escrutinio sin pronunciar palabra.

– Es que he subido por la escalera. Detective Reagan, siento molestarle tan temprano -dijo en tono suave-. Esta mañana tengo que pasar consulta y antes quería dejarle esto. No iba a subir, pero el oficial de guardia me ha dicho que estaba en el despacho y me ha hecho pasar.

Alzó un hombro y con expresión irónica añadió:

– Supongo que no ha oído las noticias.

Aidan señaló la silla que había junto a su mesa.

– ¿Le apetece un café?

– ¿De su cafetera? -La chica esbozó una sonrisa ladeada y Aidan se sintió atraído por ella a la vez que trataba con todas sus fuerzas de evitarlo-. Seguro que quiere envenenarme. No, gracias, detective. -Volvió a ponerse seria y sacó de su maletín un sobre de papel manila-. Me quedé hasta tarde transcribiendo las cinco últimas visitas que hice a Cynthia Adams. He pensado que podrían servir para… arrojar un poco de luz mientras investigan su muerte.

No era eso lo que esperaba que dijera, pero de todos modos tomó el sobre y vació su contenido en la mesa. Había un montón de hojas mecanografiadas y cinco cintas magnetofónicas.

– ¿Graba las visitas?

– No todas, solo las de algunos pacientes, y siempre con su permiso.

– Así que Cynthia Adams le dio permiso para grabarla.

– Al principio, no. Cuando empezó a acudir a la consulta negaba los aspectos más desviados de su conducta. Me contó lo de las citas.

– Lo de los amantes.

– Lo de las relaciones de una sola noche -lo corrigió-. Pero en la siguiente visita lo negó todo. Por eso la convencí de que me permitiera grabar la conversación, para que luego pudiera oír lo que me había contado. -Su expresión se tornó sombría-. Se quedó… destrozada. Pero al menos nos sirvió para tratar el verdadero problema.

Aquella mujer no era para nada tal como esperaba. Supuso que Kristen no se hubiera sorprendido, ni tampoco Murphy, ni Spinnelli.

– Se refiere a la depresión.

– Sí. Tenía que controlarla porque influía en el resto de su conducta.

– Como en el intento de suicidio de hace un año.

– Y en su parafilia… su adicción al sexo -aclaró-. Para Cynthia era una compulsión, posiblemente se tratara de una forma de controlar a los hombres y a su propio cuerpo al mismo tiempo.

– Porque su padre había abusado de ella.

– Sí. Casi nunca invitaba a su casa dos veces al mismo hombre, por mucho que él insistiera.

Aidan tomó el montón de papeles y empezó a hojearlos.

– ¿Quién insistió?

– Unos cuantos. He subrayado los nombres de los que sé que lo hicieron, pero Cynthia no me facilitó los apellidos, y creo que la mitad de las veces se inventaba los nombres.

– Entonces, ¿cómo sabe que el resto era verdad?

Ciccotelli exhaló un suspiro, parecía cansada.

– Uno de los medicamentos que tomaba puede causar hepatotoxicidad, así que tenía que hacerse análisis de sangre con frecuencia. El hígado no estaba afectado, pero le encontraron gonorrea, la había contraído una de esas noches. Quién sabe a cuántos hombres contagió. Por ley, me vi obligada a denunciarlo al Departamento de Sanidad. Hablé con una tal señorita Tuttle, ella se ocupó del caso de Cynthia. Acordamos que le contaría a mi paciente lo de la enfermedad de transmisión sexual y también que había dado parte de ello. -Respiró hondo-. Cynthia se enfadó muchísimo conmigo por haber vulnerado su privacidad. Me aseguró a grito pelado que eso le costaría el puesto de trabajo. Fue la penúltima vez que la vi. Me juró que no volvería.

– Pero la visitó una vez más, o sea que sí que volvió.

– Sí. Se había despertado junto a un hombre y no recordaba haber estado flirteando con él.

– Es decir que no controlaba qué había pasado.

– Exacto. Se asustó tanto que fue a verme. Le cambié la medicación y le dije que volviera a visitarse al cabo de una semana, pero no apareció por la consulta.

– Por eso fue a su casa.

– Sí, pero no estaba, o no me contestó. -Entrecerró un poco los ojos-. Es normal que encontraran mis huellas dactilares en el timbre, es posible que las hubiera incluso en el marco de la puerta de entrada, pero ni siquiera llegué a tocar la manilla esa noche, detective. Le pedí a un colega que me acompañara por si había algún problema.

Era lo mismo que había dicho el día anterior durante el interrogatorio.

– ¿Suele hacerlo? Lo de pedirle a alguien que la acompañe.

– Sí, siempre. O voy acompañada o no voy. -Cerró los ojos-. El sábado pasado fue una excepción, ninguna de las personas a quienes suelo avisar estaba disponible.

Aidan sacó su cuaderno.

– ¿A quién avisó el sábado, doctora?

Ella abrió los ojos.

– Primero llamé a Harrison Ernst, mi compañero de trabajo, pero no lo encontré en casa. Luego probé con Jonathan Carter, pero tampoco estaba. Es cirujano, trabaja en el County. No querrá hablar con ustedes. Es un buen amigo y está bastante molesto por todo lo ocurrido.

Aidan anotó el nombre y trató de no pensar en los celos que lo atenazaban. Así que había estado liada con Murphy y ahora salía con el tal Carter. Bueno, daba igual.

– Cuénteme lo de la llamada que recibió el sábado.

– Llegué a casa a las doce y seis minutos. Anoche miré los números de teléfono grabados en el contestador, pero la llamada aparecía con identidad oculta. Puede comprobarlo si quiere. Por el sonido, parecía hecha desde un móvil, se oía ruido de fondo. La voz era de mujer, joven.

– ¿De qué edad?

– No era una adolescente pero tampoco de mediana edad, al menos no me lo pareció. No me dijo cómo se llamaba, solo dijo que era vecina de Cynthia Adams y me aconsejó que fuera a su casa porque la chica estaba de pie en la barandilla del balcón y amenazaba con arrojarse al vacío.

Aidan arrugó la frente mientras lo anotaba.

– ¿Dijo que Adams amenazaba con arrojarse al vacío?

– Sí, creo que esas fueron sus palabras exactas. ¿Por qué?

– Porque hay testigos que dicen que no habló con nadie. Se limitó a acercarse a la barandilla, volverse de espaldas y dejarse caer.

El rostro de Ciccotelli se tensó de forma apenas perceptible. Si Aidan no hubiera estado pendiente de su gesto, no lo habría notado. El sábado no le había prestado suficiente atención. Estaba demasiado enfadado por varios motivos y dio por hecho que su fría expresión traslucía sus sentimientos. No tendría que haberse dejado engañar por las apariencias; normalmente no lo hacía, mierda. Pero existían pruebas.

– ¿Cómo cree que fueron a parar sus huellas dactilares a casa de Adams, doctora?

Ella sacudió la cabeza, despacio.

– No lo sé. Me he estrujado los sesos tratando de encontrar una explicación. -Miró su reloj-. Tengo que marcharme, detective. Aquí tiene mi tarjeta, he anotado el móvil detrás, pero no lo llevo nunca encima mientras paso consulta. Si necesita hablar conmigo, mi secretaria sabrá cómo localizarme. -Se puso en pie y se arregló la bufanda. Vaciló un instante y luego volvió a fijar la mirada en él-. No tenía intención de husmear en su mesa, detective, pero he visto el informe forense que estaba leyendo cuando he entrado, el del niño.

Aidan entrecerró los ojos. Notó afluir la sangre a sus mejillas.

– No era asunto suyo, doctora. Y sigue sin serlo.

– Ya lo sé. Solo quiero decirle que… lo siento. En su trabajo le toca ver de todo, y supongo que a veces se pone de mal humor aunque no quiera.

Lo estaba absolviendo. Qué ironía.

– A usted también le toca ver de todo.

La sonrisa de ella denotaba tristeza y menosprecio por sí misma.

– No es lo mismo, yo no trato a niños pequeños. Cuando empecé a ejercer intenté trabajar con niños maltratados y no fui capaz. -Ladeó la cabeza sin apartar la mirada-. Le sorprende.

A Aidan no le hacía ninguna gracia ser tan transparente.

– Un poco, sí.

– No confía en los psiquiatras.

– Usted hace su trabajo, doctora, y yo el mío.

Los labios de ella se curvaron.

– Que me ocupe de los pacientes y le deje en paz, vaya. Tiene razón, detective. -Se puso el abrigo mientras él la observaba; se moría de ganas de ayudarla, pero su cerebro le ordenaba que se estuviera quieto-. Si recuerdo algo más, me pondré en contacto con usted. ¿Me avisará si encuentran mis huellas dactilares en alguna otra parte?

Él sonrió aun sin quererlo.

– Lo haré. Gracias por venir. Ah… mi cuñada le manda recuerdos.

La chica asintió.

– Kristen es una buena amiga. Dele también los míos.

Se dirigió a la puerta que daba a la escalera, pero se detuvo en seco. Allí estaba Murphy, con las manos en los bolsillos y el entrecejo fruncido.

– Tess, no esperaba encontrarte aquí.

– No pensaba subir. -Se abrió paso, pero Murphy se volvió para seguirla; la asió del brazo y le dirigió una mirada penetrante.

– Lo siento, Tess. No tendría siquiera que habérseme pasado por la cabeza una cosa así.

Incluso desde la otra punta del despacho, Aidan se estremeció al observar que ella cerraba los ojos y que su voz recobraba la serenidad. De nuevo era la mujer que había pronunciado ante el tribunal las palabras que habían servido para dejar en libertad a un asesino. Poco a poco, ella apartó el brazo para librarse de Murphy.

– No, no tendría que habérsete pasado por la cabeza. Ahí he dejado un poco de información para que le echéis un vistazo. Que tengas un buen día, Todd.

Dicho eso, se marchó y dejó a Murphy con la mano extendida y la expresión sombría.

El hombre se dio media vuelta, se dejó caer en la silla y se quedó mirando la mesa de trabajo un rato antes de ver el informe forense del pequeño Danny Morris. Tragó saliva.

– Joder, sí que empezamos bien el día.

Aidan sirvió café para ambos y se sentó en el borde de la mesa de Murphy, situada justo frente a la suya.

– Murphy, cuéntame qué pasó entre Ciccotelli y tú. Kristen me ha dicho que sabes que el año pasado sufrió una agresión.

Murphy rodeó la taza con ambas manos.

– Hace frío fuera.

– Hace un momento aquí también se respiraba bastante frialdad.

– Joder -repitió Murphy. Pero dio un resoplido y se arrellanó en la silla-. Unas dos semanas antes del juicio de Green, a Tess le pidieron que examinara a otro sospechoso.

– Debió de ser antes de que le rescindieran el contrato con la fiscalía.

Murphy levantó la cabeza al instante.

– Sí, ocurrió antes. El tipo al que tenía que examinar era muy mal actor. Había asesinado a su casera y al marido inválido de esta. El hombre decía padecer esquizofrenia, pero en opinión del fiscal del estado solo llevaba un colocón. El abogado defensor pensaba alegar que no estaba en su sano juicio. Era una mole. -Murphy guardó silencio durante unos segundos, luego sacudió la cabeza-. Cuando entró llevaba grilletes y esposas. Tess se sentó lo más lejos posible de él. Lo había arrestado yo, así que tuve que quedarme al otro lado del cristal, con el fiscal… Patrick Hurst. Pero en la sala había un guardia. El tipo miró a Tess de arriba abajo. -Murphy volvió la cabeza y sus labios se fruncieron en una mueca de disgusto-. El muy cabrón, parecía que la odiara, ¿te lo imaginas?

– Sí. -De hecho, Aidan se avergonzaba un poco de ello-. ¿Qué hizo el sospechoso?

– Esperó el momento apropiado para saltar al otro lado de la mesa y agredirla. -Murphy dejó la taza en la mesa-. Le rodeó la garganta con la cadena de las esposas y estuvo a punto de romperle el cuello.

Aidan se estremeció.

– ¿Y qué hizo el guardia?

Murphy se mordió la parte interior de la mejilla.

– Actuó enseguida, pero ese bruto tenía a Tess. Yo tardé menos de quince segundos en entrar y ya la había agredido. Le dio la vuelta y le golpeó la cabeza contra la pared de hormigón, la arrinconó y empezó a asfixiarla. Nunca olvidaré la expresión de los ojos de Tess, creía que aquel día iba a morir.

– ¿Fuiste tú quien le quitó de encima al tipo?

– Entre el forense y yo, y dos guardias. Para entonces, ya había perdido el conocimiento. Tenía un brazo roto y una fisura en el cráneo. Aún tiene la marca de la cadena en el cuello.

Aidan recordó la vistosa bufanda que llevaba puesta por la mañana y comprendió el motivo. La idea de que un asesino la hubiera agarrado por el cuello lo puso furioso.

– Así que la acompañaste al hospital y te quedaste un rato con ella.

– Sí. Avisé a su hermano, y esa misma noche tomó un avión desde Filadelfia. Al día siguiente me acerqué para ver cómo estaba y empezamos a charlar. Bueno, de hecho ella no podía hablar; tenía que anotar las frases en un cuaderno porque le habían quedado afectadas las cuerdas vocales. Al cabo de unos cuantos días recobró la voz. -Murphy esbozó una sonrisa-. Me recordaba a mi hermana pequeña, descarada como ella sola. Nos hicimos… amigos.

– ¿Aún te la recuerda?

Murphy arqueó las cejas.

– ¿A mi hermana? Sí. -Se recostó en el respaldo de la silla y observó el rostro de Aidan con detenimiento-. ¿A ti también te recuerda a la tuya, Aidan?

Se le pasó por la cabeza mentir, pero al final decidió no hacerlo.

– No.

Murphy soltó una risita.

– Vaya, vaya.

– Vuelve a decirlo y te la ganarás.

– ¿Por qué? Sabes muy bien que no ha sido ella. Aclararemos el asunto y tendrás el campo libre.

– Déjalo correr, Murphy. -Las mujeres como Tess Ciccotelli costaban muchísimo de mantener. Aidan extendió el brazo hacia atrás y alcanzó una hoja de la impresora-. Tengo una lista de todas las floristerías en un radio de ocho kilómetros desde casa de Cynthia Adams. He pensado que podríamos averiguar si alguien ha comprado muchos lirios hace poco.

– Dame la mitad. -Murphy aguardó a que Aidan volviera a su mesa antes de añadir-: No tiene pareja.

Aidan, que estaba a punto de marcar el primer número, se detuvo en seco.

– ¿Qué?

– Que no tiene pareja. La tuvo, pero se acabó.

«Déjalo estar, Reagan», le dictaba la parte sensata de su cerebro, pero la parte más estúpida no estaba de acuerdo. Se removió en la silla y miró a Murphy, que no le prestaba ninguna atención y había marcado ya el primer número de la lista. Excitado, y molesto por ello, Aidan llamó a cinco floristerías; cuando hubo terminado colgó de golpe el teléfono.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– Sabes muy bien a qué me refiero -dijo Aidan entre dientes-. No seas gilipollas.

Murphy lo miró sonriente. Qué engreído.

– Rompió con su novio dos semanas antes de la boda. -La sonrisa de Murphy se desvaneció-. La gente decía que él la engañaba.

Aidan sacudió la cabeza sin saber qué contestar. Según parecía, tenía más cosas en común con Tess Ciccotelli de las que se imaginaba en un principio.

– Pues menudo idiota.

– En eso estamos de acuerdo. ¿Has averiguado algo de los lirios?

– Han vendido rosas, claveles… pero lirios no. Por lo menos no tantos como vimos en el piso.

– Es probable que los comprara en varios sitios. Vamos a llamar a diez establecimientos y luego nos acercaremos hasta la asesoría financiera donde Adams trabajaba.

– Ya veo que tienes un plan.


Lunes, 13 de marzo, 8.30 horas.

Tess gruñó al dejar el paraguas y sacarse el móvil del bolsillo después de oírlo sonar por tercera vez en pocos minutos. Qué insistente. Al mirar la pantalla descubrió que se trataba de su secretaria.

– Dime, Denise -respondió con más brusquedad de la que pretendía, y torció el gesto al pisar un charco y mojarse el pie hasta el tobillo. Se cobijó bajo la marquesina que había frente al hospital psiquiátrico y notó un escalofrío mientras sacudía el zapato, probablemente deteriorado sin remedio, para eliminar el agua sucia y helada. Hacía una mañana horrible, fría y lluviosa, en total sintonía con su estado de ánimo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó más calmada.

– Esta mañana ha recibido unas cuantas llamadas, doctora.

Otro escalofrío recorrió la espalda de Tess, pero esta vez no tenía nada que ver con la fría lluvia; reprimió lo que a buen seguro habría sido una palabra malsonante.

– ¿De quién?

– De periodistas. Uno llamaba del Tribune y otro del Channel Eight. Querían saber qué opina del artículo que sobre el caso ha publicado el Bulletin esta mañana.

Un dolor agudo se propagó por su cabeza. «El Bulletin.» Le vino a la mente la imagen de la joven de ojos grises con la larga trenza rubia.

– Déjame adivinarlo. Es cosa de Joanna Carmichael.

– No, quien firma el artículo es Cyrus Bremin; pero… sí, el nombre de Carmichael aparece en las fotos. Así, ¿no ha visto el artículo?

«Fotos.» El dolor se volvió tres veces más intenso.

– No. ¿Habla muy mal del caso?

– Fatal. También ha recibido dos llamadas de un tal doctor Fenwick, del consejo de cualificaciones profesionales. Quiere que se ponga en contacto con él de inmediato. -Denise le dictó el número de un tirón-. Le he explicado que esta mañana tenía que pasar consulta en el hospital, pero ha insistido.

A Tess se le revolvió el estómago mientras grababa el número.

– ¿Ha llamado alguien más?

– La señora Brown sufre ataques de pánico. Le he pedido que lo consultara con el doctor Gryce. El señor Winslow ha llamado tres veces; no ha querido hablar con nadie que no fuera usted. Se ha puesto histérico, así que le he dado visita para las tres.

– Gracias. -Guardó el teléfono en el bolsillo. Tenía el corazón tan acelerado que pensaba que iba a salírsele del pecho. Echó un rápido vistazo a su alrededor. Al otro lado de la calle había una serie de máquinas expendedoras de periódicos.

Cruzó el semáforo en rojo, lo que le valió unos cuantos bocinazos y gritos airados. Al recoger el periódico de la máquina le temblaban las manos. «En portada.» Aparecía en portada.

La lluvia caía sobre su cabeza y le estaba empapando el abrigo, pero era incapaz de moverse. Su propio rostro la miraba desde la portada del periódico junto a una espantosa fotografía de Cynthia Adams, en la que esta yacía ensartada en un hierro en una calle de Chicago. Solo faltaba el titular que estaba a punto de hacer que se le desbocara el corazón: PSIQUIATRA DE PRESTIGIO IMPLICADA EN EL SUICIDIO DE UNA PACIENTE.

Volvió a sonar el móvil y respondió con voz acartonada.

– Ciccotelli.

– Soy Amy. ¿Has visto el Bulletin de esta mañana?

– Sí.

Ambas guardaron silencio mientras la lluvia seguía cayendo a cántaros.

– ¿Dónde estás, Tess?

De algún modo la realidad volvió a poner en funcionamiento la mente de Tess; impulsada por otro arrebato de furia sofocante, se espabiló y tiró el periódico a la papelera más próxima. Tenía pacientes a quienes visitar y no podía perder el tiempo plantada bajo la lluvia como una insensata. Volvió a cruzar la calle con paso enérgico, pero esta vez aguardó a que el semáforo se pusiera verde. La lluvia la traía sin cuidado; total, ya estaba calada hasta los huesos.

– Ahora tengo que pasar consulta, Amy, pero parece que luego me esperan en el consejo de cualificaciones profesionales, y creo que mi abogada tendrá que acompañarme.

– Dime el lugar y la hora y allí estaré.

Tess notó cierta tirantez en la garganta y se la aclaró con decisión.

– Gracias.


Lunes, 13 de marzo, 8.30 horas.

– Ya estoy en casa.

Joanna Carmichael levantó la vista de la página de deportes y casi se atragantó con los Choco Krispies. Su novio estaba plantado en medio del salón, empapado por la lluvia; en una mano llevaba un montón de periódicos y en la otra un enorme ramo de flores amarillas. Exhibía una de esas sonrisas amplias y sensibleras que solo solía lucir tras una sesión de sexo.

– ¿Qué has hecho, Keith?

– Te traigo un regalito.

El montón de periódicos aterrizó en la mesa con un golpe sordo que agitó la leche del bol. Debía de haber comprado por lo menos veinte ejemplares del Bulletin, cada uno de los cuales constituía una patente muestra de la traición de su editor. En todos ellos era Cyrus Bremin quien firmaba su artículo. «Mi artículo.» Schmidt le había prometido que publicaría un artículo suyo, pero no que aparecería su firma, pensó Joanna con amargura.

Keith se sacudió el agua como un perro y luego le tendió el ramo de flores con un ademán majestuoso.

– He pensado que te gustaría enviar unos cuantos recortes a tu familia.

Y una mierda. Apretó los dientes.

– Keith, ese no es mi artículo.

La sonrisa del chico se desvaneció mientras permanecía allí plantado, sosteniendo las flores que ella se negaba a aceptar.

– Pues claro que sí. Y aparece en portada.

– Es de Bremin -le espetó-. Lo firma él por ser el jefe del departamento de investigación periodística. El asqueroso de Schmidt le cedió mi artículo.

– Tu nombre aparece junto a las fotografías -dijo él en tono tranquilo mientras dejaba a un lado las flores. La alegría se había borrado por completo de su rostro.

– Las fotografías… -repitió ella con desdén-. Yo no soy fotógrafa, soy periodista, y si tuvieras un ápice de sentido común verías la diferencia.

Él se alisó el pelo mojado.

– Me parece que tengo bastante sentido común, Jo. Veo la diferencia, pero también veo que tu nombre aparece en la portada de un periódico de prestigio. Eso era cuanto querías, cuanto necesitabas para demostrarle a tu padre de qué eras capaz por ti misma. Ya podemos marcharnos a casa.

Joanna arrojó los periódicos al suelo. La alusión a su padre y la actitud condescendiente que tanto la exasperaba la puso a cien.

– No estoy ni mucho menos preparada para marcharme a casa, Keith. No lo estaré hasta que mi nombre destaque en portada.

Durante unos instantes, el chico permaneció quieto y se limitó a mirarla con aquel gesto que siempre la avergonzaba.

– Has hecho algo bueno, Jo. Has desenmascarado a una doctora que perjudicaba a sus propios pacientes. Si fueras capaz de dejar a un lado tu ego, tal vez te darías cuenta de que tengo razón. He tenido mucha paciencia contigo. Por fin tu nombre aparece en portada; me prometiste que en cuanto lo lograras regresaríamos a Atlanta. Jo, quiero irme a casa.

– Pues vete. -Indignada, se levantó para depositar el bol en el fregadero-. Pero te marcharás solo. No pienso abandonar esta ciudad hasta que mi nombre destaque. -Se fijó en el nombre de Cyrus Bremin, que parecía hacerle burla desde la pila de periódicos del suelo-. Tengo que ganarme la confianza de Schmidt. En medio de su airada ebullición, una idea empezó a tomar forma. Una exclusiva con Ciccotelli me servirá. Me dijo que la llamara. -Al levantar la mirada vio a Keith retirarse al dormitorio y la invadió un súbito sentimiento de culpa-. Keith, siento haberte contestado mal. Es que estoy muy cabreada.

Él asintió sin volverse.

– No te olvides de poner las flores en agua. Siempre se te olvida y se mueren.

Joanna se sacudió de encima el malestar. Keith acabaría volviendo a su lado; en los seis años que llevaban de relación, siempre lo había hecho. Ahora tenía que centrarse en lo que realmente importaba. Tenía que convencer a Ciccotelli para que le concediera una exclusiva. No resultaría fácil tras haberse publicado aquel artículo, pero siempre podía echarle la culpa a Bremin y limpiar así su reputación. Tal vez surtiera efecto. Además, así le demostraría a su padre que estaba equivocado. Era capaz de abrirse camino en el mundo periodístico sin su ayuda, y también sería capaz de ocupar el puesto que le correspondía en el negocio familiar gracias a los méritos que se había ganado a pulso.


Lunes, 13 de marzo, 9.15 horas.

Aidan se quedó perplejo al ver aterrizar un periódico en su mesa mientras llamaba a la décima floristería. Levantó la cabeza y observó el rostro de su teniente, con los labios tensos y la expresión severa; luego volvió a bajarla al ejemplar. Clavó en él los ojos mientras la voz de la florista se iba desvaneciendo hasta convertirse en un mero zumbido.

– Este… Lo siento, señora, volveré a llamar más tarde.

Colgó el auricular y tomó el periódico. Se trataba del Bulletin, algo más serio que la prensa amarilla.

El rostro de Ciccotelli lo miraba desde la portada.

– Murphy, fíjate en esto.

Murphy se puso en pie tambaleándose, su expresión era fría y grave.

– ¿Quién ha publicado esa mierda?

– Cyrus Bremin -soltó Spinnelli, y la rabia contenida hizo que le temblara el bigote-. Dice que tiene un confidente anónimo dentro del Departamento de Policía de Chicago. Descubrid quién es, lo quiero en mi despacho lo antes posible.

La puerta se cerró de golpe e hizo traquetear las persianas.

Murphy seguía escrutando la página en blanco y negro.

– Hablaré con Bremin -dijo en voz muy baja-. Él nos contará sin problemas quién le reveló la noticia.

– Eso, y así nos veremos en más líos con la prensa. Siempre me estás aconsejando que sea sensato, ¿no? Pues aplícate el cuento, Murphy.

Aidan examinó la fotografía de Adams.

– Debieron de tomarla antes de que yo llegara, porque envié a los mirones a la otra acera y les pedí a Forbes y a DiBello que prestaran atención a las cámaras. -Aguzó la vista para leer el pie de foto-. Aquí pone que la fotografía es de Joanna Carmichael. -Tecleó el nombre en su ordenador-. Bien, bien. Mira dónde vive la señorita Carmichael.

Murphy volvió la cabeza.

– Es el edificio de Cynthia Adams. Pues sí que le costó poco conseguirla. Qué suerte tiene la muy bruja.

– Bueno, no sé si se puede llamar suerte a tener que vérselas con nosotros. -Aidan imprimió la dirección justo en el momento en que Spinnelli abría la puerta.

– Os quiero en la sala de reuniones dentro de treinta minutos -les gritó-. Avisad también a Jack Unger, de la científica. El fiscal quiere hablar con nosotros.


Lunes, 13 de marzo, 9.30 horas.

Suponía que habría testigos, pero no fotógrafos.

«Tanto mejor.» Cynthia Adams aparecía en portada abriéndole el corazón al mundo entero, por así decirlo. Pero aún más gratificante resultaba la imagen de la popularísima Tess Ciccotelli preocupada y exhausta. Semejante campaña publicitaria no tenía precio. El día no le estaba yendo nada mal.

El señor Avery Winslow también estaba progresando según lo previsto. Se había pasado toda la tarde yendo y viniendo de un lado a otro del salón de su casa, observando conmocionado la habitación del bebé y tratando frenéticamente de ponerse en contacto con su psiquiatra de confianza.

Era mucho más inestable emocionalmente que Cynthia Adams. Ella había aguantado bien el tipo, era toda una experta en negar la existencia de lo que más temía. El proceso había resultado muy irritante; cada vez que Adams estaba cerca de su objetivo, acababa negándose a creer lo que había oído y retrocedía. A veces incluso negaba haber tenido una hermana. Fue necesario aumentarle tres veces la dosis de «medicación» para que se trastocara lo suficiente, y al final había tenido que utilizar sustancias poco corrientes. La fenciclidina era lo que la había hecho venirse abajo.

Los lirios habían dado un toque de gracia, y la fotografía de su hermana con la soga al cuello había sido la guinda del pastel. Del pastel de cumpleaños. El calendario había desempeñado un papel muy importante en el derrumbe psicológico de la señorita Adams.

Y el calendario también sería la clave para derribar al señor Avery Winslow.

Eso y el llanto constante de un bebé. Magistral.

Si la pequeña y encantadora Nicole estaba cumpliendo con su deber, en ese mismo instante el pobre señor Winslow estaría recibiendo una más de las oportunas fotografías que lo llevarían a la perdición.

Y con él arrastraría a la doctora en quien tanto confiaba, Tess Ciccotelli.


Lunes, 13 de marzo, 9.45 horas.

Patrick Hurst, el fiscal del estado, arrojó el periódico sobre la mesa con indignación.

– Mierda. Esto es horroroso, Marc, verdaderamente horroroso.

Jack Unger, de la policía científica, arrastró el periódico hasta su lado de la mesa y lo estudió.

– ¿Quién es el confidente anónimo de Bremin?

Murphy frunció el entrecejo.

– No lo sabemos, no estuvo allí la otra noche. En cambio la fotógrafa sí. Los dos agentes que llegaron primero al lugar de los hechos recuerdan haber visto a Carmichael entre la multitud, pero aseguran que no le dirigieron la palabra.

– Cualquier persona que ayer estuviera de servicio pudo vernos entrar con Ciccotelli. -Aidan se encogió de hombros con incomodidad al recordar lo furioso que se había puesto. Bastaba con observar su mala cara para comprender lo que ocurría-. Su abogada firmó la hoja de registro al entrar, así que cualquiera que la consulte sabrá que estuvo aquí. Muchas personas debieron de verlas salir juntas, pero nadie admitirá haber avisado a la prensa, Marc, aunque sabemos que cualquiera lo habría hecho con gusto.

Spinnelli dobló el periódico de modo que el rostro de Ciccotelli quedara oculto.

– Es cierto. Investigaremos la filtración al mismo tiempo que lo demás, como siempre hemos hecho. ¿Cuál es, pues, la verdadera razón de que te tengamos aquí, Patrick? Tu visita me parece un poco… prematura.

El fiscal suspiró.

– He venido porque lo ocurrido tiene implicaciones que van mucho más allá del hecho de que Tess Ciccotelli sea inocente o culpable, incluso de descubrir quién hizo una cosa así a esa pobre mujer.

– Cynthia Adams -dijo Aidan con suavidad, y arqueó las cejas al ver que Patrick lo miraba con extrañeza-. Así es como se llamaba esa pobre mujer.

La mirada del fiscal se llenó de compasión.

– Ya lo sé, detective, pero de momento no podemos siquiera asegurar que la muerte de la señorita Adams fuera un homicidio. -Levantó la mano antes de que Aidan pudiera protestar-. Lo investigaréis y descubriréis quién lo hizo. No estoy diciendo que debáis abandonar el caso. De hecho, quiero que os apliquéis. El gran problema es que está en juego la credibilidad de la doctora Ciccotelli en la resolución de casos pasados. Gracias a Bremin y al Bulletin, ya es del dominio público que la detuvieron para interrogarla. Todos los abogados defensores que han perdido casos en los que Ciccotelli ha declarado pedirán la apelación, y para mi despacho eso será desastroso. ¿Sabéis en cuántos casos ha intervenido en los últimos cinco años?

«Sí», pensó Aidan. Lo sabía con exactitud. Y Kristen tenía razón, Harold Green era una excepción. Tess Ciccotelli había hecho todo lo posible y más para quitar de en medio a unos cuantos malhechores. Al descubrirlo se le habían bajado los humos.

– En cuarenta y seis -masculló.

El bigote de Spinnelli se frunció siguiendo la forma de sus labios.

– ¿Cómo?

Aidan se aclaró la garganta.

– La doctora Ciccotelli ha declarado en cuarenta y seis casos. Ayer fui al archivo y pedí que me imprimieran la lista; la he recogido de camino hacia aquí. -Arrojó la lista en el centro de la mesa.

– ¿Cuántas condenas, Aidan? -le preguntó Spinnelli.

– Treinta y una de los cuarenta y seis casos.

Murphy apoyó la cabeza en el respaldo de la silla.

– Santo Dios.

Patrick tomó la lista con mala cara.

– Treinta y una apelaciones posibles. ¿Sabéis cuánto tiempo robará eso al personal de mi oficina?

– No quiero ni pensarlo -respondió Spinnelli-. Vamos a desvincular cuanto antes a Tess de todo esto y así tus hombres podrán dedicarse a hacer que condenen a unos cuantos gilipollas más. ¿Qué tenemos, aparte de las huellas dactilares que encontraron en el piso de Adams?

– Su voz grabada en el contestador -respondió Aidan.

– Enviaré la cinta al departamento técnico para que dibujen una gráfica -sugirió Jack.

Patrick negó con la cabeza.

– No servirá para probar nada.

– Pero si las gráficas son distintas, Ciccotelli quedará libre de sospechas -arguyo Jack-. Ese tipo es muy bueno, Pat. Vale la pena invertir un poco de tiempo.

– Entonces de acuerdo -convino Patrick.

– Entonces necesitamos que la doctora Ciccotelli venga y nos proporcione una muestra de su voz para poder comparar las gráficas. -Aidan lo anotó-. Hasta ahora ha colaborado, así que no creo que ponga ninguna pega. ¿Qué hay de la pistola que enviaron a Adams?

– La limpiaron para no dejar huellas, y también han lijado el número de serie pero creo que podré conseguir que se lea. -Jack miró a Spinnelli-. Supongo que el caso es de alta prioridad.

– Supones bien. ¿Qué más?

– Estamos siguiendo la pista de los lirios -añadió Murphy-. Hasta ahora hemos encontrado tres floristerías que vendieron muchos el sábado. Esta tarde pasaremos por allí, pero antes tenemos que ir a la asesoría donde trabajaba Adams. Está claro que alguien la odiaba lo suficiente como para desear su muerte. Sabemos que tuvo muchos amantes y es probable que varios se llevaran un regalo de despedida bastante desagradable. Puede ser que alguno de ellos se cabreara y quisiera matarla.

Aidan echó un vistazo a la lista de casos en los que Ciccotelli cabía declarado y la recordó sentada sola en la sala de interrogatorios el día anterior. «¿Por qué me utilizan?», se había preguntado. Tal vez el objetivo final fuera ella.

– También puede ser que Cynthia Adams no fuera más que un medio para conseguir una apelación.

Patrick arqueó las cejas sorprendido.

– Me parece que hay formas más sencillas.

– Estamos haciendo demasiadas conjeturas -soltó Spinnelli-. Volvamos a los hechos. ¿Qué hay de los correos electrónicos? ¿Habéis podido seguirles la pista?

– Lo he dejado en manos del departamento técnico, les pediré que se den prisa con eso también. -Jack frunció el entrecejo y desdobló el periódico-. Esta foto fue tomada después de que la mujer cayera al suelo; inmediatamente después, quiero decir, tal vez hubieran pasado unos treinta segundos, o como mucho un minuto.

Aidan se inclinó para verla más de cerca.

– ¿Cómo lo sabes?

– Mira la zona del pavimento alrededor de su cabeza. No se ve ningún charco de sangre todavía. A Aidan se le aceleró el pulso.

– Ciccotelli aseguró que recibió una llamada anónima diciendo que Adams estaba a punto de tirarse por el balcón a las doce y seis minutos. Los dos testigos, en cambio, dicen que eran las doce y cinco cuando se tiró.

– Qué precisión -observó Patrick, pero sus ojos también habían adquirido cierto brillo.

– Llegaban tarde a casa. La chica explicó que tenía que estar allí a las doce en punto y que acababa de mirar el reloj preocupada por la bronca de sus padres. -Aidan se volvió hacia Murphy-. Ciccotelli dijo que la llamada parecía hecha desde un móvil.

Murphy entrecerró los ojos.

– Así que el autor estaba presenciando la caída, qué hijo de puta.

– Ciccotelli también dijo que quien la llamó era una mujer, una vecina de Adams, y…

– Carmichael era vecina de Adams -concluyó Murphy-. No sería la primera vez que el propio periodista provoca la noticia. -Se encogió de hombros-. Vale la pena añadirla a la lista.

– Lo que está claro es que vale la pena averiguar si tomó más fotografías -agregó Jack-. Si el asesino estaba allí, tal vez Carmichael lo viera. O «la» viera.

Aidan se recostó en el asiento.

– Así que por ahora tenemos como sospechosos a treinta y un prisioneros potenciales que quieren que se apele su sentencia, a unos cuantos promiscuos con una enfermedad de transmisión sexual, a una periodista aficionada a la fotografía y, por desgracia, a Tess Ciccotelli.

Patrick se puso en pie.

– Encargaos de descartar a Tess lo primero. No quiero vérmelas con las apelaciones.

– Entendido -convino Spinnelli-. Señores. -Y señaló la puerta-. Quiero resultados hoy mismo. Y también quiero saber quién es el confidente anónimo. A trabajar.

Murphy hizo un saludo.

– Nos vamos a visitar las floristerías. ¿Has tenido alguna bronca con tu mujer, Marc? Si quieres podemos comprarle un ramo, te cobraremos los portes baratos. A las mujeres les encanta que les regalen flores.

Spinnelli curvó los labios.

– Las broncas con mi mujer son continuas, pero a ella le gustan más los brillantes. Marchaos.

Aidan miró a Murphy de reojo al salir de la sala de reuniones.

– ¿Estás casado, Murphy?

– Lo estuve, pero me separé. ¿Cuál es la primera floristería?

Era obvio que tenía ganas de cambiar de tema.

– Josie's Posies. Vendieron unos cuantos lirios el sábado. -Mientras caminaba, Aidan examinó la lista de los casos en que había intervenido Ciccotelli-. Conduce tú, quiero echar un vistazo a estos nombres. Algunos prisioneros han quedado en libertad. -Miró el reloj-. Antes de pasar por la asesoría donde trabajaba Adams, vamos al Departamento de Sanidad para ver si ella y Tess Ciccotelli tienen enemigos comunes.


Lunes, 13 de marzo, 10.30 horas.

La señorita Tuttle, una mujer de mediana edad, los miró con mala cara desde el gran mostrador de madera.

– La información que nos facilitan nuestros pacientes es confidencial, detectives, y lo saben.

– Estamos investigando un asesinato, señora -respondió Murphy con suavidad-. Una de sus pacientes ha muerto, así que su privacidad ya no importa.

– Pero la de sus compañeros sí. No puedo ayudarles.

Aidan extrajo una fotografía de su cuaderno.

– Esta es Cynthia Adams, señora. Así es como quedó después de caer desde un vigésimo segundo piso.

La señorita Tuttle observó la fotografía y luego volvió la cabeza con los ojos cerrados y su enjuto rostro desvaído.

– Márchense, detectives. No estoy autorizada a ayudarles, y no pienso hacerlo.

– Alguien la obligó a arrojarse al vacío, señora -insistió Aidan con calma; conseguido su objetivo, guardó la fotografía-. Ese alguien podría haber sido uno de sus compañeros sexuales, alguien que le guardara rencor. ¿Recuerda que alguien amenazara a la señorita Adams cuando le notificaron que era posible que hubiera contraído una enfermedad?

– Detective -empezó la mujer, mirándolo fijamente a los ojos-, si me dedicara a contar cosas de los pacientes que acuden aquí, no vendría nadie. Protegerlos forma parte de mi trabajo. Su mera presencia ya supone un problema. Si les contestara a lo que me preguntan, estaría incumpliendo mi deber.

– No queremos que incumpla su deber, en serio. -Aidan le dirigió una mirada que se esforzó por que fuera de lo más persuasiva. No esperaba que la empresa resultara fácil; de hecho, Tuttle estaba colaborando más de lo que había imaginado-. Según el historial de la psiquiatra de la señorita Adams, usted era su persona de contacto aquí. ¿Puede por lo menos decirnos si la recuerda? -Extrajo otra fotografía de Cynthia del cuaderno, esta vez la del carnet de conducir-. Tenía este aspecto. Debió de acudir aquí hace unas seis semanas.

Tuttle se mordió el labio.

– Sí, sí que la recuerdo.

– ¿Puede decirnos si alguno de sus compañeros amenazó con hacerle algo o se mostró furioso con ella cuando le comunicaron la noticia? No hace falta que nos diga nombres, solo queremos saber si estamos sobre la pista correcta.

– ¿No me preguntarán ningún nombre, detective?

Aidan negó con la cabeza.

– No, señora.

La mujer exhaló un suspiro.

– Hubo uno que se quedó blanco como el papel y dijo que se lo haría pagar.

Aidan dio un paso atrás.

– Gracias, señorita Tuttle. Ya nos vamos.

Murphy aguardó a estar en la calle para sacar un chicle de canela del bolsillo.

– No nos ha dicho ningún nombre.

– No esperaba que lo hiciera. -Aidan ocupó el asiento del acompañante del coche de Murphy y aguardó a que su compañero se sentara al volante-. Pero ahora sabemos que vale la pena molestarse en reclamar la lista de pacientes; es todo cuanto quería.

Murphy se incorporó al tráfico.

– Pues entonces lo has hecho muy bien. Primero vamos a comer algo; luego iremos a la asesoría y a Josie's Posies.

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