Martes, 14 de marzo, 19.45 horas.
Tess observó la capota reparada del Camaro de Reagan y rezó por que la cinta resistiera, ya que volvía a llover. Sin embargo, no osó pronunciar palabra por si él volvía a tacharla de esnob. «Alguien le ha hecho daño», pensó. Esa persona debía de haber convertido el dinero en un problema y le habría hecho sentir que no estaba a la altura. Se mordió el labio inferior. Si una mujer consideraba que no estaba a la altura, era obvio que no lo había besado. Incluso ejerciendo un férreo autocontrol la había dejado impresionada. Sin duda había actuado con acierto. No le convenía enredarse con él ni con nadie, por lo menos ese día. Pero le había hecho bien saber que resultaba atractiva, y no habría sabido cuánto la deseaba Aidan si no la hubiera estrechado entre sus brazos.
Se preguntó quién sería la mujer que le había hecho daño y que atribuía más valor al dinero que a su persona. Pero no le parecía apropiado preguntárselo, por lo menos de momento. No obstante, el silencio estaba empezando a pesarle.
– Me cae bien tu madre.
Aidan la miró un momento y luego volvió la vista hacia la húmeda y oscura carretera.
– Le cae bien a todo el mundo. -Sus labios se curvaron en una sonrisa-. Gracias de todos modos. Se ha puesto más contenta que unas pascuas al ver que te gustaba todo lo que había comprado.
Tess palpó el suave jersey que llevaba puesto.
– Yo habría elegido las mismas cosas. Gracias por pedirle que me comprara jerséis de cuello alto.
– De nada.
Tess exhaló un suspiro.
– Y gracias por controlar la situación. No suelo arrojarme en los brazos de un hombre de ese modo.
Él no respondió, pero gracias a la tenue luz de los faros de los coches con los que se cruzaban ella vio que su mandíbula se tensaba. Luego suspiró.
– Tess, si tratas de disculparte, no lo hagas. Y no creas que porque esta noche me haya controlado la próxima vez también lo haré.
A Tess se le pusieron los pelos de punta.
– ¿La próxima vez?
La mirada de él fue rápida pero directa.
– Habrá una próxima vez, Tess.
Ella se arrellanó en el asiento con una sonrisa de satisfacción.
– Muy bien.
La breve risa de Aidan fue todo cuanto se oyó hasta que estacionó el coche en la plaza de aparcamiento de que ella disponía en el edificio donde tenía la consulta. Tess se apeó y miró extrañada.
– Está el coche de Harrison. Qué raro, nunca se queda a trabajar hasta tan tarde. -De pronto, el estómago le dio un vuelco-. Oh, no. -Corrió hacia la escalera, con Reagan siguiéndola de cerca, y se encontró con que Jack los estaba esperando en ella, delante de la consulta.
Reagan tomó las llaves que Tess sostenía en sus manos temblorosas, abrió la puerta y encendió la luz. Inmediatamente su figura bloqueó el paso.
– No entres.
Ella estiró el cuello para mirar y se quedó sin respiración.
– Dios mío. -El despacho de Denise era un completo caos. Su ordenador estaba hecho pedazos. Revistas y libros hechos trizas tapizaban el suelo. Alguien había arrancado la puerta de madera de la cámara acorazada. No obstante, la cámara en sí estaba cerrada.
Reagan y Jack entraron despacio, empuñando sus armas.
– ¡Policía! -La voz de Reagan repercutió contra las paredes; luego se hizo el silencio.
Tess señaló la puerta de Harrison, un poco entreabierta. Él siempre cerraba con llave.
– Aidan, por favor, echa un vistazo al despacho de Harrison.
Este abrió la puerta de par en par.
– Dentro no se ve a nadie, Tess. Pero ha habido una pelea de narices. -Los armarios estaban destrozados y el sofá hecho jirones. El monitor del ordenador de Harrison se había caído al suelo y la pantalla se había roto.
Jack abrió la puerta del despacho de Tess.
– El tuyo está igual, Tess. Alguien ha entrado a buscar algo.
Ella tragó saliva.
– ¿Cámaras de vídeo?
Jack negó con la cabeza.
– No lo creo. Esto está hecho un desastre y quien colocó las videocámaras fue muy meticuloso. ¿Dijiste que no guardabas ningún historial en el despacho?
– No. Están todos en la cámara acorazada.
Justo el espacio que Reagan estaba escrutando con suma atención.
– Jack, ven aquí. -Señaló una de las pesadas bisagras y a Tess se le heló la sangre.
El extremo de la pieza estaba teñido de marrón oscuro. Era sangre seca. Jack se volvió a mirar a Tess.
– Ven y ábrela, pero ten cuidado, está todo lleno de cristales.
Ella asintió con gesto trémulo, y se esforzó por recobrar la firmeza del pulso mientras marcaba la combinación y accionaba el tirador. Entonces dio un grito ahogado. Todos los archivadores habían sido extraídos de los estantes, las carpetas estaban abiertas y las cajas, volcadas. El suelo estaba cubierto de papel, en algunas zonas el grosor era de hasta quince centímetros. Debajo de una de las estanterías el papel estaba amontonado y cubría un bulto alargado. Del tamaño de un hombre.
– Harrison. -Con el corazón desbocado, Tess se arrodilló y al retirar el papel dejó al descubierto una cabeza de pelo blanco veteado de sangre. Tess destapó el rostro de su amigo y puso los dedos sobre su carótida. Contuvo el aliento hasta que notó su pulso. Era débil, pero lo había.
Reagan se acuclilló a su lado.
– ¿Está vivo?
Ella asintió.
– Sí, pero le ha ido de poco. Ayúdame a quitar de en medio todo este papel. Necesito ver si tiene alguna herida más. ¡Cuidado! No lo muevas. -Desde el despacho se oían las interferencias de la radio de Jack, que estaba pidiendo una ambulancia. Mientras, Reagan destapó por completo al hombre y echó el papel a un lado-. La cabeza aún le sangra -observó-. Me hace falta algo para cortar la hemorragia.
– ¿Hay algún botiquín? -le preguntó Reagan.
– En la taquilla. -Tess buscó a tientas las llaves, entonces recordó que aún las tenía Aidan-. Es una de las llaves medianas. La número sesenta. Gracias.
Reagan le dio un apretoncito en el hombro y salió a toda prisa.
Harrison gimió y abrió los ojos con esfuerzo.
– Tess.
Ella lo miró a los ojos mientras seguía palpando su cuerpo en busca de otras heridas.
– Tranquilo, Harrison. Ya estoy aquí. Vamos a llevarte a que te curen.
– Tess. -La asió casi sin fuerza por la manga.
Al no encontrar más heridas externas, Tess avanzó a gatas hasta situarse delante de su rostro y se inclinó para acercarse a él.
– ¿Quién te ha hecho esto?
Él hizo una mueca.
– Uno de tus pacientes. Estaba en el coche y me ha atacado por sorpresa. Llevaba un cuchillo.
El corazón de Tess omitió un latido.
– Lo siento.
– Calla y escucha, Tess. Cogió su historial, y dijo… -Volvió a hacer una mueca-. Dijo que no quería que… fueras contando sus secretos por ahí, que antes… te mataría.
Ella empezó a desabrocharle el abrigo a tientas; luego, volvió la cabeza y prosiguió la tarea mirando lo que hacía.
– Iré con cuidado, Harrison. Te lo prometo.
Reagan se arrodilló a su lado y abrió el botiquín con pulso firme. Le tendió una gasa.
– ¿Qué paciente es, doctor Ernst?
A Harrison le temblaron los labios al tratar de esbozar una patética sonrisa que atenazó el corazón de Tess.
– Uno que está loco… supongo.
El hombre arrugó el entrecejo.
– No lo he visto por aquí… últimamente. Es joven. Lleva un peinado peculiar y tiene las orejas muy grandes. -Su tos era bronca-. Joder, cómo duele.
– ¿Dónde? -Tess apartó de su mente la descripción y se centró por completo en Harrison. Acabó de desabrocharle el abrigo y luego hizo lo propio con la camisa. Y al verle el torso se estremeció. Estaba lleno de moratones y tenía muy mal aspecto-. ¿Dónde te duele?
Él trató de sonreír de nuevo.
– Más bien dirás dónde no me duele. -Cerró los ojos y soltó un gemido-. Me duelen las costillas, la espalda. Ese tipo quería que le abriera la cámara y como me resistía… me ha dado una buena paliza. Al final he tenido que decirle cómo… -El estertor que salió de su boca no presagiaba nada bueno-. Llama a Flo. Dile…
A Tess le costaba tragar saliva.
– La llamaré, Harrison. Nos encontraremos con ella en el hospital.
– Dile que la quiero.
Tess notó que se le ponían los ojos llorosos al presionar la gasa limpia contra la sangre de la herida.
– No seas tonto, Harrison. Se lo dirás tú mismo. Solo tienes una herida un poco aparatosa en la cabeza.
Él se limitó a mirarla y Tess notó que sabía que le estaba mintiendo. Los oscuros cardenales indicaban una gran hemorragia interna que resultaría bastante más difícil de cortar.
– ¿Quién es Flo? -preguntó Reagan con voz queda.
– Su esposa. ¿Puedes llamarla? Tengo el móvil en el bolsillo de la chaqueta. El número está archivado como «Ernst casa». Dile que vaya al hospital. Aquí dentro no hay cobertura.
Él asintió, le dio otro apretoncito en el hombro y tomó el móvil.
Harrison resollaba.
– Ese policía amigo tuyo… es muy guapo.
Tess pestañeó y se enjugó los ojos. Luego se limpió las húmedas mejillas con el hombro.
– Chis.
– Os he visto juntos en las noticias. Es casi tan guapo como yo -bromeó, y Tess soltó una risa que más bien sonó a sollozo.
– Silencio, ancianito -respondió ella en tono suave-. Guárdate tu encanto para Flo.
Él abrió mucho los ojos y la miró con una mezcla de apremio y dolor.
– Díselo, Tess. Por favor.
Ella le acarició la mejilla.
– Lo haré, te lo prometo. -Entonces él se tranquilizó. Resollaba tan fuerte que parecía que respirara a través de un pañuelo de papel. Era muy mala señal.
Reagan había regresado junto a Tess y la ayudó a ponerse en pie.
– Los médicos han llegado, Tess. Vamos a dejar que hagan su trabajo.
Aturdida, Tess vio cómo se llevaban a Harrison. Reagan permaneció todo el rato detrás de ella, con las manos en sus hombros. Al fin le dio la vuelta; los ojos azules que un día la habían mirado con gesto acusador impedían ahora que se desmoronara.
– No es culpa tuya -dijo.
– Tiene el pulmón perforado -sollozó ella, sin prestarle atención-. ¿Se lo he dicho a los médicos?
Él la zarandeó suavemente.
– Sí, se lo has dicho. Tranquilízate, necesito que pienses. -Le oprimió los hombros con fuerza-. Tess.
Ella pestañeó y relajó los hombros.
– ¿Qué?
– ¿De quién hablaba? Joven, con un peinado peculiar y grandes orejas. Dijo que no había venido por aquí últimamente.
Ella cerró los ojos y en su mente se dibujó el rostro del hombre. Qué fácil parecía. Solo tenía que decir su nombre y lo encerrarían. Recibiría su castigo. Parecía muy fácil, pero no podía hacerlo.
– No puedo decírtelo.
– ¿Cómo que no puedes decírmelo?
Ella abrió los ojos y vio la seria mirada de incredulidad de él.
– Si me equivoco y no es él habré revelado la identidad de un paciente sin necesidad.
Él bajó las manos y retrocedió.
– ¿Bromeas?
Tess miró a su alrededor, le temblaban las rodillas pero no había ningún lugar donde sentarse.
– Ojalá.
– Ya has oído lo que ha dicho tu amigo. Quienquiera que haya sido ha amenazado con matarte.
Tess, cansada, se acercó a la pared y se apoyó en ella.
– Ya lo he oído. -Estaba casi segura de que sabía a quién se refería Harrison. Joven, corpulento, mezquino. Uno de los pocos pacientes que verdaderamente la habían asustado. «Me mataría sin pensarlo dos veces.» Notó el llanto inminente en su garganta y, no dispuesta a sucumbir, tragó saliva-. Tengo miedo, ¿sabes? -musitó con la voz quebrada.
Reagan se apoyó a su lado en la pared y le alzó la barbilla con un dedo.
– Pues dime quién es -susurró-. Nadie lo sabrá, te lo prometo.
Ella negó con la cabeza, aunque se sentía muy tentada de hablar. Tentada de arrojarse en sus brazos y dejar que él la abrazara fuerte.
– No puedo. Hoy mismo me han acusado de no respetar el secreto profesional, pero yo sé que no tienen razón. Si te digo quién es, la tendrán.
– Tess, nadie lo sabrá.
– Yo sí. -Apartó la vista. «Y tú también.»
El equipo de Jack acababa de llegar y Tess observó aturdida cómo Reagan los guiaba hasta la cámara acorazada.
– Jack no puede acceder a los archivos sin una orden judicial, Aidan.
Con la mandíbula tensa, Reagan asintió.
– No toques nada hasta que no consigamos una orden judicial, Jack -le gritó.
Jack asomó la cabeza.
– No pensaba hacerlo. Hemos cubierto de reactivo los estantes y las paredes. Si solo hay tres personas que habitualmente tengan acceso a la cámara, será muy fácil descartar sus huellas y descubrir las del intruso.
– Suponiendo que no llevara guantes -observó Reagan.
Jack se encogió de hombros.
– Soy optimista por naturaleza.
Reagan se volvió hasta apoyarse de espaldas en la pared y luego miró a Tess.
– ¿Puedes por lo menos darme una pista?
Ella vaciló un momento y luego asintió.
– Si conseguís alguna huella podéis utilizar el AFIS para identificarlo.
– Así que tiene antecedentes.
Tess esbozó una sonrisa desprovista de humor.
– Si es quien yo pienso, tiene una lista de antecedentes más larga que tu brazo. -Miró el reloj-. Tengo que ir al hospital. ¿Cuánto tardará Jack con el reactivo? Tengo que cerrar con llave la cámara antes de marcharme.
La mirada de Aidan se ensombreció.
– No te fías de que metamos las narices donde no debemos, ¿eh?
Ella apretó los puños pero no alzó la voz.
– Mierda, Aidan, me entran ganas de darte un sopapo. Esto no tiene nada que ver con que te tenga o no confianza; es una cuestión legal. Todos los papeles que hay ahí dentro están protegidos, detective. Si te los entrego sin una orden judicial estaré incumpliendo la ley. Pero a ti eso te da igual, ¿verdad?
Él apretó los dientes.
– Lo que no me da igual es que un desequilibrado con una lista de delitos interminable quiera matarte. Eso no me da igual. -Tomó aire y lo expulsó de golpe-. Nos daremos prisa para que puedas cerrar antes de irte.
Toda la irritación que Tess sentía se desvaneció.
– Vuelvo a ser de poca ayuda, ¿verdad?
– Sí, pero lo comprendo. No puedo decir que me guste, pero lo entiendo. -Sacó el móvil de Tess de su bolsillo-. Al llamar a la señora Ernst he visto que tienes unas cuantas llamadas perdidas.
Tess miró el teléfono perpleja antes de caer en la cuenta de lo que ocurría.
– He desconectado el sonido esta tarde antes de visitar a los pacientes. -Lo abrió y se quedó boquiabierta-. ¿Treinta llamadas?
– Seguro que la mayoría son de periodistas.
– ¿Y cómo habrán conseguido mí número de teléfono?
– Igual que consiguen toda la información.
– Bien pensado. -Miró el teléfono con mala cara-. ¿Es posible intervenir un móvil?
Ahora era él el perplejo.
– No tengo ni idea. Mejor no toques ningún teléfono. Utiliza el mío si quieres acceder a tu contestador. -Le pasó la mano por debajo del pelo y le presionó el cuello con el pulgar justo en el punto donde su musculatura estaba más tensa. Un escalofrío recorrió la espalda de Tess-. Trata de no preocuparte por tu amigo. ¿De acuerdo? -susurró. Le devolvió el teléfono y siguió con su trabajo.
– Treinta mensajes -dijo Tess para sí a la vez que marcaba el número de su contestador. Tenía la vana esperanza de que eso le impidiera pensar en Harrison mientras Jack ponía en práctica su magia.
Martes, 14 de marzo, 20.50 horas.
Aidan ocupó el asiento del acompañante del coche de Murphy. Con un arranque de tos, agitó la mano para dispersar el humo de la cabina.
– Joder, Murphy, ¿es que te has fumado todo el paquete de golpe?
– Lo siento. -Murphy bajó la ventanilla y dio una última calada al cigarrillo antes de apagarlo en el rebosante cenicero-. ¿Qué coño has estado haciendo para tardar tanto?
No había contestado a la primera llamada de Murphy porque Tess estaba usando su móvil, pero no pensaba decírselo.
– ¿La has visto? -preguntó en lugar de dar explicaciones. Se refería a Nicole Rivera, una extraordinaria actriz de doblaje.
– No, pero trabaja allí. -Señaló un restaurante del otro lado de la calle.
– Es un restaurante caro. -Aidan lo sabía por experiencia. Solo con ver el local se le revolvía el estómago.
– La gente se viste de esmoquin y tal -coincidió Murphy-. El dueño me ha confirmado que la chica trabaja ahí, aunque no parecía muy contento al hablar conmigo. Y seguro que ahora aún lo está menos. Nicole lleva veinte minutos de retraso.
– ¿Le habrán avisado?
– Puede ser. Hace dos horas que he venido por primera vez, y he hablado con el dueño nada más llegar. Me ha dado la dirección que consta en su ficha.
– ¿Es falsa?
– Es antigua. La mujer que ha abierto la puerta me ha dicho que la chica se había trasladado hace unos dos meses porque no podía pagar el alquiler.
– Si trabaja en ese sitio tiene que ganar mucho dinero. ¿Dejó dicho adónde se mudaba?
– Sí. He ido allí también pero no estaba, y todavía no tenía ninguna orden de registro. Ahora ya la tengo.
– Menudo trajín.
Murphy asintió.
– No me has dicho por qué has tardado tanto.
– He tenido que acompañar a Tess al hospital. -Ya le había contado lo del robo, la paliza de Ernst y la amenaza contra Tess.
Murphy aplastó la colilla en el cenicero.
– ¿Has hablado con el equipo de seguridad del hospital?
– Sí. -Aidan frunció el entrecejo-. Un tipo alto con un peinado peculiar y las orejas grandes. Y con los nudillos despellejados de las hostias que le ha dado al viejo. Del nombre, ni idea. -Tess se había mantenido firme y, aunque lo entendía, Aidan sentía tanta rabia que tenía ganas de romper algo… o la cara de alguien. Esperaba estar presente cuando Jack averiguara algo con el AFIS.
– ¿Y Ernst qué?, ¿se salvará?
– Lo veo difícil. Tess le ha cortado la hemorragia antes de que llegaran los médicos de urgencias. Ha conseguido conservar la calma. -Se miró los nudillos y recordó el vendaje que le había aplicado la noche anterior-. Siempre se me olvida que ha estudiado la misma carrera que los médicos de verdad.
Murphy esbozó una sonrisa irónica.
– Yo que tú no se lo diría así.
Aidan soltó una risita.
– No lo haré. Mira, el restaurante pronto se llenará. Si queremos volver a hablar con el dueño, será mejor que lo hagamos antes.
Se apearon del coche. Aidan respiró con gusto el aire fresco y Murphy le dirigió una mirada avinagrada.
– Ya te he dicho que lo siento.
– Aún no me he quejado.
– Joder -gruñó Murphy-. ¿Cómo sabes que el restaurante está a punto de llenarse?
– Mi ex novia solía hacerme venir después de los conciertos.
Murphy dio un silbido a la vez que abría la puerta del local.
– Debía de salirte cara.
«Qué me vas a contar», pensó Aidan con tristeza. Los prístinos manteles le traían muchos recuerdos. Le había salido cara en más de un sentido. Aquel restaurante era uno de los lugares predilectos de Shelley. A un policía corriente, una cena con los cócteles y el vino podía costarle el sueldo de dos días. Por eso tuvo que cortar lo que le suponía una ruina, y ella le había montado un número.
Shelley podía pasarse la vida entera montando numeritos. Pero ya no tendría que hacerlo nunca más. Por fin había alcanzado su objetivo: iba a casarse con un hombre que podía costearle el ritmo de vida que su padrastro le había enseñado a llevar. Pobre tipo. Se refería a su marido, no a su papi. El papi de Shelley no tenía nada de pobre. Exhaló un suspiro. Y él ya no tenía que preocuparse de Shelley.
Aidan nunca se había sentido cómodo en lugares como aquel. Siempre temía utilizar el tenedor equivocado, y pagar semejantes sumas por una cena le parecía una locura. Seguro que Tess se sentiría estupendamente allí, pensó, pero enseguida se arrepintió. Ella le había dejado muy claro que asumía sus propios gastos. Pero, aunque al oírla hablar así se le hacía la boca agua, él no pensaba permitir que una mujer pagara la cuenta.
«Qué machista -le decía la conciencia-. ¿Y qué? -se replicó a sí mismo en el acto-. ¿Qué tiene de malo?»
– Es una vieja historia -le respondió a Murphy en tono cortante. Escrutar los rostros que iban y venían lo ayudó a centrarse-. Disculpe -dijo para llamar la atención del maître vestido de esmoquin. Este lo miró con superioridad-. Estamos buscando a Nicole Rivera.
– Bienvenidos al club -respondió el maître con desdén-. Si la encuentran, díganle que está despedida.
– ¿Por llegar veinte minutos tarde? -preguntó Murphy en tono suave.
– No, porque ha faltado tres días en las últimas dos semanas.
– ¿Qué días? -quiso saber Aidan.
– No me acuerdo -dijo el hombre con un suspiro de impaciencia.
– Trate de hacer memoria -le advirtió Murphy-. Si no, nos llevará mucho más tiempo.
El hombre alzó los ojos en señal de exasperación.
– Ayer, y también el sábado por la noche. Y ahora si me disculpan, por favor. -Señaló la puerta con un gesto desdeñoso que hizo que a Aidan le entraran ganas de darle un puñetazo. Pero en vez de eso, le tendió una tarjeta.
– Si aparece, llámenos.
El hombre tomó la tarjeta por una esquina.
– Claro.
Una vez en la calle, Murphy sacudió la cabeza.
– ¿Cuánto cuesta una cena? ¿Cien dólares?
– Por barba. -Se echó a reír al ver que Murphy se había quedado patidifuso-. Y si pides vino, multiplícalo por tres.
– No me extraña que ya no seáis novios.
– Volvamos al piso de Nicole. A lo mejor estaba en casa y no te ha contestado.
Martes, 14 de marzo, 21.40 horas.
– Mierda -masculló Murphy-. Joder. Llegamos tarde.
Era una verdad como un templo. Claro que Nicole Rivera se encontraba en casa, pensó Aidan mientras evaluaba los daños, pero tenía sus buenos motivos para no haber abierto la puerta.
La habían encontrado arrodillada junto a su cama con unos pantalones negros y una blusa con volantes que originalmente debía de ser blanca: su uniforme de trabajo. Tenía las manos atadas a la espalda y su torso descansaba sobre una colcha que antes había lucido un estampado de florecillas azules. Pero ahora tanto la colcha como la blusa aparecían cubiertas de sangre.
Aidan se guardó el teléfono en el bolsillo.
– El forense está de camino. -Se acuclilló junto al cadáver y examinó la única herida de bala que tenía en la nuca-. Parece que la hayan ejecutado. -Nicole había tenido una muerte rápida y piadosa. O al menos más piadosa que Adams, Winslow y los Seward-. Da la impresión de ser un calibre veintidós. No hay orificio de salida, así que la bala sigue dentro.
Murphy estaba mirando en el armario.
– ¿Está fría?
Aidan se colocó un par de guantes y le tocó el cuello.
– Tibia. No lleva mucho rato muerta. -Empezó a abrir los cajones del tocador-. Calcetines, blusas. Ropa interior, más ropa interior… Anda, lo que tenemos aquí. -Sacó una pila de recibos de compra que sobresalían de la copa de un sujetador de encaje, doblado y guardado debajo de otros cuatro-. Son copias. Una caja de cartón, una muñeca Baby Linda… -Hojeó unas cuantas más-. Una parrilla y un peluche de Wal-Mart. Todas las compras son de ayer por la mañana. Las pagó al contado. -Los dejó a un lado para llevárselos a analizar-. Deben de saber que seguimos la pista de la tarjeta de crédito.
– O bien la tarjeta de crédito no era más que un reclamo -apuntó Murphy desde dentro del vestidor-. Los lirios son lo único que han comprado con esa tarjeta. Mierda, esta mujer tenía demasiados zapatos para no poder pagar el alquiler.
– Es posible que haya más tarjetas. Esta mañana he solicitado que efectúen un seguimiento de todas las operaciones hechas a nombre de Tess. Con un poco de suerte la tendré en el casillero cuando volvamos.
– Buena idea. -Murphy salió del vestidor; con un dedo sujetaba una bolsa de gimnasia de color negro-. Estaba enrollada y escondida dentro de una caja de zapatos. Huele a flores.
Aidan bajó la vista hacia el cadáver.
– ¿Por qué la habrán matado? -se preguntó irritado-. Esta tarde nos han estado vigilando. Le he dicho a Seward que tenemos pruebas de que han imitado la voz de Tess. He revelado nuestras intenciones.
– No tenías elección. Seward estaba apuntando a Tess en la cabeza, Aidan. Has hecho lo correcto.
– Pero alguien que está muerto no puede confesar que se ha hecho pasar por Tess.
Murphy se encogió de hombros con resignación.
– Con un poco de suerte la bolsa y los recibos bastarán para contentar a Patrick. Llamaré a Spinnelli. Llama tú a Jack.
Martes, 14 de marzo, 22.55 horas.
Aidan sabía cuántas cámaras había encontrado el equipo de Jack en el piso de Tess, pero no se esperaba verlas todas sobre la mesa de la sala de reuniones de Spinnelli. Tras un día lleno de emociones tanto en el terreno personal como en el profesional, su capacidad de autocontrol resultaba precaria en el mejor de los casos. Sabía que no debería preguntarle a Rick confidencialmente dónde habían encontrado cada una de las cámaras del piso, de la consulta y de la ropa de Tess, pero tenía la necesidad de saberlo.
Pero no preguntárselo denotaría también demasiada implicación personal, y llevaba toda la tarde repitiéndose que debía andarse con cuidado en ese sentido. Si Spinnelli llegaba a pensar que tenía algún interés personal en la misión, le asignaría la protección de Tess a otro detective.
«De hecho, lo tengo», pensó. Porque al final el objetivo de la misión había acabado siendo ese: proteger a Tess Ciccotelli. Por eso no podía apartar la vista de las cámaras apiladas en medio de la mesa, en especial de un modelo que destacaba del resto. Era sumergible y cerca del borde se observaban restos de moho. El muy hijo de puta había instalado la cámara en el ventilador del techo del cuarto de baño, situado justo encima de la ducha. El ruido del ventilador habría arruinado el sonido, pero las imágenes debían de ser perfectas.
Sintió que se le revolvían las tripas mientras en su mente se sucedían, cual serpiente rastrera, imágenes del asesino mirando a Tess. ¿Cuántos putos babosos más la habrían estado contemplando? No podía controlar los pensamientos, ni tampoco los violentos latidos de su corazón.
Habían violado la intimidad de Tess y solo por eso el hijo de puta que lo había hecho debía morir.
Spinnelli observaba la mesa de la sala de reuniones con los puños cerrados y en jarras mientras sacudía la cabeza.
– Dios mío. Aquí hay más material que en RadioShack.
Era cierto. Aidan se centró en el asunto tras controlar la furia que bullía en su interior. Jack y Rick habían clasificado las cámaras y los micrófonos encontrados durante los últimos dos días en siete montones. Los tres primeros correspondían a los pisos de las tres víctimas: Adams, Winslow y Seward. El cuarto montón era el de mayor tamaño y procedía del piso de Tess. El quinto, la mitad de alto, correspondía a la consulta. El sexto aún era más pequeño y en él se encontraban los micrófonos que Rick había extraído de su coche tras registrarlo durante cinco minutos. Tal vez hubiera más. De hecho, era probable. El séptimo montón era el menor de todos. En él había micrófonos del tamaño de una aguja de coser que Rick había encontrado en el forro de todas sus chaquetas, incluso en la de cuero rojo que llevaba puesta el domingo. «Cuando la acusé de ser una asesina.»
– Cuéntame, Rick -empezó Spinnelli-, ¿qué has averiguado de toda esta mierda?
Rick se puso en pie.
– No todo lo que te gustaría, pero algo es algo. En primer lugar, no hemos encontrado nada al tratar de controlar las transmisiones ni los correos electrónicos del piso de Adams. Dejé una cámara en cada piso por si volvían a utilizarlas, pero ya no funcionan. Quien las puso allí debe de saber que las hemos encontrado.
– ¿Ya nos rendimos? -preguntó Spinnelli irritado.
– Teníamos pocas probabilidades de que saliera bien -lo animó Rick-. Pero he conseguido información de esos dos montones -señaló los dos primeros-. Las cámaras de los pisos de Adams y de Winslow son del mismo modelo, y los números de serie son consecutivos.
Spinnelli asintió.
– Entonces es que las compraron al mismo tiempo.
– Probablemente. Hasta hace dos semanas, ese modelo era el más vendido de la marca. Hace dos semanas, lanzaron ese otro -Rick señaló el montón de circuitos de Seward-, y ya ha pasado a ser el más vendido. No necesariamente la cámara que encontré en su piso tuvo que ser comprada después que la otra, pero es posible que fuera así.
– Así que Seward no formaba parte del plan original -dijo Aidan pensando en voz alta. «Céntrate, Reagan.» La visión de tantas cámaras lo concomía-. El jefe de Adams nos explicó que llevaba semanas con muchos altibajos y Tess dice que hace tres que faltó a la visita. La cámara de casa de Seward no estaba a la venta cuando empezó todo.
– Puede ser. -Spinnelli se sentó y se cruzó de brazos-. Lo que quiero saber es si nuestro hombre colocó las cámaras en todos esos lugares: en los pisos, en la consulta y en el coche. -Tomó la bolsa con los micrófonos del tamaño de una aguja-. Y también en la ropa. ¿Quién tiene acceso a todo eso?
– Lo mejor que podemos hacer es examinar las grabaciones de seguridad del edificio de Seward de los últimos dos días y compararlas con las de Winslow de antes de ayer -propuso Jack-. Suponiendo que todo sea obra de la misma persona. Por lo menos en las de Winslow aparece la hora, y por la cantidad de plástico que se derritió, el muñeco no estuvo en el horno más de tres horas, así que tenemos que analizar la secuencia desde las once hasta la una.
– ¿Cómo es posible que alguien metiera un muñeco en el horno sin que él se enterara? -preguntó Spinnelli-. Dios, eso es lo peor de todo.
Aidan estaba en completo desacuerdo. Lo peor de todo era la cámara del baño, pero no era momento de pensar en ello. No podía permitírselo; tenía que mantener la calma.
– Si Winslow estaba dormido y drogado, es posible que no oyera que alguien entraba en la cocina, pero ahora que tenemos el marco temporal volveremos a preguntarles a los vecinos. ¿Qué hay de las cámaras del piso de Tess?
– Son modelos más antiguos -respondió Rick-, de tres fabricantes distintos.
– ¿Muy antiguos? -preguntó Aidan con voz tensa.
– No quiere decir que lleven allí mucho tiempo -advirtió Rick, y luego se encogió de hombros-. Eran los más vendidos hace seis meses. -Vaciló-. Excepto ese. -Señaló el modelo sumergible-. Es de hace cuatro años más o menos. Pero no parece que llevara allí más tiempo que las otras cámaras -se apresuró a añadir-. Yo que vosotros me centraría en los últimos seis meses como mucho.
A Aidan se le encogió el estómago.
– ¿Seis meses? ¿Un pervertido lleva mirándola seis putos meses?
Spinnelli arqueó las cejas.
– ¿Cómo sabemos que es un pervertido?
Furioso, a punto de explotar, Aidan se estiró y tomó la cámara sumergible.
– Porque estaba en la ducha, joder -soltó entre dientes. Estaba lo bastante furioso para emprenderla a golpes, así que con cuidado dejó la cámara en su sitio con mano temblorosa.
Jack miró a Rick con enfado.
– ¿Se lo has dicho tú?
Rick volvió a encogerse de hombros, incómodo.
– Me lo ha preguntado, yo no… Da igual.
Spinnelli parecía preocupado.
– ¿Aidan?
Él sacudió la cabeza para pensar con claridad.
– Lo siento. Tú no viste la cara que puso cuando le dije lo de las cámaras. Lo siento. -Se pasó la palma de las manos por el rostro-. El día ha sido muy largo.
– Para Nicole Rivera, no -observó Murphy en voz baja-. Registramos todo el piso, Marc, pero no encontramos indicios de que nadie le hubiera pagado por hacerlo.
– ¿Encontrasteis el abrigo y la peluca? -quiso saber Spinnelli.
Murphy negó con la cabeza.
– No, pero encontramos cintas con la voz de Tess en la despensa, detrás de unos cuantos paquetes de Hamburger Helper. Eran grabaciones de sesiones con pacientes.
– Con eso practicaba. -Spinnelli se frotó la frente-. Bastará para que Patrick rechace las apelaciones. Tal vez el informe de balística revele algo sobre la bala. ¿Y qué ha pasado esta tarde en la consulta?
– Su colega nos ha dicho que ha sido uno de los pacientes de Tess -explicó Aidan-. Tess cree saber quién es, pero no quiere decirlo. -Y él la admiraba tanto por sus principios como ganas tenía de echarle una reprimenda.
Murphy se volvió hacia Jack con expresión sombría.
– ¿Has identificado a ese cabrón?
– Justo ahora tengo a uno de mis hombres comparando las huellas con el AFIS -explicó Jack-. Es probable que sepamos algo dentro de una hora como mucho.
– Cuando sepáis su nombre quiero ir yo. -Murphy habló en voz baja, con control, pero el tono no logró ocultar del todo la fuerza de sus emociones. Aidan sabía muy bien cómo se sentía.
– Enviaré a otra persona -repuso Spinnelli, y les lanzó a ambos una mirada de advertencia-. Vosotros os encargaréis de investigar al de las grabaciones. ¿Está claro?
Aidan asintió con gesto enérgico.
– Más que el agua. Patrick no se pondrá muy contento -auguró cambiando de tema para ganar tiempo y que tanto él como Murphy pudieran tranquilizarse-. Puede reclamar las pruebas que quiera pero se tardará días enteros en volver a colocar todos esos informes en sus correspondientes carpetas. En la cámara había historiales de veinte años, tirados todos por el suelo. Lo mejor que podrá conseguir de momento es una lista de los pacientes, pero con eso no sabrá cuáles son los más susceptibles de cometer un suicidio. -En ese instante se le ocurrió una idea-. A menos que…
Spinnelli se inclinó hacia delante.
– ¿A menos que qué? Dime, Aidan.
Aidan se sacó las llaves de Tess del bolsillo. Las había guardado allí al entrar en la consulta y se le había olvidado devolvérselas. Del llavero colgaba un pequeño lápiz de memoria, no más grande que un dedo pulgar.
– Guarda una copia de todos los historiales aquí.
Murphy entrecerró los ojos.
– ¿Qué coño es eso?
– Un lápiz de memoria -explicó Aidan-. Es igual que un disquete, pero con una capacidad… ¿cincuenta veces mayor? Solía utilizar uno en las clases de diseño gráfico. Se conecta al puerto USB del ordenador.
Murphy sacudió la cabeza.
– ¿En eso caben cincuenta disquetes?
Rick lo observó detenidamente.
– ¿En este? Y mil también.
– Uau. -Spinnelli quiso cogerlo, pero Aidan negó con la cabeza.
– No. Sería como entrar en su despacho y robarle los archivadores. No puedes hacerlo.
El semblante de Spinnelli se ensombreció.
– Los cinco cadáveres que hay en la morgue son motivo suficiente.
– Yo también quiero conseguir la lista, y quiero darle su merecido a ese tipo cuando lo atrapemos. Pero también quiero que Tess pueda ejercer cuando termine todo esto. Si consultamos el lápiz de memoria, seguro que no podrá hacerlo porque parecerá que nos lo haya dado ella. Espera a mañana. Patrick tendrá su orden de registro y nosotros conseguiremos la información que necesitamos.
– Tal vez mañana sea tarde -se quejó Spinnelli, y luego suspiró-. Mierda, Reagan, tienes razón. ¿Desde cuándo eres más sensato que yo? -Sin esperar respuesta, le tendió a Aidan un papel doblado-. Es el informe de tóxicos de Adams completo.
Aidan lo leyó y luego se lo pasó a Murphy.
– ¿Psilocibina? ¿Qué es?
– He llamado a Julia -dijo Spinnelli-. Dice que es una sustancia que se extrae de setas venenosas, muy alucinógena. El nivel de sustancia encontrado en la sangre de Adams es solo un diez por ciento del que habría si se hubiera comido una seta entera, pero parece que estuvo ingiriendo el veneno durante mucho tiempo. Lo contenían las cápsulas de uno de los botes de medicamentos que encontrasteis en el botiquín de Adams.
– Entonces, ¿por qué le dieron fenciclidina? -preguntó Aidan, y suspiró al verlo claro-. Era el aniversario de la muerte de su hermana. El tipo debía de estar impaciente al ver que lo de las setas no funcionaba y la ocasión la pintaban calva.
– Y Winslow también estaba al borde del abismo -convino Spinnelli-. Julia buscará la misma sustancia en su análisis de tóxicos.
Aidan pensó en Seward, en su mirada enajenada.
– ¿Y en Seward?
Spinnelli negó con la cabeza.
– Julia dice que no ha encontrado nada en el análisis inicial. Se dará prisa, pero aun así tendremos que esperar a mañana. -Vaciló un momento y luego se volvió hacia Rick-. Rick, tengo que hablar con ellos tres a solas.
Rick se puso en pie.
– No tendrás que decírmelo dos veces. Buenas noches.
Cuando hubo salido por la puerta, Spinnelli cerró los ojos con gesto cansino.
– Asuntos Internos ha tomado parte en el tema.
Esas dos palabras hicieron que Aidan se crispara.
– ¿Por qué?
Spinnelli pestañeó varias veces.
– Porque tenemos cinco huellas distintas procedentes de las cartas que Tess recibió después de lo de Green. Tres corresponden a policías, todos amigos de Preston Tyler.
– ¿Y la empleada de Archivos? -preguntó Murphy-. ¿Ha identificado a alguno?
– No. Insiste en que no se acuerda, pero Asuntos Internos opina que oculta algo.
– Es muy joven -dijo Murphy pensativo-. Debe de darle miedo hablar.
– Si alguno de ellos está implicado en esto, es normal que tenga miedo -observó Aidan con tristeza.
– ¿Quiénes son, Marc? -quiso saber Jack.
– Tom Voight, James Mason y Blaine Connell. -Spinnelli echó hacia atrás la cabeza hasta que le crujió el cuello-. Todos tienen un expediente impecable, sin una mácula.
Aidan sacudió la cabeza, no daba crédito a lo que oía.
– No puede ser. Conozco a Blaine Connell.
– ¿No puedes creer que haya sido él? -preguntó Spinnelli con una mueca-. Pues claro que no. -Suspiró-. Claro que no.
Murphy empezó a darse golpecitos con el mechero en la palma de la mano.
– Si alguno de ellos está detrás de esto, quiere decir que han hecho mucho más que provocar suicidios. Han ejecutado a Nicole Rivera a sangre fría. Cuesta creer que lo haya hecho un policía, pero si…
– Un policía sabe muy bien cómo liar a alguien para que cometa un asesinato -opinó Jack.
Aidan dirigió una seria mirada a Spinnelli.
– Ahora que sabemos sus nombres, ¿qué vamos a hacer?
Todos se volvieron al oír que llamaban a la puerta. Rick asomó la cabeza.
– Lo siento, pero la doctora Ciccotelli está esperando fuera. Quiere verte, Aidan. No tiene muy buen aspecto.
Aidan se puso en pie y la preocupación colocó en segundo plano todos sus otros pensamientos.
– Tenía que llamarme antes de salir del hospital. ¿Dónde está?
– Aquí. -Tess entró apartando a Rick, y al ver las cámaras sobre la mesa se quedó helada. Aidan la había visto pálida, pero ahora su rostro había perdido todo el color y aparecía ceniciento-. ¿Tantas? -preguntó con un hilo de voz-. ¿Vigilando a mis pacientes? ¿Y a mí?
Aidan la asió del brazo y la llevó hasta una silla. Luego se acuclilló a su lado y le volvió la cabeza para que lo mirara a él en lugar de las cámaras.
– ¿Qué ha ocurrido, Tess?
Ella se soltó de su mano, le temblaban los labios. Miró de nuevo hacia la mesa y sus ojos se posaron en el llavero. Se volvió hacia Aidan, con un inmenso dolor en la mirada y el ánimo por los suelos.
– ¿Les has dado mis archivos? -Su voz apenas se oía, solo salían amagos de palabras.
– Yo quería abrirlos, Tess -dijo Spinnelli antes de que Aidan pudiera pronunciar palabra-, pero él no me ha dejado.
Tess asintió con alivio, aunque Aidan sabía que seguía sintiendo una gran pesadumbre. Volvió a formular la pregunta con la esperanza de que su temor fuera vano.
– ¿Qué ha ocurrido, Tess? -preguntó otra vez, con mucha delicadeza.
Ella dio un suspiro trémulo.
– Harrison ha muerto.
La pesadumbre invadió también a Aidan, que en esos momentos sintió ganas de atraer a Tess hacia sí y abrazarla fuerte. Pero no podía hacerlo. Allí no. No delante de un teniente que pensaba que tanto él como Murphy estaban demasiado implicados en el caso.
Solo le faltaría saber lo suyo con Tess. Por eso se limitó a tomar su mano.
– ¿Cuándo?
Ella agitó la cabeza, aturdida.
– Hace media hora. Lo estaban operando, pero la hemorragia interna era demasiado importante. Han llegado sus hijos y le están haciendo compañía a Flo, así que yo me he marchado. -Bajó la mirada, sombría y angustiada-. Mientras esperaba, he terminado de escuchar los mensajes del contestador -prosiguió en un tono tan apagado y vacuo que hizo que a Aidan se le acelerara el pulso-. Me han retirado la licencia, y tres pacientes más han amenazado con matarme si contaba sus secretos.
El acelerado corazón de Aidan se paralizó.
– ¿Sabes quiénes?
– No. Pensaba llamarlos a todos y decirles que no pienso contar nada de nada, pero los que me creen no habrían tenido que amenazarme así. Además, también podría ser esa mujer haciéndose pasar por mí. Y de todas formas, eso no evitaría el mal. Harrison ha muerto a pesar de haber protegido la privacidad de los pacientes, de haber guardado sus putos secretos. -Su voz se quebró-. Su muerte no ha servido de nada. -Bajó la cabeza y se quedó allí sentada, aferrada a su mano y llorando en silencio.
Aidan notó un escozor en los ojos y pestañeó para contener sus propias lágrimas al ver cómo las de ella caían en su mano.
– Lo siento, Tess. Lo siento muchísimo. -Las palabras eran obviamente insuficientes, pero ella asintió y dio otro suspiro. Se soltó de su mano y se enjugó las húmedas mejillas.
– No, quien lo siente soy yo. No tendría que haber venido aquí, estáis trabajando. -Se puso en pie e irguió la espalda-. Os dejo seguir, pero supongo que no puedo entrar en casa.
– Todavía no -respondió Jack-. Mañana, tal vez. Quiero registrar el piso una vez más.
Tess se sentía aterrada, pero asintió.
– Gracias. Si me devolvéis las llaves, me iré.
Aidan le puso la mano en el hombro y, a través del grueso jersey de cuello alto, la notó estremecerse.
– Espérame, por favor. -Se volvió hacia Rick, quien permanecía de pie junto a la puerta con cara de compasión-. ¿Puedes quedarte con ella hasta que acabemos?
Rick asintió.
– Vamos, Tess. -Le pasó el brazo por los hombros-. Te invito a un café.
Cuando cerraron la puerta, Aidan se volvió hacia Spinnelli.
– Tenemos que decirle que Rivera está muerta.
El teniente se frotó la nuca.
– Estoy de acuerdo. Ya no podremos conseguir que confiese, pero por lo menos Tess se tranquilizará al saber que no hará más llamadas imitando su voz.
– Eso es lo que el asesino quiere que pensemos -apuntó Murphy despacio-. Ha sido muy fácil encontrarla. Podría haberla matado en cualquier otro sitio para que nos llevara un poco más de tiempo identificarla.
Aidan hurgó con los dedos en su pelo, furioso.
– Sabía que íbamos a ir a buscarla. Estaba escuchando cuando le dije a Seward que teníamos pruebas de que alguien imitaba la voz de Tess. ¿Qué hará ahora que se ha quedado sin su títere?
– A lo mejor ha terminado -opinó Jack.
Aidan negó con la cabeza.
– No, no ha terminado. Aunque tal vez haya cumplido su objetivo. Quién sabe a cuántos enfermos mentales ha manipulado. Le gusta hacer las cosas sin ensuciarse las manos, y ha conseguido poner a unos cuantos locos en contra de Tess.
– Y encima es posible que lleve una placa. -Murphy dirigió una seria mirada a Spinnelli-. ¿Qué haremos con los remitentes de las cartas?
Este sacudió la cabeza.
– Todavía no lo sé. De momento quiero que tengáis los ojos y los oídos bien abiertos. Ha trascendido la noticia de que Asuntos Internos ha tomado parte en el tema y las cosas pueden ponerse feas. Jack, avísame en cuanto sepas de quién son las huellas que habéis encontrado en la consulta y detendremos al tipo por el asesinato del doctor Ernst. Aidan, acompaña a Tess a un hotel para que duerma un poco. Os quiero a todos aquí mañana a primera hora.