Capítulo 14

Miércoles, 15 de marzo, 15.10 horas.

Aidan miró el rótulo de la tienda y exhaló un suspiro. Era el tercer establecimiento de Wires-N-Widgets que visitaba en Chicago y sus alrededores. La siguiente tienda más cercana estaba en Milwaukee, a una hora de distancia.

– Comete tres delitos graves y te condenarán a cadena perpetua -masculló, y Murphy puso mala cara.

– Pero a veces a la tercera va la vencida, Aidan.

– Sí, sí. Deja de fumar y veremos si estás tan eufórico.

Él cada vez estaba más desanimado. A cada hora que pasaba sin detener a Bacon, aumentaban las posibilidades de que algún calenturiento viera a Tess en una página web. No quería tener que decirle que habían fracasado y ver su mirada llena de preocupación.

Entraron en la tienda y se dirigieron al mostrador, donde un hombre fornido clasificaba piezas. El nombre que aparecía en su polo junto al logotipo de Wires-N-Widgets era Gus.

Murphy depositó en el mostrador la fotografía de Bacon y Aidan vio que Gus se sorprendía.

– Bacon ya no trabaja aquí -dijo, y se volvió hacia la pila de piezas diminutas.

Murphy se apoyó en el mostrador.

– ¿Por qué?

El hombre sacó un montón de bolsitas de plástico y se dispuso a introducir una pieza en cada una.

– Porque el jefe lo despidió.

Aidan puso la mano sobre las bolsas y Gus levantó la cabeza irritado.

– Tengo que meter todo esto en bolsas antes de terminar el puto turno, ¿vale?

Aidan se inclinó hasta que estuvo a pocos centímetros de la narizota del hombre.

– Estamos investigando un homicidio, señor. A mí me trae sin cuidado que termine o no de llenar las bolsas, pero le aseguro que no lo hará si no nos atiende ahora mismo. Responda a la pregunta. ¿Por qué despidió su jefe a David Bacon?

El hombre abrió los ojos como platos.

– ¿Homicidio? ¿Ha matado a alguien?

– Nosotros no hemos dicho eso -aclaró Aidan-. Es posible que conozca a quien lo hizo.

Gus suspiró y bajó la voz.

– No queremos que se sepa nada de esto.

Aidan y Murphy se miraron.

– ¿Robó? -preguntó Murphy.

Gus negó con la cabeza.

– Peor. Encontramos cámaras en el lavabo de señoras. El jefe investigó a Bacon y descubrió que había mentido al rellenar la solicitud. Dijo que no lo habían detenido nunca, pero en realidad había estado en la cárcel por… -Se inclinó hacia delante susurrando-: espiar a las chicas en un instituto.

– Ya lo sabemos -dijo Murphy en tono insulso-. ¿Es que no comprueban los antecedentes?

Gus se sonrojó.

– Sale muy caro -respondió.

Ellos comprendieron lo que había pasado.

– Su jefe quiso ahorrarse un dinero y la cosa le costó cara -soltó Aidan.

Gus le dirigió una mirada feroz.

– Algo así.

– ¿Y cuánto hace que despidieron a Bacon? -preguntó Murphy.

– Un mes, más o menos.

– Su madre aún tiene su ropa de trabajo -dijo Murphy, y Gus hizo una mueca.

– Pues que se la guarde. Ese tipo siempre olía a meados de gato. Esa ropa nunca volverá a estar limpia. Mi jefe solo quería que se largara cuanto antes, no nos apetece que nos demande ninguna señora.

– ¿Dejó alguna dirección para que le envíen el finiquito? -insistió Aidan.

– No. Lo siento. -Gus frunció el entrecejo cuando ambos se lo quedaron mirando-. No miento. Mi jefe le dijo que no pensaba pagarle el sueldo que le debía y que, si volvía a poner los pies en la tienda, podía estar seguro de que avisaría a la policía. Bacon se quedó blanco como el papel y se marchó más rápido que si lo hubiéramos echado a latigazos. Ojalá.

– Conozco esa sensación -dijo Aidan-. ¿Tiene idea de dónde vive?

Gus se concentró.

– No. Pero un día vino con el cuento de que estaba harto de vivir con su madre y dijo que pensaba buscarse un piso. Se pasó toda la mañana mirando los anuncios del periódico y llamando por teléfono. Cuando el jefe lo supo, le descontó el dinero del sueldo.

A Aidan se le erizaron los pelos del cogote.

– ¿Recuerda cuándo fue eso?

Gus volvió a concentrarse, y de pronto se le iluminó la cara.

– Esperen. -Hurgó por detrás del mostrador y sacó un calendario de partidos de baloncesto de la universidad-. El segundo lunes de diciembre. -Levantó la cabeza-. Esa noche se jugaba un partido importante y vino un chico desesperado que quería comprar un televisor porque el suyo se había estropeado y había invitado a su casa a unos amigos. Tuve que despacharle yo porque Bacon no paraba de hablar por teléfono. ¿Les sirve eso?

La sonrisa de Aidan denotaba un gran alivio.

– Muchísimo. -Le tendió una tarjeta-. Llámenos si recuerda algo más sobre Bacon.

Gus miró la tarjeta y volvió a mirar a Aidan.

– Ya sé de qué me suena. Es el detective que salió ayer por la tele. Salía de casa de Seward después de que se suicidara. -Entrecerró un poco los ojos-. ¿Me firma un autógrafo?


Murphy seguía riéndose una hora después, mientras revisaban las llamadas hechas desde Wires-N-Widgets el segundo lunes de diciembre. Aidan no le veía ninguna gracia a su recién estrenada fama.

– Por cierto, ¿qué metía en las bolsas? -preguntó Murphy-. Me refiero a las piezas que Gus estaba embolsando.

– Son reguladores de tensión. Previenen los cambios bruscos de voltaje. -Aidan examinó la lista de pisos. Los había por toda la ciudad. Les llevaría horas comprobar todas las direcciones. Cuando miró a Murphy vio que este ladeaba la cabeza, perplejo.

– Hice una asignatura de electrónica cuando…

– Cuando te estabas sacando la carrera. -Murphy, sonriente, sacudió la cabeza-. Ya.

Spinnelli se acercó y se plantó delante de ellos. Un gesto grave le arrugaba el bigote.

– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

Aidan alzó los ojos, exasperado.

– Nada. Tenemos una pista sobre dónde podría vivir Bacon. -Le mostró a Spinnelli la lista con los veinte números de teléfono a los que Bacon había llamado cuando buscaba piso-. De momento hemos llamado a una docena y en ninguno lo recuerdan.

– Es posible que utilizara un nombre falso -apuntó Murphy, completamente serio-. Tendremos que mostrarles una foto. Los pisos están en puntos muy distintos de la ciudad, nos llevará bastante tiempo visitarlos todos.

– Repartíos el trabajo -ordenó Spinnelli con sequedad.

Aidan examinó su semblante.

– ¿Qué ocurre, Marc?

Spinnelli estaba a punto de responder cuando entraron Abe y su compañera, Mia Mitchell. La expresión de ambos era tan sombría como la de Spinnelli.

Aidan se levantó despacio, el ritmo de su corazón disminuyó hasta convertirse en un golpeteo sordo.

– ¿Clayborn?

Abe negó con la cabeza.

– Llevamos siguiéndole la pista toda la mañana, pero parece que se lo haya tragado la tierra. Hemos recibido otro aviso y hemos tenido que atenderlo.

El cansino corazón de Aidan dio un repentino vuelco.

– ¿Rachel?

Mia entrecerró los ojos.

– ¿Qué le pasa a Rachel?

Abe sacudió la cabeza con más fuerza.

– Nada. Está bien. Aidan, ¿conoces a un hombre llamado Hughes?

Aidan se quedó pensativo; luego levantó la vista despacio cuando su memoria ató cabos.

– Es el portero del edificio donde vive Tess. ¿Por qué?

Mia se desabrochó la cremallera del abrigo y se despojó de la bufanda.

– Ha muerto. Lo han encontrado en un callejón, no muy lejos de su casa. Le han dado una paliza tremenda.

Aidan se dejó caer hasta sentarse en el borde de su escritorio. Era una casualidad; tenía que serlo. Aunque en el fondo sabía que no lo era.

– ¿Le han robado?

– En la cartera solo le han dejado el carnet de conducir -aclaró Abe-. Querían que lo identificaran y era imposible reconocer su cara. Lo han dejado destrozado, Aidan; está hecho papilla. -Dio un suspiro-. Llevaba dos cosas prendidas en la camisa. Una nota impresa que ponía: «Dime con quién andas y te diré quién eres».

– Y un artículo del periódico sobre Tess -añadió Mia en voz baja.

Aidan se frotó la boca con el dorso de la mano; le costaba demasiado asimilar la trascendencia de todo aquello.

– Era amigo de Tess. La noticia acabará con ella.

Guardaron silencio un momento, luego Spinnelli suspiró.

– Tenías razón, Aidan. Aún no ha terminado. Pero por lo menos ya sabemos cuál es su objetivo. No se trata de conseguir ninguna apelación, ni tampoco quiere sacar provecho económico de los suicidios.

– Lo que quiere es acabar con Tess -dedujo Aidan con un hilo de voz-. A toda costa.

Spinnelli tenía una expresión adusta.

– Y las únicas pistas nos llevan a un policía que no dirá nada a Asuntos Internos. Y a Bacon.

Abe frunció las cejas y cruzó una mirada con Mia.

– ¿Un policía?

– ¿A qué hora murió el portero? -quiso saber Spinnelli.

– Hace diez horas, más o menos -respondió Mia-. ¿De qué policía hablas, Marc? ¿Por qué?

– De uno que lleva todo el día con Asuntos Internos, así que no puede haber asesinado a Hughes -dijo Spinnelli, sin responder verdaderamente a su pregunta-. Solo nos queda Bacon. -Dio unos golpecitos con los nudillos en la lista de pisos-. Quiero que lo encontréis.

– Tenemos que ir a hablar con la esposa de Hughes -dijo Abe-. Aún no sabe nada.

– Yo tengo que decírselo a Tess -dijo Aidan-. No quiero que lo sepa por las noticias.

– Y todavía tenemos que dar con Clayborn -añadió Mia-. ¿Por dónde empezamos, Marc?

Spinnelli se quedó pensativo.

– Mia, tú ocúpate de la viuda. Abe, encárgate de ir a unos cuantos pisos. Luego seguid buscando a Clayborn. Llevo todo el día recibiendo llamadas de los hijos de Ernst; quieren saber cuándo detendremos al asesino de su padre. -Se frotó las sienes-. Parece que Harrison Ernst tenía amigos muy importantes porque han llamado también unos cuantos peces gordos. Murphy, ocúpate de la otra mitad de la lista de pisos. Aidan, tú te encargarás del resto. Primero habla con Tess, luego empieza a buscar a Bacon. -Y curvando los labios, pero sin un ápice de humor exclamó-: Maricón el último.


Miércoles, 15 de marzo, 17,10 horas.

David Bacon cerró el pestillo de la puerta de su piso con una mueca. Aquel lugar no dejaría de oler nunca a tabaco, pensó mientras se despojaba de la chaqueta. Era por culpa de la alfombra. La fibra absorbía los olores como una esponja. Aun así, era mejor que vivir con su madre. El tabaco siempre resultaba más agradable que la naftalina y los meados de gato. Además, la alfombra no duraría mucho. Aunque Pope no le pagara, con el primer ingreso de Ciccotelli podría costearse un piso en un barrio mejor. Y con los siguientes no tendría que volver a preocuparse del dinero en mucho tiempo, porque pensaba acosarla hasta hacer que se derrumbara y acabar con ella.

Acababa de entrar en el salón y se detuvo en seco. Algo había cambiado. Dejó la chaqueta y se acercó al ordenador, notaba en el cuello los fuertes latidos de su corazón. Estaba todo revuelto, y el monitor tirado por el suelo.

– Santo Dios -musitó-. Oh, no. -Le habían robado.

Habían arrancado el portátil de la plataforma de conexión y habían levantado el teclado. El disco duro no estaba. «No está.» Se esforzó por tomar aire, por pensar. No resultaba agradable, pero tampoco era el fin del mundo. Nunca guardaba nada en el disco duro, pues la última vez la policía lo había utilizado para encerrarlo. Todo lo que tenía valor lo grababa en CD. De pronto, se le paró el corazón. «Santo Dios. Los CD. Si me han robado los CD…»

Fue corriendo al cuarto de baño y frenó de una patinada. Su escondrijo seguía siendo seguro. Respiró hondo y suspiró aliviado.

Pero se percató de que olía a tabaco más de lo habitual. Poco a poco se dio la vuelta y descubrió por qué. El cigarrillo aún estaba encendido y lo sostenía la mano enguantada que llevaba tanto tiempo sin ver. Bacon, momentáneamente desconcertado, enarcó las cejas.

– ¿Qué coño estás haciendo aquí?

– He venido a hacerte una visita, David.

Se quedó petrificado al ver la punta de una estilizada pistola del calibre 22 con silenciador.

– No te entiendo.

– Me has traicionado. Te contraté para que hicieras un trabajo, para que instalaras una serie de cámaras conectadas en red en el piso de Ciccotelli. Pero instalaste una cámara de más. ¿Creías que no me enteraría?

Él negó con la cabeza, el pánico intensificaba el bombeo de la sangre en su cerebro.

– Tú no me contrataste.

– Claro que sí, solo que no lo hice en persona. Dame los vídeos.

– No -contestó, y dio un grito ahogado al notar el dolor que le recorría el brazo derecho. Con la mano izquierda se lo aferró a la altura del bíceps y se lo quedó mirando. Tenía la mano derecha paralizada y en la izquierda notaba el calor y el flujo de la sangre. Levantó la vista. No podía creer lo que estaba sucediendo.

– Me has pegado un tiro.

La sonrisa de satisfacción que observó hizo que un escalofrío de horror le corriera la espalda.

– ¿Piensas llamar a la policía, David? No lo creo. Registrarían la casa y ¿qué encontrarían? Vídeos y más vídeos. Mmm… Algunos son nuevos pero la mayoría son los que hiciste que tu madre escondiera mientras tú estabas entre rejas. Tráemelos. Ahora mismo.

– ¿Cómo lo has descubierto? -preguntó mientras con desesperación trataba de pensar en cómo huir.

– Sabía que cuando vieras que el disco duro no estaba irías a comprobar si lo que tienes guardadito seguía en su sitio. Sherlock Holmes utiliza un truco similar en Escándalo en Bohemia. Deberías dejarte de tanta peli porno y leer más los clásicos.

Bacon empezó a arrancar el papel de la pared y se encogió de miedo al oír la risa sardónica tras de sí.

– Muy listo, David. Siempre lo has sido. Lástima que no lo suficiente. Se acabó.

Con movimientos toscos acabó de quitar el papel pintado y lo dejó todo al descubierto. Todo.

– Caramba… Cuánto trabajo. Debe de haber… ¿cuántos?

– Quinientos -respondió David con pesar. Todo había terminado.

– Quinientos CD. Debes de haber tardado años en recopilarlos, David.


Miércoles, 15 de marzo, 17.15 horas.

Aidan le pidió a Tess que fuera a su casa con la intención de contarle lo sucedido, allí podría llorar tranquila. Ella lo esperaba en el asiento del acompañante de un coche que no había visto nunca. Aidan se dio cuenta de que era uno de alquiler y de que Vito iba al volante. Tess salió del coche y avanzó por el camino de entrada a la casa hasta el garaje, con el rostro paralizado de miedo. Vito la siguió cargado con bolsas de la compra.

Tess se sentó frente a la mesa de la cocina y Vito dejó las bolsas en el suelo. Al olfatearlo, Dolly se puso alerta, con el pelo erizado y un gruñido constante.

– Siéntate, Dolly -le ordenó Aidan en voz baja, y la perra obedeció. No había forma de suavizar lo que tenía que decir, así que fue directo al grano.

– Tess, el señor Hughes ha muerto.

Su rostro palideció.

– ¿Qué?

Aidan se agachó delante de ella y le tomó las manos.

– Lo siento mucho, cariño.

– ¿Ha tenido un accidente? -Pero al preguntarlo le tembló la voz y Aidan supo que conocía la respuesta.

– No. -Procuró hablarle con la mayor delicadeza-. Le han dado una paliza, Tess. -Miró a Vito y por su expresión de horror dedujo que este ya lo había comprendido todo-. Eso no es todo. Tarde o temprano lo sabrás, así que…

– Dímelo ya, joder -musitó ella-. Dímelo.

– Había un mensaje… en el cuerpo: «Dime con quién andas y te diré quién eres». -Exhaló un suspiro-. Y también un artículo del periódico sobre ti.

Ella se cubrió la boca con las manos al asimilar la noticia. Tenía los ojos abiertos como platos y la mirada llena de espanto.

– Dios mío -musitó con un balanceo infinitesimal-. Dios mío.

Él la rodeó con sus brazos mientras ella permanecía inmóvil en la silla. No se resistió, pero tampoco le devolvió el abrazo. Estaba helada, cual estatua de mármol.

– ¿Tess? -Le pasó la mano por debajo del pelo y le rodeó la mejilla con la mano-. Escúchame. -Le presionó la nuca con más fuerza hasta que lo miró; tenía los ojos vidriosos-. Escúchame -repitió-. Tú no has sido, tú no tienes la culpa.

Ella se limitó a mirarlo. Deprimida e impotente. Aidan levantó la cabeza para mirar a Vito.

– No puedo quedarme, pero no quería que saliera a la calle y se enterara por alguna otra persona.

– Te lo agradezco -dijo Vito con vacilación-. ¿Tenéis a Clayborn?

– Todavía no, pero tenemos una pista sobre el CD. Tengo que marcharme. -Pero no se movió, era incapaz de dejarla-. Tess -susurró-. Mierda.

Ella pestañeó.

– ¿Lo sabe Ethel?

– Justo ahora hay una detective en camino para decírselo. Mia Mitchell.

Tess asintió.

– Conozco a Mia. Es… -Tragó saliva-. Es muy agradable.

Aidan se puso en pie y tiró de ella obligándola a levantarse. Ella se apoyó en él. No fue un abrazo, sino un silencioso gesto que indicaba que necesitaba consuelo. No movió los brazos pegados a ambos lados del cuerpo cuando él la rodeó con los suyos y le estampó un beso en la barbilla, justo por encima del cuello de canalé de su jersey de cisne.

– Tengo que marcharme.

Ella asintió con rigidez y se echó atrás.

– ¿Adónde voy? ¿Vuelvo a mi casa?

– No, todavía no. Puedes quedarte aquí si quieres. -Miró a Vito-. Sacaré a Dolly al patio, así os avisará si llega alguien. Pero si os marcháis no os dejará volver a entrar.

– Ya -respondió Vito con un gesto de asentimiento sin quedarse del todo tranquilo.

Aidan se dirigió a la puerta, luego se volvió para echar un último vistazo. Tess estaba sentada con los ojos cerrados y la mano sobre el cuello de Dolly. Se la veía frágil.

Pero abrió los ojos y Aidan se dio cuenta de que no lo era. En su mirada, junto con el terrible dolor, se observaba una voluntad férrea.

– Vete -le dijo muy seria y con voz llorosa-. Encuéntralo. -Su voz se quebró y las lágrimas brotaron de sus ojos y le surcaron las mejillas-. Por favor.


Miércoles, 15 de marzo, 18.45 horas.

Hecho. Joanna Carmichael volvió a leer el artículo por última vez antes de imprimirlo. Quería escribir sobre Ciccotelli, pero de momento se apañaría con una de las moscas que había cazado. Tal vez su mejor amiga empezara a presionarla para que le concediera la exclusiva. Al menos aquella era una noticia de interés y había obtenido el visto bueno del director de la edición del fin de semana.

La puerta se abrió detrás de ella y al volverse vio a Keith con aspecto de estar agotado. Detestaba trabajar en el banco, y ella lo sabía. Había rechazado un magnífico puesto en una gran compañía de inversiones de Atlanta para acompañarla a Chicago, donde ella trataría de cumplir su sueño sin que su famoso padre y su periódico le hicieran sombra. Sin embargo, el hecho de que ese día la sonrisa no se reflejara en su cara no era culpa del banco sino de ella. Aún estaba dolido por el episodio del lunes por la mañana.

– Lo siento, Keith. Me equivoqué.

Él se acercó y la besó en la coronilla.

– Ya lo sé, nena. No pasa nada. -Pero sí que pasaba. La tirantez se notaba en su voz.

Envió el artículo a la impresora.

– ¿Te apetece salir a cenar?

– Estoy cansado, Jo. Mejor pedimos una pizza. -Se quitó la corbata y aguzó la vista cuando la primera hoja salió de la impresora-. No va sobre la doctora Ciccotelli. ¿Qué es esto?

Ella escribió un correo al editor de la edición del fin de semana y adjuntó el archivo.

– Llámalo influencia sutil.

El gesto de él se endureció.

– Llámalo coacción. No puedes hacer eso, Jo.

Apretó la tecla «enviar».

– Ya lo he hecho.

Keith dio un paso atrás y su mirada se apagó.

– No sé quién coño te crees que eres, pero cuando decidas entrar en razón, avísame.

Se volvió hacia la puerta.

– ¿Adónde vas?

– A que me dé el aire, no sea que diga algo que luego tenga que lamentar.


Miércoles, 15 de marzo, 19.25 horas.

– Joder -masculló Murphy-. Otra vez llegamos tarde.

Aidan se detuvo en la puerta del cuarto de baño de Bacon, se cruzó de brazos y observó el cadáver de la bañera con una desalentadora sensación de tener muy mala suerte. Le había tocado a él dar con el piso correcto. Se trataba del quinto de la lista, una vivienda en los bajos recién restaurados de una vieja casa, propiedad de una pareja de jubilados que no tenía ni idea de estar dando cobijo a un delincuente sexual. El marido había reconocido a Bacon al instante, pero lo llamaba señor Ford. Aidan había solicitado una orden de registro y aguardaba la respuesta desesperándose un poco más con cada tictac de su reloj. Murphy había llegado al mismo tiempo que la orden de registro y habían entrado juntos.

El ordenador de Bacon estaba destrozado; el monitor, hecho mil pedazos, y el disco duro, sumergido en un recipiente con ácido sulfúrico, si la etiqueta de la botella que había al lado era la correcta. Bacon flotaba en la bañera llena de agua ensangrentada. El muy cabrón se había cortado las venas.

En el suelo, junto al inodoro, se apilaba su ropa. Aidan levantó con cautela los pantalones y la camisa. Los pantalones estaban empapados del agua que se había desbordado de la bañera. Olió las prendas y frunció el entrecejo.

– Huele esto, Murphy.

Murphy se encogió de hombros.

– Solo noto olor a tabaco.

– Los pantalones huelen a tabaco pero la camisa no.

Murphy volvió a encogerse de hombros.

– Lo siento. -Miró alrededor con una mueca-. ¿Por qué se habrá matado justamente hoy?

– Yo me pregunto lo mismo. Estaba convencido de que Tess iba a ceder al chantaje, así que no entiendo por qué se ha matado.

– Disculpen, detectives. -El fotógrafo de la policía científica acababa de llegar y Aidan se apartó-. Me daré toda la prisa que pueda.

Jack y Rick llegaron justo después que él. Rick miró alrededor y movió la cabeza.

– Tenemos que descubrir dónde guarda las copias -dijo-. Los tipos como él coleccionan un montón de vídeos y siempre los guardan en un lugar secreto.

Aidan se reunió con ellos en el salón.

– ¿Es posible recuperar algo del disco duro?

Rick miró sin demasiado convencimiento la unidad sumergida en ácido.

– No lo creo. Bacon debía de guardar ahí algo que lo ponía en evidencia. Así fue como lo pillamos la otra vez, tenía todo los vídeos de las chicas guardaditos en el disco duro. Sin esa prueba no habríamos podido hacer que lo condenaran.

Murphy dirigió la mirada al techo.

– A ver si hay alguna cámara.

– Es poco probable que tuviera cámaras en casa -opinó Jack-. Aunque no estaría mal contar con unas cuantas imágenes suyas para variar. Qué ironía.

– Y qué raro -añadió Rick-. A Bacon le gusta filmar a los demás; bueno, le gustaba. Lo normal sería que se sintiera inseguro si lo filmaban a él. De todos modos, no me cuesta nada comprobarlo.

– De momento lo que haremos es buscar los vídeos -decidió Jack-. ¿De cuántos estamos hablando, Rick?

– Algunos tipos coleccionan cientos. Bacon llevaba en esto mucho tiempo.

«Cientos -pensó Aidan con tristeza-. Bueno, yo solo necesito encontrar uno.» Pero eso lo hizo sentirse culpable. Cada vídeo representaba una víctima igual que Tess.

– Yo me encargo del dormitorio.

Cada uno registró una habitación. Entretanto llegó el forense y extrajo el cuerpo de Bacon de la bañera. Aidan había mirado ya en todos los cajones, en el colchón, e incluso dentro de los muelles antes de abrir el armario. Se quedó observando el interior, anonadado. Luego reaccionó.

– ¡Murphy!

– ¿Qué has…? Coño. -Murphy tomó aire mientras Aidan sacaba del armario un abrigo de color tabaco con percha y todo-. Es el abrigo de Nicole Rivera. Y también está la peluca.

Aidan volvió a colgar el abrigo.

– ¿Qué hace Bacon con el abrigo y la peluca?

– Y la pistola.

Se volvieron y vieron a Jack sujetando una semiautomática.

– Es del mismo calibre que la bala que encontramos en el cadáver de Rivera -dijo Aidan en tono categórico.

Jack asintió.

– Estaba escondida en el techo, junto con unas cuantas cosas más que os gustará ver.

Las demás cosas eran fotos… Copias de las fotografías que la policía había tomado del cadáver de la hermana de Cynthia Adams y del hijo de Avery Winslow. También había listas de los pacientes de Ciccotelli y de las cosas que ella solía hacer: ir al gimnasio, ir de compras, salir a comer con los amigos el domingo. Ponía que prefería la escalera al ascensor.

– Recibos de compra -masculló Aidan-. Son los originales de los recibos del muñeco y del oso de peluche.

– Y la tarjeta de memoria de una cámara. -Rick la depositó sobre la mesa de la cocina, junto a las fotografías y los recibos-. La llevaré al laboratorio para examinarla y ver qué contiene. También he encontrado esto. -Extrajo dos fotografías más del final del montón.

Murphy suspiró.

– Blaine Connell. -Habían tomado las fotografías de noche, pero en ellas se distinguía claramente a dos hombres. Uno de ellos era Connell, recibiendo dinero. En la segunda fotografía, un primer plano, aparecía la mano de Connell, y en ella sostenía un montón de billetes con el rostro de Ben Franklin.

– ¿Conoces al otro tipo? -preguntó Aidan. Murphy, dudoso, aguzó la vista.

De pronto abrió mucho los ojos y asintió.

– No sé cómo se llama pero lo he visto. Estaba en el vídeo de la cámara de seguridad del ascensor de casa de Seward. Llevaba un mono de operario de mantenimiento. Bacon debió de ficharlo. -Murphy tomó aire-. ¿Bacon organizó esto? ¿Todo esto?

Aidan miró las fotografías, la pistola. Todo.

– No me cuadra. -Le parecía… decepcionante-. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué motivos podría tener?

Jack les presentó una hoja de papel.

– Es el informe psicológico de Bacon.

Murphy le echó un vistazo, ceñudo.

– Tess realizó el examen psiquiátrico forense.

– Y una cosa más. -Jack sostuvo el papel en alto, de modo que todos pudieran verlo-. Es una confesión del suicida. Dice que lo hizo él.


Miércoles, 15 de marzo, 20.15 horas.

Dolly, que estaba tendida a su lado, gruñó y se puso en pie; movía las orejas, nerviosa. Tess oyó abrirse la puerta del garaje. Había llegado Aidan y le traería noticias del hombre que se había dedicado a espiarla. El hombre que tal vez hubiera vendido ya sus fotos a unas cuantas páginas porno de internet. Quién sabía si su imagen no estaba ya circulando por ahí, accesible para todo aquel con un dedo pegado al ratón; y sin que ella pudiera hacer absolutamente nada por evitarlo. Pero aun con las tripas completamente revueltas, mantenía la cabeza bien alta.

Le avergonzaba un poco preocuparse por unos vídeos mientras a Ethel Hughes le habían destrozado la vida.

El señor Hughes. «Le han dado una paliza.» Oía en su mente la voz de Aidan, tan dulce. «Tú no tienes la culpa.» Claro, claro.

«Dime con quién andas y te diré quién eres.» El señor Hughes había muerto por ser amigo suyo. ¿Quién sería el siguiente? ¿Amy? ¿Jon? Tendría que llamarlos y advertirles de que se anduvieran con cuidado, que no salieran solos. De momento, no había sido capaz de telefonear a Ethel y decirle cuánto lo sentía. Lo haría, pero aún no podía.

«Eres una cobarde, Ciccotelli.» La certidumbre hacía que la bilis le abrasara la garganta. Sus amigos estaban en peligro y ella se escondía en lugar de hacer algo por ayudarlos.

Aidan entró y sus ojos se abrieron con sorpresa cuando Dolly le saltó al cuello. Él le rascó las orejas con gesto cariñoso y por encima de su cabeza miró a Tess.

– ¿Dónde está tu hermano?

Tess se golpeaba repetidamente los labios con el dedo índice.

– Durmiendo en el sofá. Dobló el turno justo antes de venir y luego se ha pasado la noche en blanco, preocupado por mí.

Aidan miró a través de la puerta a Vito despatarrado en el sofá, roncando suavemente, con los pies colgando por encima de uno de los brazos y Bella ovillada sobre su trasero.

– Huele bien. -Se desabrochó el abrigo y se acercó a la mesa. Se inclinó para ver mejor la comida mientras olisqueaba con gusto-. ¿Son cannoli?

Los labios de Tess se curvaron hacia arriba. La veneración que apreció en su tono de voz la tranquilizó, aunque solo un poco.

– Sí. Y también hay raviolis. Todo casero.

El probó un cannoli; al tragar cerró los ojos.

– Santo Dios, qué bueno. Me muero de hambre. ¿De dónde has sacado los ingredientes para cocinar todo esto?

– El supermercado tiene servicio de entrega a domicilio. -Ella agitó la mano cuando él frunció el entrecejo-. Ha abierto la puerta Vito. No soy idiota, Aidan.

– Yo no he dicho eso. ¿Cómo estás, Tess?

Ella se encogió de hombros y se dispuso a introducir el sacacorchos en la botella de vino que había comprado aquella misma tarde. Clavarlo y enroscarlo se le antojó de lo más catártico.

– ¿Quieres un poco? Ya sabes que va bien para el corazón.

– ¿Por eso lo tomas? -le preguntó él.

– Pues sí. Mi padre tiene el corazón delicado, así que yo salgo a correr tres veces por semana, tomo una aspirina todas las mañanas y un vaso de vino tinto todas las noches. -«No quiero acabar como él, y no me refiero solo a los problemas cardíacos.»- ¿Quieres o no, Aidan?

– Un poco. ¿También lo han traído del supermercado?

– ¿El vino? No. Es de una pequeña vinatería que hay cerca de la consulta. He pasado por allí después de ordenar el archivo y poner a Joanna Carmichael como un trapo.

Él arqueó las cejas.

– ¿Carmichael ha ido a la consulta? ¿Para qué?

– Ha vuelto a pedirme una exclusiva.

– Ninguna de las veces que he ido a verla estaba en casa.

– Porque me ha estado siguiendo. -Tess pensó en la joven con la trenza de aspecto infantil y la mirada de ave rapaz-. Me ha amenazado con revelar información sobre mis amigos. He tenido que avisarle de que los atacarán por dos flancos. -Por una parte sus asuntos podían pasar a ser del dominio público y por otra sus vidas corrían peligro. «Y todo por ser amigos míos.»-. Llevaba todo el día tragando hiel.

Él arrugó la frente.

– ¿Qué tienen que ocultar tus amigos, Tess?

Ella se encogió de hombros, molesta por la pregunta y por la vulnerabilidad de sus amigos.

– Todo el mundo tiene cosas que prefiere que no se sepan, Aidan. Tú también, supongo.

Él cerró los ojos.

– Así, ¿has ido de compras?

Era una forma muy torpe de cambiar de tema, pero Tess optó por no ponerlo en evidencia.

– Sí. Me he comprado un par de zapatos, y también he traído un regalo para tu madre y el vino. -Retomó la tarea de descorchar el vino y la invadió una nueva oleada de mal humor-. La dependienta de la vinatería estuvo casada con el director general de una importante empresa… -Descorchó la botella con un fuerte estallido-. Y un buen día va él y le dice: «se acabó, Marge», y la cambia por una niñata de poca chicha acabadita de salir de la universidad. -Las palabras brotaron con tanta amargura que se abochornó.

– Ya; la engañaba con otra -dijo Aidan con serenidad.

– Supongo que se me nota mucho. Da igual, la cuestión es que Marge invirtió todo lo que tenía en montar una vinatería.

Tess olió el tapón. Era un buen vino.

– Siempre le compro a ella el vino. Se lo ha ganado a pulso.

Él la escrutaba sin pestañear.

– ¿Cómo estás, Tess?

Le temblaban las manos y al servir el vino mojó el borde de la copa.

– Asustada. Me pregunto quién será el próximo. Me siento como una cobarde, aquí escondida.

– Siéntate.

Ella le hizo caso, y exhaló un suspiro cuando él le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí. Le transmitía fortaleza y calor en unos momentos en los que ella carecía de ambas cosas, así que se dejó caer sobre él y apoyó la cabeza en su hombro.

– No eres ninguna cobarde -le susurró al oído-. Quítatelo de la cabeza.

– Mis amigos corren peligro por… -Tragó saliva y se esforzó por pronunciar las palabras con un ronco hilo de voz-: por andar con quien andan. Y no puedo poner fin a la situación porque ni siquiera sé qué hice para que empezara.

Él le estampó un beso en la coronilla, breve e intenso.

– Tú no hiciste nada. Tess, ¿te suena el nombre de David Bacon?

Ella levantó la cabeza e hizo un esfuerzo por recordar.

– Creo que sí. Era… Era uno de los acusados a quienes Eleanor hizo el examen psiquiátrico, poco antes de morir. Ya casi han pasado cuatro años.

– Tres años y ocho meses.

– Es muy posible. -Ladeó la cabeza para escrutarlo. Sus ojos habían perdido la expresividad-. ¿Por qué lo preguntas?

– Eleanor era compañera tuya, ¿verdad? -le preguntó a su vez en lugar de responder.

– Sí. Me tomó bajo su protección cuando aún no había terminado la carrera y me preparó para que algún día pudiera relevarla. Pensábamos que tenía muchos años por delante. Pero tuvo un derrame cerebral, sin previo aviso. Cuando murió yo pasé a encargarme de sus exámenes forenses. Recuerdo bien a David Bacon. Eleanor había hecho casi todo el trabajo y yo solo tuve que hablar con él una vez y firmar el informe. Ni siquiera hizo falta que declarara en el juicio. -Le dio un escalofrío-. Era repulsivo.

– Parece que te acuerdas bien de él. ¿Fue tu primer informe forense?

– No, había hecho más. Pero sí que fue el primero en el que traté con dos organismos de seguridad. Los federales tuvieron que tomar parte en el asunto porque… Dios mío. Había instalado cámaras en un vestuario de chicas. Se consideró pornografía infantil porque la mayoría de las chicas eran menores de dieciocho años y lo procesó la policía federal. ¿Él puso la cámara en mi cuarto de baño?

– Eso parece.

A Tess le daba miedo preguntar.

– ¿Lo… lo habéis cogido?

Él asintió muy serio y Tess sintió un gran alivio. El ultimátum que vencía a medianoche y llevaba todo el día atormentándola no se llevaría a cabo. Bacon no podría vender el vídeo a los medios de comunicación ni a nadie. No obstante, era evidente que algo no había salido como era de esperar.

– Está muerto, ¿verdad?

– Y bien muerto.

– ¿Lo has matado tú?

– No.

– Se supone que es una buena noticia y que debería sentirme aliviada. ¿Por qué no es así?

La mirada de los ojos azules de Aidan aparecía turbada.

– Porque algo no cuadra. Encontramos pruebas de que fue él quien tendió la trampa a Adams, Winslow y Seward. Encontramos una pistola del mismo calibre que la que mató a la imitadora. También encontramos el informe firmado por ti, e incluso descubrimos que uno de los policías de mi anterior equipo estaba implicado.

– Así fue como consiguió las fotos -masculló ella-. Me preguntaba cómo se las habría apañado. ¿Y de dónde habéis sacado tantas pruebas?

– Estaban escondidas en el falso techo de su casa.

– Qué metódico -opinó Tess-. Pero no crees que lo hiciera él.

– No.

– Solo vi a ese hombre una vez, Aidan, pero por lo que recuerdo no me parece que fuera tan… organizado.

Él suspiró.

– Ya me lo imaginaba. Mañana nos tocará investigar un poco más a fondo al señor Bacon. Ahora tengo que marcharme.

– ¿Vuelves al trabajo?

– No. Voy a casa de mis padres. Tengo que hablar con Rachel.

– ¿Está bien?

– Según mi padre, sí, pero quiero hablar personalmente con ella. -Se encogió de hombros-. Necesito verlo con mis propios ojos.

Tess recordó la forma en que Vito la había abrazado por la mañana. El miedo y el amor resultaban palpables, tangibles.

– Tengo un regalo para tu madre. ¿Se lo darás de mi parte?

– Ven conmigo y dáselo tú misma. Le dejaremos una nota a Vito.


Miércoles, 15de marzo, 21.00 horas.

Cuando era un investigador privado alcohólico y desaliñado, Destin Lawe no era ni la mitad de malvado. Había cumplido con su trabajo de forma admirable. Ahora iba a retirarse prematuramente.

Cuando entró en el vehículo parecía impresionado.

– ¿Coche nuevo?

– Más o menos. -Era una verdadera lástima. A pesar de su nombre, Lawe no tenía el mínimo problema en burlar o quebrantar la ley cuando era necesario. Era un intermediario perfecto, sin escrúpulos, y con deudas de juego, cuentas de bar pendientes y una asombrosa habilidad para descubrir a personas aparentemente buenas haciendo cosas muy malas. Resultaría difícil sustituirlo.

– ¿Qué hace ahí un chubasquero? -preguntó Lawe echando un vistazo al feo impermeable que había costado demasiado dinero para un solo uso-. El hombre del tiempo ha dicho que estaría despejado y haría frío unos cuantos días más.

– Yo incluso diría que hará bastante frío. ¿La has encontrado?

– Pues claro. Aunque no entiendo para qué buscas a una colegiala. Aquí tienes su nombre, su dirección y su horario escolar. -Extrajo una hoja de papel de su bolsillo y se la entregó a la vez que observaba la radio del carísimo Mercedes que le había resultado tan fácil de robar. «No he perdido la pericia después de tantos años.» El hecho de que el modelo fuera más moderno que el de Ciccotelli aún hacía más agradable el hallazgo.

La estudiante vivía en un campus cercano a la zapatería que Ciccotelli había visitado ese día. Pobre chica. Estaba en el lugar menos apropiado, en el momento menos apropiado. Lawe también le había entregado la foto de la chica. Excelente. Joanna Carmichael había perseguido a Ciccotelli por toda la ciudad para hacerle fotos y así le había ahorrado parte del trabajo.

– Tiene muy mal gusto para el calzado.

Lawe se quedó petrificado y boquiabierto. No pudo pronunciar réplica alguna. Incluso con la tenue luz de las farolas resultaba obvio que su rostro había perdido todo el color.

El cañón de una pistola con silenciador solía producir ese efecto en las personas.

– ¿Por qué? -preguntó sin apenas voz. Pensaba que sus movimientos eran imperceptibles, pero su intención de extraer el arma resultaba tan evidente como su palidez. Un simple disparo en la muñeca bastó para hacer que se aferrara el brazo y chillara de dolor. Se volvió rápidamente para accionar la maneta de la puerta, pero no la encontró. Entonces se pegó a la puerta con gesto medroso y la respiración acelerada.

– En realidad es por tu bien. Blaine Connell está a punto de irse de la lengua.

– No lo hará -gimió-. La policía no consiguió sacarle nada. Te lo prometo.

– Pues ahora sí.

El abrió los ojos como platos al percatarse de lo que ocurría.

– ¿Lo entregaste tú? ¿Por qué?

– Porque era o tú o yo. -Los siguientes seis disparos fueron directos al corazón; el octavo y el noveno, a la cabeza cuando ya se había caído de bruces-. No hay más que hablar, señor Lawe. Dada la alternativa, me elijo a mí.

Al doblarlo, el impermeable formaba un pequeño bulto compacto, tal como prometían en el anuncio. Para los excursionistas eso debía de suponer una gran ventaja. La razón por la cual acarreaban una mochila llena de provisiones y se privaban de las comodidades más básicas le parecía un gran misterio. Dentro de uno de los rebosantes contenedores de basura de la ciudad, el pequeño impermeable doblado y manchado de sangre pasaría desapercibido. «Para mí eso también supone una gran ventaja.»

A través del retrovisor dio un último vistazo al Mercedes que no había salido muy bien parado; el interior había quedado tan manchado que era irrecuperable. Con suerte los propietarios tendrían un seguro a todo riesgo, pues el vehículo se había convertido en la última morada del señor Lawe.

En unos treinta segundos la última morada terrenal del señor Lawe alcanzaría la misma temperatura que la eterna. Tres… dos… uno… Muy bien. La llama iluminó el cielo unos instantes antes de provocar el lento e inevitable incendio.

Eso acabaría con todos los cabos sueltos: Rivera, Bacon y Lawe. Solo le quedaba vigilar a los Blade, que eran quienes habían matado a Hughes, aunque la posibilidad de que alguno de ellos acabara sucumbiendo a alguna tentación era muy remota. Sin embargo, por confiar demasiado en la lealtad de un subordinado, Bacon había estado a punto de echarlo todo a perder. La policía lo había encontrado, y antes de lo previsto. No debía subestimar a Reagan.

Pero la policía también había dado con las pruebas que servirían para que cerraran el caso antes de terminar de investigarlo. Las fotos, los informes, la pistola… Lo de la pistola había sido una idea brillante. «Aunque me esté mal decirlo.» Pensarían que ya lo habían resuelto. Le comunicarían a Ciccotelli que ya no corría peligro y ella los creería. Tal vez incluso consiguiera conciliar el sueño.

Hasta que cayera la siguiente víctima. Y no tardaría mucho en caer. «Dime con quién andas y te diré quién eres.»

«Cuando termine mi trabajo no tendrá a nadie a su lado. Se habrá quedado sola y será totalmente vulnerable. Entonces será mía.»

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