Capítulo 20

Viernes, 17 de marzo, 2.55 horas.

Tess salió del baño cubierta con una camisa de Aidan. Le sorprendió ver que él no se había movido del sitio.

– ¿Hay alguien ahí fuera? -preguntó, y él negó con la cabeza.

– No. Si hubiera alguien lo sabríamos por Dolly.

– Acuéstate conmigo en la cama, Aidan. Te prometo que te dejaré dormir. -Tess se deslizó entre las sábanas y apagó la luz. En la penumbra de la habitación observó a Aidan de perfil; con el semblante austero y los brazos en jarras, miraba por la ventana algo que solo él podía ver.

– La encontré yo -dijo de pronto en tono brusco-. A la tercera niña.

Tess se incorporó. Se refería a la tercera de las niñas a las que Harold Green había asesinado.

– Ya lo sé. Murphy me lo contó la primera noche. Lo siento.

– La destripó. ¿Eso también lo sabías?

Tess tragó saliva.

– Sí. -Había sido horroroso. Las fotografías de las tres niñas brutalmente asesinadas de forma tan absurda parecían un atentado contra el decoro de quien las mirara. Pero había sido necesario mirarlas para poder examinar al hombre que les había infligido un trato tan atroz.

– Creíamos que estaba viva -dijo él-. Green dijo que estaba viva.

– Y en su mente lo estaba.

– Menuda sandez -soltó él-. Harold Green era un puto asesino.

Era mejor afrontar la situación cuanto antes.

– Y yo lo dejé en libertad, ¿no?

Él no dijo nada, lo cual lo decía todo, por supuesto. Ella trató de no ofenderse, pero le resultaba difícil. Por eso optó por regresar a donde mejor se movía y hablarle como si fuera uno de sus pacientes, aunque sin olvidar que estaba en su cama y que solo llevaba puesta una de sus camisas abotonadas hasta el cuello.

– Aidan, ¿qué hiciste cuando encontraste a la niña?

Él tragó saliva.

– Me dejé caer de rodillas y me eché a llorar como un bebé.

– Estoy segura de que no fuiste el único -susurró ella.

– La niña tenía solo seis años -dijo con voz entrecortada-. Qué mierda. No quería volver a acordarme de ella, pero la otra noche, al ver a aquella mujer abierta en canal…

Cynthia Adams. Un suicidio; y había tenido que acudir un hombre al que el suicidio de un ser querido le había dejado una profunda huella. Y encima él se sentía lo bastante comprometido como para tratar de encontrar al asesino.

– Y yo lo dejé en libertad -repitió ella, y dio un suspiro trémulo.

– Fue un error -la disculpó él, con excesivo desespero-. Has actuado correctamente en muchos otros casos. Es normal que cometas algún error.

Ella comprendía por lo que había tenido que pasar, pero no sabía muy bien cómo hacerle ver que estaba equivocado.

– ¿Has visto la película El sexto sentido? -preguntó de repente, y él, con los ojos llorosos, se volvió a mirarla de golpe. Estaba consternado.

– ¿Ahora te pones a hablar de cine?

Ella asintió. Mantenía la calma a pesar de los nervios que le atenazaban el estómago.

– Sí. ¿La has visto o no? El protagonista es un niño que ve fantasmas por todas partes.

– Sí que la he visto -dijo entre dientes-. Cuatro estrellas.

– La parte que da más miedo es cuando ve los fantasmas de día, porque se supone que entonces no puede pasarle nada.

– ¿Nos lleva esto a alguna parte, doctora? -le preguntó con acritud.

– Sí. Harold Green no veía fantasmas, Aidan: veía demonios, y no solo en sueños. Estaban por todas partes, lo acechaban todo el día, todos los días y todas las noches, allá adónde fuera. Estaban esperándolo para abalanzarse sobre él y devorarlo. De sus colmillos chorreaba sangre. Y resultó que esos demonios eran unas niñas preciosas, pero él no se daba cuenta.

– Eso es lo que él dijo -le espetó él-. Cualquier cosa con tal de no ir a la cárcel.

– Hay muchos tipos de cárceles, Aidan. ¿Has estado alguna vez en un hospital psiquiátrico?

– No.

– Pues cuando todo esto termine, me gustaría que vinieras conmigo a uno. Green se pasa el día entero sedado para no agredir al personal. Está metido en una nebulosa en la que solo una medicación muy fuerte mantiene a raya a los demonios, y aun así los ve. Grita y se retuerce, y tienen que atarlo a la cama por su propia seguridad. Él llora y vocifera porque está aterrado. Toda su existencia se reduce a lo que ve, y no puede hacer nada para cambiarlo. Está muy solo.

– ¿Sus parientes ricos no van a visitarlo? -preguntó Aidan con acrimonia.

«¿Cómo no se me habrá ocurrido?»

– Dicen que el dinero da poder, pero en el caso de Harold Green sirve de bien poco. Su madre va a verlo de vez en cuando, pero cada vez las visitas son menos frecuentes. Tiene la esperanza de que mejore, de que vuelva a ser el hombre a quien ella conocía, el hijo al que amaba y al que a pesar de todo sigue amando. Sin embargo, los días pasan y él sigue encerrado en su prisión mental, asustado y solo. -Inspiró profundamente y soltó el aire despacio-. A veces… -Sacudió la cabeza y sus ojos se llenaron de amargas lágrimas.

Él se quedó unos instantes inmóvil. Luego, poco a poco, se volvió hasta que puso los ojos en ella en lugar de mirar por la ventana.

– ¿A veces qué, Tess? -le preguntó en tono quedo.

Ella se avergonzaba de lo que estaba a punto de decir pero necesitaba que él lo comprendiera.

– A veces cuando veo que pasa miedo y sufre tanto pienso que sería mejor que muriera. Y a veces… -Apartó la vista-. A veces se me pasa por la cabeza hacerlo yo, y no estoy segura de si es por piedad o por venganza.

»El día del juicio tenía su destino en mis manos, Aidan, y lo eximí porque no estaba en condiciones de someterse a un juicio y la ley dice que, por tanto, no puede condenársele por sus crímenes. Pero vi lo que hizo y, joder… -Su voz se quebró pero enseguida recobró la firmeza-. Vi la mirada de las madres de las niñas. Y de la esposa del policía a quien estranguló. Odiaba a Harold Green, pero hice lo que tenía que hacer. -Cerró los ojos y las lágrimas le resbalaron por las mejillas-. Y si la situación se repitiera, volvería a hacer lo mismo.

Aidan permaneció inmóvil. Las lágrimas de Tess le partían el corazón. Era una mujer que había actuado correctamente a pesar de que era la opción más difícil. Al principio le había parecido fría, pero ahora sabía que se preocupaba de las cosas en exceso y que solo su voluntad férrea evitaba que los demás lo notaran y, por tanto, le permitía hacer su trabajo. Él comprendía muy bien lo que significaba tener que cumplir con el deber aunque doliera en el alma. Ambos tenían mucho más en común de lo que en principio creía. Y en ese momento algo brotó de lo más profundo de su herido corazón. De momento, lo consideraría simplemente respeto.

– Lo siento, no supe entenderte. -Se sentó junto a ella-. No llores más, por favor.

Ella apretó los dientes y sollozó.

– No puedo apartar de mi mente el rostro de esa chica… Sylvia Arness. Tendría que estar yendo a fiestas, asistiendo a clase. En cambio, está muerta.

Él le enjugó las húmedas mejillas con el pulgar.

– Porque un cabrón que está mal de la cabeza sabe que es la manera más rápida de hacerse contigo. Pero no le dejaremos ganar, Tess. -El sollozo se hizo más intenso y él la estrechó entre sus brazos, le acarició la espalda y, al intensificarse su llanto, la besó hasta que reparó en que la única forma de silenciarla era con la boca.

Le apartó la cabeza de su pecho y le cubrió la boca con la suya, con fuerza e insistencia. Durante unos segundos ella se resistió, luego se puso de rodillas y le devolvió el beso con intensidad y vehemencia mientras le acariciaba el pecho entrelazando los dedos con su vello. Jugueteó con sus pezones y le arrancó un gemido gutural.

Él se levantó de golpe y con un movimiento rápido la hizo ponerse en pie; quiso desabrocharle los botones de la camisa que llevaba puesta pero al no conseguir pasarlos por los ojales empezó a renegar, y al fin tiró de la prenda hasta que los botones saltaron y sus pechos llenaron las palmas de sus manos. Ella bajó las manos hasta su cintura y de pronto él notó que tenía los pantalones arrugados a la altura de los tobillos y se desprendió de ellos con sendas patadas. A continuación ella le quitó los calzoncillos y lo dejó desnudo salvo por la camisa que aún le cubría los hombros. Él se dispuso a quitársela, pero se detuvo, atónito, cuando ella encendió la luz.

Él le había alborotado el pelo al aferrarla, sus labios se habían hinchado al contacto con los de él y sus mejillas aparecían perladas por las lágrimas. Pero tenía la mirada ardiente y Aidan se estremeció.

– Anoche no te vi -dijo ella-. Hoy quiero verte.

Lo empujó hasta tenderlo en la cama y se colocó a horcajadas sobre su cintura, y cuando él trató de asirla se inclinó y le colocó las manos en la almohada, junto a la cabeza.

– No -le susurró-. Esta noche es mía. Déjame a mí.

Él, con el aire paralizado en los pulmones, asintió al comprender que necesitaba controlar la situación. Le habían destrozado la vida poco a poco hasta dejarla reducida a escombros. El momento era de ella.

Ella se deslizó sobre el pecho de él y lo fue besando de arriba abajo hasta que su espalda se arqueó en un acto reflejo. Entonces se detuvo; tan solo un suspiro separaba sus labios del palpitante pene y él gimió su nombre:

– Tess.

– Chis. Déjame. -Con las puntas de los dedos recorrió su longitud haciendo que se estremeciera-. Déjame. -Luego siguió el mismo recorrido con la lengua y él volvió a gemir.

– Por favor. -Aidan arqueó la espalda sin poder contenerse; suplicante-. Por favor.

Pero no pasó nada. Él se incorporó apoyándose en los codos y la miró. Lo estaba examinando con suma atención y una curiosa expresión analítica. Ella solo volvió la cabeza y lo miró a los ojos; el gesto de su boca era serio.

– Nunca había hecho esto.

Él se quedó helado.

«No pares. Por favor, no cambies de idea», pensó con desesperación.

Ella se humedeció los labios.

– Dime si algo no te gusta.

«Gracias a Dios.» Y fue lo último que pensó porque a continuación ella lo rodeó con sus labios ardientes, húmedos y sumamente agradables. Él cerró los ojos y se dejó llevar por las sensaciones. Se dejó llevar lejos de la cruda realidad hasta centrarse en lo único que importaba: aquella mujer y el inenarrable placer que lo hacía jadear, arquear más la espalda, con más fuerza. Le aferró la cabeza y empezó a movérsela para demostrarle cómo le gustaba que lo hiciera, y la soltó con un gemido al notar que ella seguía sin perder el ritmo.

Uno de los gemidos desató la pasión de ella. Le había proporcionado placer a él y había excitado el propio. Un estremecimiento y un cosquilleo le recorrían la piel, y el ardiente latido que notaba entre las piernas era imparable. Sentía deseo; no, lo que sentía era necesidad, una necesidad que nunca antes había experimentado. Nunca se había sentido así, nunca había recorrido ese frenético camino hacia la culminación ni había notado ese anhelo de sentirse plena. El sexo era simplemente algo que había practicado. Algo agradable pero no necesario.

En cambio, estar con ese hombre era una necesidad, y hacerlo gemir era más imperioso que dar la siguiente bocanada de aire. Por eso cambió de posición, ejerció más presión con los labios y lo rodeó suavemente con la palma de la mano.

Con un grito entrecortado el espléndido cuerpo de Aidan se arqueó y se quedó inmóvil, soportando su peso tan solo con los talones y la coronilla. Ella, complacida, sintiéndose poderosa y completamente mujer, lo soltó y lo tumbó sobre el colchón. Luego se colocó a horcajadas sobre él y cubrió su cuerpo de besos en sentido ascendente. Él le rodeó las nalgas con las manos y empezó a acariciarla con fuerza.

Al abrir los ojos la respiración de Tess se interrumpió.

– Deja que te tenga ahora -dijo él.

Y sin esperar respuesta se situó rodando encima de ella, y con un fuerte impulso la penetró, llenándola por completo. El grito de ella se mezcló con su gemido y él mantuvo la mirada fija en sus ojos igual que mantenía inmóvil su rígido cuerpo.

– No quería desearte -dijo susurrando mientras sus impulsos sincopaban sus palabras-. No quería que me importaras. Pero me importas, entiéndelo.

– Lo entiendo. -Ella arqueó la espalda y empezó a emitir sonidos de placer mientras él la besaba en la garganta. Entonces le rodeó con la boca la cicatriz y succionó con fuerza, y ella comprendió que quería dejar su propia marca sobre aquella que tanto le desagradaba. El acelerado corazón de Tess se encogió dolorosamente.

– Aidan.

El placer se había vuelto muy intenso, demasiado intenso. La sensación empezó a invadirla, sus músculos se contrajeron en torno a él, y él empezó a empujar con más fuerza, con más rapidez, mientras la tensión interna crecía más y más, y sus manos aferraban las de él con más y más fuerza. Y entonces sintió miedo. Miedo de no llegar y terror de lo que ocurriría si llegaba.

– Deja que ocurra -le susurró él al oído como si hubiera leído sus pensamientos-. Déjate llevar. Deja que te vea y que te sienta. Por favor, Tess.

– Aidan. -Lo que sonó fue un gemido, una súplica; y al fin, al fin, la exultación cuando la tensión se liberó de súbito y el fuego recorrió su cuerpo. Ella se convulsionó y gimió, apenas consciente de que él también había alcanzado su liberación con el cuerpo rígido y la cabeza echada hacia atrás en un éxtasis espasmódico totalmente silencioso.

Se dejó caer sobre ella; sus manos seguían unidas. Sus cuerpos seguían unidos. A ella le dolía el pecho, y la garganta. Había experimentado algo increíble que no había sentido en toda su vida.

– Ah.

Notó un movimiento en el pecho de él. Debía de haberse reído.

Permanecieron así lo que les pareció una eternidad hasta que él le soltó las manos, se apoyó sobre los codos y la miró con expresión seria.

– No tenía intención de que esto pasara así esta noche.

Ella se quedó perpleja.

– ¿Qué?

– Que no tenía intención de que fuera tan intenso, tan rápido. Tenía previsto seducirte poco a poco, pero después de lo que has hecho… No había alternativa.

Ella sonrió y le besó la barba incipiente del mentón.

– Supongo que he vuelto a ser de poca ayuda.

Él no sonrió.

– ¿Por qué lo has hecho?

– ¿Quieres decir…? Ya sabes. -No pudo terminar la frase, le ardían las mejillas y su mirada se desvió-. Debes de pensar que soy tonta por no atreverme a decirlo.

– Pienso que es la sensación más increíble que he tenido nunca -respondió él en tono quedo.

Ella trató de disimular la satisfacción.

– ¿De verdad?

La boca de él dibujó una sonrisa indulgente.

– De verdad. ¿Por qué lo has hecho, Tess? ¿Por qué a mí?

– Hasta ahora nunca me había apetecido -respondió con sinceridad-. Pero ayer, contigo… -Suspiró-. No voy a andarme con modestias. Sé que soy atractiva y sé que los hombres se fijan en mí. Pero Phillip aniquiló la confianza que tenía en mí misma. En cambio tú me has hecho sentir bella, deseable. Y quería que tú te sintieras igual. -Se encogió de hombros con timidez-. Tú no puedes entenderlo.

Él la miró con ojos penetrantes en medio de la tenue iluminación que proporcionaba la lámpara de su mesilla de noche.

– Tú no sabes lo que yo puedo o no puedo entender, Tess.

Y, dicho eso, extendió el brazo, apagó la luz y cubrió sus cuerpos con la ropa de cama. En la oscuridad se colocó de modo que ella apoyara la mejilla contra su pecho y la rodeó con los brazos. Tess oyó el latido regular de su corazón.

La respiración de ella se tornó lenta y superficial, y ya casi estaba dormida cuando él volvió a hablarle.

– Ese día… después de encontrar a la tercera niña… llegué a casa y Shelley se me echó encima. Yo estaba destrozado y ella trató de utilizar ese argumento para convencerme de que me dejara ir.

Ella acarició con las puntas de los dedos el grueso vello de su pecho, aliviada de no tener delante a aquella mujer porque le habría dado un bofetón.

– Qué egoísta.

Él soltó una sonora carcajada.

– Al final no sabía qué era lo que había visto en ella. Lo único que sabía era que me sentía tan vacío… Estaba tan enfadado… Tenía ganas de pegarle. Levanté la mano y… me detuve a medio camino. Entonces le di un ultimátum. Le dije que si volvía a pedirme que trabajara para su padre la dejaría. Y lo decía en serio.

Tess se quedó un rato en silencio. Al fin formuló la pregunta.

– ¿Lo hiciste? ¿La dejaste?

– Esa vez no. Estuvo más tranquila un tiempo y yo pensaba sinceramente que podíamos arreglar las cosas. No la dejé hasta el día en que tú declaraste ante el tribunal. El día del juicio de Green. Estaba tan enfadado contigo… Me había tomado el día libre para asistir al juicio. Cuando todos los policías se levantaron y salieron de la sala en señal de protesta yo me marché a casa. Necesitaba que alguien me confortara y creía que esa persona sería Shelley.

Tess creyó adivinar lo que había sucedido.

– ¿Y?

– Y cuando llegué a casa la encontré con otro hombre. En nuestra cama.

Ella exhaló un suspiro y dijo lo único que le vino a la cabeza, lo mismo que él le había dicho la noche anterior.

– Qué poca delicadeza.

Él soltó una risita triste.

Touché. Ella me vio allí plantado. Él estaba… ocupado. Aún hoy sigo creyendo que no se percató de mi presencia. Pero ella sí. Se me quedó mirando por encima del hombro de él con cara de sorpresa. Y ahí terminó todo. Me marché y nunca más volví. Kristen fue a buscar mis cosas cuando sabía que ella no estaba en casa. Yo la había traído a ver esta casa porque quería comprarla, pero ella le hizo ascos. Así que dos semanas después de dejarla compré esta casa y me busqué la vida. Y ella se buscó la suya. Se casan dentro de unas semanas. Él trabaja para su papá y ella ya tiene su casita en North Shore. -Exhaló un suspiro-. Ahora ya lo sabes todo.

– Gracias por la confianza.

En el rostro de él se dibujó una sonrisa radiante.

– Gracias por… ya sabes. No ha estado nada mal para ser novata.

Ella lo miró con los ojos como platos.

– Me has dicho que era lo mejor que habías sentido en tu vida.

– Y no mentía. Solo que siendo tu primera vez, en las siguientes no vas a quedarte atrás.

Ella se aguantó la risa.

– No; tendré que ponerme delante. Vamos a dormir, Aidan. Enseguida se hará de día.


Viernes, 17 de marzo, 7.30 horas.

– Qué cerda. -Joanna se quedó plantada frente al televisor, boquiabierta y con los brazos en jarras. Tess Ciccotelli ocupaba toda la pantalla. La expresión de su rostro iba del nerviosismo a la tristeza y de esta a la aparente sinceridad. Entonces la cámara recorrió el plato-. Está hablando con Lynne Pope.

Keith levantó la cabeza del periódico con una mueca.

– Jo, déjalo ya. No va a concederte el artículo que quieres. Olvídate y dedícate a otra cosa.

Ella se volvió a mirarlo:

– Gracias, don Apoyo.

– Haz el favor de madurar, Jo. -Dobló el periódico-. Ayer por la tarde recibí una llamada de un banco de Atlanta. Quieren que empiece a trabajar para ellos a principios del mes que viene. Es una gran oportunidad, Jo. Quiero volver a casa. He pensado que si tienes un motivo tal vez cambies de opinión.

– Eres tú quien tiene un motivo para marcharse -le espetó furiosa-. Es tu carrera; tu vida.

– Creía que mi vida también era la tuya -dijo él en voz baja-. Aún no les he dado una respuesta. Podemos hablarlo esta noche; ahora voy a cambiarme para ir a trabajar.

Ella lo vio marcharse; estaba enfadada. No quería hablar del tema. Pensaba quedarse allí y conseguir firmar aquel jodido artículo aunque fuera la última cosa que hiciera en su vida. Volvió la cabeza hacia la cocina cuando una imagen del televisor captó su atención.

– A Sylvia Arness le dispararon a bocajarro con un arma de gran calibre. La policía está investigando el caso. Hay testigos que afirman que oyeron el disparo y luego encontraron el cuerpo. En el abrigo de la víctima había prendida una nota con el mensaje «Dime con quién andas y te diré quién eres», pero la policía se niega a hacer declaraciones sobre su significado. Les mantendremos informados…

Con movimientos lentos, Joanna se sentó frente al ordenador y fue accionando el ratón hasta tener en pantalla las fotografías que el miércoles por la tarde le había hecho a Ciccotelli. Estaba la vinatería, la tienda de jerséis, la floristería, la zapatería… «Aquí está.» La chica muerta en un primer plano con Ciccotelli. Apenas habían intercambiado unas palabras, y ahora la chica estaba muerta. Un escalofrío le recorrió la espalda. «Santo Dios.» Con un nudo en el estómago, fue retrocediendo hasta la imagen de la vinatería, y otro pensamiento se asoció al anterior. Comparó la fotografía granulada de la cuarta página del Bulletin de ese día con la que ella misma había tomado. «Marge Hooper, cincuenta y tres años, víctima de un robo en la vinatería que regentaba», rezaba el titular. Era la misma mujer.

Echó un vistazo rápido al resto de las fotos conteniendo la respiración. El portero también aparecía en ellas. «Tres muertos.» Y todos estaban en las fotografías que ella había tomado. Volvió a pensar en el papel fotográfico que echaba de menos. Alguien había entrado en sus archivos. Se le heló la sangre.

«Llama a la policía, Jo. Llámala ahora mismo.» Al ir a levantar el teléfono se dio cuenta de que le temblaba la mano, y de pronto este sonó y ella retrocedió de un salto como si le hubieran disparado.

– ¿Diga?

– ¿Señorita Carmichael? Soy la doctora Kelsey Chin, del Women's Clinic de Lexington, Kentucky. Creo que me llamó ayer.

Con las manos aún temblorosas, Joanna pasó las hojas de su cuaderno hasta que encontró el nombre que había surgido como parte de la investigación que ahora llamaba «operación matamoscas».

– Doctora Chin, gracias por devolverme la llamada. Estoy investigando sobre un caso y creo que usted puede ayudarme.


Viernes, 17 de marzo, 7.30 horas.

Hacía, veinte minutos que Aidan había dejado a Tess en la puerta de la habitación del hotel donde se alojaban sus padres, justo a tiempo para que viera la entrevista con Lynne Pope. Su padre permaneció sentado en completo silencio cuando terminó el reportaje. La madre de Tess, sentada junto a él, le asía la mano y Vito paseaba de un lado a otro. Tess suspiró.

– No mienten cuando dicen que una imagen vale más que mil palabras -dijo Tess en tono liviano, y quiso que se la tragara la tierra cuando vio que tres pares de ojos se clavaban en ella.

– ¿Estás segura de que provocarlo así ha sido una buena idea, Tess? -le preguntó su madre.

– Pues claro que no -le espetó Vito-. ¿Dónde coño estaba Reagan durante la entrevista?

– Paseándose, igual que tú. Anoche encontraron otro cadáver. Vito, ¿te acuerdas de la joven que se puso a tontear contigo en la zapatería?

El rostro de Vito perdió el color.

– ¿Está muerta? ¿Ese era el problema de anoche? Pero si ni siquiera la conocías. ¿Ahora al asesino le ha dado por matar a extraños?

Tess asintió.

– Tenía que asegurarme de que todo el mundo estuviera avisado y me pareció que Lynne Pope haría un buen trabajo.

Su padre se puso en pie, tenía la piel cenicienta.

– ¿A quién has cabreado tanto para que haga una cosa así? Santo Dios, han matado a una completa extraña.

A Tess no le gustó nada la manera de formular la frase pero se mordió la lengua.

– No lo sé, papá. La policía ha investigado minuciosamente a todos los pacientes a quienes he examinado antes de que fueran a juicio.

– ¿Les has dado la lista de pacientes de la consulta?

– Sí, tienen la lista. Pero, para serte sincera, dudo que ninguno de mis pacientes sea capaz de concebir un plan tan enrevesado, y aunque lo concibieran, dudo que ninguno fuera lo bastante organizado para ponerlo en práctica. Me parece que nunca me he topado con una personalidad de este tipo. Acuéstate papá, tienes muy mal aspecto.

El hombre se sentó en la cama.

– No me encuentro muy bien -admitió-. Gina, ¿me alcanzas las pastillas?

Tess lo ayudó a recostarse en la cama y luego le subió las piernas.

– Descansa, papá. Tendré cuidado, te lo prometo. -Vito y ella entraron en la habitación contigua y Tess encorvó los hombros con desánimo-. Necesita volver a casa.

– No se irá hasta que tú también vayas -masculló Vito-. Tess, por favor, vuelve a casa. Por lo menos hasta que todo esto termine. En mi territorio podré protegerte.

Tess sacudió la cabeza.

– Aún no lo entiendes, Vito. Todo esto va contra mí. Si yo me voy a Filadelfia, él me seguirá y lo único que habremos conseguido será trasladar el problema a otra ciudad. Aidan y Murphy tienen unas cuantas pistas y confío en ellos. -Le frotó el brazo-. ¿Tú no?

Él se dejó caer en una silla.

– Me siento impotente. Pronto tendré que regresar al trabajo. De momento no he tenido problemas con lo del permiso, pero ya hace tres días que falto.

Tess posó la mejilla en su cabeza.

– Todo esto tiene que terminar pronto, Vito, antes de que muera alguien más.

El móvil que llevaba en el bolsillo sonó y Tess sintió un escalofrío de terror.

– No quiero contestar.

– Podría ser Reagan. Contesta.

Tess se sacó el teléfono del bolsillo. Era Amy.

– Hola.

– ¿Tess? Soy Amy. ¿Dónde estás?

De sentir escalofríos pasó a quedarse helada al oír el tono de Amy.

– Con Vito, en el hotel. ¿Por qué?

– Es el Eye. Te acusan de grabar los vídeos por voluntad propia, Tess. -Amy vaciló-. Sales en portada.

«Denise». Qué zorra.

– Denise vendió la noticia -masculló-. Juro por Dios que la… -Exhaló un suspiro-. ¿Es muy escandaloso?

– Sí, mucho. En… En la página dos sale otra imagen. Es la que te enviaron con la nota anónima, Tess. Lo siento.

La bilis se le había subido a la garganta y Tess le tendió a tientas el teléfono a Vito y se dejó caer en la cama, cabizbaja y con la mirada perdida. Oyó que Vito pedía explicaciones y que renegaba. Luego se arrodilló ante ella y le tomó las manos entre las suyas.

– ¿Qué puedo hacer? -le preguntó con voz queda y abatida.

Tess guardó silencio un rato mientras meditaba la respuesta.

– Te pediría que mataras a esa cerda, pero cometerías un delito.

Entonces tomó una decisión y se levantó con aire resuelto.

– Llévame al juzgado. Hay un abogado con quien quiero hablar.


Viernes, 17 de marzo, 7.30 horas.

«Así que ha pasado a la acción. No creía que tuviera agallas.» En la cafetería todo el mundo tenía la vista clavada en el programa y la simpatía por Ciccotelli iba en aumento. Sin embargo, todo el mundo decía que, si se la encontraba, cruzaría a la otra acera. Ahora le resultaría más difícil deshacerse incluso de extraños. Tal vez se hubiera acabado el jugar al gato y el ratón. Habían atado el último cabo suelto con eficacia.

Ya era hora de asestar el golpe de gracia. Y luego… el máximo placer.

El camarero se acercó con la cafetera llena.

– ¿Más café?

– Sí, por favor. Y tráigame la cuenta.


Viernes, 17 de marzo, 8.15 horas.

Por el aspecto de Blaine Connell se diría que llevaba días sin dormir. El representante sindical que lo acompañaba estaba sentado a su lado en la sala de reuniones de Spinnelli con aire arrogante y polémico. Spinnelli y Patrick se encontraban de pie en un extremo mientras que Aidan y Murphy ocupaban las otras sillas. El agente de Asuntos Internos, con su traje negro, se apostaba en una esquina, receloso y vigilante.

Murphy deslizó sobre la mesa la fotografía de Connell aceptando dinero de Lawe. Connell se puso tenso.

– Ya nos han preguntado sobre esto -soltó el representante sindical-. El agente Connell dice que no conoce a ese hombre. Esa fotografía es una evidente falsificación.

– Sabemos que se llama Destin Lawe -dijo Murphy en tono sereno-. Es investigador privado y está muerto.

Aidan observó que Connell relajaba un poco los hombros.

– ¿Te había amenazado, Blaine? -Los ojos de Connell emitieron un centelleo. Aidan sabía que tenía familia-. ¿Amenazó a Sandra o a los niños?

Otra vez el centelleo, esta vez más fuerte; Aidan suspiró.

– Blaine, eras un buen policía y aún puedes ser una buena persona. Hay diez personas que han muerto. Si Lawe había amenazado a tu familia, ya no podrá haceros nada. Ayúdanos, dinos dónde lo conociste. Necesitamos establecer la conexión entre el asesino y él, o morirá más gente.

Connell susurró algo al oído del representante sindical.

– Quiere la inmunidad -anunció el representante.

Patrick frunció el entrecejo.

– Dependerá de lo que haya hecho. No puedo concedérsela a ciegas.

El representante se puso en pie.

– Entonces hemos terminado. Vamos, Blaine.

Aidan empezó a colocar sobre la mesa las fotografías de los muertos.

– Arness, Hooper, Hughes, Malcolm y Gwen Seward, Winslow, Adams.

Connell se estremeció, pero siguió sentado con gesto resuelto.

El representante sindical le tiró del hombro.

– Vámonos, Blaine.

Aidan prosiguió.

– Todos eran personas inocentes. Mira, estos son los cómplices. A nuestro hombre no le gusta dejar cabos sueltos. David Bacon, Nicole Rivera y Destin Lawe. -Al ver el cuerpo achicharrado de Lawe, Connell palideció-. Ninguno de ellos nos dijo nada. Que sepamos, se mantuvieron fieles hasta el triste final. ¿Crees que tú te vas a librar? Si crees que Lawe representaba la mayor amenaza para tu esposa y tus hijos, piénsalo bien. Tú también eres un cabo suelto, Blaine.

«Vamos, Blaine.»

Connell se soltó del representante sindical.

– Vino a verme. Me pidió que le hiciera un favor, necesitaba unas cuantas fotos del escenario del crimen. Me dijo que le servirían para acabar con la medicucha que había dejado libre al asesino de Preston.

– La doctora Ciccotelli -dijo Murphy, y Connell asintió con un gesto brusco y amargo.

– La misma. Esa cabrona no tiene sangre en las venas.

Aidan recordó la angustia de Tess la noche anterior, sus violentos sollozos. Debería sentirse ofendido e interceder por ella, pero solo era capaz de sentir tristeza.

– Eso no es cierto -dijo.

Connell apretó los labios.

– Tú te acuestas con ella, Reagan; no eres quién para opinar. Me imagino que debe de ser muy buena en la cama para jugarte así la reputación -se mofó-. En la página dos del Eye sale una foto tremenda. Así todos podemos ver qué es lo que te ha hecho perder la vergüenza.

A Aidan le hervía la sangre. Al notar que a su lado Murphy se ponía tenso, fijó la vista en la mesa. Cuando se hubo calmado, volvió a mirar a Connell.

– ¿Cómo se puso Lawe en contacto contigo?

Connell apartó la vista.

– Me pilló al salir del juzgado. Luego me llamó desde una cabina para informarme del lugar de la entrega, cerca de los almacenes que hay junto al lago.

– ¿Recuerdas los días? -preguntó Murphy.

– El catorce de diciembre nos vimos en la puerta del juzgado, y el diecisiete fue el día de la entrega.

– Estás muy seguro de las fechas -observó Murphy-. ¿Cómo es eso?

Connell apartó la mirada.

– Las recuerdo, eso es todo.

Aidan se puso en pie.

– A lo mejor es que son los días en que perdiste la vergüenza -dijo con determinación. Murphy se levantó y le dio un toque en el hombro.

– No vale la pena, Aidan -masculló, y este respiró hondo.

– Ya lo sé.

Y no dijo nada más hasta que los cuatro estuvieron frente a su mesa y la de Murphy. Aidan se dejó caer en su silla.

– Me han entrado ganas de borrarle la puta sonrisa de un puñetazo.

– Pero te has aguantado -dijo Spinnelli-. Bien hecho.

– ¿Qué haréis ahora? -preguntó Patrick.

– Seguiremos la pista de las fechas -respondió Murphy-. A ver si damos con algo.

– Y le haremos una visita al ex de Tess, el doctor Phillip Parks. -Aidan miró el reloj-. Dentro de media hora como máximo tendría que estar en su despacho.

– ¿Qué haréis con Connell? -preguntó Spinnelli.

Patrick parecía turbado.

– Está ocultando pruebas. Voy a pedir el cese, y sin pensión. A partir de ahí, no sé qué pasará. Ya os informaré.

Y regresó a la sala de reuniones, donde aguardaban Connell, su representante y el agente de Asuntos Internos.

– He visto la intervención de Tess en Good Morning, Chicago -dijo Spinnelli-. Parecía segura y bien dispuesta. Con un poco de suerte cuando todo esto termine Pope volverá a invitarla y así la gente dejará de cruzar la calle cuando se la encuentre. No te preocupes por las fotos del periódico, Aidan. Esas cosas suelen olvidarse en cuestión de días.

Spinnelli se encerró en su despacho y Murphy se sentó frente a su mesa de trabajo.

– Tiene razón con lo del Eye, Aidan. Ahora parece una cosa terrible pero pronto se olvidará.

Aidan apretó los dientes.

– ¿Las has visto?

Murphy vaciló.

– Sí. Pero han recortado la foto, así que en realidad no se ve nada. Eso sí, el artículo está plagado de insinuaciones. Tendría que habértelo contado pero pensaba que ya lo habías visto.

Aidan negó con la cabeza.

– Ni lo he visto ni quiero verlo. Supongo que soy un cobarde.

– Lo que eres es humano, Aidan. Por cierto, ¿cómo está Rachel esta mañana?

– Hoy no ha ido a la escuela.

Murphy hizo una mueca.

– ¿Le duelen los puntos?

Aidan soltó una risita al acordarse de lo desesperada que estaba cuando lo había llamado por teléfono a las seis de la mañana.

– No; es el pelo. Tanto quitarle importancia y esta mañana cuando se ha levantado y se ha mirado al espejo ha cambiado radicalmente de idea. Tess va a llevarla a ese peluquero amigo suyo esta tarde, así que esta noche volverá a estar guapa y atractiva, como siempre.

Bajó la vista a los informes que un administrativo había dejado sobre su escritorio, decidido a no permitir que el Eye lo descentrara. Lawe aparecía como presidente de Brewer, Inc. El piso estaba alquilado a nombre de la empresa, y también era el nombre de la empresa el que figuraba en los contratos de sus privilegios, del coche e incluso de sus tarjetas de crédito. Tenía cuentas en tres bancos distintos de la ciudad y era posible que también las tuviera en paraísos fiscales. En los tres bancos parecía tener cajas de seguridad. Irían a comprobarlo después de visitar a don Cabrón. Aidan se había preguntado si sería capaz de controlar los nervios cuando lo tuviera delante, pero tras el enfrentamiento con Blaine Connell no le cabía duda de que sí. Si había sido capaz de no arrancarle las entrañas a Connell después del comentario sobre Tess, era capaz de manejar cualquier situación.

Aidan puso mala cara. Así que el Eye tenía su foto, y seguro que la habían conseguido gracias a Masterson. Lo que había hecho era ilegal. Estaba seguro de que la pequeña Denise acabaría haciéndolo tarde o temprano, pero no había sabido que ya estaba hecho hasta que Connell lo dijo. Aidan se preguntaba si Tess habría visto la foto y si se encontraría bien. La noche anterior había sido sincera con Lynne Pope y había declarado ante la cámara que habían obtenido imágenes suyas sin su conocimiento, así que o bien la pequeña bomba que había lanzado el Eye tenía bastante menos efecto o, al contrario, el periódico se convertía en un récord de ventas debido a la publicidad.

De cualquier manera, Tess era lo bastante fuerte como para afrontarlo. «Y yo también lo seré.»

– ¿Lo es o no? -preguntó Murphy sin que Aidan lo esperara. Se volvió a mirarlo. Su compañero tenía la vista fija en su propio escritorio y garabateaba diligentemente en su cuaderno.

– ¿Quién? ¿El qué?

– Tess. Si es buena en la cama.

Aidan pestañeó perplejo; luego una sonrisa se dibujó lentamente en su rostro.

– Ni siquiera puede calificarse.

– Me lo imaginaba.

El tonillo de resignación de Murphy hizo que Aidan soltara una risita.

– ¿Qué, Murphy? ¿Preparado para enfrentarte a don Cabrón?

– Pues claro. Vamos.

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