Domingo, 12 de marzo, 14.43 horas.
Era sencillamente increíble. Sin embargo, era cierto. «Y me está ocurriendo a mí.»
Cynthia estaba muerta. «Y yo estoy en el lado equivocado del cristal, y por primera vez en toda mi vida necesito un abogado que me defienda.» No tenía más que una opción, solo había un abogado en quien Tess confiara lo bastante como para avisarlo. Su mejor amiga, Amy, se dedicaba al derecho civil, pero Tess sabía que de vez en cuando realizaba trabajos voluntarios en el tribunal penal. ¿Dónde coño se habría metido? El Blue Lemon se encontraba a menos de veinte minutos de la comisaría de policía, sin embargo Tess estaba convencida de que llevaba allí sola el doble de tiempo. Aguardaba mientras iban pasando los minutos. Aun así hizo caso omiso de la necesidad imperiosa de mirar el reloj y mantuvo la mirada fija hacia el frente.
La estaban observando desde el otro lado del cristal; estaba tan segura de eso como de que el rostro que veía reflejado en el espejo era el suyo propio. Todd Murphy y el gilipollas arrogante que ahora tenía por compañero, con su cara de cemento armado y sus ojos azules de mirada fría. Ella no rompió el contacto visual, no apartó la mirada. «Deja que ese hijo de puta te observe, que se estruje los sesos.»
Pensaban que había sido ella quien había impulsado a Cynthia Adams a quitarse la vida; de verdad lo pensaban. La idea la dejó hecha polvo y a la vez furiosa.
Murphy también lo creía así. El corazón se le encogió mientras sus ojos permanecían fijos en su propio reflejo y, por ende, en los policías que se encontraban tras el cristal. Seguro que Reagan esperaba que diera rienda suelta a la agresividad ante semejante prueba. Pero ¿y Todd Murphy? Con solo pensar que la creía capaz de hacer una cosa así se sentía… herida.
Eran amigos. Una falta de confianza semejante… sería irreparable. Lo sabía por propia experiencia. La confianza era un bien escaso, solo los idiotas la depositaban en alguien a ciegas. Y solo los más idiotas aún trataban de restituirla cuando se desmoronaba. Pero Tess Ciccotelli no tenía un pelo de idiota.
«Además, aún no me he desmoronado.» Miró hacia el cristal con los ojos entrecerrados mientras se imaginaba a Reagan de pie al otro lado, con los brazos cruzados sobre sus anchos pectorales. La estaría mirando con el entrecejo fruncido. Había sabido sacar partido a su estatura, inclinando el cuerpo hacia ella y escrutándola mientras ponía en marcha aquel puto magnetofón. Tess había supuesto que trataría de intimidarla, y así había sido, aunque no lo había logrado.
No obstante, sí que había conseguido desconcertarla; era capaz de admitirlo sin problemas. Eso de oír su propia voz diciendo cosas tan soeces, de saber que habían encontrado sus huellas en instrumentos que habían servido para torturar mentalmente a Cynthia… En el fondo, seguía sin poder creerlo. Pero la oleada de rabia superó el desconcierto y le devolvió el sentido común.
Todo aquello era obra de alguien, de la persona que había perpetrado nada más y nada menos que el asesinato de Cynthia Adams. «Y quienquiera que haya sido me ha tendido una trampa.»
Y lo había hecho con suma destreza, eso también era capaz de admitirlo. Ella no había entrado nunca en casa de Cynthia y no había tocado sus pertenencias. Tampoco había llegado nunca a tocar sus botes de medicamentos, ni le había enviado regalos que la abocaran a un final semejante. Sin embargo, habían encontrado sus huellas, así como un mensaje con su voz.
Reagan iba muy en serio. Creía que era ella quien había hecho una cosa tan terrible y vil. No había llegado a acusarla verbalmente, pero sus ojos decían todo lo que no había expresado con palabras.
Y, al hacerlo, había actuado en defensa de Cynthia Adams.
El quedo suspiro de Tess resultó atronador en la silenciosa sala. Aidan Reagan había salido en defensa de Cynthia Adams a pesar de haber visto su cuerpo sin vida tendido en la calle. «¿Qué clase de doctora es?», la había increpado. La ira que había mostrado la noche anterior escondía angustia. Se preocupaba por Cynthia, y en cambio creía que ella no lo hacía. Era un buen hombre, había dicho Murphy. Y un buen policía.
Tess esperaba de veras que así fuera. Esperaba que fuera la clase de policía que sabía ver más allá de lo que parecía una obviedad incuestionable, que fuera capaz de superar sus propias ideas preconcebidas acerca del tipo de doctora que era.
La ira de Tess se había aplacado lo suficiente para permitirle concentrarse. Dejó de mirar el espejo y se fijó en las fotografías que Reagan había dispuesto convenientemente en la mesa. Era probable que esperara que ella se derrumbara bajo el peso de su propia culpa y que confesara lo que había hecho.
«Pues lo siento, detective. Hoy no va a ser así.» Tess tomó la fotografía que Murphy había encontrado en el suelo del piso de Cynthia, la última que la chica había recibido en el momento más oportuno. Por supuesto, Cynthia le había contado lo del suicidio de su hermana. Habían hablado de ello muchas veces. Melanie había amenazado con suicidarse, pero Cynthia no acababa de creerse que lo llevara a cabo. Sin embargo, ese día hacía justamente un año que Cynthia había ido al piso de Melanie para recogerlas; iban a cenar y a celebrar su cumpleaños, y al entrar la había encontrado muerta. Se había colgado de una soga y tenía una nota prendida en la blusa blanca. Tess se acercó la fotografía y la inclinó un poco para evitar que las luces del techo se reflejaran en el brillante papel.
Ah, allí estaba la nota prendida en la blusa de Melanie. Eso quería decir que habían tomado la fotografía antes de que la policía descolgara el cadáver, dedujo Tess. Pero ¿quién había sido? ¿La misma policía? No parecía una de esas fotos. ¿La propia Cynthia? Era poco probable. En el informe ponía que cuando la policía llegó al escenario la encontraron en plena crisis nerviosa. ¿La propia Melanie, a modo de escarnio póstumo? Podría ser, sobre todo teniendo en cuenta que había insistido mucho en la hora a la que Cynthia debía presentarse en su casa aquella noche. Parecía haber planeado que su hermana la encontrara en aquel estado, así que no sería de extrañar que hubiera preparado una cámara para que esta disparara una fotografía momentos después de su muerte.
Pero ¿quién se habría apoderado de aquella foto? ¿Quién podía saber tantas cosas acerca del pasado de Cynthia? La chica había sido muy clara al decirle que quería absoluta confidencialidad, pues le preocupaba que la noticia de su obsesión por el sexo se filtrara y acabara costándole su puesto de trabajo en una asesoría financiera de prestigio. Cynthia no habría compartido aquella información por voluntad propia.
¿Quién podía desear que Cynthia muriera? ¿Y por qué? No obstante, la pregunta que más la obsesionaba seguía rondándole por la mente.
– ¿Por qué me utilizan? -musitó.
Tess exhaló un suspiro y cedió a las ganas de mirar el reloj. Llevaba esperando sola sesenta y tres minutos. Mierda. ¿Dónde se había metido Amy?
Aidan se encontraba al otro lado del cristal, observándola. Tras un primer momento de estupor, Tess había recobrado la compostura y no había vuelto a perderla.
La puerta que había detrás de él se abrió y volvió a cerrarse. Aidan notó un suave aroma a canela y un penetrante olor a tabaco. Pobre Murphy. Se había pasado los cuatro meses que llevaban trabajando juntos masticando chicle de canela para dejar de fumar y ahora parecía que la presión de las últimas horas había echado por tierra su esfuerzo.
– Joder, Murphy, ¿te has fumado todo el paquete?
– La mitad. -Murphy carraspeó fuerte-. ¿Cómo está?
– Parece haberlo asimilado bastante bien.
Llevaba prácticamente una hora mirando al espejo con un aire entre impasible y retador. Él podría haberla dejado marchar; en realidad, debería haberlo hecho y lo sabía. No tenían suficientes pruebas para retenerla, eso estaba más que claro. Sin embargo se limitó a permanecer allí, petrificado.
La observaba mientras ella lo observaba a él.
La chica lo atraía, tenía que reconocerlo. No creía que hubiera un hombre vivo capaz de mirar aquel rostro y aquel cuerpo y no sentirse atraído, y Aidan estaba lleno de vida. Con todo, su reacción se debía a algo más que a su aspecto exterior. Su forma de esperar denotaba sobria dignidad.
«Es psiquiatra», se dijo. Estaba acostumbrada a ocultar sus emociones, a guardar silencio durante largo rato. Igual que los policías. Tenía algo en común con la doctora Tess Ciccotelli, y eso no le hacía ninguna gracia.
Al otro lado del cristal observó un repentino movimiento: Tess suspiró y por un brevísimo instante sus hombros se hundieron. Bajó la vista a las fotografías que él había dispuesto sobre la mesa y tranquilamente dejó a un lado las que correspondían al cadáver empalado de Cynthia Adams tomadas por la policía. Luego se acercó la foto del ahorcamiento de la hermana de Cynthia para examinarla mejor, y al hacerlo sus cejas morenas se unieron en el centro.
– ¿Por qué me utilizan? -murmuró en tono tan quedo que Aidan apenas pudo oírla.
– Es una buena pregunta -musitó él a modo de respuesta.
– Sabes que no ha sido ella -dijo Murphy en voz baja.
Aidan se mordió la parte interior de la mejilla.
– De momento no sé nada de nada, Murphy. Y tú tampoco. De todos modos, te agradeceré que me permitas llegar a mis propias conclusiones. Podrías haber hecho uso de tu autoridad y dejar que se fuera. -Probablemente Aidan así lo habría hecho de haber sido él el experimentado y Murphy el novato-. ¿Por qué no la has dejado marchar?
Murphy exhaló un suspiro.
– Tal vez porque no estaba del todo seguro, a pesar de la cara que ha puesto cuando le has hecho escuchar la cinta. Está enfadada con los dos pero yo la he defraudado y no será fácil que me perdone. ¿Qué le pasa a su abogada? ¿Es que viene de otro planeta?
– Calculaba que habría llegado hace media hora. Se llama Amy Miller. -Murphy dio un respingo apenas perceptible-. ¿La conoces?
– La vi en una ocasión -se limitó a responder Murphy-. No he trabajado nunca con ella.
Aidan volvió a prestar atención a Ciccotelli, concentrada en examinar una a una las fotos. Había dejado las fotografías en la sala expresamente por si eso la hacía derrumbarse, pero ya se imaginaba que no sería así.
– Tengo que admitir que no tiene pinta de asesina, Murphy. Pero también es posible que su cara de horror se debiera a que la hemos descubierto.
– ¿Eso crees?
– No. Me parece que es demasiado lista para eso. De hecho, es demasiado lista para ser culpable, pero las pruebas indican otra cosa y no podemos pasarlas por alto. ¿Qué diría el fiscal del estado?
Murphy se había ausentado con la excusa de ir a avisar a Patrick Hurst, el fiscal del estado, aunque Aidan sospechaba que la verdadera razón era que necesitaba librarse de la despiadada mirada de Tess Ciccotelli. Y fumarse medio paquete de tabaco.
– Se ha quedado hecho polvo. -Murphy soltó una risa amarga-. Patrick también la conoce y no puede creer lo que está ocurriendo. Dice que quiere que le demos razones más convincentes; de hecho, quiere más pruebas del homicidio.
Aidan frunció el entrecejo.
– Hay una mujer muerta. ¿Desde cuándo eso no es un homicidio?
La puerta que había detrás de ellos se abrió y notaron una brisa y el embriagador aroma de un perfume caro antes de ver a una treintañera con un traje chaqueta azul marino de aspecto profesional. Llevaba el pelo rubio pulcramente recogido en un moño y en sus orejas brillaban unos pequeños diamantes. La mirada de sus ojos verdes era dura y el gesto de su boca, serio, lo que en conjunto le confería un aspecto adusto.
– Puesto que nadie la empujó, no hay homicidio que valga -espetó-. Soy Amy Miller, la abogada de la doctora Ciccotelli, y voy a llevármela de aquí ahora mismo. -Entonces se detuvo ante Murphy y lo miró con extrañeza.
– Me parece que ya nos conocemos.
Murphy hizo un gesto de asentimiento.
– Soy el detective Murphy. Este es mi compañero, el detective Reagan. Coincidimos en el hospital el año pasado, señorita Miller.
Ella entrecerró los ojos tratando de recordar y enseguida los abrió de golpe.
– Estaba sentado junto a su cama. -Sacudió la cabeza con gesto de incredulidad-. Usted conoce a Tess. ¿Cómo puede creer que tiene algo que ver en todo esto? Debería darle vergüenza. No entiendo por qué no se dedican a descubrir quién impulsó a esa mujer a arrojarse por el balcón, porque les aseguro que no fue Tess Ciccotelli. Ahora si me disculpan, me gustaría hablar con mi cliente. -Posó la mirada en el interruptor de la pared-. En privado.
Murphy desconectó el micrófono.
– ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? -murmuró con aire sarcástico-. Lo único que tenemos que hacer es encontrar al auténtico asesino. Joder.
Aidan observó a Miller sentarse a un extremo de la mesa y vio que Ciccotelli daba golpecitos en su reloj de pulsera; sus ojos oscuros echaban chispas. Luego se volvió hacia Murphy; quería que su compañero le explicara qué hacía él en el hospital, en la habitación de Ciccotelli, pero este se limitó a sacudir la cabeza con desaliento.
– Ahora no. Me voy a casa a dormir un rato. Mañana iremos a ver qué hay en la caja de seguridad y haremos algunas indagaciones para averiguar quién podía desear la muerte de Cynthia Adams.
Aidan se quedó un momento más observando a Ciccotelli y a su abogada. Miller estaba hablando, formulaba preguntas, pero Ciccotelli se limitaba a mirar el espejo. Miller se volvió hacia atrás y se colocó de modo que Aidan no pudiera ver nada. Era lógico que una abogada defendiera a su cliente. Eso no le extrañaba, pero sí el que aparentemente Murphy tuviera con Tess una relación mucho más estrecha de lo que estaba dispuesto a admitir. Aidan se preguntó si estarían liados. Nunca había oído una palabra acerca de la vida amorosa de Murphy; que él supiera, no salía, ni había salido, con ninguna chica.
Sí, era posible que estuvieran liados. La idea le afectó. A pesar de su apariencia relajada, Murphy se preocupaba mucho por la gente, por las víctimas a quienes representaba. «Del agua mansa líbreme Dios», solía decir la madre de Aidan. Era posible que algunas mujeres encontraran aquella mansedumbre… atractiva.
Aidan apretó los dientes mientras observaba a Ciccotelli recoger las fotos y hacer con ellas un pulcro montón. Trató de imaginarse cómo encajarían todas aquellas curvas en las manos de un hombre, en las de su compañero. La idea no le gustó nada.
La observó recoger sus cosas y salir de la sala, acompañada por su abogada. A ella no pareció sorprenderle encontrarlo todavía allí fuera. Eso tampoco le gustó.
– Detective -dijo con tanta serenidad como la noche anterior-, sé que estuvo en el juicio de Green y también sé lo que piensa de mí. En estos momentos, intentar convencerlo de que está equivocado no serviría de nada.
La templanza de su voz hizo que se le erizara el vello del pescuezo. Él sostuvo la mirada y asintió.
– Debo reconocer que tiene razón, doctora Ciccotelli. No serviría de nada. Tenemos que tener en cuenta las pruebas que hemos encontrado; tenemos que hacerlo por Cynthia Adams.
– Vámonos, Tess. -La abogada la tomó del brazo.
– No, Amy, espera. -Apartó la vista un momento y luego volvió a mirarlo con ojos penetrantes y… tristes. Eso le afectó, pero solo un poco-. Detective Reagan, alguien quería que Cynthia muriera y no soy yo. Por favor. -Luego, hizo una cosa inesperada. Aferró su brazo y lo sacudió. Aidan notó que su corazón se disparaba y de pronto tuvo la sensación de que en la sala faltaba aire. Pero no podía apartar la vista de los oscuros ojos de ella-. Descubra quién lo hizo -susurró con vehemencia-. Me han utilizado para hacer daño a una paciente mía. Cynthia murió convencida de que había perdido la razón y de que yo la había dejado en la estacada. Sé lo que piensa de mí, pero ayer se preocupó por ella. Por favor, consiga que el culpable pague por lo que hizo.
Luego retiró la mano y salió; y él se quedó mirando cómo se marchaba, pensativo.
Domingo, 12 de marzo, 15.30 horas.
«Un minuto más.» El timbre del ascensor sonó y antes de que las puertas se abrieran del todo, Tess se coló entre ambas y salió al vestíbulo de la comisaría de policía con la respiración agitada. Amy la seguía sin tantas prisas. Verse encerrada en un claustrofóbico ascensor era lo que le faltaba en un día de mierda como aquel. Tess dirigió la vista hacia las puertas acristaladas que daban a la calle. «Un minuto más.» Un minuto más y estaría fuera de la comisaría, y…
Y seguiría encontrándose en una situación insólita. Tess apartó la mano que Amy le ofrecía y embutió las manos en los bolsillos de su abrigo sin dejar de caminar.
– ¿Me estás diciendo que me has tenido una hora entera esperando en esa sala porque querías pasar por casa para cambiarte de ropa? -le gritó enfadada.
Amy arqueó una ceja y se las arregló para mostrarse al mismo tiempo digna y ofendida.
– Me ha parecido más apropiado acudir vestida como una profesional que como una putilla.
Tess se abotonó el abrigo con movimientos bruscos.
– Yo no parezco ninguna putilla -soltó entre dientes, y al ver que Amy esbozaba una sonrisa ladeada comprendió que su amiga había conseguido lo que pretendía. Durante unos segundos había dejado de pensar en aquella sala inhóspita con el cristal de efecto espejo y en la mirada acusatoria de Aidan Reagan. Y en que Cynthia Adams yacía en la morgue. Incluso se había olvidado de que sus huellas habían aparecido en un lugar en el que no había estado nunca. Soltó un suspiro de exasperación-. Lo que pasa es que te da rabia que viera la chaqueta roja antes que tú.
Amy soltó una risita.
– Tienes razón. ¿Es de Macy’s?
– De Marshall Fields. Tenía un sesenta por ciento de descuento.
La expresión de Amy se tornó cautelosa.
– ¿Me la prestarás?
– Claro, ¿por qué no? Te la cambio por tu jersey negro.
Tess pasó frente al mostrador de la entrada e hizo caso omiso de la franca mirada de curiosidad del oficial. Había llegado acompañada por dos serios detectives y se marchaba con una conocida abogada defensora. Joder. No hacía falta ser un genio para atar cabos. Antes de que finalizara el turno la noticia habría llegado a oídos de todos los policías del distrito, y sabía que ninguno derramaría una sola lágrima. Al contrario, felicitarían a Reagan y a Murphy por darle a aquella medicucha su merecido.
Amy la tomó suavemente por el hombro y la empujó hacia la puerta principal.
– ¿Mi nuevo jersey de cachemir? -preguntó, pero el tono jovial de su voz sonaba forzado y Tess se dio cuenta de que solo le seguía la corriente por si alguien las estaba escuchando-. Tú tienes las tetas más grandes y me lo ensancharías.
El hecho de notar que su mejor amiga se esforzaba por mostrarse alegre solo sirvió para que Tess se abatiera más. La situación era muy seria. Cuando todo se supiera su reputación como psiquiatra se vería afectada, y eso perjudicaría a su trabajo y a sus pacientes. De que acabaría sabiéndose, no le cabía la menor duda. No existía un solo policía de la zona a quien el hecho de ver que su práctica profesional se iba a pique no le hiciera dar saltos de alegría. Después de lo de Harold Green se habían encargado de que no le renovaran el contrato que tenía con el fiscal del estado. Si llegaban a acusarla y a juzgarla, sería la guinda del pastel.
– No seas egoísta, Amy -dijo Tess en tono irónico-. Tu jersey, aparte de ser calentito, hará conjunto con las rayas negras del traje de presidiaria. Gracias a Dios, por lo menos estilizan.
– Cállate, Tess -masculló Amy-. Ahora te parece difícil, pero conseguiremos que todo salga bien, ya lo verás. Lo primero que tienes que hacer es comer; porque hoy no has comido, ¿verdad?
– No. -Murphy se había ofrecido a llevarle un sándwich mientras esperaba a Amy pero ella lo había rehusado. Tenía el estómago demasiado revuelto para comer algo, y, de todos modos, no habría aceptado ayuda de Todd Murphy. No lo haría nunca más.
– Bueno, iremos a mi casa y te prepararé un poco de sopa.
Al pensar en la sopa de Amy volvió a revolvérsele el estómago.
– No, gracias. Llévame a casa, estoy bien.
Amy se mordió el labio.
– Tess, si no comes, volverás a caer enferma.
Tess notó que se le alteraba la sangre y se refrenó. Amy lo decía por su bien, siempre hacía las cosas por su bien.
– Comeré, te lo prometo, pero deja el tema ya.
– ¿Doctora? ¿Doctora Ciccotelli?
Tess se detuvo, no porque quisiera hablar con la mujer que la había llamado por su nombre, sino porque esta se plantó en medio de la puerta acristalada y le impidió el paso. Era joven, de unos veinticinco años. Tenía aspecto de aplicada con sus grandes ojos grises y las pequeñas gafas. Una larga trenza rubia le colgaba por el hombro y un pequeño hoyuelo dividía su mentón. Por su acento se deducía que era del sur y por su mirada, que era periodista. «Ya estamos», pensó Tess, y se preguntó cuál de los policías de la comisaría había dejado de lado su aversión por los periodistas y le había echado aquella piraña.
– Me llamo Joanna Carmichael. Me encargo de escribir sobre el caso de Adams en el Bulletin. Usted estuvo ayer en el escenario de su muerte, llegó justo después de medianoche. ¿Coincide con la policía en que el suicidio de la señorita Adams fue provocado?
El brazo de Amy se interpuso entre la periodista y Tess.
– No haremos ningún comentario -gruñó su amiga-. Haga el favor de apartarse, ahora mismo.
Tess observó pensativa los ojos de la joven y tomó una decisión al instante. Joanna Carmichael no sabía que la habían interrogado; de haberlo sabido, habría formulado la pregunta de otro modo. No veía nada malo en contar con una portavoz para cuando todo saliera a la luz.
– Déme una tarjeta -le pidió-. Si tengo algo que explicar, la llamaré.
Carmichael hurgó en su bolsillo y sacó una tarjeta.
– Gracias.
Una vez en la calle, Tess respiró hondo el aire fresco. El gris del cielo era casi igual al de los ojos de la periodista. Al pensar en ellos le vinieron a la mente los de Aidan Reagan, de un azul intenso y mirada acusatoria.
Era libre. En ningún momento, mientras había permanecido en la sala de interrogatorios, se había permitido pensar que podría no serlo. Había encauzado sus emociones transformándolas en la fría furia que la había ayudado a resistir durante el tiempo que había estado allí sabiendo que Reagan la observaba desde el otro lado del cristal. Era mejor sentir ira que miedo. Sin embargo, ahora que se encontraba al aire libre el pánico la atenazó e hizo que un escalofrío recorriera su rígida espalda.
La pesadilla no había terminado aún. Ni mucho menos.
– Necesito irme a casa -musitó. «Tengo trabajo.»