Domingo, 12 de marzo, 18.30 horas.
Aidan se refugió de la fría tarde lluviosa entrando en el cálido lavadero de casa de sus padres. Sintió un escalofrío a la vez que le llegaba el aroma de algún plato delicioso. Olía al estofado que su madre hacía los domingos para cenar y… volvió a olfatear con gusto. A pastel.
«Ojalá sea de cerezas», pensó mientras se despojaba del abrigo empapado. Tomó de una cesta una toalla deslucida y se secó enérgicamente la cabeza antes de entrar en la cocina, donde su madre se encontraba enfrente del fregadero cargando el lavavajillas. A juzgar por la pila de platos la casa debía de estar llena de gente, pensó Aidan con melancolía; le gustaría haber estado allí. Hacía mucho tiempo que no se reunía la familia al completo un domingo por la tarde. Todos andaban muy ocupados.
Becca Reagan levantó la cabeza, y, por algún motivo, la sonrisa que iluminó su mirada despertó en Aidan una profunda emoción. La imagen de Cynthia Adams muerta sobre la acera acudió a su mente junto con la voz de Ciccotelli. «No tiene parientes cercanos», había dicho. No tenía una madre que le sonriera al llegar a casa. Solo la acompañaba el monstruoso recuerdo de un padre que abusaba de ella. En lo siguiente que pensó fue en el infanticidio en el que estaba trabajando antes de recibir la llamada sobre el caso de Adams. Un niño de seis años había sido asesinado por su propio padre. Después de que Ciccotelli y su abogada se marcharan, Aidan había ido a ver a la madre del chico. La mujer sabía dónde se escondía el animal del padre pero, a diferencia de lo que había hecho con su hijo, lo protegía.
Si se esforzaba por comprenderlo, tenía la impresión de que se volvería loco, así que centró su atención en la cálida acogida que le dispensaba la voz de su madre.
– ¡Aidan! Me preguntaba cuándo te dejarías caer por aquí.
Aidan la besó en la mejilla.
– Hola, mamá. ¿Ha quedado algo de comida?
Ella lo miró de arriba abajo, escrutándolo con detalle. A Aidan aquel gesto le resultaba familiar; lo miraba del mismo modo que solía hacer con su padre todos los días cuando este regresaba a casa tras haberse pasado la jornada patrullando por la calle. Después de toda una vida al servicio del Departamento de Policía de Chicago, ahora Kyle Reagan disfrutaba de su jubilación. La mujer se secó las manos y acarició la mejilla de Aidan, mirándolo con ojos comprensivos. No haría preguntas a menos que él le diera pie. Era una de las cosas que más apreciaba de ella; una de las cosas que no había encontrado en ninguna otra mujer, y sabía Dios que lo había intentado. Suponía que ese era el motivo por el que a sus treinta y tres años seguía soltero.
– En la nevera hay un plato con las sobras. El pastel aún se está enfriando. -Arqueó una ceja-. Llegas a punto, como siempre.
Él consiguió esbozar una sonrisa cansina.
– Estupendo.
– Estás chorreando, chico. Vas a pillar una pulmonía.
Aidan abrió el frigorífico.
– Es que está lloviendo, mamá, y por la capota del Camaro ha empezado a entrar agua cuando ya estaba de camino hacia casa.
Ella exhaló un suspiro.
– No servirá de nada que insista en que te compres un coche en condiciones.
Él se limitó a sonreír y se sentó ante la gran mesa de la cocina.
– El Camaro tiene doscientos noventa caballos.
La mujer, habituada a su respuesta, alzó los ojos en señal de exasperación.
– Tu padre tiene un poco de cinta de sellado por el garaje. Primero cena y luego ve a arreglar tu tartana.
– Ya lo he hecho -dijo él con la boca llena-. Por el camino he parado en una tienda y he comprado un rollo de cinta. -Cuando hubo dejado el plato limpio, su madre lo retiró y le sirvió otro con un gran pedazo de pastel.
– Sean, Ruth y los niños ya se han marchado, pero Abe y Kristen aún están aquí -explicó ella-. Tu padre le está enseñando a la niña a unir puntos para formar figuras.
Hablaba de Kara, la sobrina de quince meses de Aidan. Su ahijada. Se alegró al pensar en la felicidad que por fin su hermano Abe había encontrado.
– Ya. El todoterreno de Abe está aparcado en medio del camino de entrada, he tenido que dejar mi coche en la calle. ¿Dónde está Rachel? -Su hermana de dieciséis años estaba creciendo demasiado deprisa para su gusto.
– Está en casa de una amiga. Llegará sobre las nueve. Me parece que tiene problemas con algún chico, pero no me ha contado nada. -La mujer arqueó una ceja-. Puedes intentar hablar con ella.
Aidan soltó un gruñido.
– ¿De chicos? No, gracias. Si yo fuera papá la encerraría en su habitación hasta que cumpliera veinticinco años, así nadie tendría que preocuparse por todos esos chicos.
– Tú también fuiste uno de «esos chicos».
– Precisamente por eso.
Ella dio un sorbo de café y se puso seria.
– La semana pasada me encontré a la madre de Shelley en la esteticista.
Aidan apretó la mandíbula. Shelley St. John era un tema prohibido.
– Mamá, hoy no estoy de humor para hablar de eso.
Becca asintió.
– Ya lo sé. Pero no quiero que lo sepas por otra persona sin estar prevenido. Va a casarse.
En otro tiempo eso le habría afectado. Ahora solo sentía repugnancia.
– Ya lo sé.
Su madre abrió los ojos de golpe.
– ¿Ya lo sabes? ¿Y cómo es eso?
– Me envió una invitación. -Un último y estudiado golpe para añadir a la larga lista. Shelley era muy ducha en la traición y el apuñalamiento por la espalda-. Déjalo correr, por favor.
Becca exhaló un suspiro.
– Cómete el pastel antes de que tu hermano vea que te he cortado un pedazo.
– Demasiado tarde -gruñó Abe desde la puerta-. Joder, Aidan, te lo estás comiendo todo.
– Oveja que bala, bocado que pierde -repuso Aidan con prontitud.
Renegando, su hermano cogió un plato y se sentó a la mesa.
– ¿Qué te ha ocurrido? Estás empapado.
Becca colocó la cafetera entre ambos.
– Está lloviendo, Abe -dijo, y Aidan esbozó una sonrisa lastimera.
Pero Abe no sonrió.
– No has dormido, ¿verdad? ¿Sigues trabajando en el caso del pequeño Morris?
Aidan negó con la cabeza.
– Ayer Murphy y yo nos pasamos toda la tarde tratando de localizar al cabrón embustero del padre, pero ha desaparecido. Justo después de medianoche nos llegó un nuevo caso que nos ha tenido ocupados todo el día.
Abe frunció el entrecejo.
– El único caso que se conoce desde ayer por la noche es un suicidio.
Aidan fijó la vista en el pastel.
– En realidad no fue un suicidio.
– ¿Cómo que en realidad no fue un suicidio? -quiso saber Becca-. Suena igual que decir que se está un poco embarazada.
– ¿Quién está embarazada? -Kristen, la cuñada de Aidan, entró en la cocina con un bebé de rizos pelirrojos en brazos. Miró la porción de pastel que quedaba y luego a Abe-: ¡Eh!
– Pregúntale a mamá -dijo él encogiéndose de hombros y extendiendo los brazos para coger al bebé.
– ¿Quién está embarazada? -repitió Kristen, sentándose junto a ellos.
Abe sentó a Kara en sus rodillas y le hizo el caballito.
– Nadie. Aidan tuvo un caso de suicidio anoche.
Kristen hizo una mueca.
– Una noche dura. -Su cuñada sabía mucho acerca de esos casos. Era abogada y trabajaba para el fiscal del estado, de modo que veía cadáveres a diario.
Aidan exhaló un suspiro.
– No sabes de la misa la mitad. La mujer estaba en tratamiento con una psiquiatra que… -Se interrumpió al ver que Abe y Kristen cruzaban una mirada.
– Tess Ciccotelli -dijo Kristen con desánimo-. Así que tú eres quien la ha detenido para interrogarla esta tarde. Joder, Aidan.
Aidan miró sucesivamente a Kristen y a Abe. Kristen parecía furiosa y Abe estaba absolutamente concentrado en arreglar el lazo que adornaba el rizado pelo de Kara. Se había quedado solo ante el peligro.
– ¿Cómo lo has sabido?
– Esta tarde me ha llamado mi jefe para explicarme cuatro cosas sobre el caso y pedirme que me ocupe de él. Me ha encargado que hable con los policías que la han detenido para interrogarla. Yo le he dicho que no podía hacerlo porque Tess y yo llevamos años trabajando juntas. Somos amigas.
– Pues menuda amiga. -Aidan, molesto, clavó el tenedor en el pastel. Aquella mujer tenía más aliados que la OTAN-. ¿Acaso no había nadie más en la sala cuando declaró que Harold Green no era responsable del asesinato de tres niñas y un policía?
Kristen guardó silencio un momento.
– Ella no dijo que no fuera responsable, Aidan.
– Tú no estuviste presente, Kristen -le espetó Aidan en tono de advertencia-. Yo sí.
– No, no estuve en el juicio. Pero hablé con ella antes y después. Acudió a mí, Aidan, porque lo que tenía que hacer la angustiaba. Sabía que la reacción sería violenta. Nunca habría declarado que Green estaba incapacitado para someterse al juicio si no lo creyera de veras. Ella no es así. Esta tarde has pasado con ella muchas horas, seguro que te has dado cuenta.
Aidan se removió en la silla, incómodo porque aún no sabía cómo tomarse lo que había visto y oído.
– Es psiquiatra, Kristen. Sabe mostrarse ante la gente tal como le interesa que la vean.
Kristen apartó el plato de un empujón.
– Es psiquiatra, no bruja. Estás perdiendo el tiempo, Aidan. Descubre quién quería que esa chica muriera y quién odia a Tess lo bastante para meterla en medio. -Se puso en pie con la respiración agitada-. Descubrirás que la lista es muchísimo más larga de lo que piensas.
Aidan se pasó la mano por la cansada cabeza.
– Kristen, por favor.
– ¿Por favor, qué, Aidan? ¿Me pides que haga la vista gorda mientras tú te recreas en tus puñeteros prejuicios? Pues me parece que no voy a hacerlo. ¿Sabes que Tess Ciccotelli perdió el contrato con la fiscalía porque el sindicato de policías presentó una queja?
Aidan pensó en el Mercedes que Tess conducía la noche anterior.
– No, pero me parece que no le faltan ingresos.
Kristen entornó los ojos peligrosamente.
– Muy bien, ¿y sabes que estuvo a punto de morir porque un policía no actuó con suficiente rapidez para defenderla de un chiflado a quien tenía que examinar?
Aidan se estremeció.
– No, no lo sabía.
– Pues pregúntale a Murphy. Él te contará lo que ocurrió. Tess Ciccotelli ya ha pagado bastante por cumplir con su deber. No pienso quedarme cruzada de brazos mientras se la acusa. No puede haber sido ella, coño, y tú lo sabes tan bien como yo.
Becca ahogó un grito y Aidan miró a Kristen perplejo al oír el taco tan insólito en su cuñada. Aidan cubrió con las manos los oídos de Kara.
– Has dicho «coño», Kristen -observó Aidan despacio-. Delante de la niña.
Kristen frunció los labios visiblemente temblorosos. Tenía las mejillas encendidas.
– Lo siento, Abe, pero no siento haber dicho ninguna de las otras cosas. Habla con Murphy, Aidan. Después, haz una lista de todos los criminales a quienes hemos metido entre rejas gracias a Tess. A ver si luego eres capaz de mirarme a los ojos y decirme que no hay nadie que le desee tanto mal como para tenderle una trampa así.
– Tranquilízate, Kristen -musitó Abe-. Aidan llegará al fondo de la cuestión. -Suspiró y siguió haciéndole el caballito a la niña-. Vas a ocuparte personalmente del caso, ¿no?
Kristen negó con la cabeza.
– No, no puedo ser objetiva. Todo junto me parece una gran injusticia. Patrick sí que cree poder ser objetivo, así que a partir de ahora se ocupará él. -Dirigió a Aidan una severa mirada-. A menos que durante la investigación se descargue a Tess de toda responsabilidad.
Aidan también la miró a los ojos. Que supiera, su cuñada no se equivocaba nunca con respecto a alguien a quien defendía con tanta vehemencia. Ella más que nadie se aferraba a la inocencia de Ciccotelli.
– Hoy antes de salir de la comisaría he pedido al personal del archivo una lista de todos los delincuentes contra los que ha declarado. Supongo que la tendré mañana por la mañana.
Ella respiró hondo.
– Gracias.
– Le preguntaré a Murphy por ese… chiflado que trató de herirla.
– Y que lo consiguió -repuso ella en tono quedo-. Averigua más cosas sobre Tess, Aidan. Descubrirás que te equivocas con ella.
– Eso espero, Kristen. De todos modos, tengo que hacer mi trabajo.
Ella arqueó una ceja.
– Cuento con ello.
Domingo, 12 de marzo, 20.30 horas.
Ahora Ciccotelli estaba en su casa, sana y salva. A través de la ventana se la veía claramente. Gracias a los prismáticos, por supuesto. Qué herramienta tan importante. No había que salir nunca de casa sin ellos. Los cuchillos y las pistolas llamaban la atención, pero nadie se fijaba en alguien que andaba por la calle con unos prismáticos colgados del cuello, y, de todos modos, si alguien preguntaba, siempre podía decir que le fascinaban los pájaros.
Venga ya. Cómo le fastidiaban esas criaturas de mala muerte que piaban sin cesar. Salvo las aves rapaces que observaban en silencio desde las alturas y que se lanzaban en picado sobre las desprevenidas víctimas, con las garras a punto de rasgar la carne como si fuera papel. Las aves rapaces eran criaturas dignas de ser admiradas. E imitadas.
Su desprevenida víctima estaba sentada ante la mesa del comedor, trabajando con su portátil. Llevaba tapones en las orejas y de vez en cuando levantaba la cabeza para mirar por la ventana que ponía Chicago a sus pies. Resultaba verdaderamente curioso que las personas que gozaban de una ventana situada a cierta altura no cayeran en la cuenta de que, igual que ellas veían el exterior, desde fuera se veía el interior. De hecho, resultaba igual de fácil. Y en esos momentos incluso aburrido.
No estaba en la cárcel, lo cual por muy decepcionante que resultara era de esperar. Aún había bastantes personas con una opinión de Tess Ciccotelli lo bastante buena para defenderla ante unos cargos que parecían absurdos. ¿Qué motivo tendría para hacer una cosa así?, preguntarían. Una respetable psiquiatra, merecedora de muchas menciones… Una risa rompió el silencio. Al día siguiente a esas horas la policía habría dado con el motivo, y el grupo de sus leales defensores pronto empezaría a menguar.
Pero, por si acaso, tenía que haber más víctimas. Y las habría.
Tenía memorizado el número de Nicole, con solo pulsar una tecla el teléfono empezó a sonar; y, como era una chica muy diligente, respondió a la primera llamada.
– ¿Diga? -Su voz sonaba ronca.
– ¿Qué coño has hecho con la voz? -Lo normal era que una actriz cuidara su voz, pero parecía que Nicole había estado llorando. Era una debilucha. Tendría que vigilarla de cerca. Tal vez hiciera falta otra visita a su hermano pequeño para asegurarse de que continuara cumpliendo-. Más vale que estés preparada para otra interpretación.
Nicole se aclaró la garganta.
– No es nada, estoy bien.
– Mejor para ti. He invertido mucho tiempo y mucho dinero en tu voz, Nicole. Por favor, no olvides que la salud de tu hermano depende de ti y solo de ti.
– ¿Qué quiere? -preguntó Nicole, y sus palabras sonaron como si las pronunciara entre dientes.
– Que estés en la esquina de Michigan Avenue con la calle Ocho a las once en punto. Ponte la peluca.
Hubo un instante de silencio y luego volvió a oírse la voz de Nicole, asustada y sin apenas fuerza.
– Me dijo que no tendría que volver a hacer nada hasta dentro de unos días.
– He cambiado de idea. A las once, Nicole. -«Tú y yo vamos a hacer una visita, al señor Avery Winslow.» El rostro de Winslow, con su triste y abatido aspecto de basset, aparecía en la primera fotografía del montón. La siguiente foto mostraba el rostro del pequeño Avery. Pobre señor Winslow, qué forma tan horrible de perder a su hijito. Era perfectamente comprensible que el padre se sintiera culpable, y era normal que hubiera buscado la ayuda de un psiquiatra. Lo imperdonable era que su psiquiatra fuera Tess Ciccotelli.
Lo de Avery Winslow llevaba tres semanas cociéndose. En su piso estaba todo preparado. Había llegado el momento de pasar al segundo acto.
Pobre señor Winslow. Lo cierto era que no se trataba de nada personal. No tenía nada contra él. Pero Ciccotelli… era harina de otro costal. Lo suyo sí que era personal.
Muy pronto estaría muerta. Pero antes aún tenía que sufrir lo suyo.
Domingo, 12 de marzo, 23.30 horas.
«Demasiado tarde, demasiado tarde. Llego demasiado tarde.» La frase se repetía en la mente de Tess una y otra vez mientras se abría paso entre la multitud. No podía ver nada entre tantos hombres; todos eran altísimos y morenos. Y todos estaban muy enfadados.
«Están enfadados conmigo.» Consiguió pasar delante del primer hombre y se detuvo en seco. A sus pies yacía Cynthia Adams. Muerta. «Demasiado tarde.» Uno de los hombres se agachó, metió la mano en el destripado cadáver de Cynthia y le arrancó el corazón; lo sostenía en la mano, y seguía latiendo.
– Cógelo -le ordenó. Los ojos azules del hombre brillaban en la oscuridad de la noche.
– No, no. -Ella retrocedió. El corazón aún palpitaba. La sangre chorreaba entre los dedos del hombre y caía sobre el pálido rostro de Cynthia. Y mientras la sangre iba salpicando su rostro, los ojos de Cynthia se abrieron de golpe y la miraron. Una mirada apagada y vacía.
Tess se dio media vuelta con un grito contenido en la garganta. Pero se quedó petrificada. La policía. «Vienen a por mí.» Los hombres uniformados llegaban hasta donde su mirada podía alcanzar. Ojos acusadores. «Corre. Despiértate. Mierda, despiértate y corre.»
– Tess. Mierda, Tess, despierta.
Oyó un grito; era muy agudo y denotaba terror. Se percató de que procedía de su propia boca. Tess levantó la cabeza de la mesa del comedor y abrió los ojos de golpe; aún lo veía todo borroso. Pestañeó varias veces y sus ojos enfocaron la imagen de un rostro. Le resultaba familiar. Ojos castaños; cabello bermejo, muy corto. Unos dedos le retiraron los tapones de los oídos. Unas manos fuertes agarraron su rostro. Su tacto era real, cálido.
«Jon.» Jon estaba allí. Estaba a salvo. No se la llevarían. Ese día no.
Seguía teniendo el pulso desbocado, pero volvía a respirar.
– Dios, Jon.
Jon Carter sostenía su rostro entre sus manos de cirujano; sus hábiles dedos le rodeaban el cráneo mientras con el pulgar le acariciaba las mejillas, aguardando a que se recobrara. Tess asintió con gesto trémulo y se recostó en la silla. Él tomó otra silla y se sentó a horcajadas mientras la observaba con detenimiento.
– Estoy bien. He tenido una pesadilla, eso es todo.
– Ya. -Él bajó los dedos hasta su carótida y los mantuvo allí mientras le tomaba el pulso.
– Te he dicho que estoy bien. -Se retiró el pelo del rostro-. Solo ha sido una pesadilla.
– Gritabas tan fuerte que te he oído desde el rellano. Mierda, Tess, me has dado un susto de muerte. Menos mal que tenía la llave, si no habría tenido que avisar a la policía. -Se estremeció-. Parecía que te estuvieran arrancando las entrañas.
Ella dio un respingo al recordar vívidamente el corazón del sueño.
– No tiene gracia, Jon.
– No pretendía hacer ningún chiste. -Sus cejas rojizas se unieron en un ceño de preocupación y desconcierto-. Menudo sueño. ¿Qué ha pasado?
Tess se puso en pie, y le fastidió notar que las rodillas se le doblaban como si fueran de goma.
– ¿Cómo es que has venido?
– Estaba preocupado por ti. Has avisado a Amy de que no ibas a venir a comer y no me has llamado para decirme que estabas bien. He estado llamándote toda la tarde pero no contestabas, así que me he acercado hasta aquí al terminar el turno.
– He desconectado el teléfono para poder dormir.
– No estabas durmiendo -observó él.
Lo había intentado, varias veces, pero el maldito sueño la despertaba una y otra vez. Aunque no había gritado ninguna vez más, que supiera.
– Ahora sí.
– Ya. En la mesa, con la cara encima del teclado del ordenador. Pues me parece que a esos chismes electrónicos no les van muy bien las babas. ¿Qué está pasando, Tess?
Él la siguió con la mirada mientras ella probaba a dar un paso en dirección a la cocina y luego otro.
– ¿No te lo ha contado Amy?
– No. Solo me ha dicho que tenías un problemilla y se ha marchado para recogerte, acompañarte a casa, ayudarte a meterte en la cama y arroparte bien. Pero me parece que la cosa es un poco más grave.
– Vaya con el secreto profesional. Así que Amy sabe ser discreta. Bueno es saberlo. -Tess llegó hasta el frigorífico y se apoyó en la puerta, aún temblorosa-. Voy a servirme un vaso de vino. ¿Quieres otro?
Él la había seguido y ahora estaba apoyado en la puerta de la cocina con el entrecejo fruncido.
– No. ¿De qué secreto profesional hablas? Amy me ha dicho que se te había estropeado el coche.
– Pues lo ha dicho para no contarte que he solicitado sus servicios. -Tess dio con el sacacorchos y se alegró de tener algo entre las manos para no temblar tanto-. Soy sospechosa.
Jon frunció el entrecejo aún más.
– ¿Cómo? ¿De un crimen?
Tess soltó una risa nerviosa mientras extraía el tapón de corcho de la botella.
– Y menudo crimen. Sírvelo tú, ¿quieres? Todavía me tiemblan las manos. -Él le sirvió un vaso y Tess lo vació de tres ruidosos tragos-. Más.
Jon obedeció en silencio y ella se llevó el vaso al comedor y volvió a sentarse cómodamente en la silla.
– Anoche se suicidó una paciente mía.
– ¿Tiene que ver con la llamada que recibiste? ¿Por eso me pediste que te acompañara?
Ella sacudió la mano.
– Sí, pero habría acabado pasando de todos modos, así que no tengas remordimientos. Siéntate, cariño. Voy a contarte una cosa.
Él se sentó y ella se lo contó todo, desde la mirada acusadora de los ojos de Reagan hasta el encuentro con la joven periodista al salir de la comisaría.
Jon permaneció unos momentos sin decir absolutamente nada.
– Menuda locura -soltó al fin.
Tess se echó a reír.
– Supongo que es una palabra tan apropiada como cualquier otra. -Empujó su vaso hasta que chocó con la botella que él había depositado en la mesa-. Más, por favor.
Él le sirvió el que ya era el cuarto vaso.
– ¿Te han acusado?
– Aún no. Estaría bien que te quedaras en la ciudad. Tal vez te necesite para que testifiques en mi favor.
Él frunció el entrecejo.
– No le encuentro la gracia, Tess.
Ella ladeó la cabeza.
– No tenía intención de hacerme la graciosa. Tengo problemas serios. -Señaló las cintas magnetofónicas apiladas junto a su radiocasete-. Y en ninguna cinta he encontrado nada que me dé una pista. Cynthia no mencionó a nadie en concreto en ninguna de las sesiones, y eso que hay grabadas cinco horas. Lo he transcrito todo palabra por palabra.
Jon respiró hondo, pensativo.
– ¿Y ahora qué?
Tess se encogió de hombros.
– Lo primero es terminarme el vino. Luego tengo que dormir, en condiciones. Espero que tanto vino me deje grogui y no vuelva a tener ese puñetero sueño. Mañana le llevaré las transcripciones a Reagan. Después, si durante la noche no ha dado con nada que le sirva para arrestarme, iré al hospital y pasaré consulta. -Volvió a encogerse de hombros-. A partir de ahí, todo son conjeturas.
– ¿Estás segura de que es eso lo que quieres hacer?
Ella esbozó una sonrisa ladeada y empezó a dar golpecitos con una uña en la botella casi vacía; había bebido lo bastante para sentirse contentilla.
– Ya lo he hecho. Llevo cuatro vasos.
– Tess -Jon le dirigió una mirada de advertencia-, me refiero a si te parece sensato darle al detective esa información. Puede que fuera uno de los que te fastidió el contrato.
– Es posible. De hecho, es probable. Aun así, Murphy y él son mi única oportunidad de que todo esto se resuelva, por ahora. Si ellos la cagan, hablaré con su jefe. A Spinnelli sigo cayéndole bien. De momento será mejor que colabore con los detectives. -Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos-. Jon, a Cynthia Adams la mataron; está tan claro como si la hubieran empujado literalmente por el balcón. Si tengo oportunidad de ayudar a Reagan a descubrir quién ha sido, todo esto se terminará y yo podré retomar mi vida. -Se esforzó por ponerse en pie, y esa vez agradeció que él la ayudara-. Ahora necesito dormir. -Se apoyó en el hombro de Jon y regresó al dormitorio.
Ella soltó una risita cuando él la empujó para meterla en la cama y le quitó los calcetines. Tess se apoyó sobre los codos y le sonrió. Jon era muy atractivo, y había oído más de un rumor sobre lo hábil que era con las manos al margen de la cirugía. Pero ellos no eran más que amigos, entre ambos no había nada de química. Después de Amy, Jon era el mejor amigo de Tess; además, estaba comprometido y era hombre de una sola relación. Aun así, no pudo resistir la tentación de provocarlo.
– Hace mucho tiempo que no me acuesto con un hombre, Jon. ¿Seguro que no quieres quedarte?
Él le sonrió.
– Es una proposición tentadora, Tess. Pero ¿qué diría Robin?
Ella cerró los ojos.
– No tiene de qué preocuparse, estás a salvo de mis terribles garras. -Soltó otra risita. Se sentía lo bastante reconfortada y relajada para encontrarse a gusto-. Dile a Robin que no te he puesto un dedo encima. -Se acurrucó en la almohada, y exhaló un suspiro cuando él le retiró el pelo de la cara. Empezaba a adormilarse-. Otra vez me toca dormir sola.
Jon vaciló.
– Tess.
Ella abrió un ojo. La expresión de él le transmitió a Tess pesadumbre y a la vez hizo que, inesperadamente, una profunda nostalgia invadiera su corazón. Era el vino, se dijo. «Porque lo de ese hijo de puta lo tengo superadísimo.» Hacía más de un año que no se acostaba con Phillip Parks, y no lo echaba de menos. Por lo que a ella respectaba, podía irse al carajo. Sin embargo, sí que echaba de menos… estar con alguien, suponía. Se removió un poco y aquel pensamiento se esfumó. Al día siguiente tendría tiempo de sobras para reflexionar sobre su vida. «Sobre todo si Reagan consigue detenerme.»
– Estoy bien, Jon. Ve a casa con Robin. Cierra la puerta con llave y no dejes que Bella salga. -Como si hubiera oído su nombre, la gatita parda de Tess se subió a la cama de un salto, se enroscó junto a ella en la almohada y empezó a emitir un fuerte ronroneo.
– Llámame mañana, Tess.
El sueño la estaba venciendo. Por fin. Menos mal.
– De acuerdo.