Martes, 14 de marzo, 23.55 horas.
Tess veía pasar las blancas líneas discontinuas de la carretera. Reagan no la estaba llevando a un hotel, a menos que este estuviera fuera de la ciudad. La estaba llevando a casa; a su casa.
La casa con la cenefa de patitos en el baño y el suelo del garaje tapizado de piezas mecánicas. Podría haberle pedido que la acompañara a un hotel, pero no se veía con ánimos. Debería darle las gracias, y lo haría, cuando el tremendo peso que notaba en el pecho dejara de oprimirle y le permitiera respirar.
Harrison ya no estaba. El que, junto con Eleanor, le había enseñado tantas cosas. Le debía mucho. Ella no tenía la culpa de lo que había ocurrido y lo sabía. Y sabía también que la mirada acusadora de los hijos de su colega era una reacción lógica ante la tristeza y el dolor que sentían. Sin embargo, esas miradas se le habían clavado en el corazón como si fueran puñales, y eso junto con otras tres amenazas de muerte en su contestador… Al ponerse en pie estaba medio mareada. Salió sola del hospital, paró un taxi y se dirigió al primer sitio que se le ocurrió. A ver a Aidan Reagan.
Menuda tontería, salir sola del hospital. Si acudir junto a Aidan también lo era aún estaba por ver. Wallace Clayborn podría haberla estado esperando en la puerta, aguardando la oportunidad de matarla igual que había matado a Harrison. Cuanto más pensaba en ello, más segura estaba de que él era el hombre a quien Harrison había visto. Tess recordó cómo Clayborn se había sentado frente a ella en la consulta con los ojos clavados en sus manos y una mezcla de orgullo y temor en la mirada. Su arma eran sus propias manos, y las había utilizado para asesinar a Harrison Ernst.
– ¿Ha encontrado Jack alguna huella? -le preguntó con voz desanimada.
Él la miró perplejo.
– Creía que estabas durmiendo.
– No, de momento no duermo. -Ni luego tampoco. En su interior bullían demasiadas cosas. Pesadumbre. Miedo. Furia. Odio-. ¿Ha encontrado huellas o no?
– Cuando nos hemos marchado aún estaba comparando las huellas con el AFIS.
Tess miró por la ventanilla. Trataba de pensar en el compromiso que tenía con sus pacientes. Con Harrison. Consigo misma. Pero a su mente solo acudía la imagen de Harrison desangrándose; y Flo y sus hijos llorando.
– Llama a Jack. -Tragó saliva-. Pregúntale si ya ha dado con el nombre, por favor.
Sin decir nada, Reagan se sacó el teléfono del bolsillo y marcó el número de Jack.
– Jack, soy Aidan… No, está bien. Quiere saber si has averiguado el nombre de la persona con el AFIS. -Hubo una pequeña pausa-. La lista se ha reducido a cincuenta. ¿Qué quieres hacer, Tess?
Ella hervía de odio; se estaba consumiendo.
– ¿Alguno empieza por ce?
Aidan se lo preguntó a Jack.
– Sí -respondió a Tess-. Tres.
La impotencia la atenazaba. Sería muy fácil pronunciar el nombre en voz alta: Wallace Clayborn. Pero si no coincidía con ninguno de los de la lista, habría revelado sin motivo la identidad de un paciente; de un hombre inocente. Aidan no se lo diría a nadie. «Pero yo sabré que se lo he dicho, y él también.» De repente, eso se le antojó más importante que aplacar su ira. Apoyó la cabeza en el frío cristal; estaba agotada.
– Lo siento. No creáis que estoy jugando con vosotros pero ¿podría decirme qué nombres son?
Reagan preguntó los nombres a Jack y los repitió en voz alta.
– Camden, Clayborn y…
– Sí. -Se sentía tan aliviada que la cabeza le daba vueltas. Levantó la mano-. Clayborn. Wallace Clayborn.
– Es Clayborn, Jack -dijo Reagan-. Díselo a Spinnelli. Tiene a un equipo a punto.
Tess oyó el ruido que hizo Aidan al cerrar de golpe el móvil y apartarlo.
– ¿Aidan? -Notó que la voz le temblaba, pero le daba igual.
Él introdujo la mano bajo su pelo, le rodeó con ella la nuca y se la masajeó como la otra vez.
– No te preocupes, Tess. Entendemos que no pudieras decirnos el nombre así como así. Spinnelli enviará de inmediato a alguien a buscarlo.
Ella se estremeció en su asiento. Su tacto le resultaba muy agradable, muy necesario.
– Quiero que os aseguréis de que el examen psiquiátrico lo haga Paul Duncan. Ese cabrón de Clayborn intentará escudarse en la locura, pero no está loco. Simplemente es un rastrero. Paul se encargará de que el jurado vea la diferencia.
– Lo dices porque quieres que pague por lo que hizo, Tess -dijo Aidan con suavidad-. Es normal.
– No, no quiero que pague por lo que hizo -repuso ella con fiereza-, quiero que muera. Pero sé que eso no pasará. No lo considerarán homicidio en primer grado. -El pulgar de Aidan dio con el nervio que estaba tenso y lo presionó suavemente-. Quiero que Wallace Clayborn se pudra en la cárcel hasta que sea viejo -dijo con un sollozo incipiente-. A lo mejor entonces algún cabrón que se encuentre por la calle hace con él lo mismo que él ha hecho hoy con Harrison.
El coche aminoró la marcha y luego se detuvo. Aidan retiró la mano y Tess tuvo que morderse la lengua para evitar suplicarle que volviera a ponerla donde estaba. El frío viento la azotó al apearse del vehículo. Levantó la vista y notó que la opresión del pecho había disminuido, aunque solo un poco. Estaban en el garaje y él rodeaba el coche para abrirle la puerta. Sin pronunciar palabra la ayudó a ponerse en pie y la acogió en sus brazos.
A salvo. Se sentía a salvo y protegida como en ningún momento durante el último año. No; ni siquiera entonces. Phillip nunca la había hecho sentir así.
«No durará mucho.» Los pensamientos realistas resultaban deprimentes en una noche en la que no era capaz de soportar más disgustos. Por eso los apartó de su mente y respiró hondo, deleitándose con el aroma de la piel de Aidan como no había podido hacer la otra vez por estar demasiado ocupada en sentir los labios de él contra los propios.
Ahora aquellos labios le besaban el pelo, las sienes, y ella lo rodeó con los brazos y lo estrechó. Oyó en su pecho el latido regular de su corazón y se quedó escuchándolo. Él la dejó hacerlo y la abrazó hasta que la tempestad hubo amainado en su interior.
Aún estaba furiosa, y dolida, pero aquellas emociones ya no la asfixiaban.
– Gracias.
Él la abrazó más fuerte.
– De nada.
Aidan le alzó la barbilla para que lo mirara.
– Te acompañaré a un hotel si es lo que quieres.
Pero no quería, aunque tampoco quería que él se hiciera ilusiones acerca de lo que pasaría entre ellos.
– Si me quedo, ¿dónde dormiré?
Él esbozó una sonrisa ladeada.
– En mi cama. Yo me quedaré en el sofá. Es un sofá cama. -Se puso serio y le acarició el labio inferior con el pulgar. Ella notó que un escalofrío le recorría la espalda, a pesar de la gravedad de la expresión de él-. Tess, ya no llamarán más a los periodistas ni a tus pacientes; por lo menos no lo harán imitando tu voz.
– ¿Por qué?
– La mujer que se hacía pasar por ti ha muerto.
Ella abrió mucho los ojos.
– ¿Estás seguro?
– Estamos completamente seguros de que ha muerto, y bastante de que era ella quien se hacía pasar por ti. Te lo digo porque no quiero que te preocupes; ni tampoco quiero que te quedes aquí porque pienses que alguien dará motivos a esos cabrones para que cumplan sus amenazas.
– Te lo agradezco. -Y de verdad le estaba agradecida. Aidan Reagan le había demostrado su honradez en muchas ocasiones.
– Pero sigo deseándote -añadió, y Tess tomó aire al notar que el placer la invadía, un placer femenino-. No quiero que te quedes aquí sin tener eso claro.
– Yo… -«No puedo respirar»-. Lo tengo claro. Gracias por tu hospitalidad.
Él sonrió de repente, y el gesto alegró a Tess.
– La doctora tiene muchas cosas que aprender -la provocó.
El estómago de Tess hizo un ruido que la cogió desprevenida.
– La doctora tiene hambre.
– Yo también. -La soltó, pero mantuvo la mano en su cintura al guiarla hacia la puerta. Ella entendió que ya no se trataba solo de un gesto de apoyo. El gesto denotaba intimidad, y le gustaba-. Me parece recordar algo de la conversación que hemos tenido antes. -Señaló la motocicleta y ella notó que le ardían las mejillas.
– Yo la recuerdo casi toda, detective.
Él se detuvo en seco, tenía el entrecejo fruncido.
– Eso no me gusta.
– ¿El qué?
– Que me llames «detective». Mi nombre es Aidan.
Tess comprendió su enfado, consciente de que él había empezado a llamarla por su nombre de pila mucho antes de que ella hiciera lo mismo con él. Era una forma de conservar intacto su muro de defensa. Pero ahora el muro se había derrumbado, fuera por obra del destino o por las circunstancias, o a lo mejor eran una misma cosa.
– Yo la recuerdo casi toda, Aidan -rectificó.
Su ceño desapareció.
– Dijiste que sabías cocinar tan bien como en un restaurante.
Tess hizo una mueca.
– ¿Por qué lo dices? ¿Quieres que te haga una comidita?
Los ojos de Aidan emitieron un destello al captar el doble sentido.
– Sí y sí. Pero lo primero es lo primero. Me estoy muriendo de hambre, no he probado bocado desde la hora de comer.
Abrió la puerta de la cocina, y al detenerse en seco Tess chocó con él. En la puerta había colgada una nota. Aidan la arrancó y Tess aguardó con nerviosismo hasta que él se echó a reír.
– Ese comino… -dijo con cariño-. ¡Rachel! Estoy en casa.
Entró en la casa y no se inmutó cuando el rottweiler se abalanzó sobre él para saludarlo. Aquel perrazo se llamaba Dolly, lo cual Tess encontró muy gracioso. Una jovencita se personó en la cocina con la gata de Tess en los brazos. Bella parecía haberse aclimatado muy bien a su nuevo hogar y Dolly no le infundía ningún miedo.
– Otra vez has llegado tarde -lo amonestó Rachel mientras acariciaba el lomo de Bella desde la cabeza hasta la punta de su cola.
– Y tú has vuelto a salir de casa sin permiso -repuso él. Arrojó la nota sobre la mesa y entonces Tess pudo leer las palabras «Aidan, estoy aquí» escritas con redondeada caligrafía infantil-. ¿Se puede saber por qué?
La jovencita miró a Tess algo turbada.
– Tienes compañía.
– Sí. Rachel, esta es Tess Ciccotelli. Tess, esta es mi hermana Rachel.
Resultaba obvio que la chica era hermana de Aidan. El azul intenso de sus ojos era exactamente igual que el de los de él. No obstante, los de ella aparecían ensombrecidos y Tess recordó lo que Kristen había mencionado, que la chica andaba preocupada por algo. De todos modos, como ese asunto era cosa de la familia Reagan, no pensaba intervenir.
– Encantada de conocerte, Rachel. Gracias por cuidar de Bella.
Rachel frotó la mejilla de la gatita con la suya.
– Así que te llamas Bella, ¿eh? -dijo con suavidad-. Te pega el nombre.
– En italiano es una palabra corriente para decir «bonita».
– Ya lo sé. -La chica escrutaba el rostro de Tess-. Eres la psiquiatra que sale en las noticias.
– Rachel… -le advirtió Aidan.
– No te preocupes, Aidan. -Tess hizo una señal de asentimiento a la chica-. Sí. ¿Qué tal me tratan los periodistas?
– Mi profesora de lengua diría que te vilipendian. Es una de las palabras que entran en el examen de acceso a la universidad -añadió, y Tess tuvo que echarse a reír.
– Me alegra saber que estudias mucho -le espetó Aidan con ironía-. ¿Necesitas que hablemos, pequeñaja?
Rachel miró a Tess, incómoda.
– Ya volveré mañana.
Lo que le preocupaba debía de ser importante.
– Id al salón, Aidan. Yo me quedaré aquí a preparar algo de comer.
Él volvió a rodearle la nuca con la mano y Tess tuvo que hacer esfuerzos para no cerrar los ojos y soltar un gemido.
– ¿No te importa?
– Claro que no. Marchaos y dejadme cocinar.
Estuvieron hablando en voz baja en el salón durante veinte minutos. Tess hizo cuanto pudo para no escuchar la conversación, pero a pesar de armar más ruido del necesario con las ollas y las sartenes oyó lo suficiente para saber que Rachel Reagan tenía problemas serios. Por eso no le extrañó nada que al volver a la cocina la chica estuviera blanca como el papel y tan temblorosa que le fallaban las rodillas.
Su primer impulso fue soltar el cucharón y ayudarla a sentarse, pero la mirada de advertencia que observó en los ojos de Rachel la obligó a quedarse donde estaba. Aidan apareció segundos después con el rostro más pálido si cabe que su hermana.
– Rachel, espérame en el coche.
Aidan aguardó a que hubiera salido. Luego se volvió hacia Tess con expresión severa.
– ¿Qué has oído?
Tess vaciló.
– No gran cosa… Trataba de no escucharos. Pero sé lo suficiente. Estaban celebrando una fiesta y la situación se les fue de las manos. Ella se marchó, pero después las cosas empeoraron y a una de las chicas la hirieron.
Aidan tensó la mandíbula.
– No la hirieron, Tess, la violaron. Varias veces. -Apartó la mirada, le costaba tragar saliva-. Brutalmente.
Ella asintió despacio.
– Yo también lo he pensado. -Le posó una mano en el brazo y notó que le temblaban los músculos-. Piensas que podría haberle pasado a ella, ¿verdad?
Él echó hacia atrás la cabeza y su mirada de sufrimiento se le clavó en el alma de tal modo que creyó no poder soportarlo más.
– Santo Dios -masculló él sin apenas voz-. Yo…
Ella le acarició el brazo.
– No le ha pasado a ella, Aidan.
Él se estremeció y bajó la cabeza hasta apoyar la barbilla en el pecho.
– Ya lo sé, ya lo sé. -Levantó la cabeza-. La chica no ha querido denunciarlo.
Tess lo miró perpleja.
– Esa parte me la he perdido. ¿Qué piensa hacer Rachel?
– No lo sé. Está asustada; aterrorizada, más bien. Y yo también, joder.
– ¿Cómo lo sabe Rachel si la chica no ha contado nada?
– Su amiga hoy no ha ido al colegio, pero ha corrido el rumor. -Los labios de Aidan formaron una fina línea-. Supongo que los chicos no han podido callárselo. Rachel ha ido a casa de la chica para ver cómo estaba y resulta que ni siquiera se lo había contado a sus padres. Ellos pensaban que la fiesta se había descontrolado y que se encontraba mal por culpa de haber bebido demasiado. La han castigado un mes entero. Rachel ha intentado convencerla para que ponga una denuncia, pero no quiere hacerlo. Tiene mucho miedo.
– Eso no tiene nada de raro, Aidan. Ya lo sabes.
De repente él dio un manotazo en la encimera y ambos se sorprendieron.
– Pues claro que lo sé, joder. -Dejó caer los hombros-. Y también sé que tengo la obligación de poner yo la denuncia.
– Pero si lo haces, Rachel se verá implicada.
Él clavó sus ojos en los de ella.
– Tiene miedo de que los chicos descubran que ella los ha delatado y le hagan lo mismo.
Tess notó el mal sabor de boca que el temor había dejado a Aidan; un sabor amargo y metálico. Sabía muy bien cómo se sentía Rachel.
– Pues tienes que asegurarte de que nadie sepa quién te lo ha contado.
Él asintió con un gesto brusco.
– Tengo que acompañarla a casa. Mis padres deben de estar preocupadísimos. -Se llevó la mano a la espalda y extrajo una pistola semiautomática del cinturón, más pequeña que la que guardaba en la funda del hombro y más grande que la que Tess sabía que llevaba en el tobillo-. ¿Sabes usarla?
Esforzándose por mantener el pulso firme, Tess tomó el arma y la depositó con diligencia en la encimera, junto a la salsa que había preparado para la ensalada.
– Sí. Me enseñó mi hermano Vito.
– Dolly se encargará de que nadie entre en la casa. Mis padres viven a menos de diez minutos de aquí, pero tengo que hablar con mi padre y puede que tarde un rato. -Miró las ollas puestas en el fuego-. Lo siento, huele muy bien pero no puedo…
– No se estropea, Aidan. Anda, vete. No te preocupes por mí.
Él se abrochó la cremallera del abrigo y se detuvo frente a la puerta.
– Te llamaré al teléfono fijo cuando entre en el garaje para que sepas que soy yo. Quédate ahí, Dolly.
Dicho eso se marchó, y Tess oyó la puerta del garaje abrirse y cerrarse después de que saliera para acompañar a Rachel. Bella entró en la cocina y se refrotó contra sus piernas, y Tess la tomó en brazos y la arrimó a su mejilla.
– Bella -susurró-, ¿te acuerdas de que Eleanor solía decir que cuesta muy poco que las cosas se estropeen? Pues se refería a días como este.
Al acordarse de Eleanor no pudo evitar pensar en Harrison, y la pesadumbre volvió a atenazarla. «Dedícate a hacer de psiquiatra», le había aconsejado.
Tenía razón. Ya era hora de dejar de hacerse la víctima. «Ponte a trabajar, Tess.»
Miércoles, 15 de marzo, 6.00 horas.
Su madre estaba preparando el desayuno y olía divinamente. Aidan se dio media vuelta y enterró la cara en el mullido cojín del sofá. Se esforzó por abrir los ojos.
Y se encontró mirando los ojos color ámbar de una gatita parda. Su madre no tenía ninguna gata, pero Tess sí. Cuando su cerebro empezó lentamente a atar cabos se incorporó de golpe y la gatita salió disparada. Se encontraba en el salón de su propia casa, en su propio sofá. La noche anterior, después de acompañar a Rachel y hablar con su padre hasta altas horas de la madrugada, había regresado a casa y había encontrado a Tess durmiendo sobre la mesa de la cocina, con la sonrosada mejilla apoyada en el brazo, y a Dolly a sus pies.
Se había quedado dormida mientras anotaba algo en uno de sus cuadernos y con la mano asía sin fuerza el bolígrafo. Tenía la pistola a mano, y Aidan recordó cómo el pánico que le había desbocado el corazón, al no contestar ella al teléfono, había dado paso a un deseo tal que le cortaba la respiración. Estaba calentita y despeinada, y tuvo que echar mano de un autocontrol inhumano para no arrastrarla consigo al mullido sofá. En vez de eso, la había acompañado a la cama y se había acostado en el sofá, solo.
Decididamente, era un santo.
El estómago no paraba de hacerle ruido. Era un santo hambriento. Se puso en pie desperezándose, se dirigió en silencio a la cocina y al entrar se quedó fascinado. Tess Ciccotelli se encontraba frente a los fogones con unos tejanos y la vieja sudadera de su uniforme del Departamento de Policía de Chicago con las mangas dobladas por encima del codo. El pelo moreno le caía por la espalda formando ondas y con los pies embutidos en unos gruesos calcetines seguía el intenso ritmo de la canción de Aerosmith procedente de la radio, puesta a bajo volumen. Estaba bailando un shimmy, meneando su increíble trasero mientras daba la vuelta a las crepes en la sartén, y Aidan pensó que nunca en toda su vida había gozado de una vista más hermosa.
En dos zancadas se plantó a su lado y, antes de que ella pudiera pronunciar palabra, puso las manos en su pelo y le cubrió con la boca los labios prietos, ardientes, deseosos. El pequeño chillido de sorpresa atrapado en la garganta de ella se transformó en un suave gemido que cortó el fino hilo del que pendía su sentido común. Sus manos se colaron por debajo de la raída sudadera y le acariciaron la sedosa piel de la espalda mientras ella le echaba los brazos al cuello y abría la boca, atrapándole la lengua con todas sus fuerzas. Todavía llevaba en la mano la espátula y a Aidan el mango se le clavaba en el cuello, pero no le importaba porque ella estaba de puntillas, esforzándose por acercarse más, con el busto apretado contra su pecho y meneando las caderas contra su entrepierna de tal modo que Aidan solo podía pensar «ahora, ahora, ahora». Buscó a tientas el corchete del sujetador y, al reparar en que se abrochaba por delante, sus dedos rozaron la parte inferior de sus senos.
Las manos le temblaron al oír su gemido.
– Date prisa -susurró ella contra sus labios-. Por favor.
El tiró de la prenda hasta que el corchete se abrió y los senos llenaron sus manos. Ella, en silencio, echó hacia atrás la cabeza y empezó a mecerse sobre los talones. Separó los labios y cerró los ojos, y él se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento mientras aguardaba. Aguardaba a que él la tocara. Y, de pronto, le pareció muy importante que el placer hiciera que la espera hubiera merecido la pena.
La soltó y sacó las manos de debajo del jersey. Ella abrió los ojos de golpe: estaba desenfrenada, excitada y confusa.
– ¿Qué haces? ¿Por qué?
– Porque… -La besó mientras con una mano le quitaba la espátula y con la otra apagaba el fuego-. Quiero tomarme mi tiempo.
Poco a poco, la condujo de espaldas hasta el salón, donde topó con el respaldo del sofá. La bajó hasta apoyarle la cabeza en el cojín, acompañando el gesto con todo su cuerpo. Le abrió las piernas y se colocó en medio. Ella arqueó la espalda para ejercer presión y un gesto de placer estuvo a punto de hacer que Aidan olvidara lo que acababa de decidir. Con un gemido risueño apretó las caderas contra ella y consiguió inmovilizarla.
– No tan deprisa -masculló, más por sí mismo que por ella. De repente le quitó el jersey por la cabeza, atrapándole los brazos y dejando sus senos al desnudo. Se quedó sin respiración; incluso le dolía el pecho-. Por Dios -susurró-. Mírate, Tess.
Él también la miró; miró sus senos perfectos, redondeados y firmes. Sus pezones, erectos, parecían suplicarle que los besara, y él se inclinó para hacerlo, pero en el último momento se desvió de la trayectoria y ella, decepcionada, soltó un grito entrecortado. Forcejeó para liberar los brazos y al hacerlo sus senos se menearon. Aidan estuvo a punto de quedarse bizco.
– Suéltame.
– No. -Le pasó la lengua por debajo del seno izquierdo y ella se estremeció. Fuerte-. Todavía no, Tess. Cierra los ojos. -Ella le hizo caso y él repitió la caricia en el otro seno; luego enterró el rostro entre ambos y aspiró su perfume.
– Aidan. -Tess arqueó la espalda, pero él volvió la cabeza y le lamió el seno derecho, aunque de nuevo se detuvo antes de tiempo. Ella notaba su aliento abrasador. Estaba a cien, cada centímetro de su piel parecía suplicar que lo acariciara. Quería sentir sus manos, su boca en la piel. Lo necesitaba.
Trató de elevar las caderas pero él la aguantaba fuerte; su erección palpitaba contra el cuerpo de ella. Con una sacudida logró liberar los brazos y lanzó la sudadera a la otra punta del salón. Le aferró la cabeza con ambas manos y lo atrajo hacia sí, y cuando él le rodeó el pezón con los labios soltó un grito. Por fin, por fin lo succionaba, con la boca abierta y mucha fuerza, y el placer empezó a aumentar.
– Dios. No pares.
Él levantó la cabeza y se la quedó mirando; tenía la mirada azul ensombrecida, y los labios húmedos.
– No puedo hacerlo -masculló-. No lo haré.
Entonces bajó de nuevo la cabeza y aplicó el mismo tratamiento erótico al otro seno hasta obligarla a dar un gemido, suave y prolongado, mientras ella se retorcía para acercarse a la dura prominencia de sus pantalones.
Él se irguió, le sostuvo la cabeza y le dio un apasionado beso en la boca. Empezó a mover las caderas y a empujarla, y ella enroscó los pies en sus pantorrillas para poder empujar también. Tenía los senos apretados contra su camisa y la tela de algodón le rozaba los sensibles pezones. Con las manos temblorosas le desabrochó todos los botones hasta que la camisa quedó abierta y no hubo nada entre sus cuerpos. Empezó a contonearse; le encantaba el tacto de su piel. Él respiraba con dificultad. El sudor le perlaba la frente.
– Vuelve a hacerlo -susurró él, y ella lo hizo mirando cómo le temblaba el músculo de la mandíbula y sus párpados se cerraban. Él ralentizó el movimiento de las caderas, ahora las apretaba contra ella de forma más profunda y rítmica. Si no llevara pantalones ya estaría en su interior, llenándola por completo, arrastrándola hasta el orgasmo que llevaba tanto tiempo sin sentir.
Dios, cómo lo deseaba.
Aidan tragó saliva y abrió los ojos. Al hablar, lo hizo sin apenas voz y otro escalofrío recorrió la piel de Tess.
– ¿Qué quieres, Tess? -Se inclinó y le repasó el mentón con los labios-. ¿Quieres hacer el amor?
Ella deseaba con todas sus fuerzas responder que sí, pero cuando llegó el momento de la verdad la voz de su padre se dejó oír en su mente. A pesar de su hipocresía, la educación que le había dado había arraigado en ella y la hizo dudar. Había salido con el cabrón de Phillip durante meses antes de acostarse con él, y antes había tenido poquísimas relaciones.
– No estoy preparada.
Él volvió a apretar las caderas y Tess gimió, deshecha.
– Yo sí -le dijo él al oído.
Ella seguía dudando y él dejó de empujar.
– No te muevas -le ordenó; ahora su voz era trémula-. No muevas ni un músculo. -Asiéndose al respaldo del sofá, se puso de rodillas y así se quedó, mirándola con avidez-. Eres preciosa, Tess.
Un hombre tan guapo y con un torso tan musculoso bien podría haberse ganado la vida haciendo de modelo. Sin embargo, Aidan había preferido ser policía. Para ofrecer protección, para trabajar al servicio de los demás. Hasta el momento, había demostrado que sabía hacer ambas cosas muy bien. Tess se aclaró la garganta.
– Tú también eres muy guapo.
Él se puso en pie con cuidado e hizo una mueca al inclinarse para recoger la sudadera. Se la tendió a Tess y se dio media vuelta con expresión resuelta, dándole la espalda mientras se abrochaba la camisa.
Ella se colocó bien el sujetador. Luego se puso la sudadera. Seguía excitada, lo notaba tanto entre las piernas como en el resto de su cuerpo.
– Lo siento.
– Tranquila. -Volvió la cabeza y le dirigió una triste mirada-. Ya te he dicho que no quería aprovecharme de ti.
– No lo has hecho. -Tess se puso en pie y le plantó un beso en la barba incipiente-. Me has hecho recordar qué significa sentirse deseada, y desear. Gracias.
Los ojos de él emitieron un centelleo.
– Me parece que ya es hora de desayunar.
Se alejó mascullando «santa inocencia» o algo así.
Ella lo siguió hasta la cocina.
– Siéntate. Te serviré unas crepes. -Echó un vistazo a la masa a medio cocer que había en la sartén-. Por suerte era la última. Las que he hecho están frías pero puedes calentarlas en el microondas.
Él se sentó con una mueca de desagrado.
– No tienes por qué cocinar para mí. -Su pierna extendida apareció bajo el otro extremo de la mesa y ella disimuló una sonrisa al ver que se sentaba bien-. Y tampoco tienes por qué mostrarte siempre tan pagada de ti misma. -Lo último lo dijo en tono afable.
– Suelo cocinar cuando estoy nerviosa. -Puso la mesa y le sirvió un café-. Mi madre también lo hace. -Sus labios se fruncieron en una mueca. Ojalá no hubiera dicho aquello.
Él le dirigió una mirada de curiosidad.
– Tu amigo Jon me ha contado que no te hablas con tus padres.
Tess apretó los dientes, molesta.
– Mi amigo Jon es un bocazas. -Luego esbozó una sonrisa-. Se me ha olvidado llamar a Jon y Amy para decirles que estoy bien. -Tomó su móvil-. Lo apagué anoche. Tú ibas a llamarme al fijo y empecé a imaginarme que también me habían puesto un micrófono en el móvil. Qué tontería, ¿verdad? -Sonó el timbre del microondas y colocó un plato en la mesa.
Aidan se sirvió unas cuantas crepes en el plato.
– No es ninguna tontería. Es poco probable que sea cierto, pero después de todo lo que te ha pasado yo no lo consideraría ninguna tontería. -Al disponerse a comer exhaló un suspiro-. Crepes, Aerosmith y un bonito trasero. En el fondo eres de carne y hueso, doctora.
Tess se echó a reír y miró el móvil.
– Menudo poeta. Mierda. -Levantó la cabeza con la frente arrugada-. Vuelvo a tener un millón de mensajes, pero parece que esta vez la mayoría son de Jon y Amy. -Se desplazó por los números de la pantalla-. Hay dos llamadas hechas con identificación oculta.
Aidan apretó la mandíbula.
– Intentaremos averiguar de quién eran las amenazas de anoche.
Ella trató de no dejarse llevar por el pánico.
– Gracias. Y… -Miró perpleja el siguiente número-. ¿Vito?
– ¿Tu hermano?
– Sí. -Marcó su número sin pensárselo-. Vito, soy Tess.
– ¿Dónde coño estás? -bramó.
Ella hizo una mueca.
– Gracias por saludar.
– Ahórrate la cortesía, Tess. Me tenías preocupadísimo, y a mamá también.
– ¿Cómo te has enterado?
– Pues porque apareces en las noticias de todos los canales. En la CNN y en la ESPN. Hablan de ti y de ese futbolista que se suicidó. Mamá lo vio anoche y me llamó desesperada. ¿En qué coño piensas, Tess? Santo Dios. ¿Cómo es posible que te hayan apuntado con una pistola y no nos llames? Mamá creía que habías muerto. Llevamos horas llamándote a casa.
– No estoy en casa.
– No me digas -soltó furioso-. Ya lo sé. Llevo toda la noche en el vestíbulo de tu edificio esperando a que vuelvas.
Ella se quedó boquiabierta.
– ¿Estás aquí? ¿En Chicago?
– Sí, estoy en Chicago. Anoche cogí el último vuelo desde Filadelfia.
– Oh, Vito, no había necesidad. -Los recuerdos del día anterior acudieron a su mente y de pronto notó que le costaba tragar saliva-. Pero me alegro mucho. Ayer robaron en la consulta.
– Ya lo sé. En la portada del Bulletin aparece una foto de los enfermeros llevando a tu colega a una ambulancia. ¿Cómo está?
La cólera hervía en lo más profundo de su ser e iba dirigida tanto a Wallace Clayborn como al periódico que se aprovechaba de su desgracia de un modo tan despiadado.
– Ha muerto.
Vito guardó un silencio tenso.
– ¿Qué ha ocurrido?
– ¿Qué dice el artículo?
– Que se desconoce al agresor y que la policía está investigando las pistas -explicó Vito-. ¿Qué ha ocurrido?
– Uno de mis pacientes me vio en las noticias… -Suspiró-. Y fue a por mí, pero encontró a Harrison.
– Dios mío. -Su voz ya no atronaba de indignación, ahora temblaba de miedo-. ¿Dónde estás?
– Estoy bien. Nos veremos, pero no en mi casa.
– ¿Por qué? -preguntó él con temor.
– Ya te lo contaré cuando nos veamos. ¿Dónde te alojas?
– En el Holiday Inn del centro.
Tess tapó con la mano el auricular del teléfono.
– ¿Puedes acompañarme de camino al trabajo?
Aidan asintió.
– Claro.
– ¿Tess? -La voz de Vito retumbaba-. ¿Estás con un hombre?
Tess suspiró. Daba igual la edad que tuviera, seguía siendo la hermana pequeña de Vito, y para su padre todos seguían siendo sus niños, les gustara o no.
– Sí, Vito.
– No solo quiero que te acompañe -gruñó Vito-. Quiero conocerlo.
Tess volvió a suspirar.
– Sí, Vito. Estaremos ahí dentro de una hora. -Colgó el teléfono y se encogió de hombros-. ¿Te importa saludar a mi hermano?
Aidan abrió los ojos en un grotesco gesto de alarma.
– ¿Me pegará?
– No lo creo. De hecho, nunca ha pegado a ninguno de mis novios. Bueno, a Phillip le rompió la nariz.
– ¿A don Cabrón? -Al decirlo sonrió-. Me da la impresión de que se lo merecía.
– Te aseguro que sí. -Tess se puso seria al recordar lo preocupado que estaba Aidan por su hermana-. ¿Cómo fue ayer con Rachel, Aidan?
La sonrisa de los ojos de Aidan se desvaneció.
– Mi padre dice que se encargará del caso. Era policía, y aunque está retirado tiene amigos dispuestos a decir que han recibido un aviso anónimo.
– ¿Y si llega a pensar que ha sido Rachel?
Él palideció.
– Entonces Abe y yo nos encargaremos de hacerles entender a esos chicos de su escuela que si alguien la toca, morirá. -Se sirvió más crepes-. Estas crepes están deliciosas. Están incluso más buenas que las de mi madre, pero sí se lo dices te llamaré embustera en la cara.
Ella comprendió que necesitaba cambiar de tema y asintió.
– No le diré ni una palabra. Ayer te preparé linguini. Si quieres, puedes calentarte un plato hoy para cenar.
Él arqueó una ceja.
– ¿Cómo que puedo calentármelo para cenar? ¿Y tú? No me parece buena idea que andes sola por ahí.
El pánico volvió a atenazar el estómago de Tess, pero ella no estaba dispuesta a darle cancha, así que respondió ladeando la cabeza.
– Lo que pasa es que quieres que te haga otra comidita.
Él, lentamente, esbozó una sonrisa que de nuevo aceleró el corazón de Tess.
– Sí, eso es.
Desarmada, ella volvió la cabeza y en una esquina de la mesa vio el cuaderno en el que había estado escribiendo la noche anterior.
– Tengo una cosa para ti -dijo, inclinándose para alcanzarlo-. No quise utilizar tu ordenador sin permiso pero te cogí una libreta en blanco del escritorio. Por cierto, tienes una buena colección de libros de texto. Hay de todo, desde historia antigua hasta cálculo.
Y, en medio, una curiosa mezcla de psicología, filosofía y poesía. Observar los lomos de los libros que guardaba en la estantería constituía una forma fascinante de examinar a Aidan Reagan.
Guardó silencio una fracción de segundo más de lo debido.
– Terminé la carrera, pero ya no estudié nada más. -Había cerrado los ojos para que no dejaran entrever nada, para que no pudiera leer en su mirada, lo que de por sí ya tenía una curiosa lectura.
Tess suspiró exasperada.
– Mierda, deja de hacer eso.
– ¿El qué, doctora?
– Mortificarte, señor detective -le espetó-. Das por hecho que menosprecio tu título universitario porque yo tengo unos cuantos diplomas más colgados en la pared.
Él la miró fríamente y luego se encogió de hombros.
– Lo siento. -Pero en su tono no se apreciaba un ápice más de afabilidad, ni tampoco en su mirada.
– ¿Por qué haces eso? ¿Por qué siempre piensas mal de mí? -Se apartó de la mesa, irritada-. Hace tan solo unos minutos te tenía pegado a mi cuerpo, y ahora me colocas en un pedestal. Aclárate de una vez, Aidan. Decide si quieres que te trate con cariño o con frialdad.
Captó en los ojos de él un destello y ella entornó los suyos. Al ver que no respondía rompió el silencio.
– Muy bien, ya has dicho suficiente. -Hojeó las páginas del cuaderno en las que había tomado sus anotaciones-. Ayer, cuando te marchaste, estuve trabajando en el perfil psicológico de la persona que buscamos. Empecé a hacerlo en el ordenador de la consulta… antes de recibir la llamada sobre Seward. -Resuelta, apartó de sí el temor que aún sentía y estiró bien las rodillas-. No tuve tiempo de guardar una copia de seguridad, y dadas las circunstancias dudo que pueda recuperarlo de mi disco duro. -Su ordenador estaba en el suelo, hecho trizas-. Voy a cambiarme de ropa. Cuando quieras salir, avísame; estaré lista.
– Tess.
Antes de salir del salón, Tess se detuvo y se dio media vuelta; lo vio leyendo la página del cuaderno en la que había colocado una señal. Él levantó la cabeza, turbado.
– Gracias por esto.
– Es lo que a Harrison le habría gustado que hiciera. -Su boca se frunció en una mueca-. Ayer comimos juntos y estuvimos hablando del tema. -Señaló el cuaderno que Aidan tenía en las manos-. Ahí tienes el resultado. Te agradeceré que me hagas una copia.
Había pasado junto al sofá y estaba en el recibidor cuando él volvió a llamarla.
– Tess.
Ella se detuvo, pero esta vez no se dio la vuelta.
– ¿Qué?
– Lo siento. He metido la pata y me sabe mal.
Lo oyó atravesar el salón y se estremeció al notar que le ponía las manos en los hombros.
– Llevo lo mío a cuestas. -La besó en el cuello, justo encima de la cicatriz-. Creo que a los dos nos pasa lo mismo.
– ¿Cómo se llamaba?
– Shelley. -Él hizo una pausa, y luego con voz risueña añadió-. Menuda cabrona. -Le apartó el pelo y la obsequió con más besos en la nuca-. Me daré una ducha y estaré listo en veinte minutos. Puedes comentarme el perfil psicológico en el coche, hay algunas palabras que no entiendo.
Pasó de largo y se metió en el baño de la cenefa de patitos, y ella suspiró al comprender que le costaba más admitir su ignorancia que disculparse. Se preguntó quién sería la tal Shelley y qué le habría hecho. Luego, se puso en marcha.
Tenía que prepararse. A Vito no le gustaba que lo hicieran esperar.