Lunes, 13 de marzo, 23.55 horas.
Tess se dejó caer sobre la puerta de entrada y se llevó la mano al corazón. Serio y enfadado, Aidan Reagan era el hombre con más atractivo que había conocido en toda su vida. Cuando sonreía… era simplemente guapísimo. Y lo último que necesitaba en esos momentos.
O tal vez no. Hacía mucho tiempo que el corazón no le latía con tanta fuerza. Cada centímetro de su piel se estaba despertando de un largo letargo. Hacía mucho tiempo que no se excitaba tanto. Había temido que no volvería a sentir aquello jamás.
– Adelante, dilo en voz alta, Ciccotelli -dijo-. «Lo que necesitas es volver a hacerlo; necesitas echar un buen polvo.» Pero no era capaz. Le costaba incluso pensarlo. El hecho de que Phillip la engañara con otra le había dejado una herida más profunda que la que jamás podría hacerle ningún desgraciado con una cadena. Se había prometido a sí misma que lo superaría, que el hecho de que la engañara no significaba que ella lo hubiera hecho mal. Qué risa. Claro que lo había hecho mal. Se había enamorado de un hombre incapaz de cumplir sus promesas. Ella, en cambio, le había sido fiel siempre. Lo había aprendido de su madre.
Pero, a diferencia de su madre, ella se había dado el gustazo de mandar a la mierda a aquel traidor, aunque eso no evitaba que echara de menos el calor humano por las noches. Después de Phillip, otros hombres habían intentado conquistarla. Por desgracia, no lo habían conseguido.
Sin embargo, recientemente sus ojos habían captado algo atractivo; sus ojos, y también el resto de su cuerpo. Además, parecía que él también se sentía atraído. Y, si realmente sabía analizar la personalidad, la cuestión le hacía tan poca gracia como a ella. Pero ¿cómo iba a saber analizar la personalidad? Si hubiese sabido, no habría elegido a Phillip como pareja.
Qué pensamiento tan alentador. A fin de cuentas, tal vez Amy tuviera razón. «Tengo que llamarla. Tengo que decirle que quiero darle un beso y hacer las paces, y toda esa mierda.» Se lo había prometido a su amigo Jon, cosa que a Reagan le había parecido importante. Un punto a su favor, por buena persona. Justo acababa de apartarse de la puerta cuando sonó el timbre y la sobresaltó. Echó un vistazo por la mirilla y no pudo evitar soltar un taco. En la puerta estaba plantada la mismísima señorita Joanna Carmichael, con una pizza en la mano.
– Sé que está en casa -dijo Carmichael en voz alta-. Acabo de ver salir al policía.
– Váyase, señorita Carmichael. No tengo nada que decirle.
– Pues yo sí. Tengo que proponerle un trato.
Tess abrió un poco la puerta.
– Conozco sus tratos, señorita Carmichael; para que encajen hace falta vaselina. Haga el favor de marcharse antes de que llame a la policía.
Carmichael se asomó por la rendija.
– Quiero una exclusiva.
Tess se echó a reír ante la absurda petición.
– Está como una puta cabra. Y créame, sé de qué le hablo.
– Pienso redactar un artículo con su ayuda o sin ella, doctora. Si me concede una exclusiva, al menos lo que aparezca lo habrá dicho usted.
Tess sacudió la cabeza.
– Como si me mereciera alguna confianza. Y, ahora que lo pienso, ¿cómo coño ha conseguido llegar hasta aquí?
– Le he dicho al portero que le traía una pizza al vecino. La seguridad que ofrece este edificio es una mierda, por cierto.
En eso tenía razón.
– Bueno es saberlo. Lárguese. -Tess cerró la puerta de golpe y corrió el pestillo. Y se despidió con una amenaza-. Si dentro de cinco segundos todavía está ahí, llamaré a la policía; en la cárcel tendrá mucho tiempo para pensar en el artículo. Cinco, cuatro, tres…
Joanna retrocedió con una mueca. No esperaba que Ciccotelli le pusiera fácil lo de la exclusiva, pero tampoco esperaba que la tratara con tanta acritud. Cuando por fin accediera, sería un bombazo. Pero de momento se marcharía a casa y se comería la pizza sola.
Tenía mucho que hacer antes de que amaneciera. Su madre siempre decía que la mejor manera de cazar moscas era atraerlas con miel. Su padre, en cambio, opinaba que no había nada como tener a mano un buen insecticida. Por mucho que le costara admitirlo, su padre tenía razón. Solo tenía que aguardar a ver cuántas moscas moribundas era capaz de ver caer Ciccotelli antes de admitir la derrota.
No resultaría agradable, y Ciccotelli no claudicaría así como así.
Pero acabaría rindiéndose. «Y cuando pase la tormenta, será mi nombre el que aparezca junto a la noticia y Cy Bremin no será más que un vago recuerdo.»
Masticando alegremente una porción de pizza, tomó el ascensor para bajar. Al salir se despidió del inútil del conserje con un gesto de la mano.
Martes, 14 de marzo, 00.35 horas.
Aidan recobró el control en cuanto empezó a conducir, lo cual estaba muy bien porque las duchas heladas eran muy desagradables y no solían surtir mucho efecto. Esperaba que Dolly no hubiera desbaratado mucho el salón. Era una perrita muy buena y estaba bien enseñada, pero ese día la había dejado sola mucho tiempo. Había llegado a un acuerdo con su vecino de doce años. Este la sacaba a pasear cuando él se ausentaba durante largos períodos de tiempo, pero ese día se había olvidado de avisarlo. Entró en casa por la puerta de la cocina y los cuarenta kilos de carne trémula acudieron a saludarlo.
Aidan se arrodilló sobre una pierna para rascarle detrás de las orejas y se echó a reír cuando la lengua de Dolly le dejó la cara chorreando.
– Estás hecha una preciosidad. -Le dio un cachete afectuoso, se puso en pie y descolgó la correa del gancho de la pared. Era tarde, pero a Dolly le encantaba pasear y él aún tenía que quitarse de encima una buena parte del estrés acumulado.
– Ya la he sacado.
Sobresaltado, Aidan sacó el arma y se volvió hacia la voz soñolienta antes de tener tiempo de reconocerla. Pulsó rápidamente el interruptor y de repente la habitación se inundó de luz.
Su hermana Rachel se encontraba de pie en la puerta, entre aterrorizada y dormida, con los ojos como platos y la mano en el corazón.
– ¿Qué narices estás haciendo aquí? -le preguntó Aidan-. ¿No se te ocurre nada mejor que asustarme? Podría haberte disparado.
– Yo… -exhaló un suspiro trémulo-. Lo siento. No lo he pensado.
Aidan guardó la pistola en la funda.
– No lo he pensado, no lo he pensado… -Pero la chica estaba pálida y temblorosa, así que se le acercó y la estrechó entre sus brazos-. ¿Estás bien?
Ella asintió.
– Sí, solo necesito un momento. -Retrocedió y se dejó caer contra la pared, con las oscuras cejas fruncidas en un gesto ceñudo. Como Aidan, Rachel había heredado el pelo y los ojos de su padre, pero su menuda constitución se parecía a la de su madre, igual que la expresión imperiosa de su rostro-. Llegas muy tarde.
– Y tú has salido de casa sin permiso -le espetó él-. ¿Por qué no estás en la cama? Mamá y papá se morirán del susto si se despiertan y ven que no estás.
– No. Creen que estoy en casa de Marie.
Aidan se la quedó mirando.
– ¿Les has mentido? Rachel…
– No, no les he mentido. He estado en casa de Marie. Ha organizado una fiesta y a última hora he decidido… no quedarme.
Sin apartar los ojos de su hermana, Aidan sacó la jarra de leche de la nevera.
– ¿Quieres un poco de leche?
Ella arrugó la nariz.
– ¡Puaj!
– Tienes que tomar leche, pequeñaja. Cuando tengas osteoporosis te arrepentirás. -Aidan imitó a su madre para hacer reír a su hermana, pero ella permaneció con los labios apretados enojada-. ¿Por qué no has querido quedarte a la fiesta? Además, mañana es día de escuela -añadió, y entrecerró los ojos-. ¿Mamá y papá te han dejado salir entre semana? A nosotros no nos dejaban.
Ella se encogió de hombros.
– Íbamos a estudiar para un examen de historia.
– Pero no lo habéis hecho.
– Pensaba que íbamos a estudiar, Aidan -dijo en voz baja-. De verdad. Entonces ha aparecido el novio de Marie y… la cosa se nos ha ido de las manos.
Aidan se bebió el vaso de leche de un trago y se enjugó los labios con el dorso de la mano.
– ¿Qué quiere decir que la cosa se os ha ido de las manos?
– Da igual, lo importante es que yo me he marchado. -Alzó el brazo y olfateó la manga-. Aunque seguro que por el olor parece que yo también haya bebido.
Aidan se inclinó y olió la prenda, luego retrocedió con mala cara.
– Huele a cerveza y a petardo. Rachel, ¿quiénes son esos amigos? ¿Y dónde están los padres de Marie?
Rachel se sentó en una de las desgastadas sillas de la cocina.
– Han salido. -Alzó la mano para indicarle que no le riñera-. No me digas nada. Ya sé que tendría que haberme marchado enseguida, pero las primeras dos horas Marie y yo estábamos solas y nos hemos puesto a estudiar. -Lo miró con ojos implorantes-. Te lo juro, Aidan.
– Te creo, Rachel. -Se sentó a su lado-. ¿Qué ha ocurrido, cariño? -Se quedó de piedra al ver que a su hermana se le llenaban los ojos de lágrimas-. ¿Rachel?
– Estoy bien -dijo, y se enjugó los ojos con la palma de la mano-. Me ha entrado miedo. Ha aparecido un grupo de chicos y… -Se estremeció-. Me he escapado por la puerta trasera.
El corazón de Aidan omitió varios latidos al ser consciente de lo que podía haber pasado.
– ¿Por qué no has llamado a papá y mamá?
Ella negó con la cabeza.
– Uno de los chicos me ha echado cerveza por encima y… No quería que pensaran que les mentía. He empezado a andar y… he decidido venir aquí.
– ¿Has venido andando?
Rachel asintió.
– Cuatro kilómetros y medio. -Esbozó una patética sonrisa-. Eso es para que no vuelvas a decirme que con tanto videojuego se me pondrá el culo gordo. No pensaba quedarme a dormir, solo necesitaba parar en algún sitio para ventilar la ropa, pero al llegar he visto que Dolly se moría de ganas de que la sacaran a pasear y luego me he sentado un momento a descansar y me he quedado dormida en el sofá.
– Tendrías que haberme llamado, Rach. Yo me habría hecho cargo de todo.
Ella alzó los ojos con gesto de exasperación.
– Claro, mi hermanito poli habría irrumpido en la casa y lo habría arreglado todo. Mira, Aidan, no me dedico a emborracharme en las fiestas pero me gustaría conservar parte de mi vida social. -Bajó la cabeza-. No se lo digas a papá y mamá, ¿vale?
Él reflexionó un momento. Abe y Sean le habían guardado un montón de secretos cuando eran más jóvenes.
– ¿Aún dura la fiesta?
– No. Los padres de Marie tenían previsto volver a las doce, así que seguro que hace rato que todo el mundo se ha ido.
– ¿Me prometes que no volverás a quedar con Marie?
Ella volvió a estremecerse.
– Claro.
– Entonces hemos hecho un trato. Ve a darte una ducha. Te dejaré un chándal y veré si puedo limpiar las manchas de cerveza de tu ropa. -La obsequió con una sonrisa-. Yo también tengo ropa manchada de cerveza; así ahorraremos agua.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos.
– ¿Has estado en una fiesta, Aidan?
– No. Me he peleado en un bar.
Ella contrajo los labios.
– ¿Has ganado?
– Yo siempre gano, cariño. -Le acarició la punta de la nariz con el dedo y, en ese momento, los dos miraron la mano vendada de Aidan. «Bueno, siempre no», se dijo. Sobre todo si lo que quería era llevarse de calle a una doctora de Michigan Avenue que estaba fuera de su alcance material. Daba igual que a ella también le gustara él, y mucho.
Rachel le olió la mano, luego la cogió y se la acercó al rostro.
– Forevermore.
– ¿Qué?
– Las manos te huelen a perfume. Se llama Forevermore y es carísimo. -Lo miró con picardía-. Sí que has estado en una fiesta. Qué cara más dura, Aidan.
Él se echó a reír, extrañamente incómodo.
– A la ducha, mocosa.
Ella se puso en pie, pero se detuvo en la puerta y lo miró con expresión madura y formal.
– Gracias, Aidan. No sabía adónde ir si no.
A Aidan el corazón le dio un vuelco. Su hermana pequeña había sido una sorpresa tardía para sus padres y entre todos la habían mimado mucho. Sin embargo, y a pesar de todo, era una buena chica. Muy buena, de hecho. No le hacía ninguna gracia que tuviera que enfrentarse tan joven a los peligros de la vida.
– Puedes venir siempre que quieras, Rachel. Pero no vuelvas a asustarme, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
Martes, 14 de marzo, 8.09 horas.
Aidan se dejó caer en la silla contigua a Murphy y evitó la severa mirada de Spinnelli.
– Llegas tarde, Aidan.
– Lo siento. -Se había encontrado con un atasco al dejar a Rachel en la escuela tras entrar de hurtadillas en casa de sus padres a buscarle ropa limpia. Las manchas de cerveza se habían ido, pero las prendas seguían oliendo a marihuana.
Jack deslizó una caja de donuts medio vacía hasta el otro lado de la mesa.
– Peor para ti si te has dormido. Murphy y yo nos hemos terminado todos los de mermelada. -Miró a Aidan tratando de dilucidar qué pensaba-. ¿Tienes la lista de pacientes?
– No. -Aidan cogió un donuts glaseado y se chupó los dedos-. Se ha negado muy amablemente. Pero he averiguado que, después del juicio de Green, recibió cartas de amenaza. Aquí están. -Con la mano limpia, empujó el sobre, que también olía a Forevermore, hasta el otro lado de la mesa. Al olfatearlo se había sentido ridículo, pero no había podido resistirse-. Ah, y sí que estuvo tomando Soma, también después del juicio de Green. No tiene los botes vacíos y no recuerda si los tiró o no. -Miró a Spinnelli-. Pasará por aquí durante la mañana para que le grabemos la voz y firmará una autorización para que podamos intervenir su teléfono.
Spinnelli exhaló un suspiro.
– Colabora tanto como puede. Si nos entrega la lista de pacientes, perderá la licencia.
– Los de cualificaciones profesionales ya andan detrás de ella. Ayer se presentaron en su casa. -Aidan se volvió hacia Murphy-. La empleada del Departamento de Sanidad se chivó.
Murphy puso mala cara.
– Mierda, la cosa se pone cada vez peor.
– ¿Cómo te ha ido en Archivos?
Murphy miró a Spinnelli, quien asintió con expresión seria.
– Adelante, Todd.
– Hace tres meses una persona consultó los dos informes, el de Adams y el de Winslow. -Exhaló un suspiro-. Fue Preston Tyler.
Aidan sacudió la cabeza, anonadado.
– No puede ser. Está… muerto.
Todos lo sabían, Harold Green lo había matado con sus propias manos, aunque el muy cabrón lo había tratado con bastante más delicadeza que a las tres pobres niñas. Aidan apretó los dientes mientras se esforzaba por ahogar la ira que lo invadía cada vez que pensaba en el cuerpo destrozado de la pequeña.
Y en el hecho de que Harold Green hubiera burlado la justicia, gracias a Tess Ciccotelli. «Pero en cambio quitó de en medio a otros treinta y un elementos peligrosos.» Se dijo que no debía olvidarse de eso, ni tampoco de la expresión atormentada de sus ojos al ver el cadáver de Winslow. Detrás de la apariencia fría, se escondía una mujer comprometida. Era muy humana; y, como podía ocurrirle a todo humano, había cometido un error. Un error terrible, trágico.
Se percató de que todos lo observaban en silencio y soltó un resoplido.
– ¿Quién podría haber permitido que alguien firmara con el nombre de Preston Tyler?
– Una empleada nueva. Ella no sabía nada, Aidan -explicó Murphy-. La he interrogado esta mañana y me ha dicho que quien le pidió el informe era policía, que le mostró la placa. También me ha dicho que el documento no salió de allí, pero que el policía regresó para revisarlo otra vez.
– Ahora está con los de Asuntos Internos -dijo Spinnelli en tono resuelto-. Le están enseñando fotos.
La expresión de Jack se endureció.
– ¿Y si no puede, o no quiere, identificar al sujeto?
– Podría ocurrir -admitió Spinnelli-. Pero los de Asuntos Internos tienen sus recursos.
– ¿Y la grabación de la cámara de seguridad? -preguntó Aidan.
Murphy se encogió de hombros.
– Curiosamente, ha desaparecido.
– Cosas de los de Archivos, que no saben archivar bien las cosas -se mofó Jack entre dientes.
– Los de Asuntos Internos también se están ocupando de eso. -Spinnelli parecía agotado-. Habrá una investigación.
– Tienes razón, Murphy. La cosa va de mal en peor. ¿Y Rick? ¿Ha sacado algo en claro?
Jack negó con la cabeza.
– Se ha pasado la noche trabajando, pero el tipo es listo. Parece que haya enviado el vídeo a Marte. De todas formas, tengo más noticias. Una persona de mi equipo ha encontrado restos de fibra de color negro en algunos lirios. Es nailon. Da la impresión de ser el mismo material que encontramos en el muñeco de casa de Winslow, pero con el calor del horno los hilos se mezclaron con el plástico derretido y no podemos separarlos para asegurarnos.
– ¿Podrían ser de una bolsa? -preguntó Murphy-. A lo mejor la utilizaron para llevar las cosas dentro.
Jack asintió.
– Eso es justamente lo que pensamos. Ya sé que con eso solo no se resuelve el caso, pero si encontráis la bolsa, es probable que dentro haya polen.
Aidan recordó la cantidad de lirios que tapizaban el suelo del piso de Adams.
– Si llevaron los lirios en una sola bolsa, tuvieron que hacer muchos viajes. Podríamos distribuir una foto de la mujer de la oficina bancaria entre los vecinos de Cynthia Adams para ver si alguno la conoce. Y mientras podríamos tratar de encontrar a Joanna Carmichael y preguntarle si tiene más fotos del suicidio. Ayer por la tarde no estaba en su casa.
– Buena idea -opinó Spinnelli-. ¿Algo más?
Murphy saboreó el donuts, pensativo.
– Tenemos la llave de la caja de seguridad de Adams.
– Y la lista de los cinco condenados en cuyos juicios Tess cree que su declaración fue decisiva. -Aidan captó la expresión de sorpresa de Murphy-. Me la dio ayer por la noche. Pero los cinco continúan en prisión. -«Hasta que el consejo de cualificaciones profesionales se entrometa y lo joda todo», pensó, recordando cómo Tess se había sonrojado al estar a punto de escapársele la palabrota. Murphy no dejaba de mirarlo-. ¿Qué pasa?
Murphy apartó la mirada.
– Nada. ¿Quién reclamará oficialmente la lista de pacientes, Marc?
El bigote de Spinnelli se curvó hacia abajo.
– Le pediré a Patrick que se encargue de ello en cuanto pueda.
– Haz también que pida una orden judicial para registrar la caja de seguridad de Adams -añadió Murphy.
Spinnelli tomó nota.
– ¿Alguien más quiere pedir algo antes de que cierre la cocina? -preguntó con ironía-. Aidan, ¿a qué hora vendrá Tess?
– Durante la mañana. Te avisaré cuando llegue.
Jack se puso en pie.
– Voy a pedir que preparen la cabina de sonido.
Spinnelli observó cómo se marchaba, aún con el entrecejo fruncido.
– Demasiadas opciones. Tenemos que acotar el terreno.
Murphy se detuvo en la puerta.
– Todos sabemos que Asuntos Internos no querrá decirnos quién es la persona identificada por la empleada de Archivos, Marc.
– Haz tu trabajo, Murphy -le espetó Spinnelli-. Ya me ocuparé yo de Asuntos Internos.
Murphy sacudía la cabeza mientras se dirigían a sus puestos de trabajo.
– Mejor que lo haga él. ¿Estás bien?
Aidan lo miró con extrañeza.
– Sí, ¿por qué?
– Porque tienes los nudillos destrozados.
«Y ella me los ha vendado», fue todo cuanto Aidan pudo pensar. Se esforzó por concentrarse en el trabajo.
– Anoche el amiguito de Morris se hizo el héroe. A ver si entre rejas se le bajan los humos. Tengo que terminar con el papeleo: arrestado por resistirse a ser detenido y pegarle a un policía.
Murphy lo observó mientras caminaban.
– Pues yo te veo igual de guapo que siempre. ¿Dónde te pegó?
Aidan hizo una mueca.
– En la tripa. Menuda fuerza tiene.
– Tranquilo, creo que saldrás de esta.
«Eso fue exactamente lo que dijo ella.»
Murphy se sentó ante su escritorio sin dejar de observarlo y Aidan se sintió violento por ello, así que se concentró en tratar de encontrar un impreso de solicitud de intervención telefónica en blanco. Al cabo de un minuto levantó la cabeza, y al ver que Murphy aún lo miraba, le espetó:
– ¿Qué pasa?
– La has llamado «Tess».
Aidan abrió la boca para negarlo, pero Murphy tenía razón.
– ¿Y qué?
– Que está empezando a gustarte.
Aidan recordó el sueño que había tenido justo antes de despertarse al amanecer. Estaban juntos en la cama y el oscuro pelo ondulado de ella se extendía sobre el vientre de él mientras descendía por su cuerpo, besándolo. Aquellas curvas, y aquella boca… En ese momento sonó el teléfono y se ahorró tener que contestar.
– Era de recepción -anunció sin más-. Ha llegado la doctora Ciccotelli.
Tess se sentó en el vestíbulo de la comisaría, consciente de que todos y cada uno de los policías observaban todos y cada uno de sus movimientos. Antes habría sentido odio y desdén. Ahora lo que la preocupaba era si entre tantas placas habría alguien dispuesto a tomarse la justicia por su mano. La idea le había quitado el sueño casi toda la noche, y también el pensar en cuál de sus pacientes sería el próximo.
Por una parte, se moría de ganas de entregarle a Reagan la lista de pacientes que le había pedido la noche anterior para que pudieran protegerlos y así no tener que enfrentarse a ningún otro cadáver. Pero no era ético, y Reagan lo sabía. Tenía que respetar la privacidad de sus pacientes. El hecho de visitar al psiquiatra conllevaba una especie de estigma, y muchos pacientes creían que si alguien llegaba a saber que necesitaban ese tipo de ayuda su vida se vería arruinada.
No podía hacer otra cosa que rezar para que sus vidas no quedaran segadas en lugar de arruinadas. No podía desvelar sus nombres a Reagan, pero sí que podía llamarlos personalmente. Y eso era lo que haría en cuanto cumpliera con su deber en la comisaría. Tenía que someterse a una grabación de voz y firmar una autorización para que intervinieran su teléfono.
La puerta del ascensor se abrió y de él emergió Reagan. Tal como Tess preveía, el corazón le dio un pequeño vuelco. Era increíblemente atractivo. Algo en su arrolladora forma de andar revelaba a un hombre fuerte que no se dejaba intimidar. Tess estaba segura de que así era. El echó un vistazo a la sala mientras se le acercaba. La miró a los ojos. Estaba evaluando sus posibilidades, igual que ella. Luego bajó la vista a la bufanda que llevaba enrollada al cuello y el ánimo de Tess se enfrió. Él lo sabía todo, y eso le molestó.
– Doctora Ciccotelli -la saludó en tono suave-. Gracias por venir.
– Le dije que lo haría. -Recogió sus cosas-. Y siempre cumplo mi palabra. -Lo siguió, y el estómago se le encogió cuando se detuvo frente al ascensor-. Esta mañana no he podido pasar consulta. -Esbozó una sonrisa-. Había periodistas por todas partes. ¿Le importa que subamos por la escalera?
Él bajó la mirada y frunció ligeramente el entrecejo.
– El departamento técnico, donde tienen que grabarle la voz, está en el cuarto piso.
– No importa.
Él suavizó el gesto.
– Entonces subiremos por la escalera.
Cuando hubieron recorrido el primer tramo, él le preguntó:
– ¿Ha llamado a su abogada?
El hecho de que le preocupara tanto que cumpliera su promesa decía mucho de él.
– Sí. -Amy había estado aguardando su llamada y se había disculpado repetidas veces. Pero la conversación había resultado embarazosa y ninguna había propuesto volver a retomar la relación abogada-cliente. Tal vez fuera mejor así. Amy y ella habían tenido que superar muchos contratiempos juntas. Su amistad se había resentido y era demasiado valiosa para ponerla en riesgo. En definitiva, en el mundo había más abogados defensores si al final le hacía falta contratar a alguno-. La llamé en cuanto me libré de los del Bulletin.
Reagan le lanzó una mirada de sorpresa.
– ¿Ha ido a verla Cyrus Bremin?
– La persona que vino no es tan famosa. Se llama Joanna Carmichael.
– Ah, la fotógrafa. ¿Me permite que le lleve el maletín?
Ella negó con la cabeza.
– No, gracias. Así, ¿conoce a Carmichael?
– Personalmente no. Buscamos un poco de información sobre ella cuando vimos el artículo en el periódico ayer por la mañana. Fuimos a su casa para ver si tenía más fotos del suicidio de Adams. -Vaciló un momento y al fin se encogió de hombros-. Vive en el mismo edificio que Cynthia Adams.
– Así que se dio de narices con el notición y al final fue Cy Bremin quien acabó firmando el artículo. No es de extrañar que me pidiera una exclusiva.
– ¿Una exclusiva? -La breve carcajada resonó en la escalera-. Qué loca. -Hizo una mueca-. Lo siento; el comentario no ha sido muy oportuno.
Tess ahogó una risita.
– No se preocupe. Yo le he dicho lo mismo, solo que de forma menos delicada.
– ¿Así que su vocabulario sigue degenerando?
– Creo que utilicé la palabra «vaselina». -Sonrió-. Es probable que me arrepienta.
Llegaron al cuarto piso y él le abrió la puerta para que pasara. En cuatro pasos se plantaron en el estudio de sonido, donde parecía esperarla el reparto al completo. Spinnelli, Patrick Hurst y Murphy aguardaban de pie en la puerta del estudio de grabación mientras dentro Jack hablaba con el técnico.
– Así que solo quedan localidades de pie -dijo en tono liviano, y Spinnelli sonrió-. ¿Dónde está el cartel con mi nombre?
– Hemos querido ceñirnos estrictamente a la normas, Tess. Por tu bien y por el nuestro.
– Y os lo agradezco, Marc. He oído que os han llegado recursos de apelación, Patrick.
Patrick puso mala cara; aunque, de hecho, siempre ponía mala cara. En la época en que llegó a la oficina después de que el fiscal del estado dimitiera del cargo por escándalo público, Tess solía preguntarse qué había hecho para que se ofendiera. Ahora sabía que era su semblante habitual.
– Esta mañana me he encontrado dos más en el fax -se quejó.
– Lo siento, me gustaría poder hacer algo para que todo esto se solucionara. -Tragó saliva-. Por el bien de todos, pero en particular por Cynthia Adams y Avery Winslow. Pero ya sabes que no puedo mostraros la lista de pacientes, Patrick.
Él asintió.
– Y tú sabes que vamos a enviarte una citación para que la presentes como prueba.
– Estoy obligada a negarme.
Patrick se encogió de hombros.
– Así es el juego. Espero que no muera nadie más mientras la conseguimos.
Ella se estremeció. Era un golpe bajo, bien planeado.
– Pues descubramos al culpable antes de que vuelva a la carga.
Spinnelli intervino.
– Suena bien. Ya está todo a punto, Tess. Acabemos cuanto antes.
Jack se asomó por la puerta.
– Sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad, Tess?
Ella respiró hondo.
– Queréis que pronuncie el mensaje del contestador. Ya sé de qué va, Jack.
– Entonces también sabrás que no es una ciencia exacta. Primero compararemos las gráficas impresas y luego le pediremos a nuestro experto que realice un análisis auditivo. También tendrás que emitir toda una serie de sonidos. Es posible que aun así no lleguemos a ninguna conclusión definitiva.
– Creía que vuestro experto era muy bueno -dijo Murphy, con voz tensa.
– Y lo soy. -La voz procedía del interior de la cabina y todos se volvieron a mirar. El hombre que estaba dentro abrió la puerta y se asomó.
– Este es el oficial Dale Burkhardt -lo presentó Jack-. Es mi homólogo del departamento técnico, donde se dedican a investigar y a desarrollar toda clase de artilugios nuevos. Dale supera con creces los requisitos del FBI en cuanto a análisis vocal. Es el mejor experto que hemos tenido nunca.
Los labios de Burkhardt se curvaron ligeramente.
– No te perdonaré la deuda por mucho que me lamas el culo, Jack. -Se volvió hacia Murphy-. En teoría, no existen dos voces idénticas. La voz depende de la cavidad bucal, la garganta y las cuerdas vocales, y también de la articulación durante el habla. A veces resulta difícil detectar a un imitador porque, aunque es improbable que su cavidad bucal tenga las mismas dimensiones que la del sujeto a quien imita, suele haber estudiado la posición de la lengua y de los labios y… también la imita. Si es así, en esos aspectos no se observarán diferencias. Veremos si la reconozco de oídas.
No había mala intención alguna detrás del juego de palabras, y en cualquier otro momento Tess lo habría encontrado gracioso. Pero ese día no le hizo gracia. Del análisis dependían demasiadas cosas.
– Doctora Ciccotelli, si está preparada, empezaremos.
Siguió a Burkhardt al interior de la cabina y se sentó en la silla que él le indicó. Vio una pila de fichas junto a un micrófono instalado en un tablero que iba de punta a punta de la cabina. En la primera ficha se encontraba impreso el mensaje del contestador automático de Cynthia Adams. Con un ligero temblor, Tess la levantó.
– ¿Empezamos? -preguntó.
– Espere a que yo salga. -Se sentó ante el panel de mandos que había frente a la cabina y le hizo señales para que empezara. Ella lo intentó, pero se le quebró la voz y cerró los ojos. Al enfrentarse de nuevo a las horribles palabras se imaginó la cara de Cynthia Adams al oírlas y creerlas por estar bajo los efectos de la droga.
Por el intercomunicador, la voz de Burkhardt sonó carrasposa.
– Vuelva a empezar, doctora. -Se hizo un silencio y el técnico habló de nuevo, esta vez en tono más amable-. Trate de no pensar en la víctima. Trate de pronunciar las palabras igual que en el mensaje, con suavidad.
«Con suavidad.» Tess se irguió y volvió a leer la frase.
– Mejor, pero vuelva a intentarlo. Con más suavidad.
De nuevo Tess leyó las palabras, y al levantar un poco los ojos vio que Aidan Reagan la estaba mirando fijamente. Él asintió y articuló una frase en silencio:
– Lo está haciendo muy bien.
Tess seguía teniendo los nervios a flor de piel, pero el malestar que le atenazaba el estómago se calmó lo suficiente para que pudiera imitar el tono de la llamada antes de pasar a las siguientes fichas, que contenían una serie de palabras elegidas al azar con los sonidos que necesitaban que el emisor pronunciara. Las leyó todas y volvió a empezar la serie. Cada pocos minutos miraba a Reagan, y él siempre asentía. No sonrió, ni volvió a articular palabra. Con todo, hizo que ella se sintiera acompañada al otro lado del cristal.
Por fin terminó. Burkhardt se puso en pie. Su expresión no revelaba nada de nada.
– Gracias, doctora. Ya puede salir.
Tess salió de la cabina. Con férrea voluntad consiguió que no le temblaran las manos ni las rodillas. Pero nadie pronunció palabra. Los hombres observaban la pantalla del ordenador de Burkhardt. Ninguno se atrevía a mirarla a los ojos, hasta que ella no pudo más.
– ¿Y bien?
Jack sacudió la cabeza.
– Se parece mucho, Tess. Muchísimo.
Ella exhaló un lento suspiro. ¿Y qué esperaba? La voz del contestador se parecía tanto a la suya que hasta podría haber engañado a su propia madre.
– Muy bien. ¿Y ahora qué?
La mirada que le dirigió Burkhardt expresaba a la vez respeto y compasión.
– Ni siquiera he empezado con el análisis, doctora Ciccotelli. Ya me imaginaba que las voces se parecerían mucho. No se dé por vencida aún.
Patrick se colocó el abrigo en el brazo.
– Llámame cuando tengas resultados. Estaría bien saber algo al mediodía, he quedado para comer con el juez Doolittle y no me apetece que piense que soy tonto de remate.
Burkhardt dio un resoplido cuando la puerta se cerró detrás de Patrick.
– ¿Al mediodía? Bromea, ¿no?
– No -respondió Spinnelli-. Llegaremos al fondo de la cuestión, Tess. Trata de no preocuparte.
Ella asintió con rigidez.
– Muy bien. -Le resultaría más fácil tratar de no respirar.
Spinnelli salió de allí sacudiendo la cabeza.
– Mierda. Tenía esperanzas de que saliera bien.
Tess se envolvió con su abrigo y asió el maletín.
– Gracias por intentarlo. Firmaré la autorización para que intervengan mi teléfono y les dejaré que sigan trabajando. -Pasó junto a Murphy, que había permanecido mudo durante la prueba. Parecía tan desolado como ella misma y, de pronto, Tess se sintió demasiado cansada para seguir enfadada con él. Se detuvo enfrente, a tan corta distancia que no podía ver bien su rostro-. Lo entiendo, Todd -dijo. Y era cierto-. Aún me duele que no me creyeras, pero lo entiendo. Ante los hechos, probablemente a mí me habría pasado lo mismo.
Al salir oyó que Reagan y Murphy hablaban en voz baja. Luego notó que Reagan la seguía. Supo que era él por el simple sonido de sus pasos y por el aroma de su aftershave.
Se dirigieron en silencio a su puesto de trabajo. Sin pronunciar palabra, él le tendió el impreso de autorización y ella lo examinó. Solo podía pensar en las palabras de Amy. «No seas idiota, Tess.» Estaba renunciando por voluntad propia a su derecho a la intimidad. Pero si la mujer volvía a llamarla, por lo menos tendrían su voz. «Y la verdadera, no una imitación de la mía.» Suponiendo que fuera la misma mujer la que efectuaba todas las llamadas, lo cual a esas alturas parecía lo más probable. Valía la pena correr el riesgo. Se dio prisa en firmar el impreso y, cuando estuvo segura de que su mirada se había serenado, miró a Reagan.
– Gracias. Me ha facilitado las cosas allí dentro.
La sonrisa de él fue breve, pero aun así hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Tess.
– Han sido unos días muy duros, doctora. Yo no hubiera soportado tan bien la presión.
Eso la hizo sonreír.
– Que tenga un buen día, detective. Ya sé dónde está la salida.
Martes, 14 de marzo, 11.55 horas.
Tras pasarse la mañana hablando con empleados de banco, Aidan empezaba a entender a qué se debía la creciente popularidad de los cajeros automáticos. Era cierto que el trato era despersonalizado, pero por lo menos las máquinas eran eficaces y no ponían pegas.
Incluso con una orden judicial, le llevó un buen rato averiguar en qué sucursal tenía Cynthia Adams su caja de seguridad. Al final, una mujer de rostro enjuto apellidada Waller los acompañó hasta la cámara acorazada. A Aidan la mujer le recordaba vagamente a su profesora de álgebra de octavo curso, lo cual no era precisamente agradable.
La señora Waller extrajo una caja de tamaño mediano del casillero y la depositó en una mesa alta.
– ¿Tienen la llave?
Murphy se la mostró.
– Igual salimos con una mano detrás y otra delante -dijo mientras metía la llave en la cerradura y abría la caja-. Certificados de acciones y su testamento. -Se lo entregó a Aidan, quien le echó un rápido vistazo.
– La mayor parte de la herencia es para su hermana.
– Debía de hacer tiempo que no lo revisaba. -Murphy miró a la señora Waller-. ¿Cuándo tuvo acceso a la caja por última vez?
La mujer cruzó sus delgadas manos con un ademán afectado.
– El viernes pasado.
– ¿En serio? -Aidan frunció el entrecejo-. ¿Sacó o metió algo?
– No disponemos de esa información. Garantizamos privacidad a nuestros clientes.
– Estoy un poco cansado de tanta privacidad -gruñó Aidan.
– Entonces me alegro de no tener necesidad de acogerme a la cuarta enmienda. -Murphy agitó un pequeño sobre-. Seguro que guardó algo aquí dentro. -Abrió el sobre por un extremo y, al vaciarlo, en la mesa cayeron dos microcasetes-. Qué pequeños.
– Son de una grabadora -observó Aidan. Su cuñada nunca salía de casa sin su pequeña grabadora-. Kristen siempre anda grabando su voz. Una de las secretarias de la oficina de Patrick tiene un aparato que puede reproducirlos.
Murphy recogió el contenido de la caja.
– Burkhardt también.
– Lo que quieres es saber si ya ha llegado a alguna conclusión acerca de las voces, ¿verdad?
Murphy esbozó una breve sonrisa.
– Se me ha pasado por la cabeza. Vamos a comprarnos algo de comer y luego a ver a Burkhardt para pedirle que nos deje oír esto.
Martes, 14 de marzo, 12.35 horas.
– ¿Acaso piensas darme plantón?
Tess levantó la cabeza del archivador y pestañeó varias veces para ver bien al hombre que aguardaba en la puerta de su despacho. Luego miró el reloj de pared, que tenía tantos años como el catedrático que se había encargado de guiar su tesis, el doctor Harrison Ernst. Los martes siempre quedaban para comer.
– Lo siento, Harrison. He perdido la noción del tiempo. ¿Te importa que hoy no comamos juntos?
Harrison descolgó el abrigo y el bolso de Tess del perchero.
– Pues sí.
– Tengo que terminar de revisar estos informes. -Llevaba horas tratando de deducir cuál de sus pacientes era más fácil de manipular mentalmente y, por tanto, corría más riesgo. Apartó el que tenía entre manos con expresión malhumorada.
– Necesitas descansar, Tess. Tienes un tic en el ojo. Haz caso de un anciano. -Le tomó la mano y la hizo levantarse-. ¿Lo ves? No cuesta tanto como parece.
– Harrison, por favor.
Él echó un vistazo a su mesa de trabajo.
– Estás tratando de deducir quién será el siguiente, ¿verdad?
El tono ligeramente benévolo del hombre le levantó un poco el ánimo.
– Sí, eso hacía.
– ¿Habrías pensado alguna vez que las dos víctimas fueran tan vulnerables?
Tess cerró los ojos y se apoyó en la mano deformada del anciano.
– No más que la mitad del resto de mis pacientes. No veo ningún vínculo obvio, aparte de sus tendencias suicidas, producto de sus respectivos traumas.
– Como la mitad del resto de tus pacientes. ¿Puedo sugerirte otra estrategia?
Mientras, el hombre se las había arreglado para ponerle el abrigo y llevarla hasta el ascensor. Solo tenían que bajar tres plantas, pero Harrison ya no era capaz de hacerlo por la escalera y Tess podía resistir el corto recorrido. Esbozó una sonrisa forzada.
– ¿Tengo alguna opción?
Él soltó una risita y pulsó el botón del aparcamiento.
– No creo. Escucha, Tess, deja de tratar de leer el pensamiento a la gente y dedícate a hacer de psiquiatra.
Las puertas del ascensor se cerraron y el pulso de Tess se aceleró. «Dos plantas más. Una.» Luego las puertas se abrieron y ella respiró hondo sin importarle la humedad y la contaminación del aire.
– ¿Qué quieres decir?
– Si no te hubieran considerado sospechosa y los dos detectives hubieran acudido a ti para pedirte tu opinión, ¿qué habrías hecho?
La ayudó a subir al coche.
– Habría redactado un perfil psicológico -respondió cuando él se sentó al volante.
– Pues hazlo -le sugirió Harrison en tono gentil a la vez que abandonaba la plaza de aparcamiento-. Yo te ayudaré. Ah, te aviso de que hay periodistas en la puerta.
– Lo siento.
Él le dirigió una mirada de reproche.
– Chis. Mira dentro de esa bolsa.
Tess abrió la bolsa de papel marrón situada entre los asientos y no pudo evitar echarse a reír. Dentro había un sombrero de fieltro negro y unas gafas de Groucho con nariz y bigote.
– ¿Es mi disfraz?
Él se aguantó la risa.
– He pensado que te gustaría ir de incógnito.
– ¿Tienes también preparado un pasaporte falso y diez mil dólares?
– No nos vamos a México, Tess. Es solo una comida.
A Tess el gesto le llegó al corazón.
– Escucha, Harrison, ¿te he dicho alguna vez cuánto te quiero?
Él le dio una palmadita en el muslo.
– No, pero me lo imagino. A Eleanor no le gustaría ver que pasas el tiempo martirizándote.
Tess pensó en la mujer que tantas cosas le había enseñado. Eleanor Brigham había sido su mentora y la mejor amiga de Harrison. Ambos se habían iniciado juntos en la profesión hacía veinte años, y Tess sabía que la habían elegido a ella como su heredera natural; sin embargo, hacía tres años que Eleanor había muerto de un derrame cerebral mientras dormía, y ella todavía no lo había aceptado.
– La echo de menos, me gustaría que estuviera aquí. Aunque estoy muy contenta de tenerte a ti.
Él se incorporó al tráfico sin prestar la mínima atención a los periodistas que trataban de detenerlos.
– La verdad es que últimamente no soporto los medios de comunicación.
– Te entiendo. ¿Quién puede ser este monstruo, Harrison?
– Tú me lo dirás. Conoces mejor los hechos que yo.
– No lo sé todo ni mucho menos, el detective Reagan se reserva mucha información. -Se echó hacia atrás en el asiento y se mordió el labio-. Aunque sé lo suficiente para formarme una idea. Es alguien a quien le gusta controlar las situaciones, detallista y con dotes dramáticas, capaz de reconocer a las personas vulnerables y aprovecharse de ellas sin pensarlo dos veces. Tiene acceso a mi lista de pacientes y a los archivos de la policía.
– ¿Hombre o mujer?
– No lo sé. La persona que me ha llamado dos veces es sin duda una mujer. Y también la que imita mi voz.
La rápida mirada de él denotaba estupor.
– ¿Alguien ha imitado tu voz?
– Dejó un mensaje en el contestador automático de Cynthia Adams. Esta mañana he ido a la comisaría para que me grabaran a mí con la esperanza de que eso me excluya de la investigación, pero por ahora no da la impresión de que vaya a ser así.
– Quienquiera que haya planeado todo esto, lo ha hecho muy bien.
– Eso parece.
– ¿Cómo ha podido tener acceso a tu lista de pacientes?
– He pensado mucho en eso. Una cosa que Winslow y Adams tenían en común es que acudieron a la consulta por medio del hospital, después de ingresar por intento de suicidio. Pero a la mitad de mis pacientes les ocurre lo mismo.
– Seguro que en el hospital guardan una copia del volante junto con el historial.
– Sí, seguramente. Los historiales son privados, secretos, como los nuestros. Pero… -Se encogió de hombros.
– ¿Estás segura de que nadie ha tenido acceso a tu archivo?
– También he pensado en eso. Todo está en su sitio, y a los ficheros electrónicos solo hemos accedido Denise y yo.
Él frunció el entrecejo.
– Denise lleva con nosotros en el consultorio cinco años, igual que tú.
Tess exhaló un suspiro. Nunca se había sentido a gusto con Denise, pero Harrison le tenía cariño.
– Ya lo sé. Además, quienquiera que haya sido tiene también acceso al archivo de la policía. Sabía lo de la hermana de Cynthia, tenía copias de las fotos de su muerte, y también de la del bebé de Winslow. Te aseguro que en mi archivo no aparece nada de todo eso. En el piso de Cynthia había lirios, y yo no tenía ni idea de lo que significaban.
– ¿Así que esa persona se ha metido a un policía en el bolsillo?
– O él mismo es policía.
Harrison respiró hondo al entrar en el aparcamiento del restaurante.
– ¿Un caso de venganza?
– El detective Reagan opina que es una posibilidad.
Harrison estacionó.
– Así que nos enfrentamos a un sociópata organizado y artista dramático.
– Con conocimientos médicos.
– Ah, qué interesante.
Tess pensó en lo trágicas que resultaban las dos muertes. Las víctimas habían acabado suicidándose después de luchar con todas sus fuerzas por evitarlo. Eso implicaba un grado de crueldad más allá de la mera violencia.
– Y no le gusta ensuciarse las manos.
– Y tú lo pones caliente.
Tess abrió los ojos como platos ante el tono ordinario tan poco habitual en Harrison.
– Harrison.
Él no dijo nada y se encogió de hombros.
– Es lo que me parece.
– Creo que ya tiene un perfil incipiente, doctor -dijo ella con una sonrisa-. Y yo tengo debilidad por el estofado de cerdo.
Si el tráfico que saturaba Chicago al mediodía tenía algo de bueno era que ningún coche podía superar la velocidad de una bicicleta -pensó Joanna mientras retiraba la tapa del objetivo de su cámara. Montada en su bicicleta, tomó diez buenas fotografías de la doctora Ciccotelli y su acompañante.
Después de seguir de cerca a Ciccotelli durante un día entero la tarjeta de memoria de la cámara estaba casi llena y el insecticida, a punto.